13

Robert necesitó toda su fuerza de voluntad y su capacidad de concentración para comportarse con normalidad mientras acompañaba a Allie hasta las enormes puertas de roble. Con cinco palabras susurradas suavemente, le había dejado casi sin sentido. «Creo que deberíamos ser amantes.»

Maldecía y bendecía el haber llegado justo en ese momento: lo maldecía por impedirle lanzarse y tomarle la palabra allí y en ese mismo instante. Pero lo bendecía por evitarle la posibilidad de hacer o decir algo inadecuado, y por concederle un aplazamiento que le permitiera ordenar sus ideas, lo que seguramente resultaría más sencillo si el cerebro empezara a funcionarle de nuevo.

Sólo Dios sabía hasta qué punto deseaba ser su amante. Pero quería mucho más que eso. El que ella hubiera sugerido un arreglo semejante lo complacía y lo excitaba, hasta un punto casi insoportable. Sin embargo, también lo había dejado con una clara sensación de intranquilidad que no acababa de identificar. La ironía de la situación le golpeo con fuerza y movió la cabeza. La noche anterior había desgastado el suelo de su dormitorio yendo de un lado a otro, y luego había permanecido sentado durante seis horas en aquel maldito carruaje, intentando por todos los medios pensar en un modo de conseguir que ella lo desease, sólo para descubrir al final que ya lo deseaba. Ahogó un gruñido de frustración. ¿Por qué no habría formulado esa turbadora sugerencia sólo cinco horas antes?

Las puertas se abrieron y Robert y Allie entraron en el vestíbulo.

– Buenas tardes, lord Robert, señora Brown -dijo Fenton, haciendo una pequeña reverencia-. Todos esperaban su llegada con ansiedad.

– La duquesa se encuentra bien, ¿no? -inquirió Robert mientras entregaba el sombrero al imponente mayordomo.

– Sí, señor. La duquesa ha comenzado a tener… dolores esta mañana -repuso el mayordomo ruborizándose ligeramente-. De lo último que se nos ha informado es de que todo va perfectamente. Su Excelencia es muy fuerte.

– Ah. Así que es muy posible que el bebé haga hoy su aparición? Excelentes noticias. ¿Y el duque?

Un ligero ceño apareció en el delgado rostro de Fenton.

– Tan bien como cabría esperar, señor.

Robert insinuó una sonrisa burlona.

– Despotricando, gruñendo, caminando arriba y abajo y mirando el reloj con cara de pocos amigos, ¿me equivoco?

– Lo ha resumido muy bien, señor.

– ¿Su cabello?

– Bastante de punta.

– ¿La corbata?

– Un desastre. Kingsbury está terriblemente consternado. -Robert se inclinó hacia Allie.

– Kingsbury es el ayuda de cámara de Austin. No soporta las corbatas mal colocadas. ¿Y el resto de la familia?

– Lord William partió ayer para ocuparse de un asunto de negocios en Brighton, en sustitución de su Excelencia. Lady Claudine y su hija lo acompañaron -comunicó Fenton mientras tomaba el sombrero y la chaqueta entallada de Allie.

– Ha conseguido escaparse, ¿algo? -rió Robert.

– Sí, señor. Los niños están durmiendo en el cuarto de juegos, y su madre y lord y lady Eddington se hallan en el salón-tosió discretamente sobre la mano-, con su Excelencia.

– Cáspita. ¿Cuánto rato llevan aguantándolo?

Fenton consultó su reloj.

– Una hora y treinta y ocho minutos.

– Santo Dios, se merecen una medalla. -Se volvió hacia Allie-. Prefieres refrescarte un poco o lanzarte directamente a la refriega?

– Preferiría conocerlos primero… a no ser que mi aspecto tenga una urgente necesidad de reparación.

La mirada de Robert la recorrió lentamente y luego regresó a su rostro.

– Estás encantadora. «Y nada me gustaría más que desarreglarte.»

Un ligero rubor coloreó las mejillas de Allie.

– Entonces, pasemos a las presentaciones.

– Condúcenos, Fenton. -Le ofreció el brazo a Allie y apartó de sí la imagen de ambos, desnudos, abrazándose-. Puedes conocer a la familia y ayudarme a rescatarlos al mismo tiempo.

Allie colocó la mano sobre el brazo que le ofrecía Robert, y éste apretó los dientes para borrar otra ardiente imagen de ambos en su lecho. Mantener la compostura le iba a resultar difícil. No podía recordar la última vez que se había sentido tan frustrado y agitado.

¿Cuánto tardarían en poder estar solos de nuevo? ¿En poder finalizar la conversación interrumpida? No lo sabía, pero primero tenía que saludar a la familia. Quizás el verlos apartara sus pensamientos de Allie.

– Lord Robert y la señora Brown -anunció Fenton en la puerta del salón.

Allie traspasó el umbral y penetró en el espacioso e iluminado salón. Dos damas y un caballero, todos con inconfundibles expresiones de alivio, se alzaron del sofá de brocado que se hallaba frente a la chimenea y se acercaron a ellos. Otro caballero, con el pelo alborotado y la corbata completamente torcida, se hallaba junto a las vidrieras al otro lado de la amplia sala.

Allie soltó el brazo de Robert y se separó de él, exhalando prolongadamente. Le resultaba imposible concentrarse cuando lo tocaba o estaba lo suficientemente cerca como para aspirar el celestial aroma de jabón másculino y ropa fresca. Por mucho que quisiera ver a Elizabeth y conocer a la familia, deseaba que su llegada se hubiera retrasado unos cuantos minutos. ¿Qué habría estado a punto de decir Robert? ¿Había tenido la intención de aceptar su oferta? ¿O de rechazarla? Desde que le lacayo abriera la puerta, nada en el comportamiento o en la expresión de Robert le había dado una pista.

¿Cómo esperaba actuar con normalidad delante de esas personas cuando sus pensamientos formaban tal torbellino?

«Sólo haz lo que has hecho durante los últimos tres años. Finge que todo va bien.»

Una mujer hermosa y regia, de cabello dorado pálido y ojos azul oscuro, extendió las manos hacia Robert.

– Querido, estoy tan contenta de que hayas llegado.

Robert se inclinó y la besó en ambas mejillas.

– Madre -se irguió con una sonrisa revoloteándole por la comisura de los labios-, estás maravillosa, como siempre. Sin duda demasiado joven para estar de nuevo a punto de ser abuela.

– Tienes mucha razón, desde luego. -Los ojos de la mujer sonrieron a Robert.

– Madre, permíteme que te presente a la señora Brown. Mi madre, la duquesa viuda de Bradford.

Ésta se volvió hacia Allie y le ofreció una sonrisa de bienvenida.

– Señora Brown. Me alegro mucho de conocerla. Elizabeth nos ha contado tantas cosas de usted que me parece como si ya la conociera. -Allie realizó lo que esperó que fuera una reverencia aceptable.

– Es un placer conocerla, Excelencia.

Una versión sonriente y más joven de la madre de Robert se unió al grupo, seguida de un hombre apuesto de cabello oscuro.

– Mi hermana y mi cuñado, lord y lady Eddington -los presentó Robert.

La mujercita rubia agitó un dedo hacia Robert.

– Ya pensábamos que nunca ibas a llegar, querido hermano -le regañó. Luego agarró las manos de Allie-. Madre tiene toda la razón. A todos nos parece como si ya la conociéramos.

– Muchas gracias, lady Eddington.

– Puff. Llámame Caroline.

– Será un honor. Y por favor, llámame Allie. -Sonrió al marido de Caroline y le hizo una pequeña reverencia-. Un placer, lord Eddington.

Éste sonrió y dos profundos hoyuelos se le formaron en las mejillas.

– Lo mismo digo, señora Brown. -Hizo un gesto de asentimiento hacia Robert, y luego dijo por lo bajo-: Vuestra presencia es de lo más oportuna. No he logrado entretenerle. Quizá tú lo consigas antes de que haga un agujero en la alfombra.

La mirada de Robert fue hacia el duque, que se aproximaba.

– ¿Detecto una nota de desesperación en vuestras voces?

Antes de que nadie pudiera contestar, el duque se unió al grupo. Robert y él se dieron la mano. Mientras lo hacían, Allie observó al hombre que había ganado el corazón de Elizabeth. Era, en una palabra, impresionante. Alto, apuesto, atractivo. Y se hallaba a todas luces en un estado de pánico tal que se le enterneció el corazón. El duque se volvió hacia ella y Allie se quedó sorprendida al notar su extraordinario parecido con Robert. Excepto que los ojos del duque eran grises. Y preocupados.

– Es un honor conocerlo, Excelencia -dijo, haciendo una reverencia-. Gracias por invitarme tan generosamente a su hogar.

Él le tomó la mano e hizo una inclinación de cabeza.

– El placer es nuestro, señora Brown. Además, esperar su llegada ha hecho que el ánimo de Elizabeth se mantenga alto. Está ansiosa por verla. -Su mirada fue hacia la puerta-. ¿He oído un grito? ¿Era Elizabeth?

Caroline lanzó a Robert una mirada cargada de significado.

– Cálmate, Austin. No ha sido un grito. El bebé aún tardará horas en llegar.

El duque palideció y se pasó las manos por el ya revuelto cabello.

– Vamos, viejo amigo -dijo Robert, poniendo una mano sobre el hombro de su hermano-. Pasemos a la sala de billar y dejemos que las damas se conozcan mejor. Vamos antes de que te arranques todo el cabello y Elizabeth se vea obligada a vivir con un calvo.

– Gracias, Robert, pero no estoy de humor para el billar.

Robert se volvió hacia lord Eddington.

– Como Austin tiene miedo de perder ante mi superior habilidad, ¿puedo retarte a una partida, Miles?

Fue imposible no notar el alivio de lord Eddington.

– Sin duda. Hace rato que deseaba jugar, pero Austin declinó mi invitación. Es obvio que también tiene miedo de mi habilidad en la mesa de billar.

Robert lanzó un buido poco elegante.

Tú no tienes ninguna habilidad en la mesa de billar.

Lord Eddington abrió los brazos y se encogió de hombros.

– Pero Austin teme perder ante mí.

La mirada del duque pasó de uno al otro.

– No creáis ni por un segundo que no sé lo que estáis tramando. Y no va a servir de nada. No tengo ningunas ganas de jugar en un momento como éste.

– Claro que no -exclamó Robert-. Pero tanto tocarte el cabello, tanto retorcerte las manos y tanto ir de arriba abajo está alterando a madre y a Caroline. Y la alfombra Axminster que estás dejando raída es, según creo, la favorita tanto de tu madre como de tu esposa.

– A mí también me gusta -añadió lord Eddington como ayuda.

– ¿Lo ves? Es unánime -concluyó Robert-. Y piensa en lo feliz que se sentirá Elizabeth cuando le digan que estás disfrutando en la sala de billar en lugar de destruir su alfombra favorita.

La fría mirada que el duque le lanzó hubiera podido congelar el aire. Allie observó a Robert y a su hermano mirarse fijamente durante un largo momento, y notó que una silenciosa comunicación se establecía entre ellos.

Finalmente, el duque exhaló un largo suspiro.

– Muy bien. Iré a la sala de billar. Pero no creas que me vas a tener allí metido toda la tarde. -Apuntó con el dedo a lord Eddington-. ¿Miedo a perder contigo? Te podría ganar incluso con los ojos cerrados.

– Y yo te podría ganar a ti con los ojos cerrados. -Robert desafió a su hermano con una sonrisa de suficiencia.

El duque miró a Robert y enarcó las cejas. -No es posible que creas eso.

– Oh, pues lo creo. De hecho, estaría dispuesto a apostar cinco libras. Claro que si tienes miedo…

– Será un gran placer aliviarte del peso de un billete de cinco libras -repuso el duque con una sonrisa sarcástica-. Es más, estoy dispuesto a aliviarte de un peso mayor. ¿Digamos veinte?

Robert frunció el entrecejo y se rascó la barbilla.

– ¿Puedes permitirte perder tanto? Estás a punto de tener una boca más que alimentar, ya sabes.

– Estoy seguro de que mis arcas podrán aportar esa suma llegado el caso, aunque no llegará. La pregunta es: ¿puedes permitírtelo tú?

– Sí, pero no será necesario.

– Uno de nosotros se equivoca -dijo el duque.

– Ciertamente. Y tú sabes que yo nunca me equivoco -replicó Robert. Y se rascó la solapa con las uñas con aire de suficiencia-. En realidad, creo que mi «siempre tengo razón» es una de mis cualidades más atractivas, precedida sólo por mi…

– Pomposidad desmesurada -intercaló el duque.

– Nooo -repuso Robert con el tono que se emplearía con un niño pequeño-. Precedida sólo por mi extraordinaria, y me atrevería a decir imbatible, habilidad con el taco de billar.

– Realmente estás pidiendo que te sacuda con el taco -dijo el duque-. Te espero en la sala de billar. -Y salió de la habitación con firmes zancadas.

Caroline, su esposo y la madre lanzaron suspiros de alivio.

– Gracias, querido -dijo la duquesa madre-. Ha estado comportándose como un oso enjaulado con una espina clavada en la pata desde que Elizabeth tuvo el primer dolor. Nos está volviendo locos. -Alzó la mano y palmeó a Robert en la mejilla-. Una partida es justo lo que necesita para distraerse. Ya te daré yo las veinte libras.

Robert enarcó las cejas.

– Qué falta de fe, madre. ¿Qué te hace pensar que voy a perder la apuesta?

– Sé que eres un buen jugador, querido, pero Austin también. ¿Ganarle con los ojos cerrados? No pensarás que puedes hacerlo.

– Ya veremos. -Su mirada se posó en Allie-. Ya sabes que siempre juego para ganar.

Allie pasó unos cuantos minutos intercambiando cumplidos con Caroline y su madre, y luego pidió que la excusaran.

– Me gustaría refrescarme un poco, si no les importa.

– Claro que no -dijo Caroline, rodeándola con el brazo-. Elizabeth te ha preparado el dormitorio de invitados marfil. Te llevaré hasta allí.

– Yo me quedaré aquí -dijo la duquesa madre con una regia sonrisa, y disfrutaré de la tranquilidad y de la ausencia de paseos.

En cuanto torcieron hacia el corredor, Caroline se acercó más a Allie y le habló en confianza.

– Pobre Austin. Está muy nervioso. Claro que los demás también estamos ansiosos, pero Austin es incapaz de ocultar su ansiedad.

– ¿Hay algún problema…?

– Oh, no. Elizabeth está muy bien. La comadrona nos informa cada cuarto de hora. Si no lo hiciera, Austin subiría como una locomotora y entraría sin más en la habitación. Los hombres son así. Miles se comportó igual cuando nació nuestra hija. Madre me ha dicho que nuestro padre también, y Claudine dice que William lo pasó peor que ella. Y estoy segura de que Robert, a pesar de toda su calma jovial, será un candidato perfecto para el manicomio en cuanto le toque el turno de la paternidad inminente.

Allie sintió una sensación de inquietud en el estómago al pensar en Robert siendo padre. Con una esposa.

«¿Inquietud? -se burló su conciencia-. ¡Idiota! Eso son celos.»

– Es bueno que sean las mujeres las que tienen los hijos -prosiguió Caroline mientras subían por la amplia escalera-. Cielos, si esa tarea la tuvieran que hacer los hombres, la humanidad se extinguiría. Al primer dolor de parto, ¡pfffl -Chasqueó los dedos-. Se matarían inmediatamente.

Allie ahogó una risita, pero estaba demasiado ocupada intentando no perder pie en la amplia escalera mientras contemplaba el esplendor que la rodeaba.

– Es la mansión más espléndida que he visto nunca. -Una gigantesca araña de cristal, que parecía soportar cientos de velas, lanzaba resplandores irisados sobre las paredes color crema. Mirara donde mirara, captaba algo encantador, pinturas, jarrones de porcelana adornados con fragantes flores, estatuas de mármol… Caroline dobló una esquina y ella la siguió. Pasaron ante un enorme espejo de marco dorado, donde Allie pudo captar su expresión boquiabierta.

– Elizabeth me describió Bradford Hall en sus cartas -dijo-, pero sus palabras no le hacían justicia. Me resulta extraño pensar en ella viviendo entre tanto lujo. Me alegro mucho de la suerte que tuvo al encontrar a tu hermano. Lo ama profundamente.

– Y Austin la adora -repuso Caroline-. No está muy de moda, ¿sabes?, que un hombre de su posición se case por amor, pero fue amor a primera vista. -Exhaló un suspiro soñador-. Fue tan romántico… Y un noviazgo tan corto y apasionado. Pero eso no es sorprendente, porque los noviazgos fulgurantes son una tradición familiar. Se detuvo ante una puerta y la abrió- Este será tu dormitorio.

Allie cruzó el umbral y se quedó de piedra. La habitación era asombrosa. Recubierta de marfil verde pálido y dorado en su totalidad. Parecía el dormitorio de una princesa. Una alfombra persa de color verde oscuro y oro cubría el suelo. Un alegre fuego ardía en la chimenea de mármol, y los rayos del sol se colaban por los ventanales, que estaban flanqueados de cortinas de terciopelo verde. Una enorme cama con dosel dominaba la sala, con un cubrecama de satén color alabastro, bordado con hilo de oro. Un escritorio se hallaba cerca de la ventana, invitando a escribir cartas mientras se contemplaba el verde paisaje.

– Maravilloso -exclamó Allie, moviéndose en un lento círculo.

Caroline señaló hacia un largo cordón que colgaba junto a la cabecera de la cama.

– Si necesitas cualquier cosa, de día o de noche, tira del cordón. -La sonrisa de Caroline se apagó mientras recorría con la mirada el negro vestido de Allie-. Elizabeth no mencionó que hubieras sufrido una pérdida reciente… Lo lamento.

Allie sintió calor en la nuca. Odiaba mentir, pero en algunos casos, la verdad era peor.

– Mi pérdida no es reciente. Han pasado tres años desde que mi marido… -Dejó que las palabras se perdieran, considerando, como había hecho durante mucho tiempo, que si alguien sacaba conclusiones incorrectas, no era su culpa, y así evitaba tener que decir una mentira completa.

Caroline pareció preocupada.

– Perdóname. No intentaba curiosear o despertar recuerdos penosos. -Se acercó a Allie y la tomó de las manos-. Pero tengo toda la intención de que seas muy feliz durante tu estancia. ¿Montas a caballo?

– Sí. Y me gusta mucho.

– Entonces sugiero, en vista del espléndido tiempo que tenemos, que salgamos a cabalgar mientras los caballeros juegan al billar. ¿Tienes ropa de montar?

Las mejillas de Allie se ruborizaron.

– Me temo que no.- Se miró el vestido negro-. ¿No puedo llevar esto?

– Oh, sí -la tranquilizó Caroline rápidamente-. Pero es una pena arriesgarse a que la ropa de diario se ensucie con el polvo y retenga el olor a caballo.- La miró de arriba abajo-. Tenemos una altura y un tamaño similar. Me encantará prestarte uno de mis trajes de montar. -Antes de que Allie pudiera objetar, Caroline añadió-: No tengo ninguno negro, pero tengo uno marrón oscuro.

Allie estaba indecisa. No debería tomar prestada la ropa de otra persona. Pero la tentación de ponerse algo que no fuera de color negro… deshacerse del manto exterior del luto, salir bajo el sol y cabalgar junto a aquella adorable joven, simpática y sonriente, que tenía los mismos ojos que Robert, era casi abrumadora. Pero algo en su interior sabía que en cuanto diera aquel irrevocable primer paso, no habría vuelta atrás.

– Muchas gracias, pero puedo ponerme uno de mis vestidos viejos -dijo antes de permitirse cambiar de opinión y ceder a la tentación.

Caroline le apretó las manos y luego se dirigió hacia la puerta.

– La oferta sigue en pie, deberías reconsiderarlo. Me cambiaré y me reunire aquí contigo en media hora.

– De acuerdo.

Caroline le sonrió desde la puerta.

– Me alegro tanto de que estés aquí, Allie. Te prometo que te mantendremos ocupada hasta que Elizabeth vuelva a estar en pie. Quizá para cuando volvamos del paseo, el bebé ya habrá nacido. ¿No sería maravilloso?

Un bebé… Allie reprimio el nostálgico anhelo que apoderarse de ella.

– Sí.

Con un gesto y una sonrisa, Caroline se despidió. Allie se acercó a la ventana. Su dormitorio daba a la parte delantera de la mansión. El césped se extendía a ambos lados en lo que parecía la curva infinita del camino de entrada flanqueado de árboles. El alegre trino de los pájaros resonaba desde las ramas, y las hojas brillaban con reflejos dorados bajo el sol de la tarde, mecidas por una suave brisa.

«0h. Elizabeth. Me alegro tanto por ti… Que hayas encontrado este lugar maravilloso y esta gente encantadora. Y que ahora esperes el nacimiento de tu segundo hijo. Te mereces toda esta felicidad.»

Y aunque sin duda le resultaba extraño imaginarse a Elizabeth rodeada de toda esa opulencia, sí que la veía con facilidad en medio de ese marco pastoral.

Reposó la mirada sobre el camino empedrado. Hacía menos de una hora que ella había avanzado en el carruaje por ese lugar y le habia pedido a Robert que se convirtiera en su amante. Una ola de calor la recorrió, cubriéndola de anhelo, deseo e inquietud.

¿Cuál sería su respuesta? ¿Estaría pensando en ello en ese mismo instante?

En cuanto Robert y Miles entraron en la sala de billar, Austin comenzó a hablar.

– Bien, Robert. La única razón por la que estoy aquí es porque me has lanzado «la mirada». Es obvio que tienes que hablarme de algo. ¿Qué demonios puede ser tan importante? -exigió saber Austin.

Robert se pasó las manos por el cabello. Cierto, casi había hecho falta una ley del Parlamento para arrancar a Austin de su puesto, que él mismo se había asignado, en el salón. No fue hasta que Robert le hizo la silenciosa señal, que los hermanos habían convenido de niños para indicarse que algo no iba bien, que Austin había aceptado ir a la sala de billar. Y aunque no tenía ningún deseo de aumentar las preocupaciones de Austin, no podía dejar pasar más tiempo sin explicarle los desagradables incidentes de Londres.

Lo relató todo rápidamente hasta poner a Austin y Miles al corriente. Cuando finalizó su monólogo, ambos lo miraron con expresión seria.

– No hemos tenido ningún problema durante el viaje desde Londres hasta aquí -dijo Robert-, pero tengo la impresión de que esto no ha acabado. Espero que, con Michael de camino hacia Irlanda con la nota y el magistrado buscando al culpable, no tardarán en apresar a ese canalla. Pero, mientras tanto, tenemos que tomar precauciones. No quiero que la señora Brown, o ninguna de las mujeres, salga sola hasta que este misterio se resuelva.

Austin asintió moviendo lentamente la cabeza.

– Avisaré a los criados y les diré que informen de cualquier actividad extraña. -Puso la mano sobre el hombro de Robert-. Me alegro de que ninguno de los dos resultara herido. Has hecho muy bien en traer aquí a la señora Brown sana y salva.

Robert apretó los dientes.

– No lo suficientemente bien. Ese canalla podría haberla matado. -Apretó los puños-. No tendrá otra oportunidad, te lo aseguro.

Se fijó en que Austin y Miles intercambiaban una rápida mirada inquisitiva.

– La señora Brown -repuso Austin lentamente, como si eligiera las palabras cuidadosamente- es sin duda una mujer de gran determinación que lucha por aquello en lo que cree. Una virtud admirable, sobre todo en vista de las penalidades que ha sufrido por ello. Puedo entender por qué Elizabeth y ella son íntimas amigas, en ese sentido se parecen mucho.

– Sí. Realmente es una mujer admirable -afirmó Robert, mirando a Austin fijamente a los ojos y sin importarle que su hermano sospechara lo que sentía por Allie. Si se salía con la suya, todos lo sabrían dentro de poco-. Si me excusáis, voy a ver cómo están las damas. Me aseguraré de que Caroline no haya arrastrado a la señora Brown a alguna parte. -Le hizo un gesto a Austin-. Supongo que tú no saldrás de casa.

– Supones bien -repuso Austin, pasándose los dedos entre los cabellos.

Robert le pasó a Austin un taco reluciente y pulido.

– Ve practicando, hermano. Cuando regrese, voy a hacer que me debas veinte libras.

Robert encontró el salón vacío, y salió por el ventanal hacia la soleada terraza. Allí encontró a su madre disfrutando de un té con galletas acompañada de sus nietos. Pirata, el enorme perro, tumbado estratégicamente cerca de la mesa, se tragaba las galletas que le daban en cuanto llegaban al suelo, y a veces, antes de que llegaran tan lejos.

Robert alzó una mano para protegerse los ojos del brillante sol y buscó con la mirada a Allie y Caroline. Vio con alivio sus siluetas en la distancia, avanzando hacia la terraza desde los establos.

– ¡Tío Robbb! -chilló una vocecita. Robert devolvió su atención a la mesa de hierro y vio a la hijita de dos años de Caroline, Emily, saltar de la silla. La niña corrió hacia él y se tiró a sus brazos.

Robert la alzó y le dio una vuelta en el aire, riéndose ante el placer de la niña.

– Ah, señorita Cosquillas, te he echado de menos -dijo una vez que hubo parado.

La niña le plantó en la mejilla un beso dulce, risueño y lleno de galleta.

– ¡Otra vez! -pidió.

Antes de que pudiera complacerla, James, el hijo de Austin y Elizabeth, se le pegó a la pierna como un abejorro.

– Yo vuelta -exigió James, de tres años, con toda la autoridad del heredero de un ducado.

– Bueno, y aquí tenemos a lord Revoltoso. -Alzó al niño y se lo colocó en el otro brazo, luego empezó a girar en círculos hasta que sus pasajeros se quedaron sin aliento. Cuando se detuvo, el mundo aún le daba vueltas.

James le dedicó una sonrisa torcida.

– Toy mareado.

– Yo también -repuso Robert riéndose-. ¿Qué te parece una galleta, hombrecito? Tengo hambre después de tantas vueltas. -Dejó al niño en el suelo y James corrió inmediatamente, y de un modo bastante inestable, hacia la mesa.

Emily, todavía en brazos de Robert, le colocó las manos extendidas sobre las mejillas y le hizo volver la cabeza para tener toda su atención. Robert tuvo que sonreírle. Le hizo la carota que sabía que tanto le gustaba y luego la besó ruidosamente en el suave cuello. Emily gritó encantada, agarrándose a dos mechones del pelo de Robert.

– Oh, eres una galleta -dijo Robert, abriendo mucho los ojos ¡Te comeré! -Puso la cabeza entre la barbilla y el hombro de la niña e hizo exagerados ruidos de masticación.

Se agachó hasta quedar de rodillas e inmediatamente James se le subió a la espalda, galleta en mano, y gritando: «¡Caballito!» Pirata fue hacia el trío, meneando la cola y siguiendo el reguero de migas azucaradas que James dejaba a su paso. Saludó a Robert con una sonrisa canina y un amistoso lametazo en la mano.

Riendo, Robert alzó la mirada, y se quedó de piedra. Allie y Caroline estaban subiendo los escalones de la terraza. Caroline hablaba y Allie movía la cabeza asintiendo, con una de sus escasas sonrisas dibujada en el rostro. El corazón de Robert se detuvo un instante y luego se desbocó. Allie estaba radiante y feliz, Joven y despreocupada… la muchacha del dibujo.

Robert sintió que el mundo a su alrededor se desvanecía. Excepto ella. Y entonces ella lo miró.

Allie trastabilló al encontrarse directamente con la intensa mirada de Robert. Una niña que parecía una versión en miniatura de Caroline estaba sentada sobre el brazo del joven, despeinándolo con sus manitas. La niña había levantado dos mechones de su oscuro pelo que parecían los cuernos del diablo. Un niño, que tenía que ser el hijo de Elizabeth, colgaba de la espalda de Robert, exigiendo su atención, mientras que un enorme perro le lamía la mano.

Pero la atención de Robert estaba únicamente centrada en ella. Un escalofrío de reconocimiento pasó entre ellos, asustándolos con su intensidad. Allie apartó la mirada y observó a los niños. Era evidente que lo adoraban, y él a ellos. Allie sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Aquel hombre sería algún día un padre maravilloso.

La voz de Caroline rompió el hechizo y la sacó de su estupor.

– Ese diablillo es mi hija Emily -explicó sonriendo-. Y el otro diablillo, el más pequeño -dijo, señalando a Robert y al niño-, es James, el hijo de Elizabeth y Austin.

– Son encantadores -afirmó Allie. De repente, el perro alzó la cabeza para mirarla y Allie dio un respingo.

– No te asustes -dijo Caroline mientras el enorme animal se acercaba a ellas con la lengua fuera-. Pirata puede que sea enorme, pero es muy bueno.

– No me asusta -le aseguró Allie. Acarició el blanco pelaje de Pirata y recorrió con el dedo el borde de la mancha negra que tenía sobre el ojo izquierdo, la única mancha de color en todo el blanco pelaje. Ése debía de ser el perro al que Robert había llamado Caballo Ladrador-. Lo cierto es que me siento como si estuviera saludando a un viejo amigo. Se parece muchísimo a Patch, el perro que Elizabeth tuvo desde pequeña. Lo dejó con mi familia cuando se trasladó a Inglaterra. Era demasiado viejo para hacer todo el viaje. -Rascó al perro detrás de las orejas y la cola de éste se agitó de placer-. Lo queríamos mucho.

– Austin sabía cuánto echaba de menos Elizabeth a su perro, así que buscó por toda Inglaterra hasta encontrar uno que se pareciera a su querido Patch.

– Pues lo consiguió -murmuró Allie, sonriendo mientras Pirata la miraba con una expresión de adoración con la que también le pedía que siguiera rascándole las orejas. Una sensación que Alile no pudo describir la invadió al saber que el duque se había esforzado tanto para complacer a Elizabeth. Allie sabía lo mucho que le había costado a Elizabeth separarse de Patch.

«No hubiera tenido que hacerlo de no ser por mí… si yo no la hubiera obligado a marcharse.»

– Bueno, creo que ya conoces a todos los miembros de la familia -dijo Caroline.

– No a todos -dijo una profunda voz a su espalda.

Todos se volvieron. El duque se hallaba ante la puerta de la cristalera, con una sonrisa de felicidad, alivio y cansancio.

– Acabo de bajar del cuarto de Elizabeth. Hay un nuevo miembro de la familia que todos tendréis que conocer.

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