40

Cuando Lisa regresó de comer, se cruzó al salir del ascensor con Trix, que iba al cuarto de baño a aplicarse otra capa de maquillaje.

– Hola -dijo Trix-. Hay un tipo esperándote.

«Un tipo -pensó Lisa, molesta-. Como mínimo podía haberse enterado de quién era y qué quería.»

Natasha, su secretaria de Femme, habría sometido al desconocido a un intenso interrogatorio hasta saber el apellido de soltera de su abuela antes de concederle una audiencia con Lisa.

Y entonces sucedió.

Lisa entró en la zona de recepción, de camino hacia la oficina, y, sentado en el sofá, vio a la última persona a la que esperaba ver. Oliver.

Lisa chocó contra una pared invisible. Sintió una fuerte conmoción y empezaron a zumbarle los oídos. Lo había visto por última vez el día de Año Nuevo, y hoy era el 13 de julio. Todo el tiempo que llevaban separados se aplastó como un acordeón en menos de un segundo.

– Hola, nena -dijo Oliver con desparpajo.

Lisa se echó a temblar. La asaltaron varios pensamientos a la vez. ¿Qué ropa llevaba? ¿Estaba guapa? ¿Delgada? ¿Por qué había ido Oliver a su oficina? ¿Se había dado cuenta de que Lisa dirigía una revista de tres al cuarto?

– ¿Qué haces aquí? -se oyó preguntar.

Se quedó mirándolo fijamente, sin saber por qué lo encontraba a la vez tan familiar y tan extraño. Estaba paralizada, con un pie delante del otro; haciendo un esfuerzo, juntó las piernas tardíamente y echó los hombros hacia atrás.

– Tenemos que hablar.

Oliver sonrió y al hacerlo emitió destellos por todas partes: los dientes, el pendiente, la gruesa correa plateada de su reloj. Descruzó las piernas y se enderezó. Sus movimientos rebosaban elegancia.

– ¿De qué? -balbució ella.

Él soltó una de sus estruendosas carcajadas, aquellas capaces de romper los cristales de las ventanas.

– ¡De qué! -exclamó, sonriendo sin humor-. ¿A ti qué te parece?

Del divorcio…

– Estoy muy ocupada, Oliver.

– ¿Sigues matándote a trabajar?

– Estoy en la oficina, Oliver. Si quieres que hablemos, llámame a casa.

– Lo haría si tuviera tu número de teléfono.

– Podemos vernos después del trabajo. -Lo mejor que podía hacer era afrontar la realidad.

– Así me gusta… Estoy en el Clarence.

– ¿En el Clarence? Qué lujo.

– He venido a hacer un reportaje.

Lisa se sintió dolida.

– Entonces no has venido expresamente para verme, ¿no?

– Digamos que pasaba por aquí.


Lisa, temblorosa, intentó concentrarse en el trabajo, pero le resultó prácticamente imposible hacerlo: había olvidado el efecto que Oliver ejercía sobre ella.

– ¡Un paquete para ti!

Lisa se sobresaltó cuando Trix dejó caer un sobre acolchado en su mesa. Eran las fotografías de la sesión del sábado, y Lisa había dado en el clavo. Eran estupendas, pero ella apenas podía prestarles atención. Era como si tuviera la visión borrosa. Solo podía pensar en Oliver. Se habían separado con tanta aspereza, con tanta amargura. Él había estado muy desagradable con ella. Había dicho cosas espantosas.

– ¡Ashling! -Lisa hizo un gran esfuerzo para retomar el control de la situación-. Coge esta fotografía… no, esta… -Eligió la que más le gustaba, una en la que Dani posaba con aire taciturno entre Boo y Hairy Dave-. Pídele veinte copias a Niall y envíalas a las marcas más importantes. Ponles una etiqueta que rece: «Colección de otoño de Frieda Kiely. Número de septiembre de Colleen». Supongo que les impresionará -masculló, sin reparar en la expresión de perplejidad de Ashling.

Pasados unos segundos, Lisa se dio cuenta de que Ashling seguía parada junto a su mesa.

– ¿Qué pasa?

– ¿No podríamos…? ¿No crees que…? Boo y Hairy Dave…

– ¿De quién demonios me estás hablando?

– De esos mendigos. Los de la fotografía -aclaró Ashling al ver que Lisa no tenía ni idea de a quién se refería-. ¿No podemos darles algo?

– ¿Como qué?

– No sé… Un regalo, algo… Por prestarse a posar en la fotografía.

En circunstancias normales, Lisa habría mandado a Ashling a paseo y le habría dicho que se controlara, pero estaba demasiado distraída.

– Pregúntaselo a Jack -le espetó-. Ahora, yo estoy demasiado ocupada.


Ashling cogió la fotografía y, nerviosa, llamó a la puerta del despacho de Jack Devine. Cuando él gritó «Pasa!», ¡ella entró, cohibida, y le explicó cuál era su misión.

– Lo hicieron sin poner ninguna objeción, no pidieron nada a cambio, y he pensado que deberíamos mostrarles de algún modo nuestro agradecimiento…

– Muy bien -la interrumpió Jack.

– ¿En serio? -preguntó ella, incrédula. Se había imaginado que Jack se reiría de su propuesta.

– Por supuesto. Sin ellos no habría fotografía. ¿Qué crees que les gustaría?

– Un sitio donde vivir -respondió Ashling, medio en broma.

– No tengo presupuesto para eso -repuso Jack. Lo dijo como si lo lamentara sinceramente-. ¿Se te ocurre otra cosa?

Ashling reflexionó y dijo:

– Dinero, supongo.

– ¿Treinta libras para cada uno? Me temo que no puedo ofrecerles más.

– Fantástico.

No era mucho, pero sin duda más de lo que ella había esperado conseguir. Al menos con aquel dinero Boo y Hairy Dave podrían pagarse un par de comidas calientes.

– Toma. Jack firmó un ticket y añadió-: Dale esto a Bernard.

– Muchas gracias.

Jack miró fijamente a Ashling durante dos o tres largos segundos y dijo:

– De nada.


A las siete en punto, como habían acordado, Lisa entró en el bar del Clarence. Oliver se levantó al verla.

– ¿Qué quieres tomar? ¿Vino blanco?

El vino blanco era la bebida preferida de Lisa, al menos cuando vivía con Oliver. Él no lo había olvidado.

– No -dijo ella con intención de herirlo-. Un cosmopolitas.

– Debí imaginármelo.

Lisa lo miró: corpulento, directo, enérgico, Oliver bromeaba alegremente con los camareros de la barra. ¿Por qué siempre ocupaba más espacio del que en realidad necesitaba? Sintió un ligero mareo: Oliver era tan familiar que ella casi no lo reconocía.

Cuando regresó con las bebidas, él fue directo al grano:

– ¿Ya tienes abogado, nena?

– Bueno…

– Los dos necesitamos un abogado -explicó él con paciencia.

– ¿Para el divorcio?

Lisa intentó adoptar un tono indiferente, pero en realidad era la primera vez que pronunciaba aquella palabra como una probabilidad real.

– Exacto -contestó él con seriedad-. Bueno, ya sabes cómo funciona esto…

En realidad no lo sabía.

– Nuestro matrimonio está irreparablemente roto, pero eso no basta para divorciarse. Necesitamos dar una razón. Si ya lleváramos dos años separados, no sería necesario. Pero como no ha transcurrido ese tiempo, uno de los dos tiene que demandar al otro. Por abandono, conducta irrazonable o adulterio.

– ¡Adulterio! -exclamó Lisa, furiosa. Ella siempre le había sido fiel mientras estuvieron juntos-. Yo jamás…

– Yo tampoco. -Oliver también fue categórico-. Respecto al abandono…

– Oye, fuiste tú el que me dejó a mí. -Se sintió encantada de poder culparlo.

– No me dejaste alternativa, nena. Pero podrías demandarme por eso. El único inconveniente es que para que puedas usar el abandono como causa de divorcio tenemos que llevar dos años separados, y creo que a ambos nos conviene solucionar esto cuanto antes, ¿no? -Le lanzó una mirada inquisitiva y esperó a que Lisa se mostrara de acuerdo con él.

– Sí -coincidió ella con insolencia-. Cuanto antes, mejor.

– Por lo tanto, solo nos queda la conducta irrazonable. Necesitamos cinco ejemplos.

– ¿De conducta irrazonable? ¿Como qué? -A Lisa casi se le escapaba la risa; había olvidado momentáneamente que aquella conversación estuviera relacionada con ella-. ¿Pasar el aspirador a las tres de la madrugada?

– O trabajar todos los fines de semana y días festivos -dijo él con amargura-. O hacer ver que quieres quedarte embarazada y seguir tomando la píldora.

– Ya -dijo ella con hostilidad.

– Podemos elegir. Puedes demandarme tú o puedo hacerlo yo.

– Entonces ¿admites que tu conducta también era irrazonable?

Oliver exhaló un hondo suspiro.

– Esto no son más que formalidades; no se trata de buscar un culpable. El demandado no recibe ningún castigo. Así pues, ¿quién prefieres que sea el demandante?

– Decide tú, ya que estás tan enterado -dijo Lisa con tono desagradable.

Oliver la miró fijamente, como si intentara adivinar sus pensamientos, y luego cambió de postura.

– Como quieras. Y ahora, hablemos de los costes. Cada uno paga a su abogado, pero las costas del juicio las pagamos a medias, ¿de acuerdo?

– ¿Para qué necesitamos a los abogados? Si fuimos a Las Vegas para hacer una boda rápida, podemos ir a Reno para hacer un divorcio rápido, ¿no?

– No es tan sencillo, nena. Recuerda que tenemos propiedades comunes.

– Sí, pero ambos sabemos cuánto dinero aportó cada uno a… Está bien, me buscaré un abogado. -No soportaba más aquella conversación, así que se sentó en la silla y preguntó con tono alegre pero crispado-: ¿Cómo te va el trabajo?

– Estupendamente. Acabo de volver de Francia, y antes estuve en Bali.

«Qué suerte tienes, cabrón.»

– Ahora me espera un período de relativa tranquilidad, hasta que empiecen los desfiles. -Señaló el traje sastre de Lisa y observó-: Nunca te había visto con ese traje.

Ella se miró la ropa y dijo:

– Es de Nicole Farhi. -Lo había robado durante una sesión fotográfica el mes de enero anterior, y había intentado echarle la culpa a Kate Moss.

– No me gusta.

– ¿Qué le pasa? -Ella siempre había valorado la opinión de Oliver respecto a su ropa y peinado.

– Nada. Quiero decir que no me gusta no haberte visto nunca con él.

Lisa sabía a qué se refería. Para ella también constituía una afrenta que Oliver llevara el pelo más largo, que su reloj fuera nuevo, que desde la última vez que se vieran él hubiera viajado por medio mundo sin que ella se enterara.

– Te veo diferente -comentó Oliver.

– Ah, ¿sí?

– No. -Oliver sacudió la cabeza y rió con nerviosismo-. Mira, no lo sé.

Lisa sabía exactamente qué quería decir. Una extraña combinación de familiaridad extraordinaria y vertiginosa distancia. Ambas eran palpables, y era como si hubieran cortado dos realidades y las hubieran vuelto a juntar equivocadamente.

– ¡Ostras! -exclamó de pronto Oliver. Le agarró la muñeca y, con la otra mano, le torció los dedos. Quería ver una cosa. Lo hizo con brusquedad, y Lisa tenía la mano en una postura dolorosa-. ¿Ya no llevas el anillo de casada? -la acusó mirándola con desprecio.

Ella retiró la mano y lo miró con odio. Se frotó la muñeca y protestó:

– ¡Me has hecho daño!

– Tú sí que me hiciste daño a mí.

– ¿Tanto te extraña que ya no lleve el anillo? -Lisa estaba ruborizada y furiosa-. Eres tú el que ha venido a hablarme del divorcio.

– ¡Tú fuiste la primera en mencionarlo!

– Sí, pero porque ibas a dejarme.

– Sí, pero porque no me diste alternativa.

Se sostuvieron la mirada, respirando entrecortadamente, abrumados por la emoción.

Sin dejar de mirarla a los ojos, y echando chispas, Oliver preguntó:

– ¿Quieres subir a mi habitación?

– Vamos -contestó ella poniéndose en pie.


El primer beso fue violento y desesperado. Oliver, que quería hacer demasiadas cosas a la vez, la agarró por el pelo, le tiró de la chaqueta, la besó con demasiada fuerza y finalmente le arrancó los botones de la blusa.

– Espera, espera. -Agotado tras el primer asalto, apoyó la espalda desnuda contra la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella, impresionada por su liso y brillante torso.

– Empecemos de nuevo. -Oliver la abrazó con ternura y delicadeza.

Ella apoyó la cara en su pecho y percibió su inconfundible aroma. Casi lo había olvidado, y recordarlo le produjo un impacto increíble que llenaba todos sus sentidos. Intenso, picante; era una fragancia única e indescriptible que no tenía nada que ver con el jabón, la colonia ni la ropa. Una fragancia que nadie habría podido copiar.

Lisa notó que se le empañaban los ojos de lágrimas.

Él le dio un delicado beso en la comisura de la boca. Como si fuera la primera vez. Y luego otro. Y otro. Desplazándose lentamente hacia dentro, provocándole un placer que era casi indistinguible del dolor.

Inmóvil, sin apenas respirar, ella se dejó besar.

Lisa solo adoptaba una postura pasiva cuando hacía el amor con Oliver. Solo entonces dejaba de ser dominante, voraz, provocativa, avariciosa. Siempre dejaba que él llevara las riendas, y a Oliver le encantaba.

«Te miro a los ojos y ni siquiera estás ahí -solía decir-. Eres una niñita indefensa y llorosa.»

Lisa sabía que a él lo excitaba el contraste entre su habitual rebeldía y la pasividad que demostraba en la cama, pero no era por eso por lo que lo hacía. Con Oliver, ella no necesitaba llevar las riendas. Él sabía exactamente qué tenía que hacer. Nadie lo hacía mejor.

Oliver siguió besándole la cara, el cuello. Con los ojos cerrados, Lisa gemía de placer. No le habría importado morirse. Lo oía susurrar, y sentía su cálido aliento en la oreja: «Te fuiste, nena».

Lisa se dejó llevar hasta la cama como una sonámbula. Estiró los brazos, obediente, para que él le quitara la chaqueta y levantó las caderas para que le quitara la falda. Las sábanas, suaves y frías, acariciaron su espalda. Le temblaba todo el cuerpo, pero se quedó tumbada sin moverse. Cuando él le rozó un pezón con los labios, ella dio una sacudida, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Cómo podía haber olvidado lo sensacional que era hacer el amor con Oliver?

Los besos de él fueron descendiendo. La besó suavemente en el estómago; fue un beso tan leve que apenas le erizó el sedoso vello, pero la inundó con una sensación desbordante.

– Oliver, me parece que me voy a…

– ¡Espera!

El condón fue la nota realista, lo único que le recordó a Lisa que ahora las cosas ya no eran como antes. Pero no quiso pensar en ello. De acuerdo: seguramente Oliver se acostaba con otras mujeres. Y ¿qué? Ella también se acostaba con otros hombres.

Cuando Oliver la penetró, Lisa sintió una paz inmensa. Espiró largamente, deshaciéndose de toda la tensión acumulada. Saboreó brevemente aquella ausencia de agitación, hasta que él empezó a dar largas y lentas sacudidas. Lisa estaba dispuesta a disfrutar. Sabía que iba a disfrutar.

Después rompió a llorar.

– ¿Por qué lloras, nena? -preguntó él abrazándola y meciéndola con ternura.

– Es simplemente una reacción física -contestó ella retomando rápidamente el control. Se había acabado la pasividad-. Mucha gente llora después de correrse.

La pasión había consumido la rabia y el malestar que habían sentido antes. Se quedaron en la cama, charlando, abrazados con un cariño que resultaba extrañamente cómodo. Era como si no se hubieran separado nunca, como si nunca se hubieran peleado, como si nunca hubieran estado resentidos el uno con el otro. Aun así, ninguno de los dos era lo bastante ingenuo para pensar que aquel polvo significaría una reconciliación. Lisa y Oliver nunca habían dejado de hacer el amor ni siquiera cuando estaban peleados. Echaban unos polvos increíbles que les permitían canalizar el exceso de emoción.

Lisa pasó las manos distraídamente por la ondulación de los bíceps de Oliver.

– Veo que sigues yendo al gimnasio. ¿Cuántas flexiones haces?

– Ciento treinta.

– ¡Qué pasada!

Pasada la medianoche, la conversación fue decayendo, y finalmente Oliver, bostezando, dijo:

– ¿Dormimos un poco, nena?

– Vale -repuso ella, adormilada. Ambos sabían que no tenía sentido que Lisa se marchara-. Voy un momento al lavabo.

Después de lavarse la cara, Lisa utilizó el cepillo de dientes de Oliver. Lo hizo sin pensar, y no se dio cuenta hasta que hubo terminado.

Cuando volvió del cuarto de baño, metió los pies entre los muslos de él para calentárselos, como solía hacer cuando vivían juntos. Luego se quedaron dormidos como habían hecho casi cada noche durante cuatro años: Lisa se acurrucó formando una C, y él hizo otro tanto formando otra C mayor, pegando el pecho a la espalda de ella y colocando la cálida palma de la mano sobre su estómago.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Silencio.

Al cabo de un rato, Oliver comentó:

– Qué raro me siento. -Lisa detectó dolor y confusión en su voz-. Estoy teniendo una aventura con mi esposa.

Lisa cerró los ojos y apretó la espalda contra el torso de él. La tensión que mantenía siempre apretados sus dientes cedió, se redujo y desapareció por completo. Durmió como hacía mucho tiempo que no lo hacía.


Por la mañana ambos se metieron con una facilidad casi alarmante en la vieja rutina, el patrón doméstico que habían compartido cada mañana durante cuatro años. Oliver se levantó antes que Lisa y preparó café. A continuación Lisa acaparó el cuarto de baño mientras él, furioso, intentaba meterle prisa. Cuando, no pudiendo contenerse más, aporreó la puerta y gritó «Voy a llegar tarde por tu culpa!», la sensación de déjá vis fue tan intensa que por un instante Lisa no pudo recordar dónde estaba. Sabía que no estaba en casa, pero…

Salió envuelta en toallas, sonriente, y dijo:

– Lo siento.

– Espero que me hayas dejado alguna toalla -dijo él.

– Pues claro. -Se escabulló y se sirvió una taza de café. Y se quedó esperando.

Oyó cómo Oliver abría el grifo de la ducha, y al cabo de un rato dejó de caer agua. No tardaría mucho…

– ¡Ostras, Lisa! -protestó él, como era de esperar-. ¡Solo me has dejado una birria de manopla! Siempre me haces lo mismo.

– No es una manopla. -Entró en el cuarto de baño, muerta de risa-. Es mucho más grande que una manopla.

Oliver despreció la toallita que le mostraba Lisa.

– ¡Con eso no tengo ni para secarme la polla!

– Lo siento -replicó ella con ternura, y se quitó una de las toallas con que iba envuelta-. Mira, voy a tener que darte hasta la camiseta.

– Eres una golfa -gruñó él.

– Ya lo sé.

– Eres verdaderamente increíble.

– Sí, tienes toda la razón -concedió ella con absoluta sinceridad.

Le secó el firme y reluciente cuerpo. Siempre le había encantado hacerlo, aunque algunas partes del cuerpo de Oliver recibían más atención que otras.

– Oye -dijo Oliver al cabo de un rato.

– ¿Qué?

– Me parece que ya tengo secos los muslos.

– Ah, sí… -Se miraron con ironía.

Mientras se vestían, Lisa reparó en algo que le resultaba muy familiar. No pudo contenerse y exclamó:

– ¡Eh! ¡Esa bolsa de Louis Vuitton es mía!

Lisa tenía razón. Oliver la había cogido para llevarse sus cosas el día que se marchó de casa.

De pronto las desagradables emociones de aquel día inundaron la habitación. Oliver volvía a estar furioso. Lisa volvía a estar agresiva y a la defensiva. Oliver protestaba diciendo que lo suyo no era un matrimonio. Lisa le proponía, sarcástica, que se divorciara de ella.

– Puedes quedártela.

Oliver le ofreció la bolsa con buena intención, pero no sirvió de nada. La atmósfera ya se había enrarecido, y ambos terminaron de arreglarse en silencio.

Cuando Lisa comprendió que ya no podía alargar más aquella situación, dijo:

– Bueno, adiós.

– Adiós -repuso él, y al ver que ella tenía lágrimas en los ojos, la abrazó y añadió-: Venga, no llores. Te vas a estropear el maquillaje.

Lisa soltó una risita, pero le dolía la garganta, como si tuviera una piedra enorme atascada en ella.

– Lamento que lo nuestro no funcionara -admitió ella con un hilo de voz.

– Eso pasa hasta en las mejores familias -dijo él encogiéndose de hombros-. ¿Sabías que…

– … dos de cada tres matrimonios acaban en divorcio? -dijo Lisa.

Rieron al unísono y se despegaron.

– Al menos ahora nos llevamos bien -agregó Lisa-. Podemos hablar, y todo eso.

– Exacto -coincidió Oliver.

Ella se fijó en el contraste de la camisa lila de hilo con el sedoso marrón chocolate del cuello de Oliver. ¡Madre mía! ¡Oliver sí que sabía vestirse!

Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, él le gritó:

– ¡Y no lo olvides, nena!

A Lisa le dio un vuelco el corazón, y volvió a abrir la puerta. Que no olvidara ¿qué? ¿Que la quería?

– ¡Búscate un abogado! -Agitó el dedo índice y esbozó una sonrisa.

Era una hermosa y soleada mañana. Lisa fue andando al trabajo. Se sentía fatal.

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