Tras varios días de histerismo colectivo y varias noches de insomnio, llegó el 31 de agosto, el día de la presentación de Colleen. Y llegó demasiado pronto.
A Ashling la despertó aquel dolor tan conocido, un pinchazo intermitente en el oído. Debió imaginárselo. Su oído, que parecía de la sección de ofertas, no le fallaba nunca en los momentos más inoportunos: el primer examen de la prueba de selectividad, el primer día en un nuevo empleo… Si hoy no hubiera aparecido («El día más importante de tu vida profesional», según Lisa), Ashling casi se habría mosqueado.
Aunque el mosqueo habría sido más llevadero que aquel dolor. Ashling se tomó cuatro tabletas de paracetamol y se metió una bolita de algodón en el oído. Aquello lo complicaba todo: ahora no podía lavarse ella sola el cabello por si le entraba agua en el oído, tendría que ir al médico antes de ir a trabajar, y tendría que ir a la peluquería a la hora de comer, cuando ella tenía pensado dedicar ese tiempo a otras cosas.
Tuvo que suplicarle a la secretaria del doctor McDevitt que le diera hora temprano, y después tuvo que implorarle al médico que le recetara un analgésico eficaz.
– Los antibióticos tardan un par de días en hacer efecto -alegó-. Y el dolor no me deja pensar.
– Es que no tendrías que pensar en nada -la reprendió él-. Deberías estar en casa, en la cama.
¡En la cama! En cuanto recogió los medicamentos, se fue a toda velocidad a un preestreno, donde las personas con que habló no se fijaron más que en su grasiento cabello. La película duró tres interminables horas, durante las cuales Ashling no paró de removerse en el asiento, pensando en la cantidad de trabajo que podría estar haciendo en la oficina. ¡Y pensar que antes creía que aquellas cosas podían resultar interesantes!
En cuanto empezaron a aparecer los créditos, Ashling se hizo con el comunicado de prensa y salió a toda pastilla del cine. En diez minutos, batiendo todos los récords, llegó a las oficinas de Colleen, casi desiertas, y las encontró llenas de sandalias de fiesta y vestidos colgados de las puertas y los archivadores. El teléfono de Lisa estaba sonando, pero cuando cogió el auricular ya habían colgado. Corrió a su teléfono, pero ninguna peluquería pudo darle hora, ni siquiera las que estaban en deuda con Colleen.
En la primera le dijeron: «¿Una emergencia? No, si ya sabemos lo de esta noche. Lisa está aquí».
De modo que con esa no podía contar. Lisa debía de estar agotando el cupo de servicios gratuitos. Llamó a las otras peluquerías y se enteró de que Mercedes, Trix, Dervla y hasta la señora Morley y Shauna el Honey Monster habían utilizado el nombre de Colleen para conseguir que les dieran hora.
«¿Cómo he podido ser tan idiota?»
Pero no tenía tiempo para lamentos ni reproches: empezaba a entrarle pánico. Con aquel pelo no podía ir a ningún sitio. Tendría que lavárselo allí mismo. Afortunadamente, la oficina estaba llena de productos para el cuidado del cabello (hasta había algo tan elemental como champú). Sin embargo, necesitaba ayuda, y en la oficina solo quedaba Bernard, engalanado con su mejor chaleco de rombos con motivo de la fiesta.
– Bernard, ¿quieres hacerme un favor enorme? Ayúdame a lavarme el pelo.
Bernard la miró, horrorizado.
– Tengo una infección de oído -explicó Ashling con paciencia-. Necesito ayuda para que no me entre agua.
Bernard no sabía dónde meterse de la vergüenza.
– Pídele a alguna de las chicas que te ayude.
– Bernard, por si no te habías dado cuenta, no hay nadie. Y dentro de menos de una hora tengo que entrevistar a Niamh Cusack. Tengo que hacerlo ahora.
– ¿Y cuando vuelvas de la entrevista?
– Tengo que ir directamente al hotel a ayudar a prepararlo todo. ¡Por favor, Bernard!
– No -dijo él-. No puedo. No me parece correcto.
¡Por Dios! ¿Por qué todo le salía mal? Pero ¿qué esperaba? Bernard tenía cuarenta y cinco años y todavía vivía con su madre.
– Además tengo que ir al sindicato -mintió. Y salió disparado.
Ashling se sentó a su mesa, dispuesta a desahogarse llorando. Le dolía el oído, estaba agotada, tendría que ir a la fiesta con el pelo así de guarro, y todos los demás estarían guapísimos. Se tapó la oreja con la mano y dejó que unas lágrimas de sondeo resbalaran por sus mejillas.
– ¿Qué pasa?
Ashling pegó un respingo. Era Jack Devine, que la miraba con preocupación.
– Nada -murmuró ella.
– ¿Qué pasa?
– La fiesta es esta noche -recitó ella, resentida-. Llevo el pelo sucio, en la peluquería no me dan hora por nada del mundo, no puedo lavármelo yo sola porque tengo una infección de oído y aquí no hay nadie que quiera ayudarme.
– ¿Quién es nadie? ¿Bernard? ¿Por eso se ha ido corriendo? Ha estado a punto de derribarme cuando salía del ascensor.
– Ha ido al sindicato.
– ¿Al sindicato? Mentira. Al sindicato solo va los viernes. Ostras, debes de haberlo asustado de verdad.
Jack soltó una carcajada, mientras Ashling lo miraba hoscamente. Entonces Jack dejó el montón de documentos que llevaba en las manos y dijo:
– ¡Venga, manos a la obra!
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos al cuarto de baño. Yo te lavaré el pelo.
Ashling lo miró con gesto taciturno.
– Tienes demasiado trabajo -le dijo. Jack siempre tenía demasiado trabajo.
– No tardaremos mucho, ¿no? ¡Vamos!
– ¿En qué cuarto de baño? -preguntó Ashling.
– En el de hom… -fue a decir él, pero se interrumpió. Se miraron, luchando en silencio-. Pero…
– En el de hombres no -repuso ella con firmeza.
– Pero…
– No. -Ya había suficiente con que Jack Devine le lavara el pelo, solo faltaría que encima tuviera que hacerlo delante de una pared de urinarios. Ni hablar.
– De acuerdo -concedió él.
– No se parece en nada al nuestro.
Jack se quedó en el umbral, contemplando el cuarto de baño como si fuera algo excepcional, o incluso aterrador.
– Venga -dijo Ashling con insolencia, intentando disimular lo incómoda que se sentía. Cogió la manguera de ducha de goma, regalo de una marca de champús, e intentó acoplarla al grifo del lavamanos. Pero se aplastaba como un acordeón y no servía para nada-. Menudo invento -masculló. ¿Es que hoy nada le iba a salir bien?
– Dame eso. Jack se acercó al lavamanos y acopló la manguera al grifo a la primera.
– Gracias.
– Y ahora, ¿qué? -Él se quedó mirando cómo ella ponía las manos debajo del chorro de agua, moviendo el grifo hasta que consiguió la temperatura adecuada.
Ashling echó la cabeza hacia delante, inclinándose sobre el lavamanos de porcelana blanca.
– Primero tienes que mojarlo. Y cuidado con mi oído. -Madre mía. Lo que había que hacer.
Indeciso, Jack cogió la ducha de plástico y le echó un poco de agua por la cabeza; el cabello se oscureció inmediatamente.
– ¡Tienes que mojarlo del todo! -exclamó ella.
– ¡Ya lo sé!
Jack empezó por la oreja izquierda (el oído que no le dolía); le levantó el cabello, separándolo en madejas, se lo mojó bien, llegó hasta la línea de crecimiento y luego bajó hasta la nuca. Ashling notó un cosquilleo no del todo desagradable.
Jack se inclinó sobre su espalda y ella notó el contacto de sus muslos. Se dio cuenta de que percibía el calor de él, y también de que la puerta estaba cerrada. Estaban solos. Ashling empezó a sudar.
Pero cuando un hilillo de agua corrió hacia su oreja derecha, el miedo la distrajo, y gritó:
– ¡Ten cuidado!
– Tranquila -dijo Jack, ofendido.
Creía que lo estaba haciendo bastante bien, para ser un hombre que nunca le había lavado el cabello a nadie.
– Perdona -dijo ella-. Es que si me entra agua, se me puede perforar el tímpano. Ya me ha pasado dos veces.
– Vale.
Jack enlenteció sus movimientos y pasó los dedos con cuidado por la zona peligrosa para retirar el agua. Se fijó en la piel de detrás de la oreja de Ashling y se emocionó. Aquella tierna franja que contrastaba con el vigor de la línea de crecimiento del cabello parecía tan dulce e indefensa, aunque también inexplicablemente soberbia. Y la bolita de algodón que le asomaba por la oreja… Tragó saliva.
– Coge el champú -dijo Ashling, devolviéndolo a la realidad-. Pon un poco en el pelo y frota hasta hacer espuma…
– Ashling, ya sé usar el champú.
– Ya. Sí, claro.
Jack empezó a describir círculos por su cabeza, enjabonándole el cabello. Ashling sintió un placer inesperado. Cerró los ojos y se relajó, dejando que aquellas últimas semanas, agotadoras, se perdieran en la distancia.
– ¿Qué tal lo hago? -preguntó él.
– Muy bien.
– Siempre me ha gustado trabajar con las manos -admitió, un tanto nostálgico.
– Pues no podrías ser peluquero -murmuró ella, lamentando tener que hablar, pues estaba disfrutando muchísimo-. No eres suficientemente afeminado.
Jack siguió masajeándole el cuero cabelludo con sus firmes y duras manos, y Ashling sentía un maravilloso cosquilleo. Iba a llegar tardísimo a la entrevista con Niamh Cusack, pero no le importaba. Notaba unos placenteros escalofríos en la cabeza, la tensión abandonó los músculos de su cuerpo y lo único que se oía en la habitación era la respiración de Jack. Inclinada sobre el lavamanos, somnolienta, se sentía arropada por el calor de él. Estaba en la gloria… Pero entonces sintió miedo. Jack no se estaba limitando a enjabonarle la cabeza. Ella lo sabía. Y él debía de saberlo. Aquello era mucho más íntimo que un simple lavado.
Y había otra cosa. Ashling notaba algo. Algo duro a la altura del hígado, justo donde Jack Devine tenía la entrepierna. ¿O se lo estaba imaginando?
– Creo que ya puedes ir aclarándomelo -dijo con una débil vocecilla-. Y ponme un poco de suavizante, pero no te entretengas, porque voy a llegar tarde.
Estaba hablando con Jack Devine. Con el jefe de su jefa. Ashling no entendía qué estaba pasando, pero fuera lo que fuese era muy raro.
En cuanto Jack hubo terminado, ella eliminó el exceso de agua, y entonces vio que él se le acercaba con una toalla.
– Ya puedo secármelo sola, gracias. -Casi no podía hablar.
Sus miradas se encontraron en el espejo, e inmediatamente Ashling apartó sus ojos de los ojos azabache de Jack. Estaba muerta de vergüenza, desconcertada… como siempre se sentía cuando estaba con él, pero elevado a la décima potencia.
– Gracias -dijo educadamente-. Me has sacado de un apuro.
– De nada-. Jack sonrió, y entonces la atmósfera se transformó por completo, tanto que, más tarde, ella se preguntó si se había imaginado aquel zumbido que los rodeaba-. No soy tan ogro como todos creéis.
– No, si nosotros no…
– Solo soy un tío normal que hace un trabajo difícil.
– ¡Eso! ¡Exacto!
– Oye, ¿qué te apuestas a que Trix me pilla saliendo de aquí?
Ashling tardó un momento en contestar:
– Un billete de diez.