Jacquie D’Alessandro
Un Romance Imprevisto

1

Alberta Brown se agarró con fuerza a la barandilla de madera del Seaward Lady mientras un escalofrío le recorría la espalda. Con la esperanza de aparentar una calma que no sentía, echó un rápido vistazo a su alrededor.

Los hombres de la tripulación se gritaban unos a otros y reían mientras lanzaban gruesas maromas y recogían las velas, preparándose para la inminente llegada a Londres. El aire, cargado con el penetrante aroma del mar, arrastraba desde el bullicioso puerto el sonido de voces, convertidas en un murmullo indescifrable. Los pasajeros se habían reunido en grupos junto a la barandilla, charlado nerviosamente, sonriendo o saludando con la mano a alguien en el muelle. Todos parecían perfectamente tranquilos y deseosos de pisar tierra después de los tres meses que había durado el viaje desde América. Nadie la estaba mirando.

Aun así, no podía librarse de una extraña sensación de amenaza. El peso de una mirada la cubría como un sudario. El corazón le golpeaba el pecho con lentos y pesados latidos. Se obligó a respirar hondo para calmarse y a devolver su atención al cercano puente.

«Estoy totalmente a salvo. Nadie quiere hacerme daño.»

Rogó a Dios que fuera cierto.

Pero no conseguía deshacerse de la desagradable sensación de que no lo era. Bajó la mirada hacia la espuma que golpeaba el casco mientras el barco cortaba suavemente las olas, y el estómago le dio un vuelco. Dios, no hacía ni tres horas que había caído en esas azules aguas…

Cerró los ojos con fuerza, estremeciéndose. Recordó la impresión al sentir que la empujaban desde atrás, la caída… eterna, dando manotazos desesperados al aire, mientras gritos de pánico le surgían de la garganta y se acallaban de repente cuando el agua helada se cerró sobre ella. Estaría eternamente agradecida al trío de perros que, con sus ladridos, alertaron del accidente a un atento marinero. Aun así, a pesar de la rápida reacción del hombre y de sus propias habilidades de nadadora, Allie había estado a punto de ahogarse.

El accidente. Sí, así lo llamaba todo el mundo. Un cabrestante mal asegurado se había soltado y le había golpeado entre los hombros, empujándola por encima de la borda. El capitán Whitstead había reprendido a toda la tripulación.

Pero ¿había sido realmente un accidente? ¿O alguien había soltado intencionadamente el cabrestante y lo había impulsado hacia ella?

Sintió un nuevo escalofrío, e intentó convencerse de que sólo se debía a que aún tenía el cabello húmedo bajo el sombrero. Con todo, no podía pasar por alto el hecho de que su casi fatal caída no era el primer incidente extraño que le había sucedido durante el viaje. Primero había sido la inexplicable desaparición de su alianza de bodas. ¿La había perdido o se la habían robado? Aunque el anillo no tenía gran valor monetario, sí que lo echaba de menos por su valor sentimental, ya que era un recuerdo tangible de lo que había tenido… y perdido.

Luego la caída por las escaleras, en la que, por suerte, no se había roto nada, aunque los dolorosos morados habían tardado semanas en desaparecer. En aquella ocasión había notado un empujón… El sentido común le decía que sólo había sido un tropezón accidental, pero no podía sacarse de encima la sensación de que la habían empujado. ¿Y qué decir de la misteriosa afección de estómago que había sufrido la semana anterior? Nadie más había enfermado. ¿Podría ser que hubieran puesto algo en su comida?

Pero ¿por qué? ¿Qué razón podía tener alguien para desear hacerle daño? Se había hecho esa pregunta docenas de veces y no había sido capaz de dar con una respuesta concluyente. Quería pensar que estaba a salvo, pero una voz interior le advertía que existía la posibilidad de que no fuera así. ¿La habría seguido a Inglaterra alguna amenaza del pasado?

Volvió a mirar a su alrededor, pero no notó nada raro. Su inquietud disminuyó un poco y se dio ánimos. El barco atracaría en menos de una hora. Entonces se perdería entre la multitud y se sumiría en el anonimato de la gran ciudad. Allí nadie la conocía. Nadie…

Bajó la mirada, deslizándola por el vestido negro de luto que la cubría. La severa sarga se ondulaba bajo la fuerte brisa. Una imagen de la cálida sonrisa de David le cruzó la mente, y apretó los ojos con fuerza en un vano intento de alejar el intenso pesar que aún, pasados tres años de su súbita muerte, la invadía siempre que pensaba en su difunto marido. Dios, ¿cesaría algún día el dolor que le oprimía el corazón? ¿Volvería alguna vez a sentirse completa?

Sus dedos acariciaron de manera distraída la tela del vestido mientras su mente dibujaba el pequeño objeto que escondía bajo los voluminosos pliegues, cosido al dobladillo de la enagua. Para tenerlo seguro. Y siempre cerca. Sobre todo después de la inexplicable desaparición de su alianza de bodas.

«Ésta es la última etapa de mi viaje, David. Después de reparar este último agravio, seré libre.»

– ¡Alberta! ¡Aquí estás! Los chicos te han estado buscando por todas partes.

Allie se volvió hacia la voz, familiar y autoritaria, agradecida por la interrupción de sus turbadores pensamientos. La baronesa Gaddlestone se le acercó con un vigor que desdecía de su gruesa figura y sus sesenta y tres años. Claro que parte del brioso andar de la baronesa se debía a las muchas energías de los tres perros malteses que sujetaba por las correas. «Los chicos», como llamaba la baronesa a su peluda jauría, arrastraban a su dueña como si fueran unos poderosos bueyes y ella un carro cargado.

Allie dejó a un lado sus preocupaciones y se agachó para recibir el entusiasta y ruidoso saludo que le ofrecían las tres bolitas peludas.

– ¡Edward, compórtate! -riñó la baronesa cuando el más pequeño de los malteses llenó la cara de Allie de besos húmedos y alegres-. ¡Tedmund¡! ¡Frederick! Parad inmediatamente!

Los chicos desoyeron alegremente a su dueña, como solía pasar siempre que se alborotaban, pero Allie disfrutaba con el ruidoso jaleo de los perros. Más aun, tenía una deuda con ellos que nunca podría saldar. Cuando Allie cayó por la borda, fueron sus incesantes ladridos los que alertaron al marinero. Así que estaba dispuesta a pasar por alto sus malas costumbres y sólo se fijaba en su innegable encanto.,Qué importaba que a Edward le encantara marcar como suyos todos los trozos de madera o cuerda que tuviera al alcance? Y a bordo de un barco, esa manía mantenía tan ocupado al perrito que todas las noches caía exhausto en su cesta.

¿Cómo podía censurar a la predilección que sentía Frederick por mordisquear tobillos, cuando había sido él el que casi arrastró al marino salvador hasta la barandilla mientras sus hermanos se quedaban afónicos de tanto ladrar? Su mirada halló a Tedmund, que se había alejado unos cuantos metros para dedicarse a su actividad favorita, esta vez sobre un montón de trapos viejos. Oh, Dios. En muchas ocasiones había intentado explicar a Tedmund que no era educado tratar de hacer perritos con cualquier otra cosa que no fuera una perra, e incluso así, sólo en privado, pero Tedmund seguía sin hacer caso.

Después de separar discretamente a Tedmund del montón de trapos y de haber repartido a partes iguales su cariño entre los tres perros, Allie se incorporó y los contempló juguetear.

– Sentaos -ordenó.

Tres traseros caninos se colocaron inmediatamente sobre el suelo de la cubierta.

– Debes explicarme cómo lo haces, querida dijo la baronesa, en un tono exasperado-. He sido incapaz de calmarlos desde que les dije que llegaríamos a casa esta mañana. Ya sabes lo ansiosos que están por correr por el parque. -Dedicó una gran sonrisa a sus criaturitas-. No os preocupéis, encantos. Mamá promete llevaros a dar un largo paseo esta misma tarde.

Al oír la buena noticia, las colas de los chicos barrieron la cubierta como un trío de escobas.

Allie se sintió inundada por una cálida sensación. La baronesa le gustaba de verdad; los brillantes ojos verdes y los redondeados rasgos niveos le hacían pensar en un duendecillo anciano y bondadoso. Le agradecía que la hubiera contratado para ser su aconipañante durante el viaje. Sin su ayuda no podría haberse pagado el pasaje hasta Inglaterra. No podía negar que el carácter animado y hablador de la baronesa, junto con la energía inagotable de sus mascotas, había aliviado en gran parte la soledad en la que Allie había vivido durante tanto tiempo.

– ¿Me buscaba, lady Gaddlestone?

– Sí, querida. Quería aprovechar este momento de calma para agradecerte tu excelente compañía durante el viaje. Mi acompañante anterior, que fue conmigo hasta América, resultó ser de lo más insatisfactoria. -Se inclinó para acercarse más a Allie y le confesó-: Varias veces detecté un cierto olor a coñac en su aliento. Escandaloso. Pero lo peor fue que no tenía ninguna paciencia con los chicos. Edward, Tedmund y Frederick no la soportaban. Oh, esa tal señora Atkins era completamente horrible, ¿no es cierto, chicos?

La baronesa arrugó la nariz y fingió estremecerse; los chicos entrecerraron los ojos y gruñeron asintiendo. Allie casi los podía oír diciendo: «Sí, mamá, era horrible, y si se atreve a volver, le morderemos los tobillos. nos comeremos sus zapatos y haremos pipí en su cama… de nuevo.»

– Pero tú, querida -prosiguió la baronesa, sonriendo cariñosamente a Allie-, tú eres lo que yo llamo una amante de los perros. No todo el mundo lo es, sabes?

– Yo también he disfrutado de su compañía, lady Gaddlestone. -Miró hacia los perros y les hizo un guiño-. La suya y la de los chicos.

– Sí, bueno, espero que también disfrutes de tu visita a mi país. -Su mirada recorrió el traje de luto de Allie. La compasión dulcificó los rasgos de la baronesa, que extendió los brazos y tomó a Allie de las manos-. Es evidente que adorabas a tu David, pero tres años son luto más que suficiente, querida. Entiendo pertectamente que te cueste seguir adelante. ¡Cielos! Cuando murió Gaddlestone, pensé que nunca me recuperaría. Pero el tiempo cura esas heridas.

Allie apretó los labios para evitar que le temblaran.

– Algunas heridas nunca acaban de sanar -dijo en voz baja.

– Sé cómo te sientes, querida. Pero aún eres joven. No te cierres a la posibilidad de encontrar de nuevo la felicidad. Estamos en plena temporada. Una sola palabra de tu amiga, la duquesa de Bradford, te abriría la puerta de cualquier velada a la que quisieras asistir. Te iría bien hacer un poco de vida social.- Su mirada se volvió reflexiva-. Recuerdo que dijiste que el cuñado de la duquesa te recibiría en el muelle, ¿no?

– Sí.

– Un joven muy apuesto -comentó la baronesa-. Lo conozco desde que era un niño. Siempre animado y bastante encantador. Claro que tuvo unos líos hace algunos años, algún tipo de infracción o algo… -Frunció el ceño-. No puedo recordar los detalles. En aquel tiempo, yo estaba de viaje por el norte y mi memoria ya no es lo que era. De lo más irritante. -Relajó el ceño-. Oh, pero ya sabes que esos cotilleos se disparan y luego se olvidan en cuanto surge una nueva habladuría. Recuerdo con claridad que el asunto con lord Robert ocurrió justo antes de que la única hija de lord Feedly se escapara con uno de sus lacayos,. iOh, qué escándalo! Esa noticia eclipsó todo lo demás en aquel momento, y me llegó, aunque yo estaba en Newcastle. También recuerdo que la infracción de lord Robert no tenía nada que ver con ninguna joven, así que no tienes por qué preocuparte. Lord Robert siempre ha sido un perfecto caballero. -Agitó la mano en un gesto desdeñoso-. Claro que los jóvenes tienen tendencia a meterse de lleno en al menos un lío, y éste ocurrió hace mucho tiempo. Estoy segura de que será un perfecto acompañante durante tu viaje hasta Bradford Hall.

La baronesa le apretó las manos una última vez, luego se las soltó.

– Vamos, chicos -dijo-. Es hora de vuestro tentempié de la mañana, antes de desembarcar. -Mientras los chicos tiraban de ella, la baronesa se volvió hacia Allie-. Te veré en el muelle, querida. Seguro.

Sola de nuevo, Allie se llevó la mano al hondo bolsillo y sacó la última carta que había recibido de Elizabeth, más conocida como la duquesa de Bradford. La corta misiva había llegado a sus manos dos semanas antes de partir hacia Inglaterra.

Desdobló las hojas de papel vitela y volvió a leer las palabras, aunque ya se las sabía de memoria:

Querida Allie:

No puedo explicarte lo nerviosa que estoy ante la perspectiva de tu visita. Ardo en deseos de que conozcas a mi maravillosa familia, sobre todo a mi esposo y a mi encantador hijo. Por desgracia, no podré ir a esperarte a Londres como había planeado, pero es por una buena razón. Justo cuando tu barco arribe a puerto, ¡Austin y yo estaremos esperando el nacimiento inminente de nuestro segundo hijo! Así es, para cuando llegues a Bradford Hall, ya habré vuelto a ser madre. Pero no pienses en absoluto que tu visita pueda ser inconveniente. Después de dar a luz a James, me recuperé con lo que Austin llama «velocidad alarmante» y, como bien sabes, soy muy fuerte. Y no te preocupes por el viaje hasta Bradford Hall. La propiedad se halla a varias horas de viaje de Londres, pero ya he conseguido que el hermano de Austin, Robert, me prometa ir a buscarte al barco y acompañarte hasta aquí. Te adjunto un retrato de Robert, y a él le daré uno tuyo, para que os podáis reconocer con facilidad en el muelle.

Cuento los días hasta que nos veamos de nuevo, Allie. ¡Te he echado tanto de menos!

Deseándote un buen viaje, se despide de ti, tu amiga,

ELIZABETH


Allie se quedó conteniplando esas dos últimas palabras, que siempre le provocaban un dolor en el corazón. Tu amiga.

«Sí, Elizabeth. Tú siempre has sido mi amiga. Si sólo lo hubiera valorado y entendido mejor… Bendigo tu carácter comprensivo.»

Respiró hondo, y lentamente puso la carta detrás de la segunda hoja de vitela para contemplar el retrato del cuñado de Elizabeth. El talento de ésta para el dibujo había aumentado con los años, y la imagen parecía saltar del papel.

Sería fácil reconocer a aquel hombre en medio de la multitud. Recorrió las facciones del joven con la mirada y se le hizo un nudo en el estómago. Le recordaba a David en tantas cosas… La sonrisa ladeada, los ojos risueños y el encanto juvenil reflejado en su expresión. Excepto que lord Robert Jamison era aun más apuesto que David, algo que no hubiera creído posible.

Las palabras de lady Gaddlestone le volvieron a la cabeza: «Tuvo unos líos hace algunos años, algún tipo de infracción o algo…» ¿Qué habría hecho? En el mismo instante en que se le ocurrió la pregunta, la apartó de su mente. No importaba su aspecto. El único interés que le despertaba era el deseo de que se la llevara lejos de los muelles y de la amenaza que sentía, lo más rápidamente posible. Aun así, sintió una punzada de culpabilidad al pensar en el viaje que había tenido que realizar para acudir a recibirla.

¿Cómo reaccionaría cuando le dijese que no tenía intención de ir a Bradford Hall con él?

Robert Jamison se hallaba en el muelle observando a la tripulación del Seatuard Lady asegurar los amarres del majestuoso bajel. Respiró hondo, llenándose los pulmones, y una sonrisa le cruzó el rostro. Amaba los muelles. Le encantaba la visión de los marineros trabajando al unísono, arriando las velas y asegurando las maromas. Le fascinaba la cacofonía de los vendedores, que anunciaban de todo, desde porciones de carne hasta balas de seda de colores. Incluso le gustaba la fuerte mezcla de olores que se combinaban con el penetrante aire marino para crear un aroma que no se podía encontrar en ningún otro lugar de Inglaterra.

Escrutó los rostros de los pasajeros que esperaban para desembarcar, pero no vio a nadie que se pareciera a la sonriente joven del dibujo que había hecho Elizabeth. Claro que era imposible distinguir los rasgos a esa distancia. Como el resto de la gente que se hallaba allí para recibir a los pasajeros, estaba esperando a una distancia segura, lejos de los cabrestantes que descargaban el equipaje de los pasajeros y la carga del barco.

Sacó el dibujo del bolsillo del chaleco y volvió a contemplar el rostro que había picado su curiosidad desde el primer momento en que lo vio, meses atrás, cuando Elizabeth le había entregado el retrato y le había pedido que fuese a recoger a la señora Brown al puerto. Era uno de los rostros más atractivos que había visto nunca, encantador no sólo por las agradables facciones sino también por la alegría que aquella sonrisa sugería. Lo cálido y risueño de los ojos. Y también por un algo de diablillo travieso que parecía desprenderse del papel. No tendría problemas para reconocer a aquella mujer en medio de cualquier multitud. El pulso se le aceleraba con sólo pensar que vería a esa hermosa criatura en persona. Y sabía que en eso confiaba Elizabeth.

Volvió a guardar el dibujo en el bolsillo y recordó el comentario que le había hecho Elizabeth cuando se disponía a partir de Bradford, el día anterior. “Quizá te guste mi amiga”, le había insinuado, una frase que había oído a los miembros femeninos de su familia más veces de las que podía contar. Desde que el año anterior había comentado de pasada que le gustaría sentar cabeza y tener una familia propia, su hermana, su cuñada y su madre se habían dedicado a sembrar su camino de jóvenes solteras. Al principio no se había quejado de sus esfuerzos, ya que su propia búsqueda de esposa no proporcionaba ningún resultado. Y no podía negar que había conocido una sorprendente cantidad de damas encantadoras, algunas de las cuales le habían gustado bastante y otras tantas con las que había compartido discretamente algo más que un vals.

Sin embargo, como el tiempo pasaba y no elegía a ninguna por esposa, las presentaciones se habían ido tornando más incómodas, y la familia, sobre todo Caroline, se iba impacientando con él.

– ¿Qué diantre te pasa? -le preguntaba su hermana siempre que no se enamoraba locamente de la última chica que le había presentado-. Es hermosa, agradable, dócil, rica y, por motivos que no puedo explicarme, te adora. Pero ¿qué es lo que estás buscando?

Robert no lo sabía, pero sí sabía que no había encontrado a la única. La que le hiciera sentir ese algo especial, esa chispa fugaz que veía siempre que Austin y Elizabeth intercambiaban una mirada, siempre que Caroline y su marido, Miles, se hallaban en la misma habitación, siempre que su hermano William sonreía a su esposa Claudine. La había visto todos los días mientras crecía, entre sus padres, hasta que su padre murió. No sabía ponerle un nombre, no era capaz de explicarla.

Pero, por todos los demonios, él también la quería.

Deseaba la felicidad y la satisfacción de que disfrutaban sus hermanos. Demonios, le parecía que le habían presentado a todas las mujeres solteras del país. Pero tal vez su suerte estuviera a punto de cambiar. Elizabeth pensaba que la encantadora señora Brown podía gustarle. Hasta recordaba sus palabras exactas:

Tengo la sensación de que en Londres encontrarás la felicidad cine buscas.

Y las sensaciones de Elizabeth tenían tina curiosa manera de convertirse en realidad. Sin duda, la forma en que su intuición, o percepción, o visión, o como se le quisiera llamar, había conducido al increíble rescate de su hermano William, era legendaria en la familia, además de ser un secreto muy bien guardado. Habían optado por no explicarlo a nadie, para no exponer a Elizabeth a la inevitable curiosidad y el escepticismo que su extraño talento, sin duda, hubiera despertado.

¿Se referirían esas palabras a la señora Brown? ¿O había querido decir que encontraría una cierta paz, un cierto alivio para el peso que sentía en el corazón? Una serie de imágenes le pasaron por la cabeza, y se encogió como si fuera a recibir un golpe. El fuego que ardía sin control. Los gritos de pánico de los hombres, los relinchos aterrorizados de los caballos. El rostro de Nate…

Cuando pidió que le explicara su críptico comentario, Elizabeth simplemente le honró con una de esas sonrisas femeninas indescifrables que afirman: «Sé algo que tú no sabes.» Bueno, pues él lo sabría, fuera lo que fuera, bien pronto: los pasajeros estaban desembarcando.

Alargó el cuello, y escrutó el rostro de cada persona que se acercaba. Un par de hombres jóvenes. Claro que no. Un caballero de mediana edad, seguido de una pareja con aspecto cansado, cada uno sujetando a un niño. Robert sonrió a los niños y recibió unas muecas desdentadas como respuesta. Devolvió su atención a los pasajeros. Marcó con un «no» mental a un clérigo, a un apuesto caballero y a un grupo de habladoras matronas que pasaron frente a él.

Su mirada se desvió hacia una mujer vestida de luto de la cabeza a los pies, y otro «no» se formó rápidamente en su cabeza. Aunque Elizabeth le había explicado que la señora Brown era viuda, su marido había muerto hacía años. Ya no llevaría ropas de luto.

Pero había algo en el rostro de la mujer que le hizo mirarla por segunda vez. Los ojos separados y el intrigante hoyuelo en medio de la barbilla… y la manera en que lo estaba mirando, como si lo reconociera.

Se sintió confuso, y alzó una mano para protegerse los ojos del sol. Aquélla no podía ser la mujer. ¿Dónde estaba la radiante sonrisa? ¿La alegría que despedía? ¿El toque de diablillo travieso? La tristeza y la seriedad envolvían a aquella mujer como una oscura nube. Robert miró detrás de ella, pero el único pasajero que quedaba era una gruesa matrona que batallaba por la pasarela con un trío de escandalosos perritos blancos.

Volvió a mirar a la mujer de negro. Ella caminó directamente hacia él, mientras escrutaba su rostro. Robert vio fugazmente un perdido mechón marrón que se escapaba del negro sombrero de la niujer. La reconoció de repente, y aunque supo sin lugar a dudas que era la señora Brown, su mente aún se negaba a ver en esa mujer a la del retrato que Elizabeth le había dado. Eran exactamente iguales… pero no se parecían en nada.

– Usted debe de ser lord Robert Jamison -dijo, deteniéndos a unos cuantos pasos de él-. Lo he reconocido por el dibujo que Eli zabeth me envió.

«Desearía poder decir lo mismo.»

Era imposible que aún estuviera de luto por su marido. Pero seguramente se trataba de eso, ya que Elizabeth no le había mencionado que la señora Brown hubiera sufrido alguna pérdida más reciente. Sintió compasión por ella. Sin duda debía de haber adorado a su marido y su muerte la había consumido de aquella manera tan dramática. Los ojos del color del buen coñac añejo, parecían angustiados y tensos en su pálido rostro. Qué pena que el luto la hubiera marcado así. Qué injusto que el hombre a quien amaba hubiera sido apartado de ella, Llevándose consigo la risa y la alegría de su esposa. Se la veía pequeña y terneros en esos severos ropajes, como si el dolor se la hubiera tragado por completo. Robert dejó a un lado la decepción y la pena que sentía por ella esperando que no se le hubiera reflejado en el rostro, y le ofreció su sonrisa más encantadora acompañada de una formal reverencia.

– Cierto. Y usted debe de ser la señora Brown.

– Sí. -Ni siquiera la sombra de una sonrisa apareció en aquel rostro. Su expresión se hizo incluso más grave mientras recorría con mirada el lugar donde se hallaba. Robert la contempló; se sentía extrañamente falto de palabras. Se devanó los sesos buscando algo que decir, pero ella lo dejó sin habla al acercarse más a él. Estaba tan cerca que la punta de sus zapatos le tocaban las botas y la falda negra le rozaba h pantalones. Tan cerca que sintió su perfume, una seductora mezcla de aire marino e inspiró profundamente algún tipo de flor. Antes de que tuviera tiempo de identificar la delicada fragancia, ella apoyó la mano enguantada en su manga y se alzó de puntillas, inclinándo hacia él.

iIba a besarlo! ¿Era así como hacían las cosas en América? La única otra americana que conocía era Elizabeth, y no podía negar que ésta se comportaba de una forma directa y amistosa, aunque no tan directa como eso. Pero no podía herir los sentimientos de la señora Brown rechazando su saludo tan poco británico.

Inclinó la cabeza y rozó con sus labios la boca de ella. Y se le paralizó todo el cuerpo. Durante unos segundos fue incapaz de moverse. No podía respirar. No podía hacer otra cosa que mirar fijamente los sorprendidos ojos de la mujer, mientras dos palabras inesperadas le resonaban en la cabeza.

«Por fin.»

Frunció las cejas y se agarró de ella como si se hubiera convertido en una columna de fuego. Por fin. Por todos los demonios, se había vuelto loco. Su próxima parada sería el manicomio estatal.

Las mejillas de la señora Brown se habían teñido de rojo.

– ¿Qué diantre esta usted haciendo? -preguntó en una voz que temblaba de inconfundible indignación.

¡Qué mal trago! Fuera lo que fuese lo que ella pretendía, era evidente que no era su intención que la besara. Y él deseaba con toda su alma no haberlo hecho. La boca todavía le hormigueaba con la insinuación de su sabor, y casi no podía resistir el impulso de lamerse los labios. O el de inclinarse sobre ella y lamerle los suyos.

Claramente turbado, Robert recorrió con la mirada el rostro de la joven, su atractivo rubor, las oscuras pestañas que enmarcaban los ojos, entre dorados y marrones, el hoyuelo que le agraciaba la barbilla, luego los labios… unos labios hermosos y gruesos. Húmedos, deliciosamente rosa, el inferior sensualmente lleno, y el superior, aunque pareciera imposible, más lleno aún.

¡Dios! ¿Qué clase de canalla era para atreverse a tener el más mínimo pensamiento lascivo hacia ella? ¡Pero si estaba de luto! Aunque tampoco era que hubiese tenido un pensamiento lascivo. Claro que no. Ese cosquilleo inexplicable que sentía sólo era… sorpresa. Sí, sólo era eso. Ella le había sorprendido. ¿Y la sacudida que había notado? Simplemente bochorno. Sí, se había comportado como un burro. No era la primera vez, y por desgracia, dudaba de que fuera la última.

Aliviado de haber vuelto a poner las cosas en la perspectiva correcta, dio otro paso hacia atrás.

– Mis disculpas, señora. No quería ofenderla. Le aseguro que pensé que usted tenía intención de besarme.

– ¿Y por qué iba a querer hacer una cosa así?

En vez de sentirse ofendido por la pregunta y el tono, le hizo gracia.

– ¿Quizá fuera una forma americana de saludar?

– En absoluto. Simplemente intentaba preguntarle algo de una forma discreta.

– Ah. Deseaba hablarme al oído.

– Exactamente.

– ¿Y qué quería…?

– ¡Alberta! Por fin te encuentro, querida.

Robert se volvió hacia la aguda voz. Una matrona baja, gruesa y vestida con elegancia se acercaba a trompicones hacia ellos, intentando sin mucho éxito controlar tres perritos blancos, que parecían tirar de ella en tres direcciones diferentes. Incluso si no hubiese reconocido a la formidable lady Gaddlestone, era imposible confundir a sus tres perros, esos pequeños encantos que recordaba claramente de la última vez que los había visto, cuando, para sí, les había puesto los motes de sir Meamucho, sir Muerdealgo y sir Rascapierna.

– ¡Tedmund! ¡Edward! ¡Frederick! ¡Parad inmediatamente! -La baronesa tiró de las correas, sin poder detener al trío antes de que la arrastraran más allá de él y la señora Brown. Una de las bestezuelas levantó rápidamente la pata y remojó una mala hierba que había crecido entre los adoquines. Los otros dos saltaron alrededor de Robert, uno contemplando su tobillo como si estuviera pensando en darle unos cuantos mordiscos y el otro observando su pantorrilla con una mirada indudablemente lujuriosa.

– Sentaos -ordenó Robert, alzando las cejas.

Tres traseros caninos se dieron inmediatamente con las piedras del suelo, y tres pares de ojillos negros le miraron fijamente.

– Maravilloso, lord Robert -exclamó la baronesa, jadeando agotada-. Aunque debo decir que resulta muy irritante que los chicos hagan caso a casi cualquier extraño y no a su mamá.

– Ah, pero es que Teddy, Eddie, Freddie y yo somos viejos amigos, ¿no es cierto? -Robert se agachó y les hizo cosquillas en el sedoso pelaje. Inmediatamente se le presentaron tres barriguillas para que las rascara-. Compartimos algunos paseos muy tonificantes la última vez que usted visitó Bradford Hall. -Se levantó, para consternación de los chicos, e hizo una reverencia a la baronesa-. Es una sorpresa y un placer verla de nuevo, lady Gaddlestone. No estaba al corriente de que viajara en el barco. Veo que ya conoce a la amiga de mi cuñada, la señora Brown.

– Sin duda. Alberta ha sido una magnífica compañera de viaje. Contratarla fue un golpe de genio por mi parte.

¿Contratarla? ¿De qué estaba hablando la baronesa? Robert miró a la señora Brown y notó que, aunque un ligero rubor le había cubierto las mejillas, alzaba la barbilla y lo miraba con una expresión altiva digna del príncipe heredero de la Corona, casi retándolo a que se atreviera a desaprobar el haber aceptado tal empleo. Pero él no lo hizo. Sin embargo, que hubiera aceptado un empleo le sorprendió y le despertó la curiosidad.

Antes de que pudiera pensar más en el asunto, la baronesa siguió hablando.

– Nunca podría haberme consolado si se hubiera ahogado esta mañana.

Robert se quedó mirando a la baronesa.

– ¿Ahogado?

– ¡Sí, cielos, ha sido espantoso! -Un estremecimiento recorrió el generoso cuerpo de lady Gaddlestone-. A la pobre muchacha le golpeó un cabrestante suelto y la lanzó por encima de la borda. Gracias a Dios, los chicos vieron lo que pasaba. Ladraron hasta que casi les dio una apoplejía. El capitán Whitstead realizó una brillante maniobra y la tripulación sacó a Alberta del mar. Por suerte nada como un pez.

La baronesa agitó una mano frente al rostro, y Robert confió en que no estuviera a punto de desmayarse. Pero recordó que, gracias al cielo, la baronesa no era propensa a desvanecerse artísticamente sobre el diván y llamar pidiendo sus sales. Haciendo honor a tal recuerdo, la baronesa se recuperó. En cuanto estuvo seguro de que la baronesa estaba bien, Robert dirigió su atención a la señora Brown.

– Lamento mucho que sufriera tan terrible accidente. ¿Resultó herida?

– No. Sólo asustada.

– ¡Oh, pero usted nunca lo hubiera dicho! -interrumpió lady Gaddlestone-. Estuvo realmente magnífica, mantuvo la calma y flotó hacia la superficie como un corcho. Cielos, yo hubiera gritado como una loca, y luego me hubiera hundido como una piedra. El capitán Whitstead quedó muy impresionado. Y por mi parte, creo que mc habría desmayado por primera vez en mi vida si no hubiera tenido que rescatar de los hicos a uno de los los tres se habían lanzado contra los tobillos del señor Redfern. ¡Oh, nunca los había visto morder y gruñir de tal manera! Por suerte, el señor Redfern se mostró muy comprensivo cuando le expliqué que todo ese alboroto había afectado la delicada naturaleza de los chicos. Naturalmente, sus pantalones nunca serán los mismos, estoy convencida. -Lanzó un pequeño suspiro y prosiguió-: Ahora sólo nos cabe esperar que Alberta no sufra ninguna molestia posterior, como una congestión pulmonar. -Clavó una severa mirada en la señora Brown. Deberías tomar un baño caliente en cuanto te instales y luego irte a la cama.

La señora Brown asintió con la cabeza.

– Yo…

– Y usted-insistió la baronesa, mirando fijamente a Robert- debe asegurarse de que la cuiden adecuadamente hasta que la duquesa pueda hacerse cargo de ella.

– Sin duda alguna.

– Excelente. -Lady Gaddlestone asintió, claramente satisfecha de que sus órdenes fueran a ser obedecidas-. Bien, según creo, la duquesa está a punto de dar a luz. ¿Ha llegado ya el bebé?

– Hasta ahora, no. -Una risa apagada resonó en la garganta de Robert-. Pero Austin ha hecho un surco en el salón de tanto pasear de arriba abajo.

– Bueno, espero que se me informe cuando el bebé nazca, para poder programar una visita. Adoro comprar regalos para los bebés. -Inspeccionó a Robert de arriba abajo-. Tiene muy buen aspecto, joven -proclamó con un gesto de aprobación-. Cuesta creerlo, pero me atrevería a decir que resulta aún más apuesto que la última vez que lo vi. Tiene un aspecto parecido a su padre. Y el mismo brillo malicioso en los ojos.

– Gracias, milady. Yo…

– Quizá pueda animar un poco a la señora Brown -continuó imparable la baronesa-. La pobre sigue de capa caída por la pérdida de su amado David. Lo que necesita es reírse. Le he dicho docenas de veces que es demasiado seria, ¿no es cierto, señora Brown?

La señora Brown no tuvo oportunidad de responder, porque la haronesa siguió hablando.

– Pero, como mínimo, ha disfrutado con los chicos. Han conseguido incluso que sonriera un par de veces. Es una mujer muy hermosa cuando sonríe, con lo que no intento insinuar que no lo sea cuando no sonríe, lo que desgraciadamente ocurre casi todo el tiempo, pero cuando sonríe es muy hermosa. Dígame, querido joven, ¿tienen un perro el duque y la duquesa?

– Sí. Tienen…

– Excelente. La compañía canina le ira muy bien a la señora Brown. Y ahora, querido joven dígame, ¿está casado?

– No.

– ¿Prometido?

– Me terno que no.

La baronesa enarcó las cejas y apretó los labios, y Robert casi podía oír los engranajes funcionando en la cabeza de la mujer.

– Excelente -exclamó finalmente, y Robert no estuvo muy seguro de querer saber qué pretendía decir con eso. La baronesa miró más allá de Robert y agitó la mano enguantada-. Mi carruaje está listo para partir.

Extendió la mano y Robert, con cortesía, se inclinó y rozó la punta de los dedos con los labios.

– Siempre es un placer verla, lady Gaddlestone. Bienvenida a casa.

– Gracias. Debo decir que es un alivio tener los pies de nuevo sobre suelo inglés. -Se volvió hacia la señora Brown-. Nos volveremos a ver antes de que regreses a América, querida.

– Eso espero -repuso la señora Brown.

– Puedes contar con ello. -Dando un ligero tirón a las correas, puso a su jauría en movimiento y estuvo a punto de que ésta la tirara al suelo-. Adiós -resopló mientras se alejaba a trompicones.

En cuanto calculó que la baronesa no podía oírte, Robert se volvió hacia la señora Brown y le ofreció una sonrisa tímida.

– Me siento como si me hubiera pasado por encima un carruaje desbocado.

La señora Brown lo miró; estudió su atractivo semblante, su media sonrisa y sus maliciosos ojos, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Con el pelo de ébano y los ojos azul oscuro, no se parecía nada al rubio David con sus ojos marrones, pero la expresión burlona, la sunrisa fácil… le resultaban dolorosamente familiares.

– Lady Gaddlestone es muy amable -dijo después de aclararse la garganta.

– No he pretendido decir otra cosa. Sin embargo, sería capaz de hablar hasta hacer oír a un sordo. -Su mirada recorrió el rostro de la señora Brown; se veía preocupación en sus ojos-. ¿Está segura de que se encuentra bien después del accidente?

«¡Accidente!»

– Sí, gracias.

– Ahora que la baronesa se ha marchado, quizá me dirá lo que estaba a punto de decirme antes de que apareciera. -Una luz juguetona le iluminó los ojos-. ¿Algo que me quería susurrar al oído?

Allie notó que le ardía el rostro. ¿Podría ser que ese hombre no se tomara nada en serio? ¡No sólo había tenido la temeridad de besarla sino que se atrevía a bromear sobre ello! Se aferro a su vestido para evitar tocarse los labios, donde la había besado. ¿Como era posible que un roce tan ligero, que había durado menos de un segundo, la hubiera afectado tanto?

«Me sorprendió, eso es todo. Estos latidos acelerados… son simplemente el resultado de lo inesperado. Y lo indeseado.»

Echó una mirada por el bullicioso puerto y otro estremecimiento le recorrió la espalda. Alguien la estaba observando. Estaba segura.

– Sólo pretendía preguntarle discretamente si podíamos marcharnos cuanto antes -dijo, intentado contener su inquietud-. Había notado que lady Gaddlestone venía hacia nosotros y…

– Ah. No me diga más. Lo entiendo perfectamente. Incluso la gente que nos gusta puede resultar agotadora en ciertas ocasiones. Partiremos inmediatamente. -Le dedicó una sonrisa y le ofreció el brazo, inclinando la cabeza en otro gesto tan similar a los de David que Allie tuvo que apretar los dientes-. Mi carruaje está aquí cerca.

Como ella no se decidía a tomarlo del brazo, él cogió su mano con naturalidad y la colocó sobre el codo que mantenía doblado.

– ¿Lo ve? -comentó-. No me como a nadie. Casi nunca.

Allie comenzó a caminar a su lado, intentando reconciliar el impulso de apartar la mano y el innegable alivio que la seguridad de su presencia le ofrecía. Sentía el brazo firme y musculoso, más que el de David, bajo la mano. Y aunque lord Robert era varios centímetros más alto que David, acomodó sus largas zancadas a sus pasos más cortos, a diferencia de David. Allie siempre había sentido que tenía que correr para mantenerse al lado de su marido.

Cuando llegaron junto a un elegante carruaje lacado en negro, lord Robert dio instrucciones al lacayo que les esperaba para que fuera a recoger el baúl de Allie. Luego la ayudó a subir al vehículo y se sentó en el asiento de terciopelo gris frente a ella. La joven decidió que había llegado el momento de explicarse y se aclaró la garganta.

– Me temo que le debo una disculpa, lord Robert. Ha recorrido todo el camino desde Bradford Hall para acompañarme a ver a Elizabeth, pero lo cierto es que debo permanecer en Londres al menos un día o dos. Tengo algunos negocios de los que ocuparme. -Obligó a sus manos a estarse quietas y no tirar de la tela de su vestido-. Hay varios asuntos en relación con las posesiones de mi difunto marido que debo solucionar. Se instaló en América, pero era inglés, ¿sabe? De Liverpool.

– No, no lo sabía. -Lord Robert miró el vestido de luto. La compasión que se veía en su mirada era inconfundible-. Lamento mucho su pérdida.

Allie bajó los ojos para que él no pudiera leer en ellos.

– Gracias.

– Aunque no es exactamente el momento adecuado para hablar de ello, sé lo que es perder a alguien a quien se quiere. Mi padre murió hace unos años. Lo echo de menos todos los días.

Parecía querer decir algo más, pero permaneció en silencio.

– Lo entiendo -repuso Allie-. Yo también pienso en David todos los días. -Respiró hondo y añadió-: Estoy segura de que está ansioso por regresar a Bradford Hall a esperar el nacimiento de su sobrina o sobrino, y no deseo causarle más molestias. Si me recomienda una pensión de confianza, yo misma organizaré mi traslado a la propiedad cuando haya terminado con mis asuntos.

Robert estaba claramente sorprendido, pero no le hizo ninguna pregunta. Al contrario.

– No será necesaria una pensión, señora Brown. Elizabeth y Austin insistirán en que se aloje en su mansión de Londres.

– Oh, pero no puedo…

– Claro que puede. Elizabeth pedirá mi cabeza si le permito alojarse en una pensión. Y como hay varios asuntos que podrían requerir mi atención, no tengo ningún inconveniente en permanecer en Londres hasta que esté lista para ir a Bradford Hall. Tengo unas habitaciones en Chesterfield que están a poca distancia de la mansión.

Allie estudió su rostro, y una sensación de alarma le atenazó el estómago. Algo había destellado en los ojos de Robert al hablar de «varios asuntos»… el mismo tipo de evasiva que ella conocía tan bien, gracias a David. Pero la mirada había sido tan pasajera… ¿Se la habría imaginado?

– Es una oferta muy amable, lord Robert, pero…

– La amabilidad no tiene nada que ver, créame. Es simple instinto de supervivencia. Si apareciera por Bradford Hall sin usted, después de prometer solemnemente que la llevaría allí, mi honor estaría irreparablemente dañado. -Una lenta sonrisa le iluminó el rostro-. Y Elizabeth no pararía de regañarme hasta que se me cayeran las orejas.

Por un corto instante, Allie sintió que respondía involuntariamente a la sonrisa de Robert, que permitía que su calidez la inundara. Se parecía tanto a la de David…

Robert se puso serio.

– ¿Se encuentra bien, señora Brown? De repente se ha puesto un poco pálida.

– Estoy bien. Sólo estaba pensando en…

– ¿Sí?

– En que usted me recuerda mucho a mi marido.

Robert pareció sorprenderse ante sus palabras, luego sonrió cortés, con una mirada comprensiva.

– Gracias.

En ese momento, el lacayo regresó con el baúl. Después de atarlo en lo alto del carruaje, partieron, dejando atrás los olores y ruidos del puerto. Mientras se alejaban de la margen del río, Allie se fue relajando un poco, hasta poder mirar al hombre que se sentaba frente a ella. El hombre que era otro David, sólo que esta vez con un envoltorio aún más atractivo. Le había agradecido que lo comparara con David. Pensaba que le había hecho un cumplido.

«Si supieras, lord Robert. Si tú supieras…»

Lester Redfren surgió de la larga sombra que proyectaba el casco de madera del Seaward Lady. Contempló con ojos entrecerrados el carruaje lacado en negro que se alejaba y escupió sobre los adoquines. Maldición, aquella mujer tenía la suerte del diablo. ¿Cómo demonios se suponía que iba a matar a esa mocosa si siempre estaba rodeada de viejas cotorras y perros ruidosos? Se miró el bajo roto de los pantalones. Estúpidas bestias. Habían arruinado lo que hubiera sido el asesinato perfecto. ¿Y no era maldita mala suerte que la Brown esa supiera nadar?

Y ahora se había ido con un pelele encopetado. Se dispuso a seguir a pie el carruaje que se llevaba a su presa. Demonios, el que le había contratado no estaría satisfecho de que aún no estuviese muerta.

«Pero ya me encargaré yo de que la arreglen. Nunca he fallado en ningún trabajo, y no voy a empezar ahora. Mañana a esta hora, estará muerta. Y yo seré un hombre rico.»

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