«Eres una chica estupenda, Ashling. Eres una chica estupenda, Ashling.» La frase con que Dylan se había despedido en el Shelbourne resonaba en los oídos de Ashling, que iba andando a su casa. Y siguió resonando hasta que se paró en el café Moka para comer algo.
Cuando llegó a casa encontró a Boo sentado en la acera.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Ashling-. Hace un par de días que no te veo.
Boo miró al cielo y exclamó en tono de guasa:
– ¡Mujeres! ¡Siempre controlándote! -Iba sin afeitar, y le brillaban los ojos-. Necesitaba un cambio de aires. -Agitó una mano con aire indolente-. Me sentí atraído por la puerta de una bonita tienda de Henry Street, así que me instalé allí un par de noches.
– Entiendo. Te gusta cambiar de cama -repuso ella-. Sois todos iguales.
– No significó nada -dijo Boo con seriedad-. La atracción era puramente física.
– Anoche te bajé unos libros. -Una vez más, Ashling lamentó que la hubieran pillado desprevenida.
Hasta que recordó que llevaba en el bolso un ejemplar para la prensa de un libro de Patricia Cornwell. Nadie se había interesado por él en la oficina, así que Ashling lo había cogido para regalárselo a Joy.
– ¿Crees que te gustará esto?
Sacó con torpeza el libro de su bolso. A Boo se le iluminó tanto la cara que a ella casi le entró mareo. Ella tenía de todo, y él, en cambio, no tenía más que una manta de color naranja.
– Me encantará -contestó Boo-. Lo cuidaré. Puedes estar segura de que te lo devolveré intacto.
– Puedes quedártelo.
– ¿Por qué?
– Me lo han regalado. En el trabajo.
– Qué trabajo tan estupendo -la felicitó él-. Gracias, Ashling. Eres muy amable.
– De nada -replicó ella con fría formalidad. Estaba disgustada por la injusticia del mundo, enfadada consigo misma por tener tanto poder, y se sentía culpable por lo poco que hacía al respecto.
Cuando metía la llave en la cerradura, Boo le gritó:
– ¿Qué te pareció Marcus Valentina?
– No lo sé. -Estuvo a punto de soltarle un largo discurso y explicarle que el día que lo conoció no le había gustado, que luego lo había visto actuar y no pudo evitar cambiar de opinión, que estaba deseando que la llamara y que confiaba en que hubiera un mensaje en el contestador, que…-Gracioso -resumió componiendo una débil sonrisa-. Muy gracioso.
«Muy gracioso, desde luego. Decir que me llamaría, y luego pasar de todo.» Subió a toda prisa la escalera, ansiosa por comprobar si Marcus había llamado durante su ausencia.
Cuando vio la luz roja parpadeante le entró vértigo. Apretó el play y, mientras la cinta se rebobinaba hasta el principio, dio una rápida vuelta por el piso para frotar el Buda de la suerte, tocar la piedra milagrosa, acariciar el cristal mágico y ponerse la gorra roja. «Por favor, Fuerza Benigna del Universo que llamamos Dios -rezó-, que haya llamado.»
Evidentemente algo no funcionaba bien en el continuo espaciotemporal, porque sus plegarias tuvieron respuesta. Pero no la respuesta adecuada, sino una desfasada: el mensaje era de Phelim. Ashling había rezado muchas veces para que Phelim la llamara, y ahora que lo había hecho, era demasiado tarde.
«¿Qué tal, Ashling? -crujió su voz desde Sydney-. ¿Cómo va todo? -Sonaba muy alegre y muy australiano; luego volvió a hablar con su acento de Dublín-. Oye, se me olvidó regalarle algo a mi madre por su cumpleaños, y ella no me lo perdonaría jamás. ¿Podrías comprarle algún adorno o algo? Tú conoces sus gustos mejor que yo. Ya te compensaré. Gracias, eres un tesoro.»
– Gilipollas -murmuró Ashling quitándose la gorra prodigiosa.
Si ella no se hubiera encargado de prepararle los billetes, los visados, el pasaporte y los dólares australianos, Phelim todavía estaría intentando averiguar qué tenía que hacer para salir del país. Lo único que había faltado era que ella lo metiera en el avión con un cartelito colgado del cuello. Entonces se fijó en su reacción: ni rastro de náuseas, añoranza o emoción. Normalmente se afligía mucho cuando tenía noticias de Phelim, pero por lo visto había empezado a creerse aquello que siempre proclamaba: verdaderamente ya no estaba colgada de él.
Descolgó el auricular y llamó a Ted.
– Me gustaría charlar un rato con mi amigo el funcionario -dijo sin más.
– Bajo ahora mismo.
– Tráete a Joy.
Poco después Ashling les abrió la puerta a Ted y Joy, diciendo:
– Tengo problemas de amores.
– Yo también -dijo Joy, casi jactanciosa.
– ¿Con quién? ¿Con el Hombre Tejón?
– Con el hombre mamón -la corrigió Joy-. Me está tomando el pelo. A ver, Ashling, ¿con quién tienes problemas? ¿Con tu jefe, ese Mistar Universo? Me parece que yo ya lo pronostiqué, ¿no?
– ¿Con quién? ¿Con Jack Devine?
Ashling se acordó del cartón de cigarrillos y se sintió un tanto incómoda, así que recuperó rápidamente el episodio del «compórtate de acuerdo con la edad que tienes, no como una anciana que ha sobrepasado el límite de velocidad», e inmediatamente supo a qué atenerse.
– ¿Ese capullo?
Joy miró a Ted con una sonrisa de suficiencia, como diciendo «Ya te lo decía yo».
– Las pasiones se desatan -comentó indulgentemente.
– No me refería a Jack Devine -insistió Ashling-. Me refería al humorista, Marcus Valentina.
– Haz el favor de explicarte -dijo Joy con irritación.
Así que Ashling les contó toda la historia: que había conocido a Marcus en la fiesta de los muelles, que él le había entregado una nota que rezaba LLAMEZ-MOL…
– ¡Pero si eso lo dijo en su número! -exclamó Ted, emocionado-. Así que la chica de la que hablaba eras tú. ¡Es extraordinario!
Ashling levantó una mano pidiendo silencio.
– Hace dos fines de semana volví a encontrármelo en la fiesta de Rathmines, pero seguía sin gustarme. Sin embargo, lo vi el sábado pasado y me parece que empezó a caerme bien. Y él me dijo que me llamaría, pero no lo ha hecho.
– ¡Pues claro que no te ha llamado! -terció Joy-. Hoy es lunes. Con aquellas palabras, Ashling recuperó la sensatez.
– ¡Tienes razón! Me estoy haciendo un lío de muerte, como siempre, y ni siquiera estoy segura de que me guste. Y pensar que ayer me pasé todo el día en vilo. ¿Cuándo aprenderé?
– Si te llama, será el martes o el miércoles -añadió Joy segura.
– ¿Cómo lo sabes?
– Es una de las normas del reglamento. Toma nota, Ted. Si un tío conoce a una chica el sábado por la noche, no puede llamarla antes del martes, porque parecería demasiado interesado. Si no la llama el martes o el miércoles, ya no la llama.
– ¿Y el jueves? -preguntó Ashling con alarma.
– Está demasiado cerca del fin de semana. Joy sacudió la cabeza, tajante-. Se imagina que tú ya has hecho tus planes y no quiere arriesgarse a que lo rechaces.
– Pues mira, el sábado por la noche ya lo tengo ocupado. -Ashling se había distraído momentáneamente-. Voy a hacer de niñera para Dylan y Clodagh.
Ted contuvo un grito de asombro y dijo:
– ¿Puedo ir contigo?
– No me digas que le gusta la princesa -intervino Joy con desprecio.
– Es guapísima -dijo Ted.
– Es una malcriada y…
– ¿Puedo ir contigo? -Ted no le hizo caso a Joy, y siguió suplicándole a Ashling.
– Ted, si voy a hacer de niñera para Clodagh, es porque ella no va a estar en casa.
Le molestó que Ted, prácticamente, le pidiera que lo ayudara a flirtear con su amiga, que estaba casada.
– No importa… Oye, ¿por qué no le preguntas si puedo ir contigo? Tú no podrás apañártelas sola con dos críos.
Ashling tuvo que reconocer, aunque le fastidiara, que así era: ella sola no iba a poder con Molly y Craig.
– Está bien, se lo preguntaré. -Aunque si, como había dicho Dylan, Clodagh estaba paranoica con el cuidado de sus hijos, no iba a permitir que Ted entrara en su casa.
– Yo calculo que Marcus Valentina te llamará mañana por la noche o el miércoles -dijo Joy, harta de oír hablar de Clodagh.
– Mañana por la noche no voy a estar en casa.
– ¿Adónde vas?
– Tengo clase de salsa.
– ¿Qué?
– Me gustó mucho -se defendió Ashling-. El cursillo solo dura diez semanas. Y estoy en muy baja forma; me conviene hacer un poco de ejercicio.
– Te vas a quedar como un palillo -gimoteó Joy.
– Qué va -dijo Ashling-. Hace años que me apunté al gimnasio y no he reducido un centímetro.
– Quizá notarías alguna diferencia si fueras de vez en cuando -replicó Joy con dureza-. No basta con pagar la cuota mensual, ¿sabes?
– Antes iba -dijo Ashling, malhumorada.
Y era verdad: hacía cientos de variaciones de abdominales y ejercicios para perder cintura. Zancadas, oblicuos y giros de cintura. Se tocaba repetidamente la rodilla con el codo opuesto hasta que se ponía roja como un tomate y se le reventaban las venillas de los ojos. Pero desistió cuando comprendió que aunque se matara a abdominales su cintura iba a conservar exactamente el mismo diámetro. Decidió que el resto de su cuerpo no estaba mal del todo, así que no valía la pena tanto esfuerzo físico.
La salsa era diferente. No iba a hacerlo por su cintura, sino para pasárselo bien.
– Ahora tienes un hobby -la acusó Joy, consternada-. Te vas a convertir en uno de esos bichos raros que tienen hobbies.
– No es ningún hobby -replicó Ashling-. Sencillamente es algo que quiero hacer.
– Y ¿qué crees que es un hobby?
– Hablando de salsa -las interrumpió Ted-, he leído tu artículo y lo he encontrado fenomenal. He hecho un par de correcciones, aunque creo que ya está bien como está.
– ¿En serio? -dijo Ashling, que no daba crédito a sus oídos. Había trabajado en aquel artículo tres noches enteras, la semana anterior, y al final quedó bastante satisfecha con él. Creía que le había salido considerablemente divertido, pero no sabía si eran imaginaciones suyas.
– Me lo he pasado muy bien. Ha sido muy agradable trabajar en algo así, en lugar de redactar un informe sobre la erradicación de la brucelosis en la cabaña lechera. ¿Qué tiene eso de sexy? -dijo Ted con un deje de amargura-. No me extraña que Clodagh no se interese por mí. Cuanto antes me trasladen al Ministerio de Defensa, mejor.
Se quedó callado, soñando con ametralladoras, tanques, caras manchadas de barro, complicadas navajas y otra parafernalia varonil.
– Y mira lo que te he hecho yo -dijo Joy exhibiendo una hoja en la que había varias suelas de zapatos dibujadas, ilustrando la secuencia de los pasos de salsa. Joy había hecho un dibujo muy gracioso, con flechas y líneas de puntos para describir los movimientos.
– ¡Qué gran idea! -exclamó Ashling-. Sois los dos fenomenales.
El temido artículo estaba tomando una forma bastante decente. Aparte de las fotografías en que aparecían ella y Joy, Ashling le había pedido a Gerry, el director de arte, que buscara una imagen de dos bailarines. Gerry había encontrado una estupenda: la mujer estaba doblada por la cintura e inclinada hacia atrás, con la larga melena negra rozando el suelo, y el hombre inclinado sobre ella con gesto muy sugerente. Era muy sexy. Ashling experimentó un breve respiro de la agobiante sospecha de que en realidad no servía para aquel trabajo.
Entonces sonó el teléfono, y como el contestador estaba conectado, los tres escucharon atentamente para ver quién era. ¿Y si era Marcus Valentina?
– No puede ser. Ya te lo he dicho -dijo Joy, suspirando con hastío-. Es lunes.
Era Clodagh.
– Oigo los latidos de tu corazón -le dijo Joy a Ted con sarcasmo.
Pese a ser muy breve, el mensaje de Clodagh, en el contexto de la preocupación de Dylan, puso muy nerviosa a Ashling.
«-¿Puedes llamarme, Ashling? -dijo Clodagh, y su voz se oyó en toda la habitación-. Quiero hablar contigo de… una cosa.»