7

El domingo Ashling despertó a las doce, descansada y con una resaca soportable. Se tumbó en el sofá y fumó hasta que terminó The Dukes of Hazzard. Luego salió a comprar pan, zumo de naranja, tabaco y periódicos (un periodicucho difamatorio y otro serio, para compensar).

Tras atracarse hasta sentir asco de relatos rimbombantes sobre infidelidades, decidió limpiar el piso. La tarea consistía básicamente en trasladar unos veinte platos llenos de migas y vasos de agua medio vacíos del dormitorio al fregadero de la cocina, recoger un tarro vacío de Haagen Daz de debajo del sofá y abrir las ventanas. Se negó a quitar el polvo, pero roció la sala con Don Limpio y el olor la hizo sentir virtuosa. Olfateó minuciosamente las sábanas de su cama y decidió que podía dejarlas una semana más.

A continuación, pese a saber que no podía haberse movido de donde estaba, se aseguró de que no le habían robado el traje que había llevado a la tintorería. Seguía colgado en el armario, junto a un top limpio. Mañana iba a ser un gran día. No todos los lunes estrenabas trabajo. De hecho hacía más de ocho años que Ashling no estrenaba trabajo, y estaba tremendamente nerviosa. Pero también emocionada, se decía una y otra vez, intentando ignorar el cosquilleo que notaba en el estómago.

Y ahora, ¿qué podía hacer? Decidió pasar el aspirador, porque silo hacías debidamente era un ejercicio fabuloso para la cintura. Así que sacó su Dyson de color magenta y verde lima. Todavía no podía creer que se hubiera gastado tanto dinero en un electrodoméstico. Un dinero que habría podido invertir en bolsos o botellas de vino. La única conclusión que podía sacar era que finalmente había madurado. Lo cual resultaba gracioso, porque mentalmente tenía dieciséis años y todavía tenía que decidir qué quería hacer cuando terminara la escuela.

Le dio al interruptor e, inclinándose enérgicamente y haciendo girar la cintura, recorrió el pasillo. Por suerte para la resacosa vecina del piso de abajo (Joy), no tardó mucho, porque el piso de Ashling era ridículamente pequeño.

De todos modos le encantaba. Lo que más temía de perder su empleo era no poder pagar los plazos de la hipoteca. Había comprado aquel piso tres años atrás, cuando se convenció de que Phelim y ella nunca iban a comprar juntos una casita de campo rodeada de rosas. Su decisión respondía a una política suicida: evidentemente Ashling confiaba en que Phelim intervendría cuando su saldo empezara a peligrar y que se avendría a embarcarse en la compra de la casa adosada con tres dormitorios en un barrio de las afueras. Pero lamentablemente Phelim no intervino, y la compra siguió adelante. En aquel momento le pareció un reconocimiento de su fracaso. Pero ahora no. Aquel piso era su guarida, su nido y su primer hogar verdadero. Desde los diecisiete años había vivido en tugurios, durmiendo en las camas de otros, sentándose en sofás llenos de bultos que los caseros habían comprado por lo barato y no por lo cómodos que eran.

Cuando se instaló en su piso no tenía ni un solo mueble. Tuvo que comprarlo todo, excepto una plancha y unas cuantas toallas deshilachadas, varias sábanas y fundas de almohada desparejadas, partiendo desde cero. Lo cual le produjo un gran berrinche. Le ponía furiosa la idea de desviar un mes tras otro el dinero para ropa a la compra de todo tipo de aparatos estúpidos. Como sillas.

– No podemos sentarnos en el suelo, Ashling -le gritó Phelim.

– Ya lo sé -admitió ella-. Es que no me imaginaba que esto pudiera ser tan…

– Pero si eres la mujer más organizada del mundo. -Phelim estaba perplejo-. Creí que se te darían la mar de bien estas cosas. ¿Cómo se llaman? Las labores del hogar.

Ashling estaba tan desorientada que Phelim le dijo en voz baja:

– Venga, cariño, deja que te ayude. Compraré unos cuantos muebles.

– Una cama, seguro -replicó Ashling con sorna.

– Pues mira, ahora que lo mencionas… -A Phelim le gustaba acostarse con Ashling. No le parecía mala idea comprarle una cama-. ¿Puedo permitírmelo?

Ashling caviló un momento. Ahora que había organizado las finanzas de Phelim, él estaba mucho mejor económicamente.

– Creo que sí -dijo, malhumorada-. Siempre que la pagues con la tarjeta de crédito.

Pidió de mala gana un crédito y se compró un sofá, una mesa, un armario y un par de sillas. Y nada más. Durante más de un año se negó a comprar cortinas. «Si no limpio los cristales -se dijo-, nadie me verá desde fuera.» Y no compró una cortina para la ducha hasta que los charcos que se formaban cada día en el suelo de su cuarto de baño empezaron a filtrarse hasta el de Joy. Pero en algún momento sus prioridades habían cambiado. Aunque no podía compararse con Clodagh, que estaba obsesionada con la decoración, a Ashling le importaba su casa. Hasta tal punto que no tenía solo un juego de sábanas, sino dos (uno muy original, de tela vaquera, y un conjunto blanco con cubrecama de gofre). Hacía poco se había gastado cuarenta libras en un espejo que ni siquiera necesitaba sencillamente porque lo encontró bonito. De acuerdo: tenía el síndrome premenstrual y no estaba del todo en sus cabales, pero aun así… Y el día que se compró un aspirador de doscientas libras quedó demostrado que la transformación estaba consolidada.

Llamaron a la puerta. Era Joy, que estaba pálida como un fantasma.

– Lo siento, me he pasado un poco con la limpieza -se disculpó Ashling-. ¿Te he despertado?

– No pasa nada. Tengo que ir a Howth a ver a mi madre. Joy puso cara de angustia-. Esta vez no puedo decirle que no: he cancelado la visita cuatro domingos seguidos. Pero ¿cómo lo aguantaré? Seguro que ha preparado un asado enorme e intentará por todos los medios que me lo coma, y después se pasará toda la tarde interrogándome para averiguar si soy feliz. Ya sabes cómo son las madres.

Bueno, sí y no, pensó Ashling. Estaba familiarizada con aquello de «¿Eres feliz?». Lo que pasa es que era Ashling la que controlaba los niveles de felicidad de su madre, y no al revés.

– Al menos podría comer a una hora más civilizada los domingos -protestó Joy.

– Sí, los martes por la noche, por ejemplo -bromeó Ashling-. Oye, no habrás visto a Ted todavía, ¿verdad?

– No. Supongo que anoche tuvo suerte y se resiste a salir del dormitorio de la pobre chica.

– Anoche estuvo genial. Bueno, ¿piensas decirme lo que pasó con el Hombre Tejón, o tendré que torturarte?

El rostro de Joy se iluminó inmediatamente.

– Hemos pasado la noche juntos. No hicimos el amor, pero le hice una mamada y él prometió llamarme. No sé silo hará.

– Una golondrina no hace una relación -le previno Ashling, que tenía experiencia en el tema.

– ¿A mí me lo vas a contar? Dame las cartas -dijo Joy al tiempo que cogía la baraja del tarot-, a ver qué me dicen. ¿ La Emperatriz? ¿Qué significa?

– Fertilidad. No dejes de tomar la píldora.

– Ostras. Y a ti, ¿cómo te fue anoche? ¿Conociste a alguien interesante?

– No.

– Tienes que esforzarte más. Tienes treinta y un años; dentro de poco será demasiado tarde.

«La verdad es que teniendo a Joy de vecina no necesito una madre», pensó Ashling.

– Pues tú tienes veintiocho -replicó.

– Sí, pero yo me acuesto con un montón de hombres. Joy suavizó el tono y preguntó-: ¿No te encuentras sola?

– Acabo de salir de una relación de cinco años. Eso no se supera de la noche a la mañana.

Phelim no era una persona cruel, pero su incapacidad para comprometerse había minado la confianza de Ashling en el amor. Desde su separación, Ashling se sentía muy sola, pero no estaba preparada para iniciar otra relación. Aunque la verdad era que no había recibido una avalancha de ofertas.

– Ha pasado casi un año. Tienes que olvidarte de Phelim. Tienes un empleo nuevo, y has de aprovecharlo. No sé dónde leí que el cincuenta por ciento de la gente conoce a su pareja en el trabajo. ¿Viste a algún chico atractivo el día de la entrevista?

Inmediatamente Ashling pensó en Jack Devine. Aquel tipo era de armas tomar. Una auténtica trituradora de nervios.

– No.

– Coge una carta -dijo Joy.

Ashling cortó la baraja y levantó una carta.

– El ocho de espadas. ¿Qué significa? -preguntó Joy.

– Cambios -admitió Ashling a regañadientes-. Alteraciones.

– Me alegro, ya era hora. Bueno, tengo que irme. Voy a frotar el Buda de la suerte para no vomitar en el autobús… Mira, paso del Buda. ¿Me prestas dinero para un taxi?

Ashling le dio a Joy un billete de diez libras y dos bolsas de basura que producían un tintineo revelador.

– Tíralas por la rampa, por favor.


A medio kilómetro de allí, en el aparthotel Malone, Lisa se defendía como podía del aburrimiento dominical. Había leído los periódicos irlandeses (al menos las páginas de sociedad) y eran un desastre. Al parecer consistían en fotografías de políticos gordos y varicosos que rezumaban cordialidad y sobornos. Esos tipos ya podían olvidarse de aparecer en su revista.

Encendió otro cigarrillo y se paseó con aire taciturno por la habitación. ¿Qué hacía la gente cuando no estaba trabajando? Estaba con su pareja, iba al pub, o al gimnasio, o de compras, o decoraba la casa, o salía con los amigos. Sí, ya se acordaba.

Necesitaba hablar con alguien, y pensó en llamar a Fifi, lo más parecido que tenía a una amiga íntima. Habían trabajado juntas en Sweet Sixteen, muchos años atrás. Cuando Lisa entró a trabajar en Girl, se las ingenió para que nombraran a Fifi redactora adjunta de belleza. Cuando Fifi consiguió el trabajo de redactora jefe en Chic, avisó a -Lisa cuando se enteró de que estaban buscando a una directora adjunta. Cuando Lisa se marchó a Femme, Fifi ocupó el puesto de directora adjunta en Chic. Diez meses después nombraron a Lisa directora de Femme, y a Fifi directora de Chic. A Lisa siempre le había resultado fácil contarle sus penas a Fifi, porque ella entendía los peligros y dificultades de aquel trabajo que presuntamente tenía tanto glamour, mientras que los demás se morían de envidia.

Pero por algún extraño motivo, Lisa no se decidía a coger el auricular. Se dio cuenta de que estaba avergonzada. Y un tanto resentida. Aunque sus carreras habían recorrido una línea casi paralela, Lisa siempre le había llevado una pequeña ventaja a su amiga. La carrera de Fifi había sido una lucha constante, mientras que Lisa había triunfado casi sin esfuerzo. La habían nombrado directora casi un año antes que a Fifi, y aunque Chic y Femme competían casi directamente, las ventas de Femme superaban en más de cien mil ejemplares a las de Chic. Lisa había dado por supuesto, demasiado alegremente, que su traslado a Manhattan sería el empujón final y que Fifi ya no podría alcanzarla. Pero la habían mandado a Dublín, y de pronto Fifi, por defecto, se había situado a la cabeza de la carrera.

«Oliver», susurró Lisa, y de pronto volvió a inundarla la felicidad. Voy a llamarlo. Pero inmediatamente la oleada de ternura y buenos sentimientos se convirtió en amargura. Por un momento lo había olvidado. No lo echo de menos, se recordó. Lo que pasa es que estoy aburrida y deprimida.

Acabó llamando a su madre (seguramente porque era domingo, y por lo tanto era lo tradicional), pero después se sintió fatal. Sobre todo porque Pauline Edwards estaba ansiosa por saber por qué la había llamado Oliver para pedirle el número de teléfono de Lisa en Dublín.

– Nos hemos peleado -confesó Lisa con un nudo en la garganta. No le apetecía hablar de aquello. Además, ¿por qué no la había llamado su madre si tan preocupada estaba? ¿Por qué siempre tenía que llamarla ella?

– ¿Cómo es que os habéis peleado, cariño?

Lisa todavía no lo sabía exactamente.

– Son cosas que pasan -dijo Lisa con insolencia, deseando poner fin a aquella conversación.

– ¿Habéis probado la terapia aquella? -preguntó Pauline tímidamente, temiendo despertar la ira de su hija.

– Pues claro -contestó Lisa con impaciencia.

Bueno, habían ido a una sesión, pero Lisa estaba demasiado ocupada y no había vuelto.

– ¿Os vais a divorciar?

– Creo que sí.

En realidad Lisa no lo sabía. Aparte de lo que se habían gritado el uno al otro en un momento de exaltación («¡Voy a pedir el divorcio!» «No puedes, porque lo voy a pedir yo!»), no habían hablado de nada en concreto. De hecho, Lisa y Oliver apenas habían hablado después de pelearse, pero, inexplicablemente, a Lisa le apetecía decirlo para fastidiar a su madre.

Pauline suspiró, desconsolada. El hermano mayor de Lisa, Nigel, se había divorciado cinco años atrás. Pauline había tenido a sus hijos siendo ya mayor, y no los entendía.

– Dicen que dos de cada tres matrimonios acaban divorciándose -comentó Pauline, y de pronto a Lisa le dieron ganas de gritar que ella no pensaba divorciarse y que su madre era una bruja por atreverse a insinuarlo.

Pauline se debatía entre la preocupación por su hija y el miedo que le inspiraba.

– ¿Ha sido porque sois… diferentes?

– ¿Diferentes, mamá? -replicó Lisa con tono cortante.

– Bueno, porque él es… de color.

– ¿De color?

– Ya, no se dice así -se apresuró a corregirse Pauline, y luego, con cautela, dijo-: Negro, ¿no?

Lisa chascó la lengua y exhaló un suspiro.

– ¿Afroamericano?

– ¡Por el amor de Dios, mamá! ¡Oliver es inglés! -Lisa sabía que estaba siendo cruel, pero no resultaba fácil cambiar los hábitos de toda una vida.

– ¿Afroamericano inglés, pues? -propuso Pauline, desesperada-. Sea lo que sea, es muy guapo.

Pauline solía decir aquello para demostrar que no tenía prejuicios. Aunque casi le dio un infarto el día que conoció a Oliver. Si al menos le hubieran avisado de que el novio de su hija era un negro imponente de metro ochenta de estatura. Un hombre de color, un afroamericano o como quiera que fuera correcto llamarlo. Ella no tenía nada contra ellos, solo que la había pillado desprevenida.

Y cuando se hubo acostumbrado a él consiguió ver más allá del color de su piel y reconocer que era un chico guapísimo, y diciendo eso se quedaba corta.

Un príncipe de ébano, con el cutis liso y brillante, pómulos pronunciados, ojos almendrados y la cabeza llena de rizos juguetones. Andaba como si bailara, y olía a mañana soleada. Pauline también sospechaba (aunque jamás se le habría ocurrido comentarlo) que tenía una polla enorme.

– ¿Ha conocido a otra chica?

– No.

– Pues podría pasar, cariño mío. Es un chico muy guapo.

– No me importa. -Si lo repetía muchas veces, acabaría convenciéndose de ello.

– ¿No te sentirás muy sola, tesoro?

– No tendré tiempo para sentirme sola -replicó Lisa-. Tengo que pensar en mi carrera.

– No sé para qué quieres una carrera. Yo no la tuve y no me pasó nada.

– Ah, ¿no? -repuso Lisa con fiereza-. No te habría ido mal tenerla cuando papá se lesionó la espalda y tuvimos que vivir de su pensión de invalidez.

– Pero el dinero no lo es todo. Éramos muy felices.

– Yo no.

Pauline se quedó callada. Lisa la oía respirar al otro lado del hilo telefónico.

– Será mejor que colguemos -dijo Pauline tras una pausa-. Esta llamada te va a costar un dineral.

– Lo siento, mamá -dijo Lisa-. No lo decía en serio. ¿Has recibido el paquete que te envié?

– Ah, sí -dijo Pauline, nerviosa-. La crema para la cara y los lápices de labios. Me han gustado mucho, gracias.

– ¿Los has probado?

– Pues… -empezó Pauline.

– No, no los has probado -la acusó Lisa.

Lisa siempre enviaba a su madre perfumes y cosméticos caros que conseguía gracias a su trabajo. Lo hacía porque quería que su madre tuviera algún lujo. Pero Pauline no quería renunciar a sus productos Pond's y Rimmel. Una vez llegó a decirle: «Es que esas cosas son demasiado buenas para mí, cariño». «¡No son demasiado buenas para ti!», explotó Lisa.

Pauline no entendía el enfado de Lisa. Lo único que sabía era que temía los días en que el cartero llamaba a su puerta y decía alegremente: «Otro paquete de su hija de Londres». Tarde o temprano Lisa siempre llamaba a Pauline para que le hiciera un informe de sus progresos.

A no ser que se tratara de un paquete de libros. Lisa siempre enviaba a su madre ejemplares para la prensa de libros de Catherine Cookson y Josephine Cox, creyendo que a su madre le encantarían aquellas novelas románticas sobre pobres que hacen fortuna. Hasta que un día Pauline dijo: «Me ha encantado ese libro que me enviaste, cariño, el del maleante del East End que clavaba a sus víctimas a una mesa de billar». Resultó que la secretaria de Lisa se había equivocado de libro, y aquello marcó una nueva orientación en las lecturas de Pauline Edwards. Ahora le encantaban las biografías de mafiosos y las novelas policíacas americanas (cuantas más escenas de torturas mejor), y los libros de Catherine Cookson se los enviaban a la madre de otra.

– Espero que vengas pronto a vernos, tesoro. Hace una eternidad que no te vemos.

– Sí, ya -respondió Lisa con vaguedad-. Iré pronto.

¡Ni loca! En cada visita la casa en que Lisa había crecido parecía más pequeña y más espeluznante. En las diminutas habitacioncitas abarrotadas de muebles baratos, ella se sentía lustrosa y extraña, con sus uñas de porcelana y sus relucientes zapatos de piel, consciente de que el bolso que llevaba costaba, seguramente, más que el sofá Dralon en que estaba sentada. Pero pese a que sus padres expresaban respetuosamente la admiración que sentían por su magnífico aspecto, se mostraban inhibidos y nerviosos cuando estaban con ella.

Debería haberse vestido adecuadamente para aquellas visitas, intentar estrechar el abismo. Pero necesitaba todo el material que fuera posible para utilizarlo como armadura, para que aquel mundo no la absorbiera de nuevo y no verse subsumida en su pasado.

Odiaba todo aquello, y luego se odiaba a sí misma.

– ¿Por qué no venís vosotros a verme? -preguntó Lisa.

Si no eran capaces de hacer el viaje de media hora en tren desde Hemel Hempstead hasta Londres, no era probable que se decidieran a ir en avión a Dublín.

– Es que como tu padre no se encuentra muy bien…


El domingo por la mañana, cuando se despertó, Clodagh tenía una ligera resaca, pero estaba de buen humor. De momento podía permitirse el lujo de acurrucarse junto a Dylan e ignorar su erección con la conciencia tranquila.

Cuando aparecieron Molly y Craig, Dylan, adormilado, les dijo:

– Id abajo y empezad a romper cosas, que mamá y yo queremos dormir un poco más.

Los niños se marcharon, milagrosamente, y Clodagh y Dylan se quedaron en la cama.

– Qué bien hueles -murmuró Dylan hundiendo la nariz en el cabello de Clodagh. A galletas. Tan dulce y… dulce y…

Al poco rato ella le susurró:

– Si me traes el desayuno te doy un millón de libras.

– ¿Qué te apetece?

– Café y fruta.

Dylan se levantó y Clodagh se estiró como una estrella de mar satisfecha ocupando toda la cama, hasta que su marido regresó con una taza en una mano y un plátano en la otra. Se puso el plátano en la entrepierna, mirando hacia abajo, y cuando Clodagh lo miró, él fingió que se sobresaltaba y puso el plátano mirando hacia arriba, como si tuviera una erección.

– ¡Ostras, señora Kelly! -exclamó-. ¡Qué guapa está!

Clodagh rió, pero notó aquel conocido sentimiento de culpa ocupando de nuevo su rincón.

Más tarde fueron a comer a uno de esos restaurantes en los que uno no se sentía como un marginado por ir con dos niños pequeños. Dylan fue a buscar un cojín para la silla de Molly, y mientras Clodagh le quitaba un cuchillo a su hija de la mano, vio a Dylan charlando amablemente con una camarera (una adolescente con piernas de Bambi), quien se ruborizó ante la proximidad de un hombre tan atractivo. Aquel hombre tan atractivo era su marido, pensó Clodagh, y de pronto, curiosamente, le costó reconocerlo. A veces la asaltaba aquella extraña y vertiginosa sensación de que lo conocía tan bien que era como si no lo conociera de nada. La familiaridad solía quitarle brillo a su rubio cabello, a la sonrisa que rizaba su piel formando varios paréntesis a cada lado de la boca, a sus ojos color avellana, casi siempre alegres. La belleza de Dylan la sorprendió y la inquietó.

¿Qué era lo que había dicho Ashling ayer? Que tenía que recuperar la magia.

Su memoria rescató una imagen: ella jadeaba de excitación y deseo, y él la tumbaba en la arena… ¿En la arena? No, un momento, aquel no era Dylan, sino Jean-Pierre, el apuesto y seductor francés con el que había perdido la virginidad. Dios mío, suspiró, aquello sí que estuvo bien. Tenía dieciocho años, iba de albergue en albergue por la Riviera francesa, y era el hombre más sexy que Clodagh había visto jamás. Y eso que ella era muy exigente: jamás había besado a ninguno de los chicos de su grupo. Pero en cuanto vio la intensa y taciturna mirada de Jean-Pierre, su hermosa y enfurruñada boca y su relajado lenguaje corporal, típicamente francés, decidió que aquel era el hombre al que iba a regalarle su virginidad.

Pero volviendo a Dylan y a la magia de los primeros días… Ah, sí. Recordó que casi lloraba suplicándole que le hiciera el amor. «No puedo esperar más! ¡Por favor! ¡Métemela!» Recordó cómo se tumbó en el asiento trasero del coche, cómo separó las piernas… No, no, espera, aquel tampoco era Dylan. Aquel era Greg, el jugador de fútbol americano que había ido a estudiar a Trinity con una beca. Lástima que Clodagh lo hubiera conocido solo tres meses antes de que él regresara a su país. Era un atractivo deportista, seguro de sí mismo, todo músculo, y por algún extraño motivo ella lo encontró irresistible.

Claro que eso también lo había sentido por Dylan. Buscó en su memoria algún recuerdo concreto y desempolvó su favorito: la primera vez que lo vio. Sus ojos se habían encontrado, literalmente, en una sala llena de gente, y antes de saber siquiera cómo se llamaba, Clodagh ya sabía cuanto necesitaba saber sobre aquel chico.

Era cinco años mayor que ella, y a su lado los otros chicos parecían adolescentes con granos y sin ninguna experiencia. Tenía una serenidad y un don de gentes que lo hacían sumamente carismático. Te cautivaba con su sonrisa; su sola presencia te hacía entrar en calor, te levantaba el ánimo y te tranquilizaba. Aunque no había hecho más que abrir su negocio, ella estaba convencida de que Dylan siempre se ganaría bien la vida. ¡Y estaba tan bueno!

Ella tenía veinte años, estaba embelesada por la rubia belleza de Dylán y no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Dylan encajaba perfectamente con su ideal de hombre, y Clodagh no dudó ni un momento que iba a casarse con él. Incluso cuando sus padres le advirtieron que el chico era demasiado joven para saber lo que hacía, ella despreció sus consejos. Dylan y Clodagh estaban hechos el uno para el otro.

– ¡Ya está, Molly!

Había vuelto con el cojín que tres camareras adolescentes se habían peleado para darle. Entonces Clodagh se dio cuenta de que Molly había vertido la mitad del salero en el azucarero.

Después de comer fueron a la playa. Hacía un día borrascoso, pero el sol era intenso y pudieron quitarse los zapatos y chapotear un poco en la orilla. Dylan le pidió a un hombre que paseaba con su perro que les hiciera una fotografía a los cuatro, abrazados y sonriendo mientras el viento agitaba su dorado cabello. Clodagh se sujetaba un lado de la falda para que no se le pegara a las piernas, que tenía mojadas.

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