El martes por la mañana, Trix entró taconeando en la oficina, montada en sus plataformas de plástico y acompañada por un leve pero inconfundible olor a pescado. Ashling lo notó enseguida, y cada vez que llegaba alguien más se ponía a olfatear el aire con gesto de alarma. Con todo, resultaba un poco violento comentárselo a Trix, de modo que el asunto quedó sin abordar hasta que llegó Kelvin. Al fin y al cabo, él era un chico de veintitantos años y la vulgaridad era una de sus características más destacadas.
– Trix, hueles a algo que espero sea pescado.
– Es pescado.
– ¿Puedo preguntarte por qué?
– Buscaba a un hombre con vehículo -contestó Trix, enfurruñada.
Kelvin se dio varias palmadas en las mejillas y dijo:
– ¡No! Ya estoy despierto y sigo sin entenderlo.
– Buscaba a un hombre con vehículo -repitió Trix, enojada-. Conocí a Paul, que reparte pescado, y resulta que utiliza la furgoneta del trabajo en su tiempo libre.
Como era de esperar, la imagen de Trix con sus mejores galas y su mejor maquillaje sentada junto a un montón de pescado provocó las carcajadas de sus compañeros.
– Yo iba sentada delante junto al conductor -protestó Trix, pero fue en vano-. No detrás, con el pescado.
– ¿Qué has hecho con tus otros novios? -le preguntó Kelvin.
– Los he mandado a paseo.
Ojalá fuera tan dura como ella, pensó Ashling mientras tecleaba con furia. Estaba introduciendo su artículo sobre el club de salsa en el ordenador. Cuando hubo terminado de copiar el texto, se lo pasó a Gerry, que escaneó los dibujos de Joy y las fotografías.
– Voy a probar diferentes tipos de letra y diferentes colores -dijo Gerry-. Dame un poco de tiempo y luego se lo enseñaremos a Lisa. Confía en mí: te haré quedar bien.
– Confío en ti plenamente -le prometió Ashling. Gerry era un imperturbable oasis de serenidad; nunca le entraba pánico, por muy confuso o difícil que fuera lo que le pidieras.
Mientras esperaba, Ashling llamó por teléfono a Clodagh.
– Querías hablar conmigo de algo, ¿no? -le dijo, nerviosa.
– Sí. -Se oía la clásica algarabía de fondo-. Craig está enfermo, y a Molly han vuelto a echarla de la guardería.
– ¿Qué ha hecho esta vez?
– Por lo visto intentó prenderle fuego a la casa. Es una niña, y es lógico que explore su entorno, que quiera saber para qué sirven las cerillas. No sé qué espera esa gente. -Se oyeron más gritos-. Al menos ella siente curiosidad. En cambio yo ya no sé qué hago aquí, Ashling.
– No me extraña.
– Por eso quería hablar contigo de… ¡Molly! ¡Suelta ese cuchillo! ¡He dicho que lo sueltes! ¡Ahora mismo! Craig, si Molly te pega, ¡pégale tú a ella, por el amor de Dios! -Clodagh masculló algo por lo bajo y dijo-: Tengo que dejarte, Ashling. Ya te llamaré más tarde.
Clodagh colgó. Así que Dylan tenía razón: estaba pasando algo. Ashling tragó saliva. Bueno, ya eran mayorcitos para arreglárselas solos.
Para distraerse, Ashling pulsó unas cuantas teclas del ordenador, y se llevó una grata sorpresa al ver que tenía un e-mail. Era un chiste que le había enviado Joy. ¿Qué diferencia hay entre un erizo y un BMW?
– Un chiste, chicos -dijo Ashling a nadie en particular. Todos dejaron de trabajar al instante. Cualquier excusa era buena-. ¿Por qué los hombres no se ahogan?
– Ya lo sé -bramó Jack Devine, que se dirigía a su despacho a grandes zancadas.
– Pero si ni siquiera sabes qué voy a decir -protestó Ashling.
– Porque flotan, como la mierda -dijo Jack, y pegó un portazo.
Ashling se quedó atónita.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó.
– Ese chiste circula hace un par de días -explicó Kelvin-. Se lo habrá contado alguien.
– ¡Ah! Creía que había vuelto a pelearse con su novia.
– ¿No os habéis parado a pensar en la cantidad de presión que soporta el pobre señor Devine? -La señora Morley se había levantado de su silla (aunque con eso no conseguía parecer más alta), y habló con un tono cargado de rabia e instinto protector-. El sábado estuvo negociando con el sindicato de técnicos hasta las diez de la noche. Y esta mañana tiene una reunión con tres ejecutivos que han venido de Londres, entre ellos el contable del grupo, para discutir sobre asuntos muy serios. Pero por lo visto, eso a ninguno de vosotros os importa. Y debería importaros -concluyó con tono amenazador.
Aunque en general todos la consideraban una pelmaza que no hacía más que sembrar pesimismo, sus palabras tuvieron un efecto aleccionador en el personal. Sobre todo en Lisa. Seguía sin haber noticias sobre los ingresos provenientes de la publicidad. Lisa tenía nervios de acero, pero aquella situación la estaba sacando de quicio incluso a ella.
Jack salió de su despacho.
– Acaban de llamar -le informó la señora Morley-. Llegarán dentro de diez minutos.
– Gracias-. Jack suspiró y, distraído, se mesó el despeinado cabello. Parecía cansado y preocupado, y de pronto Ashling sintió lástima por él.
– ¿Quieres una taza de café antes de la reunión? -le preguntó con compasión.
Él la miró con sus oscuros ojos y, cabreado, respondió:
– No, no vaya a ser que me despierte.
«Pues vete al cuerno», pensó Ashling, que ya no se compadecía de Jack.
– Ven a ver esto, Ashling -dijo entonces Gerry.
Ella se acercó a la pantalla de Gerry y se quedó impresionada por cómo había quedado el artículo: era un reportaje de cuatro páginas, vistoso, divertido, atractivo e interesante. El texto estaba distribuido en tiras y columnas, y dominado por la erótica fotografía de la pareja bailando, con el cabello de la mujer rozando el suelo.
Gerry lo imprimió todo y Ashling se lo llevó a Lisa, como si se tratara de una ofrenda sagrada. Lisa examinó las páginas sin decir ni pío. Ni siquiera la expresión de su rostro daba alguna pista de lo que estaba pensando. El silencio se prolongó tanto que la emoción de Ashling empezó a disminuir y a convertirse en preocupación. ¿Y silo había entendido mal? Quizá no fuera aquello lo que Lisa quería.
– Aquí hay una falta de ortografía -dijo Lisa con voz monótona-. Y aquí, un error tipográfico. Y aquí otro. Y otro. -Cuando llegó al final del artículo, se lo devolvió a Ashling y dijo-: Muy bien.
– ¿Muy bien? -repitió Ashling, que seguía esperando que Lisa reconociera cuánto había trabajado y cuánto se había esmerado.
– Sí, muy bien -dijo Lisa con impaciencia-. Corrígelo y pásalo.
Ashling le lanzó una mirada iracunda. Estaba tan disgustada que no pudo evitarlo. Ella no podía saber que aquello significaba un gran elogio por parte de Lisa. Cuando los empleados de Femme oían gritar a Lisa: «Llévate esta mierda de mi mesa y escríbelo otra vez», solían considerarlo un homenaje.
Entonces Lisa se acordó de una cosa y cambió de tema.
– Oye, ¿quién era ese tipo con el que ibas anoche? -preguntó con exagerada indiferencia.
– ¿Qué tipo? -Ashling sabía perfectamente a quién se refería, pero quería vengarse.
– Uno rubio. Te marchaste de aquí con él.
– Ah, ya. Era Dylan. -Ashling no dijo nada más. Estaba disfrutando de lo lindo.
– Y ¿quién es Dylan? -tuvo que preguntar Lisa.
– Un amigo mío.
– ¿Soltero?
– Está casado con mi mejor amiga. ¿Qué? ¿Te gusta mi artículo? -insistió con tesón.
– Ya te he dicho que está bien -contestó Lisa con fastidio. Y añadió algo con lo que hurgaba en la herida-: Creo que podríamos convertirlo en una sección. Prepara otro reportaje sobre cómo ligar para el número de octubre. ¿Qué fue lo que propusiste en la primera reunión que celebramos? ¿Ir a una agencia matrimonial? ¿A montar a caballo? ¿Navegar por internet?
Se acuerda de todo, pensó Ashling, que no se sentía capaz de hacer otro esfuerzo monumental el mes siguiente y cada mes. ¡Y sin que Lisa elogiara su trabajo!
– Aunque también podrías escribir algo sobre la posiblidad de ligar en una función de cómicos de micrófono -añadió Lisa con una astuta sonrisa.
Ashling se encogió de hombros, abochornada.
– ¿Ya te ha llamado? -preguntó de pronto Lisa.
Ashling negó con la cabeza; le fastidiaba tener que reconocer su derrota. ¿Y si Marcus había llamado a Lisa? Seguro que sí; por eso se estaba mostrando tan cruel con ella. Tras unos segundos de silencio, la venció la curiosidad.
– ¿Y a ti? -preguntó.
Lisa también negó con la cabeza, lo cual sorprendió mucho a Ashling.
– ¡Es un gilipollas! -exclamó con vehemencia y profundo alivio.
– ¡Un imbécil! -coincidió Lisa, y soltó una inesperada risotada.
De repente Ashling encontró muy gracioso que Marcus Valentina no las hubiera llamado a ninguna de las dos.
– ¡Hombres! -Las onerosas horas de espera que Ashling había soportado desde el sábado se disolvieron en una carcajada.
– ¡Hombres! -coincidió Lisa, riendo también.
Entonces ambas se fijaron en Kelvin, que estaba plantado en medio de la oficina, rascándose distraídamente el paquete y con la mirada perdida. Era una imagen tan típica, que cuando Ashling y Lisa volvieron a mirarse, se desternillaron de risa.
Lisa rió con ganas. Y eso la animó y la relajó tanto que se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no reía de verdad. Una carcajada como Dios manda, de esas que te hacen olvidar todo lo demás.
– ¿Qué pasa? -preguntó Kelvin, ofendido-. ¿Qué os hace tanta gracia?
Aquello bastó para que Ashling y Lisa volvieran a empezar. La risa les hizo olvidar su desconfianza mutua, y al menos por un momento se sintieron unidas.
Secándose las lágrimas y tocándose las doloridas mejillas, Lisa, llevada por un impulso, le dijo a Ashling:
– Tengo invitaciones para una presentación de cosméticos que hay esta tarde. ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Por qué no? -respondió Ashling alegremente. Estaba agradecida, pero ya no lastimosamente agradecida.
La presentación de cosméticos era de Source, la marca de moda, pues gozaba de mucha popularidad entre las supermodelos y las famosas. Todos sus productos, cuyos desorbitados precios inspiraban gran confianza, eran ecológicos; los envases eran biodegradables, reciclables o reutilizables; y la empresa alardeaba de reinvertir parte de sus beneficios en la replantación de árboles, la reconstrucción de la capa de ozono, etcétera, etcétera. (En realidad invertían el 0,003% de los beneficios descontados los impuestos, y después de que los accionistas hubieran recibido sus dividendos. En la práctica la suma ascendía a unas doscientas libras, pero eso a la gente no le importaba, aunque lo supiera. Se habían tragado aquello de «Source: la belleza responsable».)
El escenario de la presentación era el hotel Morrison, no muy lejos de la oficina. De todos modos, Lisa se empeñó en ir en taxi. Habrían llegado antes si hubieran ido a pie, porque el tráfico estaba fatal, pero a ella no le importaba. En Londres Lisa no iba a pie a ningún sitio, y consideraba que era una afrenta a su estatus el que tuviera que hacerlo en Dublín.
Habían convertido una de las salas de actos del hotel en una antigua farmacia para la ocasión. Las chicas de Source llevaban batas blancas de médico y estaban situadas detrás de unas diminutas mesas de boticario (de MDF, pero tratadas para que parecieran de madera de teca vieja). Por todas partes había botellas con tapón de vidrio, cuentagotas y tarros de medicinas.
– Qué pedantería -le dijo Lisa a Ashling al oído-. Y cuando se ponen a hablar de los productos nuevos, se comportan como si hubieran descubierto un remedio contra el cáncer. Pero antes que nada… ¡una copa!… ¡Zumo de germen de trigo! -exclamó cuando el camarero le descifró el contenido de su bandeja.
– ¡Puaj! ¿No tiene nada más?
Lisa llamó a otro camarero, que llevaba una bandeja llena de latas plateadas, de las cuales sobresalía un tubito opaco.
– ¿Oxígeno? -dijo Lisa con asco-. No diga tonterías. Tráigame una copa de champán.
– Que sean dos -intervino Ashling, nerviosa. Solo con ver el zumo de germen de trigo, verde y grumoso, le habían dado ganas de vomitar, y si no andaba equivocada, el oxígeno podía obtenerlo siempre que quisiera.
Se bebieron tres copas de champán cada una, para envidia de los otros invitados, que bebían tímidamente sus zumos de germen de trigo gratis e intentaban no vomitar. Solo Dan Heigel del Sunday Independent, cuyo lema era «Hay que probarlo todo», se había atrevido con el oxígeno, y le dio tal mareo que tuvo que tumbarse en el vestíbulo, donde los turistas lo esquivaban con una sonrisa indulgente, creyendo que era el paradigma del irlandés borracho.
– Vamos -le dijo Lisa a Ashling-. Ahora toca aguantar el sermón; luego podremos exigir nuestro regalo.
Ashling comprobó que Lisa tenía razón. Caro, que se encargó de presentar los cosméticos, hablaba de los productos con una seriedad y una poca gracia asombrosas.
– Esta temporada se va a llevar el look reluciente -anunció Caro al tiempo que se aplicaba con suavidad un poco de sombra de ojos en el dorso de la mano.
– Igual que la temporada pasada -la desafió Lisa.
– No, no. La temporada pasada se llevaba el look brillante. -Lo dijo completamente convencida, sin una pizca de ironía.
Lisa le dio un codazo a Ashling y ambas se miraron, conteniendo la risa. Lisa tuvo que admitir que estaba muy bien tener a alguien con quien reírse de aquellas cosas.
– Esta temporada hemos abierto nuevos caminos creando un brillo de labios para la frente del que estamos muy satisfechos… Cualquier imperfección que se detecte en su textura se debe a que, a diferencia de otras marcas de cosméticos, nosotros no utilizamos grasas animales para fabricar nuestros productos. Es el precio que hay que pagar…
Finalmente la encomiable presentación llegó a su fin, y Caro reunió una selección de los cosméticos de la nueva temporada. Todos los productos iban envasados en tarros de grueso cristal marrón, como los tarros de medicinas antiguos, y recogidos en una réplica de maletín de médico.
Caro le dio un maletín a Lisa, pues parecía evidente que ella era la responsable. Pero al ver que Ashling y Lisa no se marchaban, Caro dijo con ansiedad:
– Solo un obsequio por publicación. La filosofía de Source es no fomentar los excesos.
Lisa y Ashling volvieron a contemplarse una a otra como rivales.
– Ya lo sabía -dijo Lisa quitándole importancia, y se marchó de la sala con aire despreocupado, aferrada a la bolsa de cosméticos: la posesión era lo que contaba.
Salió al vestíbulo con paso decidido, sin aminorar la marcha cuando pasó por encima de Dan Heigel, que seguía tumbado en el suelo.
– Qué bragas tan monas -murmuró él.
– Y tú ¿por qué tienes que llevar pantalones? -preguntó un segundo más tarde, cuando Ashling saltó por encima de él.
Cuando Lisa consideró que estaban suficientemente lejos del hotel, aminoró el paso. Ashling la alcanzó y le echó un vistazo, angustiada, a la bolsa de obsequios.
– Depende de lo que haya dentro -dijo Lisa, tajante. Acababa de recordar por qué le gustaba tanto trabajar sola. Si no trabajabas sola, siempre acababas teniendo que compartir algo: maquillaje, elogios… Abrió el maletín de médico y dijo-: Puedes quedarte la sombra de ojos. ¡Eh! ¡Es reluciente!
Pero además de ser reluciente era de un extraño color de barro que a ninguna de las dos les gustó.
– Y también puedes quedarte el brillo para la frente. Yo me quedo la crema para el cuello y el delineador de ojos.
– ¿Y la barra de labios? -preguntó Ashling, anhelante.
La barra de labios era el verdadero premio: era de un marrón claro precioso, con un perfecto acabado mate.
– La barra de labios es para mí -dijo Lisa-. Al fin y al cabo, yo soy la jefa.
«¿Me lo dices o me lo cuentas?», pensó Ashling, resentida.