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Desde hacía semanas se respiraba una atmósfera extraña en la revista Femme, una sensación de que algo no funcionaba bien. Finalmente estallaron las especulaciones cuando se confirmó que Calvin Carter, director ejecutivo de la empresa, había sido visto deambulando por el último piso, buscando el lavabo de caballeros. Por lo visto acababa de llegar a Londres procedente de la oficina central, ubicada en Nueva York.

Por fin. Lisa apretó los puños, emocionada. ¡Por fin! Sabía que tarde o temprano llegaría este momento.

Recibió la llamada aquel mismo día. ¿Podía subir un momento a ver a Calvin Carter y al director ejecutivo de la delegación en Gran Bretaña, Barry Hollingsworth?

Lisa colgó bruscamente.

– ¡Pues claro! -gritó.

Sus colegas no le prestaron atención. En la redacción de la revista era habitual que la gente colgara el teléfono de un porrazo y se pusiera a gritar. Además, estaban todos atrapados en el Infierno del Día de Cierre: si al anochecer no tenían listo el número de aquel mes, la impresión se retrasaría y su rival por excelencia, Marie Claire, volvería a adelantárseles. Pero a Lisa ya no le importaba, porque a partir de mañana tendría otro empleo. Tendría un empleo mucho mejor en otro sitio.

Lisa tuvo que esperar veinticinco minutos fuera de la sala de juntas. Al fin y al cabo, Barry y Calvin eran hombres importantes.

– ¿La dejamos entrar ya? -le preguntó Barry a Calvin cuando creyó que ya llevaban un buen rato matando el tiempo.

– Solo hace veinte minutos que la hemos llamado -observó Calvin, malhumorado. Era evidente que Barry Hollingsworth no se había dado cuenta de lo importante que era él, Calvin Carter.

– Lo siento, creía que era más tarde. ¿Por qué no me enseñas otra vez lo que tengo que hacer para mejorar mi swing?

– Claro. A ver, agacha la cabeza y quédate quieto. ¡Quieto! Los pies firmes, el brazo izquierdo recto. Y ahora, ¡dale!

Cuando finalmente dejaron entrar a Lisa, Barry y Calvin estaban sentados detrás de una mesa de nogal que medía aproximadamente un kilómetro. Su aspecto era intimidante.

– Siéntate, Lisa. -Calvin Carter inclinó con elegancia su canosa cabeza.

Ella se sentó. Se alisó el cabello de color caramelo, exhibiendo al máximo sus reflejos gratis de color miel. Gratis, porque Lisa nunca se olvidaba de incluir al salón de belleza en la sección «Imprescindibles» de la revista.

Se puso cómoda y cruzó pulcramente los pies, luciendo sus zapatos Patrick Cox. Aquellos zapatos le iban pequeños: a pesar de que había pedido infinidad de veces a la oficina de prensa de Patrick Cox que le enviaran el número seis, ellos siempre le enviaban el cinco. De todos modos, unos zapatos de tacón de aguja de Patrick Cox gratis eran unos zapatos de tacón de aguja de Patrick Cox gratis. ¿Qué importancia tenía que le produjeran un dolor insoportable?

– Gracias por venir -dijo Calvin, sonriente.

Lisa decidió devolverle la sonrisa. Las sonrisas eran una mercancía, como todo lo demás, y solo se ofrecían a cambio de algo útil; pero ella creyó que en este caso valía la pena. Al fin y al cabo, no todos los días te trasladaban a Nueva York y te nombraban directora adjunta de la revista Manhattan. Así que estiró los labios y mostró sus dientes, blancos como perlas (gracias al lote de pasta de dientes Rembrandt donada para un concurso celebrado entre las lectoras, pero que Lisa consideró que resultaría más útil en su cuarto de baño).

– ¿Cuánto tiempo llevas en Femme? ¿Cuatro años? -Calvin consultó unas hojas grapadas.

– El mes que viene hará cuatro años -murmuró Lisa con una estudiada mezcla de deferencia y seguridad.

– Y eres directora desde hace casi dos años, ¿no es así?

– Así es. Dos años maravillosos -confirmó ella, conteniendo el impulso de meterse los dedos en la garganta y vomitar.

– Y si no me equivoco, solo tienes veintinueve años -añadió Calvin, admirado-. Pues bien, como ya sabes, aquí, en Randolph Media, recompensamos a la gente a la que no le asusta trabajar.

Lisa no se inmutó ante aquella escandalosa mentira. Como muchas empresas del mundo occidental, Randolph Media recompensaba a la gente a la que no le asustaba trabajar con un sueldo miserable, un volumen ingente de trabajo y continuos descensos de categoría y despidos sin previo aviso.

Pero Lisa era diferente. Había cumplido con Femme, y había hecho sacrificios que ni siquiera ella se había propuesto hacer: empezar a trabajar a las siete y media casi todas las mañanas, trabajar doce, trece y hasta catorce horas diarias, y luego, cuando finalmente apagaba el ordenador, asistir a fiestas para la prensa. No era raro que fuera a trabajar el sábado, el domingo o en días festivos. Los porteros la odiaban, porque eso significaba que cuando decidía ir a la oficina, uno de ellos tenía que ir a abrirle las puertas, y por lo tanto tenía que renunciar al partido de fútbol del sábado o a su excursión con la familia a Brent Cross un día de fiesta.

– En Randolph Media hay un puesto vacante -dijo Calvin dándose importancia-. Sería un reto fabuloso para ti, Lisa.

«Ya lo sé -pensó ella con fastidio-. Corta el rollo y vayamos al grano.»

– Implica el traslado al extranjero, lo cual a veces puede resultar problemático para la pareja.

– Estoy soltera -dijo Lisa con brusquedad.

Barry frunció la frente, sorprendido, al recordar las diez libras que había tenido que aportar para el regalo de bodas de un empleado, unos años atrás. Habría jurado que el regalo era para Lisa, pero quizá se equivocaba, quizá ya no estaba tan al día como en otros tiempos…

– Estamos buscando un editor para una nueva revista -prosiguió Calvin.

¿Una nueva revista? Lisa se sobresaltó. Pero si Manhattan se publicaba desde hacía setenta años. Cuando todavía estaba lidiando con lo que aquello significaba, Calvin hizo el comentario definitivo:

– El puesto implicaría tu traslado a Dublín.

El impacto de aquellas palabras le produjo un débil zumbido en la cabeza, como si se le hubieran tapado los oídos. Una confusa sensación de alienación. La única realidad que percibía era el súbito dolor de los magullados dedos de los pies.

– ¿Dublín? -repitió con un hilo de voz que no parecía su voz. A lo mejor… a lo mejor se referían a Dublín, Nueva York.

– Dublín, la capital de Irlanda -añadió Calvin Carter, como si hablara desde el otro extremo de un largo túnel, destruyendo con esas palabras su última esperanza.

«No puedo creer que esto me esté pasando a mí.»

– ¿Irlanda?

– Esa isla lluviosa que hay al otro lado del mar de Irlanda -aportó Barry.

– Donde la gente bebe tanto -dijo Lisa con voz casi inaudible.

– Y donde hablan como cotorras. Exacto. Una economía en auge, una gran población de gente joven… Los estudios de mercado indican que el país está a punto para una nueva y batalladora revista femenina. Y queremos que tú la pongas en marcha, Lisa.

Calvin y Barry la miraban con expectación. Ella sabía que la costumbre era que se atrancara, se emocionara e hiciera comentarios sobre lo mucho que apreciaba que hubieran depositado su confianza en ella y que esperaba no decepcionarlos.

– Hummm… bueno, pues… gracias.

– Nuestra oferta en Irlanda es impresionante -se jactó Calvin-. Tenemos Novias Hibernianas, Salud Celta, Interiores Gaélicos, Jardines de Irlanda, El Consejero Católico…

– No, El Consejero Católico está a punto de cerrar -le interrumpió Barry-. Las cifras de ventas han caído en picado.

– …Punto Gaélico… -A Calvin no le interesaban las malas noticias-. El Automovilista Celta, Patatas (esa es nuestra revista sobre gastronomía irlandesa), Bricolaje Irlandés y El Hib In.

– ¿El Hib In? -se esforzó en decir Lisa. Era aconsejable seguir hablando.

– Hib in -confirmó Barry-. Es la abreviación de «hiberniano in». Una revista para hombres. Una mezcla entre Loaded y Arena. Tú tienes que lanzar una versión femenina.

– ¿Cómo se va a llamar?

– Hemos pensado llamarla Colleen. Joven, batalladora, moderna, sexy… así es como queremos que sea. Sobre todo sexy, Lisa. Y no demasiado intelectual. Olvídate de esos artículos deprimentes sobre la ablación de las mujeres en Afganistán. Ese no es nuestro público lector objetivo.

– Lo que queréis es una revista para bobas, ¿no?

– Veo que lo has captado -repuso Calvin, esbozando una sonrisa radiante.

– Lo que pasa es que yo nunca he estado en Irlanda, no sé nada del país.

– ¡Exacto! -exclamó Calvin-. Eso es precisamente lo que queremos. Nada de ideas preconcebidas, sino un enfoque fresco y sincero. El mismo sueldo, una generosa ayuda para el traslado, y empiezas dentro de dos semanas.

– ¿Dos semanas? Pero si ni siquiera me va a dar tiempo para…

– Tengo entendido que tienes una capacidad organizativa excelente -la atajó Calvin-. Impresióname. ¿Alguna pregunta?

Lisa no pudo contenerse. Normalmente, sonreía mientras todavía le estaban clavando el puñal, porque se imaginaba lo que vendría después. Pero ahora estaba conmocionada.

– ¿Qué hay del puesto de directora adjunta de Manhattan?

Barry y Calvin se miraron.

– Se lo hemos asignado a Tia Silvano, del New Yorleer -admitió Calvin de mala gana.

Lisa asintió con la cabeza. Tenía la sensación de que todo había terminado. Se levantó, dispuesta a marcharse.

– Bien, tendré que pensármelo -dijo-. ¿Cuándo tengo que contestar?

Barry y Calvin volvieron a mirarse.

Finalmente fue Calvin quien respondió:

– Ya hemos cubierto tu puesto actual.

Lisa se dio cuenta de que aquello era un hecho consumado, y tuvo la impresión de que todo se movía a cámara lenta. No tenía elección. Se quedó paralizada, gritando mentalmente, y tardó varios largos segundos en comprender que no podía hacer otra cosa que salir de la sala de juntas.

– ¿Te apetece un partidito de golf? -le preguntó Barry a Calvin cuando Lisa se hubo marchado.

– Me encantaría, pero no puedo. Tengo que ir a Dublín y hacer las entrevistas para cubrir los otros puestos.

– ¿Quién es actualmente el director ejecutivo de Irlanda? -preguntó Barry.

Calvin arrugó la frente. Se suponía que Barry tenía que saberlo.

– Un tipo llamado Jack Devine -contestó.

– Ah, ya. Un poco díscolo, ¿no?

– No lo creo. -A Calvin no le hacían ninguna gracia los rebeldes-. O por lo menos, más le vale no serlo.


Lisa intentó disimular. No quería admitir que estaba desilusionada, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que se había sacrificado. Pero la realidad era inapelable: Dublín no era Nueva York, se mirara por donde se mirase. Y el «generoso» paquete de ayudas para el traslado era de juzgado de guardia. Lo peor, sin embargo, era que tendría que devolver el móvil. ¡Su móvil! Era como si le hubieran amputado una extremidad.

Ninguno de sus compañeros de trabajo lamentó excesivamente su partida. Lisa nunca dejaba tocar a nadie los zapatos Patrick Cox, ni siquiera a las chicas que calzaban el número cinco. Y su costumbre de hacer comentarios personales venenosos y falsos había hecho que se ganara el apodo de Viperina. Con todo, el último día de Lisa en la oficina, el personal de Femme se reunió en la sala de juntas para realizar la despedida de rigor: vasos de plástico de vino blanco tibio que habría podido servir de quitaesmaltes, una bandeja con un desordenado despliegue de patatas fritas y ganchitos, y el rumor, nunca confirmado, de que estaban a punto de llegar las salchichas de cóctel.

Cuando todo el mundo iba por el tercer vaso de vino y por lo tanto podía esperarse que la gente hiciera gala de algún entusiasmo, alguien pidió silencio y Barry Hollingsworth hizo su clásico discurso, dándole las gracias a Lisa y deseándole suerte. Todos estuvieron de acuerdo en que lo había hecho muy bien. Sobre todo porque no se había equivocado de nombre. La última vez que despidieron a un empleado, Barry había pronunciado un conmovedor discurso de veinte minutos elogiando el extraordinario talento y la valiosa aportación de una tal Heather, mientras Fiona, la chica que se marchaba, escuchaba muerta de vergüenza.

A continuación le entregaron a Lisa los vales de Marks & Spencer por valor de veinte libras y una enorme postal con un hipopótamo y el texto «Te echaremos de menos». Ally Benn, la antigua secretaria de Lisa, había elegido cuidadosamente el regalo de despedida. Había cavilado mucho sobre los gustos de Lisa, y al final había llegado a la conclusión de que los vales de M &S le darían más rabia que ninguna otra cosa. (Ally Benn calzaba un cinco.)

– ¡Por Lisa! -concluyó Barry.

A esas alturas estaban todos colorados y exaltados, así que alzaron sus vasos de plástico, tirándose vino y trozos de corcho por la ropa, y mientras reían por lo bajo y se daban codazos, gritaron:

– ¡Por Lisa!

Lisa no se quedó más de lo imprescincible. Llevaba mucho tiempo soñando con aquella despedida, pero siempre había creído que cuando se marchara lo haría montada en una ola de éxito que la llevaría en volandas hasta Nueva York. En lugar de partir hacia lo que, en el mundo de la prensa femenina, equivalía al exilio en Siberia. Era una pesadilla espantosa.

– Tengo que irme -les dijo al grupo de chicas que habían trabajado a sus órdenes en los dos últimos años-. He de acabar de hacer el equipaje.

– Claro -dijeron ellas, coreando alegremente sus despedidas-: Buena suerte, pásatelo bien, disfruta de Irlanda, ten cuidado, no trabajes demasiado…

Cuando Lisa llegó a la puerta, Ally gritó:

– ¡Te echaremos de menos!

Lisa asintió y cerró la puerta.

– Y una mierda -añadió Ally por lo bajo-. ¿Queda vino?

Se quedaron hasta que no quedó ni una gota, hasta que desapareció la última miga de patata de la bandeja; entonces se miraron unos a otros y se preguntaron, con un ánimo peligrosamente subido de tono:

– ¿Qué hacemos?

Bajaron al Soho e irrumpieron en los bares pidiendo tequila, una verdadera horda de oficinistas afectados por la fiebre del viernes por la noche. La pequeña Sharif Mumtaz (redactora adjunta) se separó del grupo, y la acompañó a casa un chico muy amable con el que se casó nueve meses más tarde. Un individuo le compró a Jeanie Geoffrey (colaboradora de moda) una botella de champán y le aseguró que era «una diosa». A Gabbi Henderson (salud y belleza) le robaron el bolso. Y Ally Benn (la nueva directora) se subió a una mesa en uno de los pubs más concurridos de Wardour Street y bailó como una loca hasta que se cayó y se hizo diversas fracturas en el pie derecho.

Dicho de otro modo: fue una noche fabulosa.

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