58

Al oír los golpecitos en la ventana, Clodagh se puso en pie de un brinco. La invadió una oleada de felicidad. Ya había llegado. Corrió hacia la puerta de la calle y la abrió sin hacer ruido.

– El gallo canta al anochecer -dijo Marcus con marcado acento ruso.

– ¡Shhh! -Clodagh se llevó un dedo a los labios, en un gesto exagerado, pero ambos reían, desbordados de alegría.

– ¿Duermen? -susurró Marcus.

– Sí, duermen.

– ¡Aleluya! -Casi olvidó que no tenía que hacer ruido-. Ahora ya puedo hacer lo que quiera contigo. -Entró en el recibidor y la abrazó; tropezaron, entre risas, con el perchero, y él empezó a quitarle la ropa.

– Ven al salón -dijo ella.

– No; quiero hacerlo aquí -repuso él con picardía-. Entre las botas de lluvia y las mochilas del colegio.

– ¡No puedes, tonto! -Rió al ver los pucheros de Marcus-. Te pareces a Craig.

Marcus sacó aún más el labio inferior, y rió con más fuerza.

– En serio -susurró Clodagh-, ¿y si uno de los dos se levantara para ir al baño y nos pillara con las manos en la masa en el suelo del recibidor? ¡Venga! ¡Pasa ahora mismo al salón!

Marcus, obediente, recogió su camisa y siguió a Clodagh.

– Tanto secreto me recuerda a la adolescencia. Resulta muy sexy -comentó.

Dylan había aterrorizado a Clodagh con sus amenazas de quitarle la custodia de los niños, y ella quería impedir por todos los medios que Molly y Craig la vieran en la cama con Marcus. Pero aquella semana Marcus tenía mucho trabajo, así que no podían verse durante el día. El único momento que podían aprovechar para hacer el amor era cuando Molly y Craig dormían. Un período de aproximadamente veinte minutos al día.

Se tumbaron en el sofá y se quitaron mutuamente la ropa; luego, tras una breve pausa para mirarse a los ojos, Clodagh suspiró:

– Me alegro tanto de verte.

Los cinco días pasados, desde que Dylan se marchara, habían sido extraños, oníricos. El sentimiento de culpa la estaba destrozando, sobre todo porque los niños no paraban de preguntar cuándo iba a volver su padre a casa. Clodagh cada vez se sentía más aislada: hasta su madre estaba furiosa con ella. Además, se sentía terriblemente fuera de control, y sorprendida de la catástrofe que había desencadenado.

La confusión y el pánico solo cedían cuando estaba con Marcus. Él era un diamante en medio del estercolero en que se había convertido su vida. Había leído esa frase en algún sitio (seguramente en la novela en que la mujer monta una tienda de ropa de marca de segunda mano) y se le había quedado grabada.

– No tanto como yo.

Marcus recorrió su cuerpo desnudo con la mirada, le puso las manos debajo y le dio la vuelta, colocándola boca abajo. Esperó un momento antes de penetrarla, casi con solemnidad. Hacía casi una semana que no follaban. El sábado por la tarde fue completamente imposible. Después de golpear a Marcus con el camión rojo, Craig no le había dejado acercarse a más de medio metro de su madre.

– ¡Venga! -imploró Clodagh con voz amortiguada.

Ayudándose con una mano, Marcus se colocó justo en la entrada. No había nada como el primer empujón. Como siempre tenían poco tiempo para estar juntos, sus polvos tenían una violencia entusiasta: a él le gustaba entrar hasta el fondo a la primera, venciendo toda resistencia, yendo directamente hacia el éxtasis. Y si conseguía obtener de Clodagh un grito ahogado a medio camino entre el placer y el dolor, eso lo alentaba aún más.

Pero esta vez su larga y perfecta estocada se vio interrumpida a medio camino cuando Clodagh se puso en tensión, se incoporó y susurró:

– ¡Shhh! -Giró la cabeza hacia el techo y se quedó inmóvil-. Me ha parecido oír… No. -Volvió a relajarse-. Me lo he imaginado.

En el segundo intento, Marcus se la hincó del todo, pero no pudo evitar sentir que le habían privado de algo. Pegaron un polvo corto y furioso, y luego otro ligeramente menos frenético, con ella encima.

Empapada de sudor, Clodagh se tumbó sobre él y murmuró:

– Me haces tan feliz.

– Tú también. Pero ¿sabes qué me haría aún más feliz? Que subiéramos a la cama. Este sofá me está destrozando la espalda.

– No deberíamos. ¿Y si nos ven?

– Puedes cerrar el dormitorio con llave. Venga -insistió-. No creerás que ya tengo bastante por esta noche, ¿no?

– Sí, pero… Bueno, vale. Pero no puedes quedarte a pasar la noche, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.


El doctor McDevitt se asustó cuando aquella mujer entró en su consulta exigiendo Prozac con amenazas.

– ¡No nos marcharemos sin la receta!

– Señora… -El médico consultó el historial-. Ah, Kennedy. Señora Kennedy, yo no puedo entregar recetas…

– Llámeme Monica, y no es para mí, sino para mi hija -dijo señalando a Ashling.

– Ah, Ashling. No te había visto. ¿Qué pasa? -Al doctor McDevitt le caía bien Ashling.

Ella vaciló pero, ayudada por los codazos que le daba su madre, finalmente dijo:

– Me siento fatal.

– Su novio la ha dejado y se ha ido con su mejor amiga -aclaró Monica al ver que su hija no iba a decir nada más.

El doctor suspiró. Así que la había plantado el novio. Bueno, la vida es así, ¿no? Pero ahora la gente pedía Prozac por cualquier cosa: porque habían perdido un pendiente o porque se habían arrodillado encima de una pieza de Lego.

– Pero no es solo eso -prosiguió Monica-. Mi hija ha tenido problemas familiares.

McDevitt no lo ponía en duda. ¿Una madre dominante, quizá?

– Sufrí depresión quince años. Me han hospitalizado varias veces…

– No es como para presumir -murmuró el doctor.

– … y Ashling se está comportando igual que yo. No se levanta de la cama, se niega a comer, está preocupada por los mendigos…

McDevitt se animó un poco. Aquello ya era otra cosa.

– A ver, cuéntame eso de los mendigos.

Monica le dio otro codazo a su hija y susurró: «¡Cuéntaselo!»; Ashling levantó la cabeza, mostrando un rostro pálido y tenso, y masculló:

– En mi calle hay un joven mendigo. Siempre me ha preocupado, pero ahora me entristece pensar en los demás mendigos, en todos.

Aquello bastó para convencer a McDevitt.

– ¿Por qué me siento así? -preguntó Ashling-. ¿Me estoy volviendo loca?

– No, nada de eso, pero la depresión es una bestia muy peculiar -disimuló el doctor. Dicho de otro modo, no tenía ni idea-. Sin embargo, a juzgar por el testimonio de tu madre, es posible que hayas heredado una tendencia a desarrollarla y que el trauma de perder a tu novio la haya desencadenado. -A continuación extendió una receta de la dosis más baja de Prozac-. Con la condición -dijo mientras anotaba algo en un bloc- de que también vayas a terapia.

El doctor McDevitt estaba a favor de la terapia. Si la gente quería ser feliz, lo mínimo que podía hacer era esforzarse un poco.


Al salir de la consulta, Ashling le preguntó a su madre:

– ¿Puedo irme ya a casa?

Para ir al médico habían cogido un taxi.

– Vamos andando hasta la farmacia, y luego yo te acompañaré a casa.

Desconsolada, Ashling dejó que su madre la cogiera del brazo. Continuamente se veía obligada a hacer cosas que no quería hacer, pero estaba demasiado abatida para oponerse. El problema era que Monica había hecho de la felicidad de Ashling su proyecto, encantada de tener una oportunidad de recompensarla por tantos años de abandono inevitable.

Era una tarde de principios de otoño y, mientras paseaban bajo un sol benigno, Ashling se apoyó en el brazo de su madre, grueso y blando a causa de varias capas de ropa.

Después de ir a la farmacia, dieron un paseo por Stephen's Green, donde Monica la obligó a sentarse en un banco y contemplar el lago y los pájaros que chapoteaban en el agua. Ashling preguntó cuándo podrían volver a casa.

– Pronto -le prometió Monica.

– ¿Pronto? Vale. -Siguió contemplando los pájaros-. Patos -comentó con tristeza.

– ¡Exacto! ¡Patos! -dijo su madre con tanto entusiasmo como si Ashling fuera una niña de dos años y medio-. Se preparan para volar hacia el sur, donde pasarán el invierno… Van en busca de un clima más cálido -añadió.

– Ya lo sé.

– Tienen que meter los biquinis y el bronceador en la maleta…

Silencio.

– Encargar los cheques de viaje… -prosiguió Monica.

Ashling seguía con la vista al frente.

– Pintarse las uñas de los pies -apuntó Monica-, comprarse gafas de sol y sombreros de paja…

Lo de las gafas de sol fue definitivo. La imagen de un pato con gafas de sol, con pinta de mafioso, resultó lo bastante cómica para arrancarle una tímida sonrisa a Ashling. Entonces Monica la autorizó a volver a casa.

El sábado por la mañana, cuando Liam recogió a Lisa con su taxi para llevarla al aeropuerto, no pudo ocultar su admiración.

– Dios mío, Lisa -exclamó-. ¡Estás preciosa!

– No es para menos, Liam. Llevo desde las siete arreglándome.

Lisa tenía que reconocer que lo había conseguido. Todo estaba perfecto: el pelo, la piel, las cejas, las uñas. Y la ropa. Y todo a base de chanchullos, por supuesto. El miércoles y el jueves había recibido por mensajero algunas de las prendas más exquisitas que había en el planeta; había elegido las más selectas y ahora las llevaba puestas.

Por el camino, Lisa le explicó al taxista la situación, y Liam se mostró indignado.

– ¡Divorciarse! -farfulló-. Tu marido debe de estar loco. Y ciego.

Para acercarse a la puerta, Liam aparcó en un sitio prohibido.

– Te espero aquí.

Lisa respiraba entrecortadamente antes incluso de entrar en la terminal. Aunque según el monitor el vuelo de Oliver había aterrizado, no había ni rastro de él, así que Lisa se quedó de pie en el lugar donde habían acordado encontrarse, sin apartar la vista de las puertas de cristal, y esperó. El corazón le latía muy deprisa y tenía la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Esperó un poco más. De vez en cuando salía un grupo de gente, pero Lisa seguía sin ver a Oliver. Al cabo de un rato, nerviosa, llamó a casa para comprobar que no le hubiera dejado un mensaje diciendo que salía con retraso, pero no, no había ningún mensaje.

Cuando empezaba a convencerse de que Oliver no iba a aparecer, finalmente lo vio avanzar con paso elegante hacia las puertas de cristal. Sintió un ligero mareo, y el suelo osciló bajo sus pies. Oliver iba vestido de negro. Chaqueta recta de piel negra, jersey de cuello alto negro y pantalones negros. Él la vio y sonrió. En otros tiempos solía bromear con que su sonrisa era el único objeto hecho por el hombre que podía verse desde el espacio.

Lisa corrió hacia él.

– Creía que no llegabas.

– Lo siento, nena -dijo él, y sus labios describieron una curva alrededor de sus inmaculados dientes-. Es que me han retenido en Inmigración. Soy el único pasajero de todo el avión al que han interrogado. -Se llevó una mano a los labios y dijo, fingiendo perplejidad-: Me pregunto por qué será.

– ¡Cerdos!

– Sí, mira, no sabes cómo me ha costado convencerles de que soy ciudadano británico. Y eso que llevo un pasaporte británico.

– ¿Te has enfadado? -preguntó Lisa.

– No, ya estoy acostumbrado. La última vez que vine aquí me pasó lo mismo. Oye, estás preciosa, nena.

– Tú también estás muy guapo.


Cuando Liam los dejó en casa, Kathy estaba terminando la limpieza. Intentó escabullirse discretamente, pero Lisa se lo impidió.

– Oliver, te presento a Kathy, mi vecina. Este es Oliver, mi ma… migo.

– ¿Qué tal? -dijo Kathy, preguntándose qué sería un «mamigo».

Cuando Kathy se hubo marchado, Lisa y Oliver se sumieron en una torpeza teñida de jovialidad; pese a que estaban bien dispuestos el uno hacia el otro, no cabía duda de que era una situación muy extraña, sin un código de conducta claro. Oliver la felicitó por la casa, y ella le explicó con grandilocuencia sus proyectos decorativos, haciendo hincapié en la persiana de madera.

Finalmente ambos se tranquilizaron y empezaron a comportarse con normalidad.

– Tendríamos que empezar, nena -dijo Oliver, y sacó de su bolsa una cosa que por un instante Lisa creyó un regalo, pero que era un fichero de documentos: escrituras, cuentas bancarias, extractos de tarjetas de crédito, papeles de la hipoteca.

Oliver se puso unas gafas con montura plateada y, aunque tenía un aire deliciosamente profesional, todo el nerviosismo infantil de Lisa se desvaneció. ¿En qué estaba pensando? Aquello no era una cita, sino una reunión para hablar del divorcio.

De pronto se desmoralizó. Se sentó a la mesa de la cocina y se puso a separar su vida económica de la de Oliver, para que ambas pudieran seguir funcionando independientemente. Era un proceso tan delicado y complicado como el de separar a dos gemelos siameses.

Analizando cuentas bancarias que se remontaban a cinco años atrás, intentaron separar todos los pagos que cada uno había hecho relacionados con el piso. Entre depósitos, pólizas de seguros y honorarios de abogados, las dos líneas se confundían continuamente.

En un par de ocasiones la cosa se puso fea, como suele ocurrir con el dinero. Lisa estaba empeñada en que ella había pagado todos los honorarios del abogado, pero Oliver estaba convencido de que él también había aportado algo.

– Mira esto. -Rebuscó entre los papeles hasta dar con una factura del abogado-. Una factura de quinientas veinte libras y dieciséis peniques. Y mira -añadió señalando el extracto de su cuenta bancaria-: un talón de quinientas veinte libras y dieciséis peniques, extendido tres semanas más tarde. No me dirás que es una casualidad.

– ¡A ver! -Lisa examinó ambos documentos, y admitió que Oliver tenía razón-. Lo siento -dijo.

Sonó el timbre de la puerta y Francine entró tan campante.

– Hola, Lisa. Ay, hola -dijo al ver a Oliver, y la timidez eclipsó su desenfado. Volvió a mirar a Lisa-: Esta noche hay una reunión de chicas en mi casa. ¿Quieres venir? He invitado a Chloe, a Trudie y a Phoebe.

– Gracias, pero ya tengo planes.

– Vale. Oye, ¿no te sobra ningún artículo de maquillaje?

Lisa disimuló su enojo.

– Perdona, Oliver, solo será un momento. Acompáñame a mi cuarto, Francine.

– ¡Caray! -exclamó Oliver cuando Francine se marchó con una bolsa de plástico llena de mascarillas, esmaltes de uñas, exfoliantes y otros productos cosméticos.

– En realidad ha venido a echarte un vistazo -dijo Lisa con enojo. Siguieron examinando papeles y desenterrando recuerdos.

– ¿Qué demonios compramos en Aero que costó tanto dinero?

– Nuestra cama -contestó Oliver.

Hubo un silencio tenso, cargado de sentimientos.

– ¿Un talón a Discovery Travel? -preguntó Lisa al cabo de un rato.

– Chipre.

Aquella sola palabra hizo estallar una bomba de emociones dentro de Lisa. Una ternura desbordante, miembros entrelazados mientras el sol de la tarde dibujaba sombras por las sábanas: Lisa estaba profundamente enamorada, eran sus primeras vacaciones de casados y no podía imaginarse la vida sin Oliver.

Y ahora aparecía aquel talón, mientras preparaban el divorcio. Qué extraña era la vida.

Al cabo de un par de horas volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era Beck.

– ¿Quieres venir, Lisa? Estamos jugando a pelota.

– Estoy ocupada, Beck.

– Hola. -Beck intentó saludar a Oliver con desenvoltura, pero no pudo disimular que se sentía intimidado por su presencia-. ¿Y tú?

– Él también está ocupado. -Empezaba a cabrearse. Estaban tratando a Oliver como a un monstruo de feria.

– La verdad es que me vendría bien un descanso -dijo él dejando el bolígrafo y quitándose las gafas-. Estoy un poco harto. ¿Media hora? -Se desperezó, y ella admiró sus elegantes movimientos.

– ¿Vienes, Lisa?

– Bueno.

– Al principio jugaba un poco sucio -le confesó Beck a Oliver-, pero ahora ya no.

– ¿Lisa juega a fútbol con vosotros? -preguntó Oliver, incrédulo.

– Pues claro. -Ahora era Beck el sorprendido-. No lo hace mal. Para ser una chica.

– Veo que has cambiado mucho -dijo Oliver con asombro, casi en tono acusador.

– No, no he cambiado nada -repuso ella desapasionadamente.


La media hora que pasaron correteando detrás de la pelota por el callejón resultó provechosa. Cuando volvieron a sentarse a la mesa de la cocina, cubierta de papeles, ambos estaban jadeantes y eufóricos.

– ¡Ostras! -exclamó Oliver cuando vio lo que les esperaba-. Me había olvidado.

– Oye, dejémoslo por esta noche.

– No, nena. Todavía nos queda mucho trabajo.

Disimulando su abatimiento, Lisa llamó para encargar unas pizzas, y se pusieron a trabajar. No pararon hasta medianoche.

– ¿Sabes cuánto tiempo nos llevará todo esto? -preguntó ella.

– En cuanto lleguemos a un acuerdo respecto a las finanzas, lo presentamos ante el tribunal, y la sentencia provisional sale entre dos y tres meses más tarde. Seis semanas más tarde llega la sentencia definitiva.

– Ya. Muy deprisa. -A Lisa no se le ocurrió nada más que decir en ese momento.

La jornada la había dejado agotada, triste y afligida. Le dolía el cuello, le dolía el corazón, y ahora era hora de acostarse y no tenía ganas de follar.

Él tampoco. Estaban los dos demasiado tristes.

Oliver se desvistió maquinalmente, sin ganas, dejando la ropa tal como caía, y se metió en la cama junto a Lisa, como si hubiera dormido un millón de veces en aquella cama. Abrió los brazos y ella se le acercó, y adoptaron la posición que adoptaban siempre para dormir: la espalda de ella bien apretada contra el pecho de él, los pies de ella entre los muslos de él. Aquello era más íntimo, más tierno que el sexo. Ya a oscuras, Lisa lloró. Oliver la oyó, pero no se le ocurrió nada que pudiera consolarla.

Al día siguiente volvieron a tomar posiciones en la mesa de la cocina y trabajaron hasta las tres de la tarde, hora en que Oliver tuvo que marcharse. Lisa lo acompañó en taxi al aeropuerto, y cuando volvió a casa la encontró insoportablemente vacía. Estaba muy deprimida y tenía ganas de meterse en la cama, pero no se acostó porque no quería volver a apartarse de la realidad. La vida debía continuar.

Загрузка...