65

El primer lunes de abril, una semana antes de regresar a Londres, Lisa recibió por correo la notificación de la sentencia definitiva. Antes incluso de abrir el sobre ya sabía qué contenía; aunque parecía absurdo, estaba segura de haber percibido un olorcillo ligeramente desagradable que emanaba de él.

Su primera reacción fue esconderlo debajo de la guía telefónica y fingir que no había llegado. Luego exhaló un suspiro y lo abrió rápidamente. Tendría que hacer muchas cosas desagradables en la vida, y si no cogía el toro por los cuernos nunca las haría.

Pero había que hacerlas deprisa, como cuando te arrancas el esparadrapo.

Tenía la mente sorprendentemente despejada. Se fijó en cómo le temblaban los dedos cuando sacó las hojas, y luego vio cómo las frases rehuían su mirada, impidiéndole leerlas. Cuando las palabras dejaron de moverse, Lisa hizo un esfuerzo para descifrar las letras negras que cubrían la primera página. Las leyó de una en una, hasta que el mensaje que ella ya conocía se reveló: todo había terminado. Se había acabado aquello de vivir medio casada y medio separada; ahora ya estaba todo aclarado. Fin. Eso es todo, amigos.

Con la misma claridad se dio cuenta de que no se había puesto a brincar por el recibidor ni se había sentido liberada por la sentencia. Se fijó, en cambio, en que le había subido la temperatura (¿estaba sudando?) y que no se sentía ni libre ni feliz.

Durante todo el proceso del divorcio, ella confiaba en que la siguiente fase sería aquella en la que, por arte de magia, se sentiría curada. Pero ahora habían llegado al final y Lisa seguía sin recuperar la felicidad. De hecho, se sentía aún peor.

Pensó que quizá la tristeza de un divorcio nunca llegara a desaparecer del todo. Quizá tuvieras que incorporarla, aprender a convivir con ella. Lo cual resultaba tan desmoralizador que le dieron ganas de volverse a la cama.

Fifi había celebrado una fiesta cuando recibió la sentencia definitiva de su divorcio. ¿Por qué a ella no le apetecía hacer algo parecido? Tuvo que admitir que la diferencia consistía en que ella no odiaba a Oliver. Era una lástima, pero no lo odiaba. La acritud tenía sus ventajas.

Dobló el documento e intentó darse ánimo. Ya se le pasaría. Algún día. Londres era el lugar idóneo para recuperarse del golpe. Allí conocería a otro hombre. Aunque a veces se deprimía solo de pensar en lo desastrosos que eran los otros hombres. En comparación, tuvo que conceder. Quizá la ayudaría dejar de tomar a Oliver como patrón.

Cuando llegara a Londres haría todo lo posible por esquivarlo. Quizá sus caminos se cruzaran de vez en cuando por motivos de trabajo, y entonces se sonreirían el uno al otro civilizadamente. Hasta que llegara el momento en que pudieran verse, trabajar y no pensar en lo que pudo haber sido, en la otra vida que pudieron haber tenido. Pasaría el tiempo, y un buen día ya no tendría importancia.

«Pero he fracasado -admitió en un arrebato de amarga sinceridad-. He fracasado, y ha sido por mi culpa. Esto no puedo cambiarlo, no puedo hacerlo desaparecer, y tendré que vivir con ello el resto de mis días.»

Lisa siempre había sido la suma de sus triunfos: se componía de un montón de éxitos acumulados. Así que ¿qué podía hacer con aquel fracaso? En algún sitio tendría que meterlo, porque de pronto comprendió que nuestras vidas son una sucesión de experiencias y que las imperfectas cuentan igual que las perfectas.

«Este dolor me ha cambiado -admitió-. Este dolor que va a durar mucho tiempo me ha cambiado. Aunque no quiera admitirlo. Aunque lo considere un destino peor que la muerte, soy más blanda, más amable; soy mejor persona.»

«Y me alegro de haber estado casada con Oliver -pensó, desafiándose a sí misma-. Estoy triste y arrepentida y cabreada por haberlo estropeado todo, pero aprenderé de mi error y me aseguraré de que no se repita.»

Y eso era lo mejor que podía hacer.

Exhaló un profundo suspiro, cogió su bolso y se marchó al trabajo, como una buena superviviente.

Cuando llegó a la oficina la encontró muy alborotada: sus colegas estaban preparando una fiesta de despedida, que iba a celebrarse el viernes. La operación era casi tan complicada como la fiesta de presentación de la revista. Lisa tenía previsto marcharse de Dublín cubierta de gloria. Ya le había dicho a Trix que la hacía responsable del regalo de despedida, y que si se les ocurría regalarle un vale de Next le arrancaría la piel a tiras.

– Lisa -dijo Trix sosteniendo el auricular del teléfono-, es Tomsey, del departamento de persianas de Hensards. ¡Por fin han terminado tu persiana de madera!


Aquel mismo día, a la hora de cerrar, Lisa acorraló a Ashling cuando ambas bajaban en ascensor al vestíbulo. Estaba deseando aclarar un asunto con ella.

– Quiero que sepas -dijo Lisa-, que propuse tu nombre para el cargo de directora y que les hablé muy bien de ti a los miembros de la junta directiva. Lamento que no te hayan dado el puesto.

– No importa, la verdad es que no tenía ningunas ganas de ser directora -insistió Ashling-. Yo soy una número dos nata, y los números dos somos tan importantes como los líderes.

Lisa rió ante la risueña serenidad de Ashling.

– La chica que han contratado parece simpática. Podía haber sido peor. ¡Podrían haber nombrado directora a Trix!

Lisa no tenía duda de que tarde o temprano Trix acabaría dirigiendo una revista, y estaba convencida de que lo haría con una crueldad que haría que ella, a su lado, pareciera la madre Teresa de Calcuta. Pero de momento Trix tenía otras cosas en la cabeza. Había mandado a paseo a aquel inútil del pescado y se había enrollado con Kelvin, con el que vivía un apasionado romance. De momento lo llevaban en secreto.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Lisa le dio un codazo a Ashling y dijo con desdén:

– Mira quién hay.

Era Clodagh, y parecía sumamente nerviosa.

– ¿A qué habrá venido? -preguntó Lisa con agresividad-. ¿A robarte a Jack? ¡La muy zorra! ¿Quieres que le diga que su marido intentó acostarse conmigo?

– Te agradezco mucho el ofrecimiento -dijo Ashling, y fue como si hubiera hablado desde muy lejos-, pero no hace falta, gracias.

– ¿Estás segura? Entonces, hasta mañana.

Cuando Lisa se separó de Ashling, Clodagh avanzó hacia ella.

– Quería hablar contigo un momento. Pero si quieres, dime que me marche y lo entenderé.

Ashling estaba conmocionada, y tardó un poco en encontrar las palabras.

– Vamos al pub de la esquina -dijo.

Se sentaron y pidieron. Ashling no podía quitarle los ojos de encima a Clodagh. Estaba guapa: se había cortado el pelo y le sentaba muy bien.

– He venido a pedirte disculpas -dijo Clodagh-. Estos últimos meses he madurado mucho. Ahora soy diferente.

Ashling asintió fríamente.

– Me doy cuenta de lo egoísta y cruel que he sido -continuó Clodagh-. Mi castigo es tener que vivir con todo el daño que he causado. Tú me odias, y no sé si has visto a Dylan últimamente, pero está destrozado. Está furioso, y se ha vuelto… insensible. Ashling coincidía con ella. Ya no disfrutaba con su compañía.

– ¿Sabes que le pedí que volviera y no quiso?

Ashling asintió. Dylan se había encargado de propagar la noticia; lo único que le había faltado era poner un anuncio en la televisión nacional.

– Me lo merezco, ¿verdad? -Clodagh consiguió esbozar una débil sonrisa.

Ashling no contestó.

– Hemos vendido la casa de Donnybrook, y ahora los niños y yo vivimos en Greystones. Está muy lejos, pero no he encontrado nada más que pudiera pagar. Ahora soy una madre soltera, porque Dylan ha decidido que no podría asumir la custodia de los niños. Todavía no me he adaptado a mi nueva condición…

– ¿Qué fue lo que pasó? -la interrumpió Ashling.

Clodagh se sintió intimidada por la rabia contenida en la voz de su amiga.

– Me lo he preguntado muchas veces.

– ¿Y? ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Un bache en tu matrimonio? Los tiene todo el mundo, no sé si lo sabes.

Clodagh tragó saliva, nerviosa.

– Creo que no fue solo eso. Nunca debí casarme con Dylan. Ya sé que te costará creerlo, pero creo que en realidad ni siquiera me gustaba. Sencillamente pensé que era un buen partido: era muy guapo, educado, tenía un buen trabajo y era responsable… -Miró, angustiada a Ashling, cuyo semblante no la animó precisamente-. Tenía veinte años, era egoísta y no tenía ni idea de nada. -Clodagh necesitaba comprensión.

– Y ¿qué me dices de Marcus?

– Necesitaba desesperadamente un poco de emoción y diversión.

– Podías haberte aficionado al puenting.

Clodagh asintió, acongojada.

– O al rafting. -Pero a Ashling no le hizo ninguna gracia, contra lo que Clodagh esperaba-. Me sentía insatisfecha y frustrada -prosiguió-. A veces tenía la sensación de estar asfixiándome…

– Muchas madres se sienten insatisfechas y frustradas -le espetó Ashling-. Mucha gente se siente así. Pero no le ponen los cuernos a su marido a la primera de cambio. Y menos aún con el novio de su mejor amiga.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! Ahora me doy cuenta, pero entonces no me enteraba de nada. Lo siento. Pensaba que como me sentía tan desgraciada me merecía conseguir algo que deseaba.

– Sí, pero ¿por qué Marcus? ¿Por qué tuviste que elegir a mi novio?

Clodagh se sonrojó y agachó la cabeza. Admitiendo aquello corría un riesgo importante.

– Seguramente habría servido cualquiera -dijo.

– Sí, pero elegiste a mi novio. Porque no me tenías ningún respeto.

– No mucho -reconoció Clodagh, abochornada-. Y me odio por ello. Ahora estoy muy arrepentida de lo que hice. Daría cualquier cosa por que me perdonaras.

Tras una larga y tensa pausa, Ashling suspiró y dijo:

– Te perdono. A ver, ¿quién soy yo para juzgarte? Mi vida tampoco ha sido perfecta. Como tú misma dijiste, soy una víctima.

– Siento mucho haber dicho eso.

– No lo sientas tanto. Tenías razón.

El rostro de Clodagh se iluminó.

– ¿Significa eso que podemos volver a ser amigas?

Hubo otra larga pausa que Ashling utilizó para reflexionar. Ambas eran amigas desde que tenían cinco años. Amigas íntimas. Habían vivido juntas la infancia, la adolescencia y los primeros años de la vida adulta. Tenían una historia común, y Clodagh la conocía mejor que nadie. Aquel tipo de amistad no era muy corriente. Pero…

– No -dijo Ashling rompiendo el silencio-. Te perdono, pero no confío en ti. Que tu mejor amiga te robe un novio es tener mala suerte, pero que te robe dos es ser imbécil.

– Pero he cambiado. Te lo prometo.

– Eso no importa -repuso Ashling con tristeza.

– Pero si…

– ¡No!

Clodagh se dio cuenta de que era inútil insistir.

– De acuerdo -susurró-. Será mejor que me vaya. Lo siento mucho, de verdad; solo quería que lo supieras. Adiós.

Echó a andar y se dio cuenta de que estaba temblando. Las cosas no habían salido como esperaba. Los últimos meses habían sido muy desagradables para Clodagh. Estaba impresionada por lo dolorosa que resultaba su vida. No solo su nueva condición de madre soltera, sino también la oportunidad que había tenido de comprender lo egoísta e interesado que había sido su comportamiento.

El arrepentimiento era una emoción nueva para ella, y Clodagh creía que si explicaba que se había dado cuenta de lo egoísta que había sido, y si remarcaba cuánto lo lamentaba, la perdonarían. Que inmediatamente todo volvería a ser perfecto. Pero había subestimado a Ashling y aprendido otra lección: el que ella lo sintiera no significaba que los demás estuvieran dispuestos a perdonarla, y el que los demás la perdonaran no significaba que ella se sintiera mejor.

Triste y angustiada, y todavía agobiada por el recuerdo del daño que había causado, se preguntó si algún día podría reparar ese daño. ¿Volverían las cosas a la normalidad?

Pasó por delante de Hogan's y un grupo de chicos se fijó en ella y empezó a silbar y a lanzarle piropos. Al principio los ignoró, pero luego tuvo un capricho, se apartó el cabello de la cara y les lanzó una deslumbrante sonrisa que provocó una entusiasta reacción en los chicos. Le subió el ánimo inmediatamente.

Al fin y al cabo, la vida continuaba.


Entretanto, Lisa, después de dejar a Ashling y Clodagh en el vestíbulo, se había ido andando a casa. Había empezado a hacerlo para compensar todas las cenas que Kathy le obligaba a comerse. Mientras caminaba hacía todo lo posible para mantener a raya la tristeza. «Soy estupenda -se recordaba-. Tengo unos padres estupendos. Tengo un estupendo trabajo nuevo de consultora de medios de comunicación. Llevo unos zapatos estupendos.»

Cuando entró en su calle, había un vecino sentado en la puerta de su casa, esperándola. Lo que le sorprendía era que no le hubiera pedido la llave a Kathy.

Los echaría de menos cuando volviera a Londres. Aunque según Francine no tendría ocasión de echarlos de menos, porque tendría tantas visitas que sería como si no se hubiera marchado de Dublín.

Pero ¿quién era el que había en la puerta? ¿Francine? ¿Beck? No, no era una chica, de modo que no podía ser Francine; y era demasiado corpulento para ser Beck, y… Lisa se tambaleó al ver que era negro, de modo que no podía ser ninguno de los dos. Era Oliver.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó, perpleja, desde cierta distancia.

– He venido a verte -contestó él.

Lisa llegó a la puerta de su casa y Oliver se levantó con una amplia y blanca sonrisa.

– He venido a buscarte, nena.

– ¿Por qué?

Abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. Lisa estaba desconcertada, y un tanto resentida. Llevaba todo el día convenciéndose de que debía seguir adelante y ahora él echaba todos sus planes por tierra.

– Porque eres la mejor -se limitó a decir, y volvió a esbozar su deslumbrante sonrisa.

Lisa dejó las llaves sobre la mesa de la cocina.

– Llegas un poco tarde -replicó ella con insolencia-. Acabamos de divorciarnos.

– ¿Sabes qué? -dijo él, con gesto pensativo-. Lo del divorcio me ha sentado fatal. ¡No te imaginas la de vueltas que le he dado! En fin, nada nos impide casarnos otra vez.

»Lo digo en serio -insistió después de que Lisa lo mirara como diciendo "estás como un cencerro".

Ella le lanzó otra de aquellas miradas, pero de pronto sus pensamientos se desbocaron. La idea de volver a casarse con Oliver era ridícula pero tentadora. Sumamente tentadora, aunque solo durante una milésima de segundo; luego Lisa volvió a la realidad.

Con tono cortante, preguntó:

– ¿Es que no te acuerdas de lo desagradable que era? Al final discutíamos continuamente, y era muy duro. Tú me odiabas y odiabas mi trabajo.

– Sí -admitió Oliver-, pero yo también tengo parte de culpa. Era demasiado arrogante. Cuando cambiaste de opinión respecto a tener un hijo, debí escucharte. Sé que intentaste decírmelo, nena, y yo no quería saberlo. Por eso cuando me enteré de que seguías tomando la píldora me puse furioso. Pero si te hubiera escuchado…

»Además, ya no eres tan insensible como antes. Ni mucho menos. Lo siento, nena -añadió al ver que ella se irritaba-, pero no lo eres.

– ¿Y eso es bueno? -preguntó ella con escepticismo.

– Sí, claro que es bueno. Lisa, llevamos más de un año separados -prosiguió Oliver con dulzura-, y yo sigo sin acostumbrarme. No he conocido a ninguna mujer que se pueda comparar a ti.

Oliver la miraba con gesto inquisitivo, esperando algún tipo de aliento o aprobación, pero ella no se los dio. El optimismo de Oliver se transformó en nerviosismo.

– A menos que hayas conocido a otro hombre -dijo-. En ese caso desapareceré del mapa y no volveré a molestarte.

Lisa lo miraba con expresión inescrutable. Quiso lanzarle una sonrisilla como diciendo «puede que sí, puede que no». Con eso zanjaría aquella absurda y peligrosa situación. Pero de pronto decidió no hacerlo. Nunca había jugado con Oliver, así que ¿por qué empezar ahora?

– No, Oliver. No he conocido a nadie.

– De acuerdo -asintió con la cabeza, lenta y concienzudamente-. Bueno, no quiero alargarme demasiado. -Hizo una breve pausa y continuó-: Todavía te quiero. Ahora que somos mayores y más maduros… -risita de duda- creo que lo haríamos mejor.

– ¿En serio? -preguntó Lisa con frialdad.

– Sí -respondió él con firmeza-. Y si te interesara, yo estaría dispuesto a venir a vivir a Dublín.

– No haría falta. Vuelvo a Londres a finales de esta semana -murmuró ella.

– Entonces -dijo él con seriedad- la única pregunta es: ¿te interesa?

Hubo un largo y tenso silencio, que Lisa rompió diciendo tímidamente:

– Sí, creo que sí.

– ¿Estás segura?

– Sí. -Se le escapó una risita nerviosa.

– ¡Cariño! -exclamó él fingiéndose indignado-. Entonces ¿por qué me haces sufrir tanto?

– No lo sé. Tenía miedo. Tengo miedo -admitió.

– ¿De qué?

Se encogió de hombros.

– De abrigar esperanzas, supongo. No quería hacerme ilusiones, por si era solo una volada tuya. Tenía que asegurarme de que estabas seguro. La verdad es que te quiero -confesó.

– Entonces no hay nada que temer -prometió él.

– ¿Cómo has madurado tanto? -refunfuñó ella.

Oliver soltó una risotada de las suyas, y de pronto los pensamientos de ella se precipitaron frenéticamente. Sí, ellos estaban en sintonía.

¿Podía considerarse afortunada por aquel giro de los acontecimientos? De pronto comprendió el alcance de aquel golpe de suerte, y la invadió una inmensa felicidad. Se dio cuenta de que no a todo el mundo se le presentaba una oportunidad como aquella, y por una vez apreció el valor del momento.

«Esta vez lo haré bien -se prometió-. Ambos lo harían. Y había algo más, la guinda del pastel, por así decirlo: si Richard Burton y Elizabeth Taylor se habían casado dos veces, ellos también podían hacerlo.» Incapaz de dominar la emoción, empezó a planear mentalmente la segunda boda, un espectáculo fabuloso. Esta vez no se casarían en Las Vegas; no, esta vez lo harían como es debido. Su madre iba a enloquecar de alegría. Y habría un reportaje en la revista ¡Hola!…

– ¡Tranquila, fiera! -exclamo Oliver, como si pudiera adivinar sus pensamientos.

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