13

El lunes por la mañana Craig seguía a su madre por la habitación, lloriqueando: «¿Por qué ordenas?». Clodagh recogió unas medias enmarañadas y las metió en el cesto de la ropa sucia; luego se lanzó sobre la montaña de ropa que había en la silla del dormitorio, agitando los brazos y guardando jerséis en los cajones, colgando batas en los colgadores y, tras un breve momento de duda en que estuvo a punto de derrumbarse, metiendo todo lo demás debajo de la cama.

– ¿Viene la abuela Kelly? -insistió Craig.

Estaba convencido de que la respuesta sería afirmativa: aquel frenesí solía ir seguido, poco después, de una visita de la madre de Dylan.

– No.

Craig corrió detrás de Clodagh, que entró, como el demonio de Tasmania, en el cuarto de baño en suite y se puso a limpiar el retrete con la escobilla.

– ¿Por qué? -preguntó Craig.

– Porque va a venir la señora de la limpieza -contestó su madre entre dientes, molesta por la estupidez de la pregunta.

– Corre, Molly -gritó Clodagh mientras se dirigía hacia el cuarto de Molly, con sus grecas de elefante-. Flor llegará en cualquier momento.

No soportaba la idea de quedarse en casa mientras Flor hacía su trabajo. Y no únicamente porque a Flor solo le interesaba hablar de su útero, sino porque la sola presencia de Flor la hacía sentirse horriblemente explotadora y burguesa. Clodagh era joven y gozaba de buena salud: el hecho de que una mujer de cincuenta años con problemas en el aparato genital le limpiara la casa era inexcusable.

Había intentado quedarse en casa un par de veces mientras Flor hacía las tareas del hogar, pero solo consiguió sentirse como una forajida en su propia casa. Cada vez que entraba en una habitación, Flor llegaba unos segundos más tarde, rodeada de aspiradoras y venas varicosas, y Clodagh nunca sabía muy bien qué decir.

– Esto… -Esbozaba una sonrisa nerviosa y añadía-: Bueno, creo que te estorbo…

– Qué va -insistía Flor-. No te muevas de donde estás.

En una ocasión, solo una, Clodagh hizo caso a Flor y, muerta de vergüenza, se sentó a hojear una revista de decoración mientras Flor bufaba y resoplaba con el aspirador alrededor de sus pies.

Flor cobraba cinco libras por hora. El sentimiento de culpa obligaba a Clodagh a pagarle seis. Se sentía tan incómoda en su presencia que no soportaba verla siquiera, y siempre se las apañaba para marcharse antes de que llegara la asistenta.

– Molly -gritó mientras bajaba la escalera-. ¡Date prisa!

En la cocina, sin quitarle el ojo al reloj de pared, cogió el bloc de muestras de papel pintado y le escribió una nota a Flor en el dorso de una. Dibujó una aspiradora (un rectángulo del que salía un cable). Luego dibujó unos cuantos cuadrados y lluvia que caía encima de ellos. A continuación dibujó dos flechas: una señalaba el montón de camisas que había encima de la mesa, y la otra, la gamuza y la botella de Don Limpio que había junto a las camisas.

Así Flor sabría que Clodagh quería que pasara el aspirador, que fregara el suelo de la cocina, que planchara la ropa y que quitara el polvo.

¿Algo más? Clodagh dio un rápido vistazo alrededor. Eso, el gato de los vecinos. No quería que Flor lo dejara entrar como había hecho la semana anterior. Tiddles Brady se había puesto tan cómodo en su casa que cuando llegó Clodagh se lo encontró prácticamente sentado en el sofá viendo la televisión con el mando a distancia en la pata. Y cuando Molly y Craig lo vieron, se enamoraron de él y montaron un escándalo cuando su madre lo echó de casa sin miramientos. Así que dibujó un círculo (la cara) encima de otro círculo más grande (el cuerpo), y terminó el rápido retrato de Tiddles dibujando las orejas y los bigotes.

– Dame un lápiz rojo -le ordenó a Molly.

Molly regresó obediente y le dio a su madre un lápiz amarillo sin punta y un muñeco de goma.

– ¡Ay! Ya voy yo. Si quieres hacer algo bien, tienes que hacerlo tú misma.

Sin parar de murmurar, Clodagh hurgó en la caja de lápices hasta encontrar el lápiz rojo, y entonces (no sin satisfacción) trazó una gran X roja encima del gato. ¿Lo captaría Flor?

Una vez terminado el último dibujo, Clodagh suspiró profundamente. Le encantaría tener una mujer de la limpieza que supiera leer. Había tardado semanas en darse cuenta de que Flor era analfabeta. Al principio le dejaba todo tipo de complicadas notas, pidiéndole a la asistenta que hiciera determinadas cosas, como sacar la ropa de la lavadora cuando terminara el ciclo, o descongelar el congelador. Flor nunca obedecía las órdenes, y aunque Clodagh se pasaba las noches en vela, furiosa, estaba demasiado avergonzada como para leerle la cartilla. Pese a los problemas que le causaba, no quería perderla. Las mujeres de la limpieza eran dificilísimas de conseguir. Hasta las que no valían nada.

Además Clodagh no tenía fe en su capacidad para imponer su autoridad en aquella situación. Se imaginaba a sí misma intentando amonestar a Flor con una voz temblorosa que denotaba falta de convicción: «Mire, buena mujer, esto no funciona así».

Al final obligó a Dylan a llegar tarde al trabajo una mañana para poder vérselas con Flor. Y, como era de esperar, ella se confesó a Dylan, que era la compasión personificada. Dylan tenía eso que llaman mano izquierda con la gente. Y fue él quien sugirió que Clodagh le dibujara las instrucciones.

Entre el sentimiento de culpa y los dibujos que tenía que hacer, casi habría resultado más fácil que Clodagh hiciera ella misma las tareas domésticas. Casi, pero no del todo. Porque pese a los inconvenientes que planteaba Flor, una vez superada la tensión, Clodagh saboreaba aquella mañana a la semana. Ocuparse de la casa era como pintar el puente Forth, pero peor. Nunca tenía las cosas al día, y en cuanto terminaba de limpiar algo había que volverlo a limpiar. En cuanto había fregado el suelo de la cocina… ¡No, un momento! Incluso mientras estaba limpiando el suelo de la cocina, los niños entraban con sus zapatos, dejando gruesas huellas de barro sobre las impecables baldosas. Y el cesto de la ropa sucia parecía el cuerno de la abundancia. Después de poner tres lavadoras y haber lavado y planchado hasta la última prenda que quedara sucia en la casa, a su saber, su apacible resplandor de satisfacción desaparecía en cuanto entraba en el dormitorio, pues el cesto de la ropa sucia, que había vaciado solo unos minutos antes, volvía a estar misteriosamente lleno a rebosar.

Al menos no tenía que ocuparse del jardín. No porque estuviera cuidado. Al revés: era un caos cubierto de barro, el césped estaba pelado y era escaso porque los niños lo pisaban constantemente, y debajo del columpio había un enorme círculo sin apenas una brizna. Pero estaba eximida de ocuparse de él hasta que Molly y Craig se hicieran mayores. Menos mal. Había oído contar espantosas historias de terror relacionadas con jardineros.

Después de varios intentos abortados (Molly quería ponerse el sombrero, Craig tuvo que volver a entrar porque se había olvidado el Buzz Lightyear), Clodagh los metió a ambos apresuradamente en el Nissan Micra. En cuanto introdujo la llave en el contacto, Molly gritó:

– ¡Pipí!

– Pero si acabas de hacer uno. -La exasperación de Clodagh estaba agravada por el temor a encontrarse con Flor.

– ¡Más pipí!

Hacía poco tiempo que Molly no llevaba pañales, y la novedad de su recién adquirida habilidad todavía duraba.

– Está bien. Vamos a hacer pipí. -Clodagh la sacó de la sillita del coche y la llevó rápidamente a casa, desconectando previamente la alarma que acababa de conectar.

Como era de esperar, pese a las forzadas muecas y las promesas de «Ya sale» Molly no pudo hacer pipí. Volvieron al coche y por fin consiguieron marcharse.

Después de dejar a Craig en el colegio, Clodagh no sabía adónde ir. Los lunes solía dejar a Molly en la guardería y luego se iba un par de horas al gimnasio. Pero hoy no podía hacerlo. Habían expulsado a Molly una semana por morder a otro niño, y en el gimnasio no había servicio de guardería infantil. Clodagh decidió ir al centro a mirar tiendas hasta que no corriera peligro volviendo a casa. Hacía un día soleado, y madre e hija pasearon lentamente por Grafton Street, deteniéndose, ante la insistencia de Molly, para acariciar el perro de un niño mendigo, admirar un tenderete de flores y bailar al son de un violinista callejero. Los transeúntes sonreían indulgentes a la hermosa Molly, tan mona y graciosa con su gorra de cazador de felpa rosa intentando imitar a los bailarines de Riverdance.

Siguieron paseando, y a Clodagh se le caía la baba mirando a su hija. Molly era tan graciosa, con sus andares de brigada, desfilando con el pecho inflado, deteniéndose para charlar con todos los niños con que se cruzaba. Clodagh admitió, pensativa, que no siempre resultaba fácil ser madre. Pero a veces, como ahora, no cambiaría su vida por nada.

El vendedor de periódicos se quedó mirando sin disimulo a aquella mujer menuda y curvilínea que arrastraba a una niñita.

– ¿Herald? -le ofreció con optimismo.

Clodagh lo miró con pesar.

– ¿Para qué? -explicó-. No tengo tiempo para leer el periódico desde 1996.

– En ese caso no vale la pena que lo compre -coincidió el vendedor de periódicos, admirando el trasero de Clodagh mientras esta se alejaba.

Ella sabía que aquel hombre la estaba observando, y sorprendentemente eso le gustó. Su descarada y pícara mirada le trajo recuerdos de cuando los hombres la miraban siempre de ese modo. Parecía como si de eso hubiera pasado mucho tiempo; tanto que era como si le hubiera ocurrido a otra persona.

Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Emocionarse porque un vendedor de periódicos le hacía ojitos?

«Estás casada», se recordó.

«Sí -replicó inmediatamente con ironía-, casada en vida.»

Tardaron una hora y media en llegar al Stephen's Green Centre, paseando tranquilamente, y, si Clodagh no había calculado mal, ya tocaba pelea. En efecto, como Clodagh no quiso comprarle un segundo helado a Molly, a la niña le dio, puntualmente, la madre de todos los berrinches. Parecía estar sufriendo un ataque epiléptico: se tiró al suelo, pataleando, golpeándose la cabeza contra las baldosas, gritando palabrotas. Clodagh intentó levantarla, pero Molly se retorcía como un pulpo. «¡Te odio!», gritaba, y aunque Clodagh estaba muerta de vergüenza, se controló para hablar con voz queda, asegurándole a Molly que si se comía otro helado tendría dolor de barriga, y prometiéndole que si no se levantaba inmediatamente y se portaba como una niña mayor, la mandaría a la cama una hora antes de lo estipulado durante toda la semana.

Pasaron varias madres cargadas de niños, de esas que pegan a sus hijos por turnos sin ningún reparo. «¡Jason (¡paf!), deja en paz a Tatuara! (¡zas!) ¡Zoe! (¡pam!) ¡Si te vuelvo a pillar en Brooklyn te mato! (¡pum!).» Aquellas mujeres se burlaban con sus desdeñosas miradas de los principios liberales de Clodagh. «Lo que necesita esa mocosa es un buen cachete», parecían decir aquellas enteradas de la vieja escuela. «¡A la cama temprano! ¡Menuda chorrada! Si quieres demostrarle quién manda, pégale un buen coscorrón. Ese es el único lenguaje que entienden.»

Clodagh y Dylan habían decidido no pegar nunca a sus hijos. Pero cuando Molly empezó a pegarle patadas a su madre, sin dejar de gritar, Clodagh no pudo evitarlo: levantó a la niña del suelo y le dio una palmada en la pierna. Fue como si de pronto todo Dublín hubiera enmudecido. Aquellas madres versadas en el arte de imponer la autoridad por la fuerza habían desaparecido, y Clodagh se convirtió en el centro de las miradas acusadoras de los transeúntes. Todo el mundo a su alrededor tenía pinta de trabajar en la oficina de Protección del Menor.

Enrojeció de vergüenza. ¿Cómo se le ocurría agredir a una niñita indefensa? ¿Qué le estaba pasando?

– Vamos.

Cogió a la enfurecida Molly de la mano y tiró de ella, abrumada por la marca que su mano había dejado en la tierna piernecita de Molly. Para reparar el daño, Clodagh le compró inmediatamente a Molly el helado por el que se había armado el jaleo, confiando en que así habría paz durante el rato que Molly tardara en comérselo.

Solo que el helado empezó a derretirse, y a Clodagh le pidieron que saliera de la tienda de tejidos cuando Molly rozó cuidadosamente con su cucurucho un rollo de muselina para cortinas, dejando en él una gruesa franja blanca. La mañana se había estropeado, y, mientras le limpiaba la barba de Papá Noel de helado a Molly, Clodagh no pudo evitar pensar que antes la vida tenía más brillo, una especie de resplandor dorado. Ella siempre había afrontado el futuro con optimismo, convencida de que lo que le deparaba sería bueno. Y el futuro nunca la había decepcionado.

Clodagh nunca había sido exageradamente exigente, nunca le había pedido nada imposible a la vida, y siempre había conseguido lo que quería. En teoría todo era perfecto: tenía dos hijos sanos, un buen marido, no tenía preocupaciones económicas. Sin embargo, últimamente todo se había teñido de una monotonía implacable. De hecho, hacía ya tiempo que tenía esa impresión. Intentó recordar cuándo había empezado y, como no pudo, le entró miedo y se puso a sudar. La idea de que aquel modo de pensar cristalizara en algo permanente resultaba aterradora. Ella era, por naturaleza, una persona feliz y sin complicaciones: eso resultaba evidente si se comparaba con la pobre Ashling, que siempre estaba hecha un lío por todo.

Pero algo había cambiado. No hacía mucho tiempo, Clodagh estaba llena de esperanza y optimismo. ¿Qué había pasado? ¿Qué había salido mal?

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