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– ¡Ted! ¡Llegas en el mejor momento! -Ashling abrió la puerta de par en par y, por una vez, no pronunció su frase más habitual, a saber: «Mierda, es Ted».

– ¿En serio? -Ted entró con precaución en el piso de Ashling. Normalmente no recibía una bienvenida tan calurosa.

– Necesito que me ayudes a elegir la chaqueta.

– Lo haré lo mejor que pueda. -El oscuro y delgado rostro de Ted adoptó una expresión aún más intensa-. Pero ten en cuenta que soy un hombre.

No exactamente, pensó Ashling con aflicción. Era una lástima que la persona que había alquilado el piso de arriba seis meses atrás, y que al instante había decidido que Ashling era su mejor amiga, no fuera un hombre alto y guapo de esos que te aceleran el pulso, sino Ted Mullins, un funcionario necesitado, aspirante a cómico, menudo, enjuto y propietario de una bicicleta.

– Primero la negra. -Ashling se puso la chaqueta encima de la blusa de seda blanca «para entrevistas» y de los mágicos pantalones negros que le quitaban tres kilos.

– ¿De qué se trata? -Ted se sentó en una silla y enroscó las piernas alrededor de las patas. Era huesudo y anguloso, de hombros y rodillas puntiagudos, como un boceto de sí mismo.

– Tengo una entrevista de trabajo. A las nueve y media.

– ¿Otra entrevista? ¿Para qué es esta vez?

Ashling se había presentado para varios trabajos en las dos últimas semanas, desde un empleo en un rancho del Lejano Oeste en Mullingar al de recepcionista en una empresa de relaciones públicas.

– Directora adjunta de una revista nueva que se llama Colleen.

– ¡Ostras! ¿Un trabajo de verdad? -El saturnino rostro de Ted se iluminó-. No entiendo por qué te presentaste para los otros. No eran dignos de ti.

– Tengo muy poca autoestima -le recordó Ashling componiendo una amplia sonrisa.

– Yo todavía tengo menos -replicó Ted, decidido a no dejarse superar-. Así que una revista femenina -prosiguió-. Si te lo dan, sería un buen corte de mangas para los de Wonzan's Place. ¡La venganza es un plato que se sirve frío! -Echó la cabeza atrás y soltó una sonora carcajada imitando a Vincent Price-: ¡IIIIaaaajjjj, aaaajjjj, aaaajjjj!

– La venganza no es ningún plato -le interrumpió Ashling-. Es una emoción. O algo así. Y no me interesa.

– Pero después de lo mal que se portaron contigo… -dijo Ted con asombro-. ¡Tú no tuviste la culpa de que a aquella mujer se le estropeara el sofá!

Ashling había trabajado muchos años para Woman's Place, una revista femenina irlandesa. Había sido redactora de ficción, redactora de moda, redactora de salud y belleza, redactora de bricolaje, redactora de cocina, redactora del consultorio sentimental, correctora y consejera espiritual, todo a la vez. Aunque no era un trabajo tan pesado como podría parecer, porque Woman's Place se hacía de acuerdo con una fórmula muy estricta y controlada.

Cada número incluía un patrón (que casi siempre era el de un cobertor de rollos de papel higiénico con forma de traje de sureña). Luego estaba la página de cocina, donde te explicaban cómo comprar piezas de carne baratas y disfrazarlas de otra cosa. También había un relato en que aparecían un niño y una abuela que al principio se odiaban y acababan haciéndose íntimos amigos. Estaba la página de «Problemas», por supuesto (donde nunca faltaba la carta en que una suegra se quejaba de su descarada nuera). Las páginas dos y tres eran una selección de historias «graciosas» protagonizadas por los nietos de las lectoras y las chorradas que habían dicho o hecho. En la contraportada interior había una carta llena de tópicos, presuntamente escrita por un sacerdote, pero que siempre redactaba Ashling quince minutos antes del plazo para entregar los textos a la imprenta. Luego estaban los «Consejos de las Lectoras». Y uno de esos consejos fue, curiosamente, el instrumento de la caída de Ashling.

Los consejos de las lectoras los enviaban las típicas marujas para provecho de otras lectoras. Casi siempre explicaban cómo ahorrar y conseguir cosas gratis. La premisa general era que no necesitabas comprar nada porque podías hacértelo todo tú misma con elementos que ya tenías en casa. El zumo de limón era una de las estrellas de la sección.

Por ejemplo, ¿para qué gastar dinero en champús caros si podías hacerte tu propio champú con un poco de zumo de limón y lavavajillas? ¿Te gustaría hacerte mechas? Lo único que tenías que hacer es exprimir un par de limones sobre tu cabeza y sentarte al sol, durante un año. ¿Y para quitar una mancha de zumo de arándanos de un sofá beige? Una mezcla de zumo de limón y vinagre: infalible.

Pero no funcionó, al menos en el sofá de la señora Anna O'Sullivan del condado de Waterford. Todo salió mal: la mancha de zumo de arándanos se hizo aún más visible, y ni siquiera el Stain Devil pudo con ella. Y pese a una generosa aplicación de Glade, toda la habitación apestaba horriblemente a vinagre. La señora O'Sullivan, que era una buena católica, creía en el castigo divino. Amenazó con demandar a la revista.

Cuando Sally Healy, la directora de Woman's Place, inició una investigación, Ashling admitió que se había inventado aquel truco. Aquella semana en particular las aportaciones de las lectoras sobre el tema habían sido escasas.

– Pensaba que nadie se creía esas cosas -susurró Ashling en su defensa.

– Me sorprendes, Ashling -repuso Sally-. Siempre me has dicho que no tienes imaginación. Y la «Carta del Padre Bennett» no cuenta, porque ya sé que la copias de El Consejero Católico, que por cierto (no digas nada de momento) está a punto de irse a pique.

– Lo siento, Sally, te prometo que no volverá a pasar.

– La que lo siente soy yo, Ashling. Voy a tener que despedirte.

– ¿Por un simple error como ese? ¡No puedo creerlo!

Ashling tenía razón. El verdadero motivo era que la junta directiva de Woman's Place estaba preocupada por el descenso de las ventas, había decidido que la revista daba muestras de «cansancio» y andaba buscando un cabeza de turco. El lío que había organizado Ashling no podía llegar en mejor momento. Ahora podrían despedirla y no tendrían que soltarle una indemnización.

Sally Healy estaba consternada. Ashling era la empleada más fiel y trabajadora con que uno podía soñar. Se encargaba de todo mientras Sally llegaba tarde, se marchaba antes de hora y desaparecía los martes y los jueves por la tarde para ir a recoger a su hija a la escuela de ballet y a sus hijos al entrenamiento de rugby. Pero la junta lo había dejado muy claro: o Ashling o ella.

Como concesión por los largos años dedicados a la empresa, a Ashling le permitieron seguir en su puesto hasta que encontrara otro trabajo. Lo cual, si todo salía bien, iba a ser pronto.

– ¿Y bien? -Ashling se alisó la chaqueta y se dio la vuelta para que Ted la examinara.

– Muy bien. -Ted encogió sus huesudos hombros.

– O ¿te gusta más esta? -Ashling se puso otra chaqueta, que a ojos de Ted era idéntica a la anterior.

– Muy bien -repitió.

– ¿Cuál?

– Cualquiera de las dos.

– ¿Cuál me marca más la cintura?

Ted hizo una mueca de desesperación.

– Otra vez no, por favor. Estás obsesionada con tu cintura.

– Eso es imposible. No puedo obsesionarme con algo que no tengo.

– ¿Por qué no te quejas del tamaño de tu trasero, como hacen todas las mujeres normales?

Ashling tenía muy poca cintura, pero, como ocurría siempre con las malas noticias que se referían a ella, había sido ella la última en enterarse. No hizo aquel impactante descubrimiento hasta los quince años, cuando Clodagh, su mejor amiga, suspiró: «Qué suerte tienes de no tener cintura. La mía es tan pequeña que solo hace que mi trasero parezca aún más grande».

Mientras sus compañeras se pasaban la adolescencia plantadas ante el espejo intentando discernir si tenían un pecho mayor que el otro, Ashling se concentraba más abajo. Finalmente se compró un huía hoop y se puso a practicar con entusiasmo en el jardín de su casa. Durante un par de meses practicó día y noche, contoneándose sin parar, con la lengua asomando fuera. Todas las mamás del barrio la miraban por encima de los muros del jardín, con los brazos cruzados, asintiendo con la cabeza y diciéndose unas a otras: «Esa se va a matar de tanto darle al hula hoop».

Pero el gira que gira no había servido para nada. Incluso ahora, dieciséis años más tarde, a la silueta de Ashling seguía faltándole aquella ondulación a la altura de la cintura.

– No tener cintura no es lo peor que le puede pasar a uno -dijo Ted para animarla.

– Ya lo sé -repuso Ashling con una jovialidad inquietante-. También puedes tener unas piernas horribles. Y quiso la suerte que yo las tuviera.

– No es verdad.

– Sí. Las he heredado de mi madre. Mientras no haya heredado nada más de ella… -añadió Ashling, risueña-. Supongo que no estoy tan mal.

– Anoche estaba en la cama con mi novia… -Ted estaba deseando cambiar de tema- y le dije que la Tierra era plana.

– ¿Con qué novia? Y ¿qué es eso de que la Tierra es plana?

– No, no va así -murmuró Ted para sí-. Anoche se la estuve metiendo a mi novia…, y le dije que la Tierra era plana. ¡Ja, ja, ja!

– Ja, ja. Muy bueno -dijo Ashling sin convicción. Lo peor de ser amiga de Ted era tener que hacer de conejillo de Indias de sus nuevos chistes-. Pero ¿me dejas que te haga una sugerencia? Escucha: anoche se la estuve metiendo a mi novia y le dije que siempre la amaría y nunca la abandonaría… ¡Ja, Ja! -añadió con ironía.

– Se me hace tarde -dijo Ted-. ¿Te llevo a algún sitio?

Ted solía llevar a Ashling al trabajo en la bicicleta, de camino hacia el Ministerio de Agricultura.

– No, gracias. No te va de camino.

– Suerte con la entrevista. Ya vendré a verte esta noche.

– No tenía ninguna duda -dijo Ashling por lo bajo.

– ¡Por cierto! ¿Cómo va tu infección del oído?

– Mucho mejor. Ya puedo lavarme el pelo yo sola.

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