De pronto Lisa se dio cuenta de que nadie había mencionado los desfiles. ¡Los desfiles! Siempre que pensaba en ellos veía aquella palabra iluminada en un letrero de neón. Los desfiles eran el plato fuerte de cualquier director de revista. Dos veces al año viajabas en avión hacia el hervidero de Milán o París. Te hospedabas en el George V o en el Príncipe di Savoia, te trataban como a un miembro de la realeza, conseguías asientos de primera fila en los desfiles de Versace, Dior, Dolce & Gabbana, Chanel; recibías flores u obsequios por el simple hecho de aparecer por allí. El circo de cuatro días estaba lleno de diseñadores egocéntricos, modelos neuróticos, estrellas del rock, ídolos del cine, siniestros millonarios con joyas de oro macizo y, por supuesto, directores de revistas que se miraban unos a otros con un odio salvaje, comprobando cuál era su lugar en la jerarquía. Iban de fiesta en fiesta, a galerías de arte, a discotecas, a almacenes, a abbatoirs (los diseñadores más vanguardistas no tenían límite). Tenías la sensación de estar en el centro del universo.
Evidentemente, lo que no decías es que opinabas que aquellas prendas eran unos pingos imponibles diseñados por unos misóginos gilipollas, que los regalos que te habían hecho después del desfile no eran espléndidos como los del año anterior, que la mejor habitación del hotel siempre se la quedaba Lily HeadleySmythe, y que era un coñazo tener que desplazarte a las afueras para ver el desfile de alguna joven promesa a la que se le había ocurrido presentar su innovadora colección en una fábrica de enlatado de alubias abandonada; pero, aun así, era impensable no ir. Y cuando Lisa reparó en que en Colleen nadie había mencionado los desfiles, sintió que la sorprendía una avalancha de mocasines de Kurt Gieger. Debía de haber hecho una asociación de ideas al ver a Oliver.
Seguro que no pasa nada, pensó para tranquilizarse. Tenía que haber un presupuesto previsto para que Mercedes y ella fueran a los desfiles. Pero ¿y si no lo había? Con el presupuesto de freelance que le habían dado a ella no iba a poder pagar los gastos. De hecho, no habría podido pagar ni un cruasán en el George V.
Atenazada por el pánico, llamó a la puerta del despacho de Jack y entró sin darle tiempo a contestar.
– Los desfiles -dijo casi sin aliento.
Él levantó la vista del montón de documentos legales que estaba examinando y, sorprendido, preguntó:
– ¿Qué desfiles?
– Los desfiles de moda. Milán, París. Septiembre. Tengo que ir, ¿no? -El corazón le latía violentamente, como si quisiera salirse del pecho.
– Siéntate -le dijo Jack amablemente, y al instante Lisa supo que se avecinaban malas noticias.
– Cuando era directora de Femme no me perdía ninguno. Es importante que vaya para dar relieve a la revista. Publicidad y todo eso -dijo atropelladamente-. Si no nos dejamos ver, nunca nos tomarán en serio…
Jack se quedó mirándola, esperando a que acabara de hablar. La compasión de su mirada indicaba a Lisa que estaba perdiendo el tiempo, pero nunca había que rendirse.
Inspiró hondo para tranquilizarse y preguntó:
– ¿Voy a ir?
– Lo siento -dijo él, con sincero pesar-. No tenemos presupuesto. Es decir, este año no lo tenemos. Quizá cuando la revista esté más consolidada, cuando haya aumentado la publicidad.
– Pero ¿no…?
Jack sacudió la cabeza con tristeza.
– No tenemos dinero, Lisa.
Fue la compasión de su mirada y de sus palabras lo que acabó convenciéndola de que Jack hablaba en serio. La realidad cayó sobre ella como una losa. Todo el mundo estaría allí. Todo el mundo. Y se fijarían en que ella no había ido; sería el hazmerreír de todos. Entonces la asaltó otra idea aún más espantosa: ¿Y si no se daban cuenta?
Jack trataba por todos los medios de apaciguar los ánimos, prometiendo comprar fotografías de diversas fuentes, diciendo que de todos modos Colleen podía preparar un reportaje fantástico, que las lectoras nunca sabrían que su directora no había ido a los desfiles…
Lisa rompió a llorar. No eran lágrimas de rabia, no era un berrinche, sino una pena pura y sincera que ella se sentía incapaz de controlar. Con cada sollozo salía de lo más hondo de su corazón una tristeza infinita.
«No son más que unos cuantos estúpidos desfiles de moda», se dijo.
Pero no podía parar de llorar, y entonces recordó una escena que no tenía nada que ver con aquello. Lisa tenía unos quince años e iba fumando y deambulando por el centro de Hemel con dos amigas suyas, quejándose de lo asqueroso que era todo.
– Esto está lleno de tarados -comentó Carol con aburrimiento y asco echando un vistazo a la calle principal.
– Y de gilipollas con ropa asquerosa y vidas asquerosas-aportó Lisa con desprecio.
– Mira, esa es tu madre, ¿no? -observó Andrea con malicia en los ojos pintados con rímel azul, señalando con la cabeza a una mujer que cruzaba la calle.
Lisa dio un respingo al ver a su madre, que vestía con poca gracia y llevaba su ridículo «abrigo bueno».
– ¿Esa? -dijo Lisa exhalando una larga bocanada de humo-. Qué va. Esa no es mi madre.
Regresó al despacho de Jack. Con voz apagada, repetía una y otra vez, tapándose la cara con las manos:
– He trabajado tanto. ¡Tanto!
Lisa no le prestaba atención a Jack, que rebuscaba en sus bolsillos. Oyó un crujido de cartón, el chasquido de un encendedor, y luego le llegó el olorcillo a tabaco.
– ¿Me das uno? -Levantó brevemente la cara manchada de lágrimas.
– Es para ti.
Jack le pasó el cigarrillo encendido; ella lo aceptó dócilmente y le dio una honda calada, como si el cigarrillo pudiera salvarle la vida.
Jack siguió rebuscando en sus bolsillos. Lisa, pasiva e indiferente, le vio sacar un boleto de lotería y un recibo. Finalmente, en el cajón de su mesa, Jack encontró lo que andaba buscando: un fajo de servilletas de papel con el logotipo de SuperMac. Se lo puso en la mano.
– Me gustaría ser de esos hombres que siempre llevan encima un gran pañuelo blanco para este tipo de eventualidades -dijo con dulzura.
– Gracias.
Se pasó una servilleta por las mejillas. Con cada calada sus sollozos iban perdiendo intensidad, hasta que el llanto quedó reducido a unos pocos y esporádicos suspiros.
– Lo siento -dijo entonces.
Todo se había enlentecido: los latidos de su corazón, sus reacciones, sus pensamientos. Podría haber seguido sentada en aquel despacho eternamente, demasiado aturdida para sentir vergüenza, demasiado adormilada para preguntar qué le estaba pasando.
– ¿Quieres otro? -preguntó Jack al tiempo que sacaba otro cigarrillo del paquete.
Lisa asintió.
– Sabes perfectamente que si te eligieron para este trabajo fue porque eres la mejor -dijo él pasándole otro cigarrillo encendido y encendiendo otro para él-. Nadie más habría podido poner en marcha una revista partiendo de cero.
– Y mira cómo me lo pagan -dijo ella, y se le escapó otro pequeño sollozo.
– Eres increíble -prosiguió Jack, incansable-. Tienes garra, imaginación, sabes motivar al personal. No se te escapa nada. Quiero que comprendas lo mucho que te valoramos. Irás a los desfiles. Quizá no este año, pero irás, muy pronto.
– No es solo el trabajo, ni los desfiles. -Las palabras se le escaparon.
– Ah, ¿no? -dijo Jack con interés.
– He visto a mi marido…
– ¿Tu marido? -Las diversas emociones que se dibujaron en la cara de Jack interesaron a Lisa. Lo notó inquieto, y sabía que eso era buena señal. Él se decidió por un imparcial-: No sabía que estuvieras casada.
– No lo estoy. Bueno, sí, lo estoy, pero nos hemos separado. -Y, con gran dolor, añadió-: Nos vamos a divorciar.
Jack no supo qué decir.
– ¡Ostras! Yo nunca he pasado por eso, así que no puedo aconsejarte… Hombre, yo he fracasado con varias mujeres, y es muy duro, pero supongo que no es lo mismo. En fin, no sé, ha de ser… -Buscó la palabra adecuada y no encontró nada lo bastante dramático-. Muy duro. Ha de ser muy duro.
Ella asintió.
– Sí. Mira, no sé por qué te cuento esto. -Haciendo un repentino despligue de autocontrol y eficiencia, se sonó la nariz, rebuscó en su bolso y extrajo un espejito-. Estoy hecha un monstruo.
– No hay para tanto…
Tras retocarse rápidamente el maquillaje con ayuda del espejito, declaró:
– Será mejor que vuelva a mi mesa. Tengo que seguir gritándole a Ashling, peleándome con Gerry…
– Si no quieres, no…
Abandonando momentáneamente su papel de arpía de la revista, Lisa admitió:
– Has sido muy amable conmigo. Te lo agradezco.