17

El sábado por la mañana Molly despertó a su madre a las siete menos cuarto. A cabezazos.

– Despierta, despierta, despierta -repetía con insistencia-. Craig está haciendo un pastel.

Tener hijos tenía sus ventajas, pensó Clodagh, cansada, levantándose de la cama. Desde hacía cinco años, por ejemplo, no tenía necesidad de poner el despertador.

Había quedado con Ashling en el centro. Iban a ir de compras.

– Y creo que tendríamos que salir temprano -había propuesto Ashling-. Para no encontrar tanta gente.

– ¿A qué hora?

– Sobre las diez.

– ¿Las diez?

– O las once, si las diez es demasiado pronto.

– ¿Demasiado pronto? A las diez ya llevo varias horas despierta.

Después de recoger el desorden del pastel, Clodagh le dio un cuenco de Krispies a Craig, pero el niño no quiso comérselos porque su madre había puesto demasiada leche en el cuenco. Así que Clodagh le preparó otro cuenco, y esta vez se esmeró para acertar en la proporción de leche y cereales. Luego le sirvió a Molly un cuenco de Sugar-Puffs. Cuando Craig vio el desayuno de Molly, la emprendió contra sus Krispies, declarando que estaban envenenados. Pidió a gritos a su madre que le diera Sugar-Puffs, golpeando el cuenco con la cuchara y salpicándolo todo de leche. Clodagh se secó la leche de las mejillas, abrió la boca dispuesta a sermonear a su hijo diciéndole que él había elegido los Krispies y que tenía que atenerse a su decisión, pero lo dejó antes de empezar. Cogió el cuenco de Craig, tiró su contenido a la basura y puso el paquete de Sugar-Puffs en la mesa.

Craig no expresó ninguna satisfacción. Ahora ya no los quería. Había sido demasiado fácil conseguirlos, y ya no le interesaban.

Mientras Clodagh intentaba arreglarse para ir al centro, los niños se dieron cuenta de que su madre pretendía darse a la fuga. Se mostraban más pegajosos y exigentes de lo habitual, y cuando Clodagh se metió en la ducha, ambos insistieron en ducharse con ella.

– ¿Te acuerdas de los tiempos en que era yo el que me duchaba contigo? -comentó Dylan con ironía cuando Clodagh salió de la ducha, intentando secarse, con los dos niños enganchados a las piernas.

– Sí, sí -contestó nerviosa. No tenía ningún interés en que su marido recordara lo alocada que había sido en otra época su vida sexual. Por si le pedía que le devolviera su dinero. O peor aún, por si intentaba reactivar algo-. Toma, sécala. -Empujó a Molly hacia él-. Tengo mucha prisa.

Cuando Clodagh sacó su Nissan Micra en marcha atrás del camino de la casa, Molly se quedó en la puerta principal gritando «¡Yo también quiero ir!». Estaba tan desesperada que varios vecinos corrieron a las ventanas para ver a quién estaban matando.

– ¡Yo también! -gritó Craig en armonía con su hermana-. ¡No te vayas, mami! ¡No te vayas!

Solo lo hacen para fastidiar, pensó Clodagh al alejarse por la calle. Se pasaban la semana entera diciéndole que la odiaban, que querían estar con su papá, y cuando ella intentaba tener un par de horas para ella sola, resultaba que era la mejor madre del mundo, y no tenía más remedio que sentirse culpable por abandonar a sus hijos.


Ashling y Clodagh llegaron por separado al centro comercial de Stephen's Green a las diez y cuarto. Ninguna de las dos se disculpó por llegar tarde, porque según las normas irlandesas no habían llegado tarde.

– ¿Qué te pasa en el ojo? -preguntó Ashling-. Pareces el personaje ese de La naranja mecánica.

Clodagh, asustada, rebuscó un espejito en su bolso. Mientras lo hacía, se le cayó un Petit Filous de Molly.

– Toma. -Ashling se le había adelantado con el espejito.

– Es el maquillaje -comprendió Clodagh tras examinarse brevemente-. Solo me he pintado un ojo. Craig ha visto cómo me maquillaba; me ha pedido que le pintara los ojos, y yo me he olvidado de pintarme el otro… ¡Dylan podría haberme avisado! ¿Ves cómo ya ni siquiera me mira?

Cuando Clodagh mencionó a Dylan, Ashling se sintió incómoda. Había quedado con él para tomar una copa el lunes por la noche, pero no se atrevía a mencionárselo a Clodagh. Por otra parte, tampoco le hacía gracia ocultárselo. Pero decidió que lo mejor era no decir nada hasta que supiera de qué se trataba. A lo mejor Dylan estaba planeando unas vacaciones sorpresa para Clodagh. No sería la primera vez.

– Toma, usa esto. -Ashling sacó un delineador de ojos y un tubo de rímel de su bolso.

– Lo que no tengas tú… -comentó Clodagh-. ¡Ostras! ¡Rímel Chanel! ¿Desde cuándo compras rímel Chanel?

Ashling sonrió con orgullo y un tanto abochornada.

– Lo he conseguido gratis. El trabajo nuevo, ya sabes…

Clodagh se quedó paralizada un instante. Tragó saliva y le dio la impresión de que Ashling había oído el ruido de su glotis.

– ¿Gratis? ¿Cómo?

Ashling le contó una embrollada historia sobre una tal Mercedes que se había ido a Donegal y una tal Lisa que había ido a una comida benéfica para establecer vínculos con la gente pija de Dublín y una tal Trix a la que no dejaban salir de la oficina porque parecía una Spice Girl, y sobre cómo Ashling había tenido que representar a Colleen en la presentación de otoño de Chanel.

– Y cuando me marchaba me regalaron una bolsa con productos de la marca.

– Es fantástico -dijo Clodagh fingiendo entusiasmo. Miró la radiante sonrisa de Ashling: sí, era fantástico, verdaderamente. Pero ¿qué había sido de todas las promesas de su vida?

– Venga -la instó Ashling-. Vamos a gastar.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por Jigsaw. Mis pantalones mágicos superadelgazantes están un poco gastados, y me gustaría comprarme otros iguales… Aunque no creo que los encuentre -admitió con pesar.

– ¿Por qué? ¿Tu horóscopo de hoy no te anunciaba un buen día? -bromeó Clodagh.

– Pues mira, sabihonda, ahora que lo dices, no estaba mal, pero no tiene nada que ver con eso. En cuanto encuentro un modelo que me gusta, van y lo retiran de los colgadores. ¡Antes de que me haya dado cuenta ya han dejado de fabricarlo!

Fueron de tienda en tienda; mientras Ashling se probaba un montón de pantalones que no acababan de gustarle, Clodagh curioseaba por un universo paralelo de ropa. No se imaginaba poniéndose nada de todo aquello.

– ¡Mira qué vestidos tan cortos! -exclamó, y al punto se tapó la boca con la mano. ¿He sido yo la que ha dicho eso?

– Tiene gracia que lo digas. Y pensar que hubo un tiempo en que te ponías una funda de almohadón de falda.

– ¿En serio?

– Pero si no son vestidos. -Ashling acababa de fijarse en las prendas que Clodagh estaba mirando-. Son casacas. Para llevar con pantalones.

– No tengo ni idea -admitió Clodagh con tristeza-. Sin que te des cuenta, de repente lo que te interesa de una prenda es que disimule bien las manchas de vómito… Mira cómo voy -añadió señalando sus pantalones acampanados negros y su chaqueta vaquera.

Ashling hizo una mueca irónica. Quizá Clodagh no fuera un figurín pero, aun así, ella habría dado cualquier cosa por parecerse a su amiga: tenía las piernas bien proporcionadas, la chaqueta entallada le resaltaba la delgada cintura, y llevaba la melena recogida en un moño informal.

– ¿Ves ese verde? -Clodagh se abalanzó sobre una camiseta verde claro-. ¿Te lo imaginas combinado con azul?

– Pues… sí -mintió Ashling.

Sospechaba que aquello tenía algo que ver con la decoración.

– Es exactamente el mismo color del papel pintado que he comprado para el salón -explicó Clodagh, radiante-. Van a venir a ponerlo el lunes. Estoy impaciente.

– ¿El lunes? Qué rápido. Pero si solo hace dos semanas que comentaste que querías cambiarlo.

– Decidí hacerlo cuanto antes. Ese horrible terracota me está matando, así que les dije a los decoradores que se trataba de una emergencia.

– A mí el terracota me gustaba -opinó Ashling.

A Clodagh también le había gustado muy poco tiempo atrás.

– Pues a mí no -dijo Clodagh con firmeza, y volvió a concentrarse en la ropa, decidida a encontrarle el truco.

Acabó comprándose un vestido ceñido de Oasis, tan corto y transparente que Ashling pensó que ni siquiera Trix se atrevería a ponérselo. ¡Y eso que Trix se atrevía con todo!

– ¿Cuándo te lo pondrás? -preguntó Ashling con curiosidad.

– No lo sé. Para llevar a Molly a la guardería, para recoger a Craig de las clases de dibujo. Oye, me gusta y punto, ¿vale?.- Con actitud desafiante, pagó con una tarjeta de crédito que la identificaba como la señora Clodagh Kelly. Ashling sintió una punzada de dolor, y supuso que debían ser celos. Pese a que no trabajaba, Clodagh siempre disponía de todo el dinero que quería. Debía de ser maravilloso vivir así.

Siguieron paseando.

– ¡Oh! ¡Mira qué peto! -exclamó Clodagh acercándose al escaparate de una tienda de ropa infantil de lo más cursi-. A Molly le quedaría monísimo. ¿Y esa gorra de béisbol? ¿Verdad que es ideal para Craig?

El sentimiento de culpa de Clodagh no disminuyó hasta que hubo gastado en cada uno de sus hijos lo mismo que se había gastado en ella.

– ¿Vamos a tomarnos un café? -propuso Ashling cuando se les hubo pasado la fiebre consumiste.

Clodagh vaciló y dijo: -Preferiría una copa.

– Solo son las doce y media.

– Estoy segura de que hay sitios que abren a las diez-. En realidad Ashling no se refería a eso, pero daba igual. Mientras los dublineses disfrutaban de una inesperada mañana de sol radiante, bebiendo café en las terrazas y fingiendo que estaban en Los Ángeles, Ashling y Clodagh se sentaron en un pub de viejos, cuya clientela parecía una advertencia del Ministerio de Sanidad sobre los peligros del demonio de la bebida.

Ashling se puso a hablar, muy animada, de su nuevo trabajo, de los famosos a los que casi había conocido, de la camiseta que le habían regalado en la presentación de Morocco; y la moral de Clodagh fue descendiendo hasta el fondo de su vaso de gintonic.

– Quizá debería buscarme un empleo -dijo de pronto-. Era lo que pensaba hacer después de que naciera Craig.

– Es verdad, siempre lo decías.

Ashling sabía que Clodagh estaba un poco a la defensiva por no ser una de esas supermujeres que trabajan y crían a sus hijos.

– Pero estaba completamente agotada -insistió Clodagh-. Por mucho que te preparen para los dolores del parto, no hay nada que pueda prepararte para el tormento de las noches en vela. Estaba hecha polvo, y cada día me levantaba como si acabara de des-

pertarme de una anestesia. ¿Cómo querías que además trabajara? -Afortunadamente, el negocio de informática de Dylan iba viento en popa, con lo que Clodagh no necesitaba trabajar.

– ¿Y ahora? ¿Crees que tendrías tiempo para trabajar? -preguntó Ashling.

– Estoy muy ocupada, la verdad -admitió Clodagh-. No tengo ni un momento para mí, aparte de un par de horas para ir al gimnasio. Bueno, son cosas intrascendentes, claro: cambiarme de ropa porque los niños me han vomitado encima, o mirar un vídeo tras otro de Barney… Ah, pero… -Sus ojos centellearon brevemente-. Ya me he librado de Barney.

– ¿Cómo?

– Le he dicho a Molly que se ha muerto.

Ashling prorrumpió en carcajadas.

– Le dije que lo atropelló un camión -añadió Clodagh, muy seria.

La sonrisa se borró del rostro de Ashling.

– No lo dirás en serio -dijo.

– Claro que sí -repuso Clodagh con convicción-. Ya estaba harta de ese capullo de color morado y de todos esos mocosos impertinentes que se pasaban el día dándome lecciones de moralidad y diciéndome cómo debía vivir mi vida.

– ¿Y Molly? ¿Se disgustó mucho?

– Ya lo superará. Tiene que curtirse, ¿no?

– Sí, pero… pero… ella solo tiene dos años y medio.

– Yo también soy una persona -replicó Clodagh poniéndose a la defensiva-. También tengo mis derechos. Y me estaba volviendo loca, te lo juro.

Ashling reflexionó, desconcertada. Pero quizá Clodagh tuviera razón. Todo el mundo espera que las madres sublimen sus deseos y necesidades por el bien de sus hijos, pero quizá no fuera justo.

– A veces -prosiguió Clodagh exhalando un hondo suspiro- me pregunto qué sentido tiene mi vida. Me paso el día trajinando niños: llevo a Craig al colegio, a Molly a la guardería; recojo a Molly de la guardería, llevo a Craig a sus clases de papiroflexia… Soy una esclava.

– Pero educar a los hijos es el trabajo más importante que uno puede hacer en la vida -protestó Ashling.

– Sí, pero nunca tengo ocasión de hablar con adultos. Excepto con otras madres, y entonces la conversación se vuelve muy competitiva. Ya sabes, cosas como «Mi Andrew es mucho más violento que tu Craig». Craig nunca pega a otros niños, pero Andrew Higgins es un Rambo en miniatura. ¡Es tan humillante! -Miró a Ashling con aflicción-. A veces leo artículos sobre la competitividad en el trabajo, pero eso no es nada comparado con lo que pasa en las sesiones de la escuela de padres.

– Si te sirve de consuelo, yo llevo toda la semana preocupadísima porque tengo que escribir un artículo sobre las clases de salsa -explicó Ashling-. Hace varias noches que no pego ojo. Tú no tienes ese tipo de preocupaciones. -Para acabar de convencerla, agregó-: Y sobre todo, tú tienes a Dylan.

– Ah, no, amiga mía. El matrimonio no es tan bueno como lo pintan.

Ashling no daba su brazo a torcer.

– Eso lo dices porque es lo que hay que decir, ya lo sé. Es la norma, no creas que no me he dado cuenta. A las mujeres casadas no se les permite decir que están locamente enamoradas de sus maridos, a menos que estén recién casadas. En cuanto se reúnen varias mujeres casadas, empiezan a competir para ver quién pone más verde a su pareja. «El mío deja los calcetines sucios tirados en el suelo», «Pues el mío ni siquiera se da cuenta de que me he cortado el pelo». Creo que lo que pasa es que os avergonzáis de vuestra buena suerte.


Cuando salieron otra vez a la soleada calle, Ashling oyó una voz que le resultaba familiar:

– ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?

Era Joy.

– ¿Qué haces levantada tan temprano?

– Todavía no me he acostado. Hola.

Joy miró a Clodagh con recelo. Clodagh y Joy no se caían bien. Joy creía que Clodagh era una niña mimada, y Clodagh estaba celosa por la estrecha relación que Joy tenía con Ashling.

– Venga -insistió Joy-. ¿Salman Rushdie, Jeffrey Archer o James Joyce?

– ¿James Joyce vivo o en descomposición?

– En descomposición.

Ashling analizó aquella truculenta elección mientras Clodagh las miraba con cara de marginada.

– James Joyce -decidió finalmente Ashling-. A ver, inútil. ¿Gerry Adams, Tony Blair o el príncipe Carlos?

Joy hizo una mueca de asco.

– ¡Uf! Bueno, Tony Blair ni loca. Y el príncipe Carlos tampoco. Así que tendré que quedarme con el primero.

Ashling miró a Clodagh y dijo:

– Ahora te toca a ti.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Nombras a tres hombres horripilantes y nosotras tenemos que elegir con cuál nos acostaríamos.

Clodagh no acababa de entenderlo.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Pues porque… porque… porque es divertido.

– Tengo que marcharme -dijo Joy, aliviando la tensión-. Estoy a punto de morirme. Ya nos veremos. ¿A qué hora es lo del River Club?

– He quedado allí con Lisa a las nueve.

– Tienes tantos amigos que yo ni siquiera conozco -se lamentó Clodagh mirando con resentimiento a Joy, que se alejaba-. Joy, Ted. Yo, en cambio, soy como una muerta viviente.

– Oye, ¿por qué no vienes con nosotras?

– Sí, podría ir, ¿no? Supongo que Dylan podría quedarse cuidando a los niños, para variar.

– Pues claro. Aunque también podrías invitarlo.

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