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La visita de Oliver había alterado el frágil equilibrio de Lisa. En el trabajo no daba pie con bola y su cuota de comentarios venenosos se había reducido notablemente. Y por si fuera poco, Oliver no la había telefoneado. Ella confiaba en que lo haría, aunque solo fuera para dejar un mensaje bromista, como «Gracias por el polvo». Sobre todo ahora que ya tenía su número de teléfono. Pero pasaban los días, y la esperanza de Lisa se iba debilitando.

Al quinto día no pudo más y lo llamó, pero salió el contestador. Lisa dedujo que Oliver debía de haber salido a pasárselo bien, disfrutando de un estilo de vida del que también ella había disfrutado hasta hacía poco tiempo. Rabiosa y desolada, colgó, demasiado hundida para dejar un mensaje.

Debió imaginarse que él no la llamaría. Ambos sabían que habían terminado, y cuando Oliver tomaba una decisión, la mantenía hasta el final. Apagada y trastornada, Lisa no paraba de hacerse preguntas que debía haberse planteado seis meses, nueve meses, un año atrás. ¿Qué había pasado con su matrimonio? ¿Qué errores habían cometido? Como muchas relaciones, la suya se había ido a pique por el tema de los hijos. Pero en su caso había una diferencia: él quería tener hijos y ella no.

Lisa creyó quererlos en su momento. Hubo una época en que todo el mundo se puso a la labor: varias Spice Girls, un sinfín de modelos, muchas actrices. El bombo era una declaración de estilo, como una pashmina o un bolso de Gucci, y estar embarazada estaba de moda. Lisa hasta lo había incluido en una lista: el embarazo era in, y las piedras preciosas, out.

Poco después, podías ver a aquellas mamás modernas paseando a sus bebés en una sillita de paseo todoterreno negra: no se podía salir de casa sin ella. A Lisa, cuya perspicacia registraba a la perfección todo lo moderno, no se le escapó aquella tendencia.

– Quiero tener un hijo -le anunció a Oliver.

Él no se mostró muy entusiasmado. Le gustaba el brioso estilo de vida que llevaban, y sabía que un hijo les cortaría las alas. Se acabarían las fiestas hasta el amanecer, los sofás blancos, los viajes improvisados a Milán. O a Las Vegas. O incluso a Brighton. Las noches de insomnio ya no se deberían a una cocaína de excelente calidad, sino al llanto de un niño. Todos los ingresos disponibles dejarían de ser invertidos en vaqueros de Dolce & Gabbana y pasarían a financiar la compra de montañas de pañales.

Pero Lisa se puso a trabajar y poco a poco lo convenció. Apelando a su orgullo masculino, le preguntó:

– ¿No quieres perpetuar tus genes?

– No.

Y un buen día, cuando estaban tumbados en la cama, Oliver le dijo:

– De acuerdo.

– De acuerdo ¿qué?

– De acuerdo, tendremos un hijo.

Antes de que Lisa pudiera expresar su alegría, él le había cogido las píldoras de la mesilla de noche y las había tirado por el retrete con solemnidad.

– A pelo, nena.

En sus fantasías, Lisa ya sostenía a un hermoso bebé color café con leche pegado a la delgada cadera.

– No son muñecos -le previno Fifi-. Son seres humanos y dan muchísimo trabajo.

– Ya lo sé -replicó Lisa, cortante. Pero no lo sabía.

Entonces una chica del trabajo se quedó embarazada. Arabella, una mujer insensible y ligeramente peligrosa, espabilada y que siempre iba muy bien arreglada. De la noche a la mañana empezó a encontrarse muy mal. Un día hasta vomitó en la papelera. Cuando no estaba en el lavabo orinando o vomitando, estaba repantigada en la silla, mareada, masticando jengibre, demasiado cansada para trabajar. Y ¡qué manera de comer! Pese a las continuas náuseas, se atiborraba de todo tipo de porquerías. «Lo único que me calma un poco las náuseas es la comida», decía, y se zampaba otra empanadilla de carne. No tardó mucho en parecer que la hubieran enterrado hasta el cuello en un arenero. Y no acabaron ahí las cosas. El cabello, antaño liso y reluciente, se le encrespó, y de pronto se volvió propensa a los herpes labiales. Le aparecieron escamas de psoriasis en la piel y se le resquebrajaban las uñas. Ante el ojo crítico de Lisa, más que una embarazada parecía una víctima de la peste.

Y lo peor de todo fue que Arabella perdió por completo la capacidad de concentración. En medio de una entrevista se le olvidó el apellido de Nicole Kidman, y solo recordaba el apodo que le habían puesto en la oficina: Nicole Skidmark. No lograba recordar si su falda cruzada de John Rocha era de la temporada pasada o de la anterior. Y aquellos detalles eran elementales, se decía Lisa con creciente alarma. Llegó el día en que Arabella no pudo decidir entre un Magnum Blanco y un Magnum Clásico. «Blan… no, Cla… no, no, espera. Blanco. Ya está: Blanco. No, Clásico…» No había manera de que se decidiera. «Se me están fundiendo las neuronas», se lamentaba.

Muerta de miedo, Lisa fue a ver a otra mujer que acababa de tener un hijo. Eloise, la redactora jefe de Chic Girly.

– ¿Cómo estás? -le preguntó Lisa.

– Histérica de no dormir -contestó Eloise.

Por lo visto, lo peor no era el embarazo. Aunque ya hacía seis meses que Eloise había tenido el niño, seguía pareciendo que la hubieran enterrado hasta el cuello en un arenero.

Y había otra cosa: ya no le importaba nada, había perdido su fortaleza. Todos la conocían con el apodo de Atila. Despedía a la gente sin reparos, o al menos lo había hecho siempre antes de dar a luz. Sin embargo, ahora se había vuelto leve pero inconfundiblemente sensiblera.

Lisa dio marcha atrás como si en ello le fuera la vida. Ya no quería tener hijos; los niños te destrozaban la vida. Las modelos y las Spice Girls lo tenían más fácil: ellas disponían de equipos de niñeras que les garantizaban el sueño, preparadores físicos personales que no las dejaban en paz hasta que recobraban la figura, peluqueras particulares que les cepillaban el cabello cuando ellas no tenían fuerzas para hacerlo.

Pero para entonces Oliver se había mentalizado. Y resultaba que cuando Oliver tomaba una decisión, era muy difícil hacerle cambiar de idea.

Lisa empezó a tomar otra vez la píldora, sin decírselo a él. No estaba dispuesta a destrozar su preciosa carrera.

Ah, sí, la carrera de Lisa. Oliver también se quejaba de eso, ¿verdad?

– Eres una adicta al trabajo -la acusaba siempre, con creciente rabia y frustración.

– Los hombres siempre dicen lo mismo de las mujeres con éxito.

– No, no me refiero solo a que trabajas demasiado. Es que tú estás obsesionada con el trabajo. De lo único que hablas es de la política de la empresa, de las cifras de circulación o de cómo va la competencia. «Al menos estamos ganando en publicidad… Ese artículo lo publicamos hace seis meses… Ally Benn va a por mí.»

– Es la verdad. Va a por mí.

– No, no va a por ti.

Lisa, furiosa porque se sentía incomprendida, lo miró con odio y replicó:

– Tú no tienes ni idea de lo duro que es mi trabajo. Todas esas veinteañeras se mueren de ganas por ocupar mi puesto. Si pudieran me traicionarían, me apuñalarían por la espalda.

– El que tú pienses así no quiere decir que lo haga todo el mundo. Estás paranoica.

– No estoy paranoica. Es tal como te digo. Esas brujas solo son fieles a sí mismas.

– Igual que tú, nena. Eres muy dura, has despedido a mucha gente. No deberías haber despedido a Kelly; era muy buena persona, y estaba de tu parte.

Lisa sintió una brevísima punzada de arrepentimiento.

– Kelly no aguantaba nada, no era lo bastante dura. Yo necesito una redactora a la que no le dé miedo hacer críticas feroces. Las buenas personas como Kelly frenan el avance de la revista. -Se volvió contra Oliver-. No disfruté despidiéndola, si eso es lo que piensas. Me caía bien, pero no tuve alternativa.

– Lisa, creo que eres genial. Siempre lo he creído. Yo… -hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas- te admiro, te respeto…

– ¿Pero? -preguntó Lisa, cortante.

– Pero la vida es algo más que ser siempre el mejor.

Lisa soltó una carcajada desdeñosa.

– Te equivocas.

– Además, tú eres la mejor. Eres joven, tienes éxito en el trabajo… ¿No te basta con eso?

– Ese es el problema del éxito -farfulló Lisa-. Tienes que mejorarte constantemente.

¿Cómo podía explicarle que cuanto más conseguía, más necesitaba? Cada golpe maestro la dejaba vacía, y la obligaba a buscar el siguiente con la esperanza de que entonces quizá tendría la sensación de haber alcanzado su meta. La satisfacción era fugaz y escurridiza, y el éxito era como una droga: siempre necesitaba más.

– ¿Por qué le das tanta importancia? -preguntó Oliver, desesperado-. No es más que un trabajo.

Lisa se estremeció. Oliver no lo entendía.

– No es cierto. El trabajo… lo es todo.

– Cuando te quedes embarazada lo verás de otra manera.

Lisa sintió un sudor frío. No iba a quedarse embarazada. Tenía que decírselo. Pero ya lo había intentado antes y Oliver le había contestado con evasivas.

– Vamos a algún sitio este fin de semana -propuso Oliver con una alegría que no sentía-. Tú y yo solos, como en los viejos tiempos.

– El sábado tengo que ir al despacho un par de horas. Tengo que revisar la maquetación antes de que pase a imprenta…

– Ally puede encargarse de eso.

– ¡Ni hablar! Ally es capaz de estropearla a propósito para ponerme en evidencia.

– ¿Lo ves? -dijo él-. Estás obsesionada. Ya nunca te veo, salvo en las fiestas del trabajo… Y ya no me divierto contigo.

A continuación hubo una larga y amarga adición de chascos y decepciones, una extensa letanía de rencores y culpas, de alejamiento y aislamiento mutuo. Dos personas que se habían fundido se fueron separando gradualmente, hasta quedar claramente definidas.

Tarde o temprano tenía que pasar algo, y pasó.

El día de Año Nuevo Oliver encontró una caja de píldoras en el bolso de Lisa. Tras una larga y violenta discusión, ambos se quedaron callados. Oliver hizo sus maletas (y una de Lisa) y se marchó.

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