32

Vello. En las piernas. Demasiado vello. A Ashling se le planteaba un dilema. Se había depilado las piernas con cera un par de semanas atrás, durante aquel breve veranillo, y ahora el vello estaba demasiado corto para volverlo a depilar, pero demasiado largo para irse a la cama con alguien.

¿Qué pasaba? ¿Pensaba acostarse con Marcus Valentina? Bueno, nunca se sabe, pensó. Pero no quería que el vello fuera un impedimento.

Siempre podía afeitarse las piernas. Pero no, no podía. En cuanto empiezas a depilarte las piernas a la cera, queda estrictamente prohibido estropearlo todo afeitándotelas para que vuelvan a salirte unos pelos duros y tiesos. Julia, la chica que la depilaba, la mataría.

Solo podía depilárselas con Immac, y debido a un terrible lapsus Ashling se había quedado sin crema. Así que envió a Ted a la farmacia más cercana con una nota.

– ¿Por qué no vas tú? -protestó Ted. Se sentía violento con aquel encargo.

Ashling señaló el papel de plata con que se había envuelto la cabeza.

– Me he puesto aceite en el pelo. Si salgo así a la calle, la gente pensará que han aterrizado los extraterrestres.

– ¡Qué tontería! La gente sabe perfectamente que los extraterrestres jamás encontrarían aparcamiento en esta ciudad. Ostras, Ashling -se lamentó-. Y ¿tengo que darle esta nota a la dependienta? ¿No puedo cogerlo yo mismo del estante?

– No. Hay demasiados tipos, y tú eres un hombre. Lo que yo quiero es mousse sin perfume, y tú me traerías el gel con perfume de limón. O peor aún, podrías traerme el de espátula. ¡Vete, por favor!

Aunque parezca asombroso, Ted realizó la misión con éxito y Ashling se retiró al cuarto de baño, donde, de pie en la bañera, con las piernas burbujeando cubiertas de un nocivo producto blanco, esperaba a que el vello se quemara. Suspiró. A veces era duro ser mujer.

El frenesí embellecedor había empezado el martes por la tarde, cuando Marcus llamó por teléfono y le preguntó:

– ¿Qué? ¿Te apetece?

– Si me apetece ¿qué?

– Lo que sea. Una copa. Una bolsa de patatas. Un polvo desenfrenado.

– La copa no estaría mal. O la bolsa de patatas.

Marcus esperó un momento y luego preguntó con una vocecilla infantil:

– ¿Y el polvo desenfrenado?

Ashling tragó saliva e intentó adoptar un tono jocoso:

– Eso ya lo veremos.

– ¿Si me porto bien?

– Eso. Si te portas bien.

En cuanto colgó, Ashling se puso en marcha, quitándose y poniéndose cosas a toda velocidad. En el curso de la tarde se lavó y acondicionó el cabello, se exfolió todo el cuerpo, se quitó el esmalte viejo de las uñas de los pies y se aplicó esmalte nuevo, se quemó el vello de las piernas, se untó de pies a cabeza con crema hidratante Envy de Gucci, que solo usaba en ocasiones especiales, se puso un cuarto de tubo de crema alisadora en el pelo, se maquilló a conciencia (aquel no era momento para sutilezas) y se empapó de eau de parfum Envy.

Ted volvió para supervisar los últimos preparativos. Le interesaba mucho que Marcus y Ashling se cayeran bien, porque así él podría potenciar su carrera de cómico gracias al estrecho contacto con Marcus.

– Tienes que estar sexy -dijo, tumbado en la cama de Ashling, mientras ella se aplicaba la tercera y última capa de rímel.

– ¡Es lo que intento! -gritó Ashling.

Era evidente que estaba más nerviosa de lo que pensaba. ¡Mira lo que hacía con ella la esperanza! Arrasaba con sus sueños de amor y estabilidad y la convertía en un manojo de nervios. A veces, como ahora, pensaba que quizá fuera demasiado sensible. «¿Era aquello normal?», se preguntaba. Seguramente sí. ¿Y si no lo era? «Hombre, tuve grandes carencias afectivas en la niñez», pensó con ironía.

Bueno, afectivas quizá no. Pero sí carencias de rutina, carencias de normalidad. Después del primer episodio de depresión de su madre, las cosas nunca habían vuelto a ser como antes. La vida de la familia había cambiado para siempre, aunque en aquel momento ellos no lo supieran.

Curiosamente, al principio Ashling se alegró cuando vio que ya no había horas de comer. Un día se ensució de hierba una rebeca y se alegró de no recibir una bronca. Pero a medida que pasaban los días hasta ella se dio cuenta de que llevaba la ropa sucia. El alivio dio paso a la angustia. Aquello no estaba bien.

– ¿Puedo ponerme esto? -Se presentó ante su madre con un vestido de verano guarrísimo. Fíjate en mí, fíjate en mí.

Los ojos de su madre la miraron desde un rostro que denotaba una profunda pena.

– Ponte lo que quieras.

Janet y Owen no iban mejor equipados. Ni su madre: siempre había sido tan guapa e ido tan bien vestida, y ahora ni siquiera se daba cuenta de que salía. a la calle con una blusa manchada de huevo.

Aquel verano iban a menudo al parque. Monica solía exclamar: «No aguanto ni un minuto más en esta casa», y los sacaba a todos a la calle. Pero ni siquiera en el parque dejaba de llorar, y nunca llevaba pañuelo. Así que Ashling, a la que no le gustaba que su madre se secara las lágrimas con la manga, se acostumbró a llevar un pañuelo de papel doblado en el bolsillo de la rebeca cada vez que salían de casa.

Una vez en el parque, Ashling intentaba organizar las cosas para que al menos Janet y Owen se lo pasaran bien. Cuando pedían un helado, Ashling temía que no lo consiguieran, porque si se enfadaban podían acabar de estropearlo todo. Pero su madre nunca se acordaba de llevar dinero, así que Ashling se acostumbró a llevar siempre consigo un monedero de plástico rosa y marrón con forma de cara de perro.

A medida que avanzaba el verano, Monica desarrolló un nuevo y alarmante hábito. Sentada lánguidamente en un banco, se rascaba un corte que tenía en el brazo, y no paraba hasta que empezaba a sangrar. Fue por aquella época cuando Ashling empezó a llevar un paquete de tiritas en el bolsillo.

Algo tenía que cambiar. Alguien tenía que darse cuenta de lo que estaba pasando.

Ashling empezó a rezar para que su madre se pusiera mejor y para que su padre no se marchara cada lunes por la mañana y no regresara hasta el viernes. Luego, al ver que las oraciones no producían los resultados deseados, empezó a cultivar la extraña convicción de que si tiraba de la cadena del retrete tres veces cada vez que lo utilizaba, todo se solucionaría. Después se le metió en la cabeza la idea de que cuando bajaba la escalera tenía que hacer una pirueta al llegar abajo. Era un imperativo, y si se olvidaba tenía que volver arriba y repetir todo el ritual.

Las supersticiones empezaron a cobrar gran importancia para Ashling. Si veía una urraca (tristeza) tenía que buscar rápidamente otra (alegría). Un día derramó la sal y para evitar más lágrimas arrojó un puñadito por encima de su hombro izquierdo. Que fue a parar sobre el pastel de crema. Su madre se quedó mirando con gesto inexpresivo cómo los granos de sal se disolvían en la capa de crema; luego apoyó la cabeza en la mesa de la cocina y rompió a llorar. Lo de la sal no había funcionado.

Los gritos de Ted la devolvieron a la realidad.

– ¡Contéstame, Ashling! ¿Qué dicen las cartas del tarot sobre esta noche?

Ashling se recuperó rápidamente; se alegraba muchísimo de estar en el presente y no en el pasado.

– No está mal. Me ha salido el cuatro de copas. -No hacía falta mencionar que antes le había salido el diez de espadas, más amenazadora, pero que la había descartado-. Y mi horóscopo es favorable en dos de los periódicos del domingo -añadió. Y no tan favorable en otros dos, pero ¿qué importancia tenía eso?-. Y la carta del Oráculo de los Ángeles que he sacado era el Milagro del Amor. -Bueno, la había sacado después de sacar la Madurez, la Salud, la Creatividad y la Sabiduría.

– ¿Eso es lo que te vas a poner? -preguntó Ted señalando los pantalones pirata negros y la blusa atada a la cintura.

– ¿Por qué? -preguntó Ashling, a la defensiva.

Se había vestido con mucho cuidado y estaba especialmente satisfecha con la blusa porque, gracias a algún efecto óptico, parecía que tuviera cintura.

– ¿No tienes una falda corta?

– Yo nunca llevo faldas cortas -masculló ella preguntándose, inquieta, si se habría pasado con el colorete-. Odio mis piernas. ¿Llevo demasiado colorete?

– ¿Qué es el colorete? ¿Eso rojo que te has puesto en las mejillas? No; puedes ponerte un poco más.

Ashling se apresuró a quitarse un poco. Los motivos de Ted eran sospechosos.

– ¿Dónde habéis quedado? ¿En Kehoe's? Te acompaño.

– Ni hablar -dijo ella con firmeza.

– Pero si solo…

– ¡He dicho que no!

Ashling no quería tenerlo merodeando por allí, haciéndole la pelota a Marcus y preguntándole si podían ser amigos.

– Bueno, pues buena suerte -dijo Ted lastimeramente, mientras ella guardaba la piedra de la suerte en su nuevo bolso con bordados, se calzaba unas sandalias con tacón de cuña y se preparaba para salir-. Espero que este romance sea un lecho de rosas.

– Yo también -dijo Ashling, y dedicó unas rápidas palabras a Dios o a quienquiera que fuera el ministro celestial de romances-, si es que así está escrito que sea.

– Chorradas -dijo Ted, burlón.

Ashling le dio un repasillo al Buda y se marchó.


Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él, Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él… Cuando caminaba por Grafton Street con aquellas infernales sandalias intentando afirmarse mediante las técnicas de Louise L. Hay, un silbido de admiración interrumpió su mantra. ¿Ya? ¿Marcus Valentina? ¡Madre mía, esa Louise L. Hay era infalible!

Pero no era Marcus Valentina. En la otra acera estaba Boo, sin su manta naranja, con otros dos hombres cuyas caras sin afeitar y extraño atuendo (llevaban de esa ropa que no podrías comprarte ni que lo intentaras) los identificaban también como mendigos. Estaban comiendo bocadillos.

Ashling creyó que lo correcto era cruzar la calle.

– Hola, Ashling -dijo Boo exhibiendo su sonrisa desdentada-. Veo que no te has ido fuera a pasar el puente.

Ella negó con la cabeza.

– Yo tampoco -dijo Boo con dignidad.

De repente se dio cuenta de lo maleducado que había sido, se dio una palmada en la frente y extendió un brazo hacia sus dos acompañantes. Uno era joven, desgreñado y esquelético; la cinturilla de los pantalones de chándal se aguantaban precariamente en sus delgadísimas caderas. El otro era mayor y llevaba una melena y una barba descomunales, como si le hubieran enganchado un montón de gatos monteses con celo alrededor de la cara. Llevaba unas zapatillas de lona que en su día habían sido blancas y un esmoquin que evidentemente estaba hecho para un hombre mucho más bajo que él.

Comparado con ellos, Boo parecía casi normal.

– Ostras, perdona. Ashling, este es John John -dijo señalando al más joven-. Y este es Hairy Dave. Chicos, os presento a Ashling, mi amable vecina.

Ashling, que se sentía un tanto violenta, les estrechó las manos a ambos. ¿Y si Clodagh la viera ahora? ¡Le daría un ataque! El peludo era el que parecía más guarro, y cuando asió con su mano con costras la de Ashling, ella tuvo que contener un estremecimiento.

Un transeúnte estuvo a punto de chocar contra una farola al girar la cabeza para contemplar a aquel insólito cuarteto: Ashling tan arreglada y perfumada, y los otros todo lo contrario.

– Estás preciosa -observó Boo con sincera admiración-. Deduzco que tienes una cita con un hombre.

– Sí -afirmó ella. Y entonces, sintiendo un repentino cariño hacia Boo, admitió-: A que no adivinas con quién.

– ¿Con quién? -preguntaron los tres al unísono, acercándose más a ella.

Ashling tuvo que contener la respiración.

– Con Marcus Valentina.

Boo rompió a reír.

– ¿El humorista? -preguntó Hairy Dave con un lento y denso gruñido.

Ashling asintió.

– ¿El que hace esos chistes de búhos? -preguntó John John, muy emocionado.

¡Madre mía! ¿Tanto se había extendido la fama de Ted que hasta los marginados lo conocían? ¡Cómo se iba a poner cuando se lo contara!

– No, el de los búhos es Ted Mullins -le explicó Boo a John John-. Marcus Valentina es el de la mantequilla y los copos de nieve.

– No lo conozco -admitió John John, decepcionado.

– Es muy bueno. ¡Cuánto me alegro, Ashling! Espero que te lo pases muy bien.

– Gracias. Os dejo para que sigáis cenando tranquilos. -Ashling señaló los bocadillos que los tres mendigos habían dejado de comer al verla aparecer.

– Son de Marks & Spencer -dijo Boo-. Nos dan los que no venden. Ya sé que la ropa es horrible, pero los bocadillos son deliciosos.

De pronto los tres se pusieron en tensión, como si hubieran detectado algún peligro. Ashling miró alrededor. Por lo visto el problema eran dos policías que habían aparecido al final de la calle.

– Creo que están aburridos -dijo John John con preocupación.

– ¡Vámonos! -dijo Boo, y los tres se escabulleron-. Adiós, Ashling.


Cuando llegó al pub, Marcus ya estaba allí, con unos pantalones militares y una camiseta, tomándose una Guinness. Al verlo, Ashling se sobresaltó. Marcus se había presentado. Aquello era real.

Sus sentimientos hacia Marcus eran ambiguos. ¿Cómo lo veía? ¿Como el gilipollas pecoso y entusiasta al que no había querido llamar? ¿O como el cómico seguro de sí mismo cuya llamada había esperado con ansiedad? El aspecto físico de Marcus no la ayudó a aclarar la confusión, pues no era ni exageradamente atractivo ni completamente asqueroso. Había que reconocerlo: era del montón. Tenía el pelo castaño rojizo, sus ojos eran de un color indefinido, y por supuesto estaba aquel pequeño detalle de las pecas. Pero a ella le gustaban los chicos del montón. A ella le correspondía un chico del montón. No tenía sentido que apuntara demasiado alto.

Y aunque era del montón, su estatura significaba que al menos era una versión de lujo. Tenía un cuerpo precioso.

Al verla, Marcus se levantó y le hizo señas. Había un hueco junto a él en el banco, y Ashling se sentó.

– Hola -dijo él solemnemente una vez ella se hubo puesto cómoda.

– Hola -replicó Ashling con la misma solemnidad.

Entonces ambos rieron con timidez. Vaya, ahora le pasaba a él.

– ¿Te pido algo? -preguntó Marcus.

– Sí, un vodka con tónica, por favor.

Cuando Marcus volvió con la copa, ella le dedicó una sonrisa relajada. Marcus era tan cordial que a ella le costaba tomárselo en serio, lo cual le produjo un desalentador sentimiento de desánimo. Marcus no le gustaba. Tanta ansiedad esperando su llamada, para nada. Investigó un poco más, pasando de las pecas de Marcus a sus sentimientos hacia él y viceversa. No, no le gustaba. Estaba segura. Habría podido pasar sin depilarse las piernas. Ted habría podido ahorrarse el humillante viaje a la farmacia. Bueno, no importaba. Podían ser solo amigos. Al fin y al cabo, Marcus quizá pudiera ayudar a Ted en su carrera de cómico.

Ashling le sonrió con descaro y preguntó:

– Cuéntame, ¿qué has hecho últimamente?

De pronto recordó que aquel era el hombre que, según Lisa, estaba a punto de convertirse en una estrella, y de inmediato su desenfadada irreverencia se evaporó. Unos segundos antes le habría hablado sin reparos de sus secretos más íntimos, pero curiosamente su cerebro se había quedado sin temas de conversación.

– Nada del otro mundo -contestó él.

Ahora le tocaba a ella. ¿Qué podía decir? Lo último que tenía que mencionar era su carrera de cómico. Habría sido ingenuo por su parte, y como Marcus tenía tanto éxito, debía de estar harto de que lo elogiaran.

De modo que se llevó una gran sorpresa cuando Marcus rompió el silencio preguntándole:

– ¿Te gustó el espectáculo del pasado sábado?

– Sí -contestó Ashling-. Eran todos muy graciosos.

Notó cierta expectación en él, así que añadió, vacilante:

– Tu número gustó mucho.

– Bah, no fue de los mejores -replicó él, con una sombra de aquella vulnerabilidad de tontorrón que utilizaba en el escenario. Era evidente que sentía un gran alivio.

Volvía a tocarle a Ashling.

– ¿A qué te dedicas? Me refiero a si haces algo… aparte de ser gracioso.

– Hago software para Cablelink. Están adaptando la red a la fibra óptica.

– Ya.

– Es muy interesante. -Sonrió, atribulado-. No me extraña que tenga que hacer números cómicos. ¿Y tú? ¿En qué trabajas?

Horror.

– Trabajo en una revista femenina.

– ¿Cómo se llama?

– Colleen.

– ¿ Colleen? -Su expresión cambió de repente-. Ostras, quieren que les escriba una columna. El otro día hablé con una tal Lisa…

– Edwards. Lisa Edwards. Es mi jefa -precisó Ashling; se sentía culpable, aunque no tenía motivos.

La desconfianza alteró el rostro de Marcus, que adoptó una expresión dura y fría.

– ¿Por eso has quedado conmigo? ¿Para convencerme de que escriba la columna?

– ¡No! Nada de eso. -No quería parecer prepotente-. Yo no tengo nada que ver con eso, y no me importa que no quieras hacerla.

Lo cual no era del todo cierto. Si Marcus accedía a escribir la columna, Ashling podría considerarlo un triunfo personal, pero no quería forzar las cosas. De todos modos, la conmovió la inseguridad de él, y de pronto sintió un arrebato de instinto protector.

– En serio -dijo con voz tierna-. Si estoy aquí es únicamente porque quiero. Esto no tiene nada que ver con mi trabajo.

– De acuerdo -dijo Marcus asintiendo con la cabeza. Luego rió y agregó-: Te creo. Tienes cara de persona sincera.

Ashling arrugó la nariz.

– Vaya, no sé si me gusta tenerla. -Señaló el vaso vacío de Marcus y dijo-: ¿Otra?

– No, gracias. Oye, Ashling -dijo entonces con tono de disculpa-, ¿te importa que pasemos por una función? Solo será media hora. Me gustaría ver el número de un colega.

– ¿Por qué no? -Era evidente que aquella no iba a ser una velada de restaurante caro con luz de velas. Aunque la verdad era que Ashling prefería que no lo fuera.

La función se celebraba en otro pub que solo estaba un par de calles más allá. A Marcus lo saludaron en la puerta como si fuera una eminencia, y ambos entraron sin tener que pagar, lo cual le hizo mucha gracia a Ashling. En la abarrotada sala, continuamente se le acercaba gente (la mayoría también cómicos), y Marcus la presentó a todos ellos. Esto no está nada mal, pensó ella.

El espectáculo era parecido a otros en los que Ashling había estado. Montones de gente apiñada en una pequeña y oscura sala, con un pequeño escenario en una esquina. El cómico que a Marcus le interesaba imitaba a un maníaco depresivo y se hacía llamar el Hombre de Litio.

Cuando terminó su número de diez minutos, Marcus le tocó el brazo a Ashling y dijo:

– Ya podemos marcharnos.

– No me importa quedarme un rato más…

Él sacudió la cabeza:

– No. Prefiero hablar contigo.

Sonrió en la penumbra, y de pronto Ashling se dio cuenta de que, pese a ser del montón, Marcus era tirando a guapetón. Entraron en otro pub, y cuando se hubieron sentado, Marcus le preguntó:

– ¿Qué te ha parecido el Hombre de Litio?

Ella reflexionó y dijo:

– La verdad, no me ha gustado mucho.

– Ah, ¿no? ¿Cómo es eso? -A él parecía interesarle mucho su opinión, y Ashling se sintió halagada.

– No me parece que sea muy ingenioso reírse de los enfermos mentales -explicó-. A menos que seas francamente gracioso, y él no lo es.

– Y ¿a quién consideras francamente gracioso? -preguntó él mirándola de hito en hito.

– Pues a ti, evidentemente. -Ashling soltó una risita un tanto estridente, pero a él no pareció importarle-. ¿Y a ti quién te gusta?

– Pues me gusto yo, obviamente. -Ambos rieron con complicidad-. Y Samuel Beckett.

Ashling soltó una larga carcajada, hasta que se dio cuenta de que Marcus lo había dicho en serio. Mierda.

– Creo que es el mejor escritor cómico del siglo -añadió Marcus.

– Una vez vi Esperando a Godot -dijo Ashling, no muy convencida. Lo que no comentó fue que había ido con el colegio, y que no había entendido ni papa.

Pero aparte del tropiezo con Beckett, la velada transcurrió sin incidentes. Bebieron abundantemente, y Marcus se mostró muy cariñoso y atento con ella. Por efecto de sus pecas, Ashling se sentía relajada a su lado, y le contó muchas cosas. Le habló de sus clases de salsa (tenía que admitir que estaba encantada de haberse apuntado a aquellas clases, porque tenía que parecer una persona con «aficiones»), de cómo le gustaban los bolsos y que le encantaba su trabajo en Colleen, con algunas excepciones.

– Pero que conste que no es una indirecta -se apresuró a aclarar.

– Ya lo sé. Pero dime la verdad, ¿te presionan para que les lleves la cabeza de Marcus Valentina?

– N… no -balbuceó ella.

– ¿Y seguro que no te marean con ese tema? -insistió.

– No, qué va -dijo con vehemencia-. De hecho ni siquiera lo han mencionado.

– Ah. -Tras un breve silencio, añadió-: Ya. Entiendo.

La miró con los párpados caídos y esbozó una sonrisa, y Ashling notó un repentino calorcillo en el plexo solar y se dio cuenta de que lo encontraba atractivo. Debía de ser de esas personas que con el tiempo te llegan a gustar. Y no se parecía en nada al personaje que interpretaba en el escenario. Mucho mejor: los tontorrones no eran exactamente su tipo en la cama.

Entonces Marcus cambió de postura, ladeó la cabeza hacia la suya y dijo con voz suave y elocuente:

– ¿Te apetece una bolsa de patatas fritas?

– No, gracias.

– Veamos: ya nos hemos tomado una copa, no quieres patatas fritas, así que lo único que queda en el programa es…

¡El polvo desenfrenado!

Pese a que había perdido la cuenta de las copas que se había tomado, aquella perspectiva le produjo a Ashling una repentina e inexplicable parálisis. No era exactamente miedo, pero también había parte de eso. Marcus le caía muy bien, lo encontraba atractivo, pero aun así…

– Hombre, verás… Es que no quisiera llegar muy tarde a casa esta noche. Mañana tengo que madrugar para ir al trabajo y…

– Ya. Claro -dijo él sin alterarse, pero sin mirarla directamente a los ojos-. En ese caso, será mejor que nos movamos.

Cuando la dejó en la puerta de su casa le dio un beso que no convenció del todo a Ashling.

Загрузка...