5

¡Dios, cómo odiaba ver sangre! Siempre había sido igual. Incluso de niño. Tenía un vívido recuerdo de haberse cortado en el pie con una piedra afilada a los seis años. Había contemplado la sangre que le manaba de la herida y a punto había estado de desmayarse. Lo único que le impidió hacerlo fue el saber que Austin y William se habrían burlado de él despiadadamente si se hubiese desvanecido como una jovencita.

Una sola mirada a la mano de la señora Brown y a la mancha de sangre que ensuciaba su pálida mejilla había sido suficiente para que el estómago se le pusiera del revés.

– Está herida -dijo. Maldición, la voz le sonaba débil. ¿Por qué no había notado la sangre mientras la ayudaba a avanzar agarrándole de la mano? ¿Habría empeorado la herida al apretársela? ¿Le habría hecho daño? No, se dijo. La sangre le manaba de la mano derecha, y él le había agarrado la izquierda.

Se aclaró la garganta y la sujetó suavemente por los antebrazos. Le hizo estirar las manos y los labios se le tensaron formando una fina línea. Incluso bajo aquella tenue luz podía ver que las muñecas de la joven estaban en carne viva. Múltiples arañazos sangrantes le cubrían las palmas y los dedos, pero era el largo corte que tenía en la mano derecha lo que más le preocupaba. Una gota de sangre cayó desde la punta del dedo de la joven y Robert tuvo que tragar saliva.

– Hay que tratar estas heridas inmediatamente.

Hizo rápidos cálculos mentales. Tardarían treinta minutos como mínimo en recorrer el laberinto de calles que les llevaría hasta la mansión. Sus habitaciones se hallaban aún más lejos. No podía soportar la idea de que ella pasara sangrando todo ese tiempo. iDios! Aquella mujer no había pronunciado ni una sola palabra de queja y debía de estar sufriendo terriblemente. Se sintió invadido por una ternura compasiva, y casi no pudo resistir el impulso de sentarla en su regazo y acunarla como a un niño herido. Puesto que eso era exactamente lo que parecía.

De pronto se le ocurrió una idea y se aferró a ella como un perro hambriento a un hueso. Le hizo una señal al cochero y le gritó una dirección diferente.

– Un soberano para usted si llegamos en cinco minutos -gritó. El coche salió disparado, casi haciéndole caer del asiento.

– ¿Adónde vamos? -preguntó la señora Brown. Sus ojos parecían incluso más grandes y asustados que un momento antes.

La mirada de Robert recorrió la mancha de sangre que tenía en la mejilla.

– A casa de un amigo. Vive cerca de aquí. Esas heridas necesitan atención inmediata. -Metió la mano en el bolsillo y extrajo un pañuelo con el que enjugó cuidadosamente las manos de la señora Brown-. Lo lamento mucho… Le debe de doler terriblemente.

Ella no contestó, y la mirada de Robert volvió a posarse sobre su rostro y casi se le partió el corazón al ver que le temblaba el labio inferior.

– Para serle sincera -susurró la mujer-, no es nada comparado con lo que me duelen los pies.

– ¿Los pies? -Robert bajó la vista hacia el suelo, pero lo único que pudo ver fueron sus propias botas y la falda negra de la mujer.

– Sí. Al parecer he perdido un zapato y como me costaba mucho correr con uno sólo, me lo he sacado. Me temo que las medias no han sido una gran protección.

– Dios mío. Déjeme ver. -Un músculo le tironeó en el mentón.

La señora Brown dudó un instante y luego lanzó lentamente un pie.

Robert se lo sujetó suavemente por el tobillo a través de la lana de la falda. Ella tragó aire.

– Perdóneme -se disculpó Robert. Lentamente alzó la tela hasta que se pudo ver el pie. No se molestó en contener el gemido que le nació en la garganta. La media estaba totalmente destrozada y los rotos bordes colgaban alrededor del delicado tobillo. Tierra, barro y Dios sabría qué cubrían el pie de la señora Brown. Ella gimió y Robert alzó la mirada hasta su rostro. La señora Brown tenía los ojos cerrados y los labios apretados. No había duda de que sentía un dolor intenso.

La furia y la compasión se mezclaron en Robert.

– El canalla que la raptó pagará por ello. Le doy mi palabra.

La señora Brown abrió los ojos y durante varios segundos se contemplaron en silencio. Ella parecía a punto de decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, el coche se detuvo. Robert miró hacia el exterior y vio que habían llegado a su destino.

– No se mueva -dijo. Abrió la puerta del vehículo y descendió a la calle adoquinada. Sacó dos monedas de oro del bolsillo y se las lanzó al conductor-. No se marche hasta que hayamos entrado -le pidió al hombre, quien asintió con la cabeza y abrió los ojos sorprendido al contemplar la cantidad de dinero que tenía en las manos. Robert se inclinó hacia el interior del coche y se encontró con la mirada inquisitiva y dolorida de la señora Brown.

– La llevaré -afirmó él en un tono que no admitía réplica.

Ella intentó protestar.

– Pero usted no puede…

– Sí, sí que puedo. Sus heridas necesitan cuidados y no correré el riesgo de que empeoren permitiéndole caminar. Ésta es la casa de un amigo, Michael Evers. Él sabe de estas cosas y es muy discreto. -Le clavó una penetrante mirada-. Soy consciente de que esto se sale de lo corriente, pero lo mismo pasa con las presentes circunstancias.

Ella le mantuvo la mirada y él se preguntó qué estaría pasando por su mente. Esperaba que no fuera a permitir que un inoportuno sentido de la decencia se mezclara en el asunto. No después de todo lo que habían pasado juntos. Atados… apretados el uno contra el otro. La imagen de la señora Brown pegada a él en el almacén se le pasó por la mente, pero la alejó con firmeza.

– De acuerdo -concedió ella finalmente.

Sin más tardanza, Robert le pasó un brazo bajo las corvas y el otro por la espalda.

– Agárrese a mi cuello -le indicó, y se sintió aliviado cuando ella le obedeció. La bajó con cuidado del coche y rápidamente subió las escaleras que llevaban a la entrada de la modesta residencia. La señora Brown se sintió pequeña y frágil en sus brazos. El corazón de Robert latió con una mezcla de temor y algo más que no sabía definir cuando, con un leve gemido, la joven inclinó la cabeza y la apoyó contra su cuello. Un toque del perfume floral que usaba aún resultaba perceptible bajo los fuertes olores a sangre y callejas pestilentes.

– Resista -susurró Robert con la boca contra la frente de la joven.

Al llegar a la puerta de roble, Robert llamó dando fuertes patadas y rogando que Michael se hallara en casa. Menos de un minuto después una mirilla de un palmo de anchura se abrió.

– ¿Qué demonios…? -gruñó una voz profunda y conocida, con un ligero acento irlandés-. Diga su nombre y qué le trae por aquí, y más vale que…

– Michael, soy Robert Jamison. Abre, por favor.

– ¿Qué diablos, Jamison…?

Robert se abrió paso hasta el pequeño vestíbulo.

– Está herida.

Los penetrantes ojos de Michael fueron de las ensangrentadas manos a los pies, que asomaban bajo el vestido.

– ¿Es grave?

– No estoy seguro. La han raptado y la han dejado atada y sin sentido. Tiene las manos y las muñecas dañadas por las cuerdas y quizá por mi cuchillo. Y ha sufrido heridas en los pies durante nuestra fuga.

– ¿«Nuestra»?

– Ya te lo explicaré. ¿Dónde puedo acomodarla?

Michael le hizo una seña con la cabeza indicando un corto pasillo.

– Llévala a mi estudio. La primera puerta a la derecha. Hay un fuego en la chimenea y encontrarás todo el coñac que necesites. Yo iré a buscar vendas y me reuniré contigo en un momento.

Sin dudarlo un instante, Robert entró en la sala y se dirigió directamente hacia el sofá de cuero situado frente a la chimenea. Con cuidado tendió a la señora Brown sobre él. Luego se apartó, la contempló y se quedó inmóvil.

Había supuesto que tendría los ojos cerrados, pero no era así. Lo miraba con una expresión seria que indicaba temor y fuerza al mismo tiempo. El oscuro cabello le rodeaba el rostro en una masa enmarañada y tenía un mechón pegado a la mejilla con sangre seca. Robert alzó una mano, que no estaba del todo firme, y le separó el mechón. El labio inferior de la mujer temblaba y Robert le pasó la yema de los dedos por la mejilla. Algo destelló en los ojos de la señora Brown. ¿Dolor? ¿Temor? Robert no estaba seguro, pero se juró que mitigaría ambos sentimientos.

Se arrodilló junto a ella, se sacó la chaqueta y después de enrollarla se la colocó bajo la cabeza para que le sirviera de almohada.

– ¿Cómo se siente?

– No del todo bien, me temo. -Alzó las manos-. Aunque sospecho que parece peor de lo que es en realidad. Incluso los pequeños cortes a veces sangran mucho. -Se miró las manos durante unos instantes y luego las dejó caer sobre el regazo. Una expresión compungida le cubrió el semblante-. La verdad es que la visión de la sangre no me sienta muy bien.

– ¿De verdad? Pues a mí no me molesta en absoluto. -Lanzó una rápida mirada hacia lo alto, para ver si un rayo estaba a punto de partirlo en dos por mentir-. Está en buenas manos, se lo aseguro. Ahora le daré un poco de coñac. Le ayudará a soportar el dolor. Luego le vendaremos las manos y los pies. -Le ofreció lo que esperaba que fuera una sonrisa tranquilizadora-. Dentro de nada volverá a correr por ahí y a ser una H.LP

– ¿H.LP?

– Horrible Intérprete al Piano.

Ella alzó una ceja elocuente.

– Eso me suena como el tizón llamando negro al carbón.

Robert sonrió y deslizó los dedos por el rostro de la mujer. La piel era como de terciopelo, otro pensamiento que se obligó a apartar de su mente. Se aclaró la garganta, se puso en pie y cruzó la sala hasta las licoreras que se encontraban sobre una mesa de caoba cercana a la ventana. Sirvió dos dedos en una copa de cristal y se los bebió de un trago. Un reconfortante ardor le calentó las entrañas. Exhaló lentamente y sirvió otra copa.

Volvió junto a la señora Brown, le colocó la copa sobre los labios y la ayudó a beber. Al primer trago, el rostro de la mujer se contrajo en una mueca.

– Agg -exclamó, apartando el rostro de la copa-. Qué horrible brebaje.

– Al contrario. Yo lo encuentro extraordinario. Y conociendo a Michael, seguramente proviene de la reserva privada de Napoleón.

La señora Brown volvió la mirada hacia él, con los ojos entrecerrados de sospecha.

– ¿Y cómo puede ser eso?

– Michael conoce a gente… digamos que muy dispar.

– Incluyendo a tunantes como tú -dijo la voz de Michael desde la puerta.

Robert se volvió y vio acercarse a Michael, cargado con vendas y un cubo de agua. Se movía como el atleta que era, con esa gracia de depredador que Robert sabía era una de las claves de su encanto.

Michael se unió a ellos y dejó las vendas en el suelo.

– ¿Cómo se siente, señorita…?

– Señora Brown -replicó ella suavemente-. Alberta Brown. -Michael le respondió con un solemne movimiento de cabeza. -Michael Evers. Encantado de conocerla. Y ahora, ¿por qué no se relaja mientras Robert y yo nos ocupamos de sus heridas?

La señora Brown asintió, y Michael le pasó a Robert un puñado de tiras de lino blanco.

– Yo me ocuparé de las manos -dijo-. Tú encárgate de los pies.

Robert asintió al instante, dándose cuenta de que Michael le asignaba la tarea más íntima. Y la menos sangrienta, esperaba. Se levantó, acercó la jarra de agua que se hallaba sobre el escritorio de Michael y llenó dos palanganas.

Sin mediar palabra, ambos hombres se entregaron a la labor. Robert se arrodilló sobre la pulida madera del suelo y alzó la falda de la joven hasta que quedaron al descubierto los pies y los tobillos. Lo que vio hizo que se le revolviera el estómago. Los pies de la joven parecían estar en un estado terrible, y rogó para que, una vez limpios, descubriera que se trataba sobre todo de suciedad y que no había ninguna herida grave.

Apartó de su mente todo lo que no fuera la tarea que tenía entre manos. Fue mojando las tiras de lino y limpiando la suciedad. Una sensación de admiración se fue apoderándo de él al percatarse de lo que ella había hecho. Había corrido todo el camino, sobre ásperas piedras y madera, sin una sola queja. Tenía que haber sufrido mucho, aparte de estar terriblemente asustada. Incluso en ese momento, él se percataba por la expresión de su rostro, con los labios apretados y el dolor velándole los ojos, de que la señora Brown sufría, aunque ni una queja atravesaba sus labios.

Oyó el ruido de la tela cuando Michael se arremangó la camisa.

– ¿Qué te parece, Michael?

– Las muñecas están en carne viva. Tiene un corte bastante profundo en la base de la palma de la mano derecha. No necesita puntos, pero le jo… esto, le fastidiará bastante durante unos días. Lo demás no tiene importancia. Arañazos. También le picarán, pero sanarán enseguida. -Miró a Robert-. ¿Y cómo tiene los pies?

Robert bajó la mirada hacia el delicado pie, ya limpio, que sostenía en la mano. Lo examinó cuidadosamente, palpándolo en círculos mientras se fijaba en el rostro de la mujer para poder detectar cualquier señal de dolor.

– Bastante roce en los tobillos debido a las cuerdas. Unos cuantos cortes poco profundos. -Examinó el otro pie y frunció el ceño-. En éste hay una astilla bastante grande clavada en el talón.

Allie se reclinó en el sofá, silenciosa e inmóvil, observándoles mientras la limpiaban y la examinaban, fingiendo no sentir vergüenza de ser atendida por un completo extraño y por un hombre a quien apenas conocía. Una vez que hubieron determinado que sus heridas no revestían gravedad, lord Robert relató sucintamente al señor Evers cómo la señora Brown se había convertido en un huésped en la mansión de los Bradford y cómo él había regresado en busca de su bastón y había descubierto a un ladrón saliendo del jardín y cómo luego se había dado cuenta de que se hallaba ante un secuestro.

Allie se sintió agradecida y sorprendida al escucharlo. Aunque lord Robert se lo había explicado antes, una vez superado el peligro podía pensar con claridad, y se daba completa cuenta de lo que significaban sus palabras. Dios, ¿qué le habría pasado si él no hubiera seguido al ladrón? Un escalofrío le recorrió la espalda y se obligó a apartar esa pregunta de su mente. Ni siquiera deseaba considerar esa posibilidad. Pero una cosa era indudable: lord Robert le había salvado la vida, y para ello había arriesgado la suya propia. Y en unos minutos empezaría a hacerle preguntas, a exigir respuestas y explicaciones que sin duda merecía, pero que ella no estaba preparada para dar.

Abrió los ojos y miró hacia el extremo del sofá. Allí se encontró con la perturbadora visión de lord Robert inclinado sobre ella, extrayéndole delicadamente la astilla que tenía clavada en el talón. Se le veía grande, fuerte y capaz; una ola de calor la recorrió y se aposentó en el plexo solar. Lord Robert tenía un mechón de su cabello color ébano caído hacia delante, lo que impedía a Allie verle la parte superior del rostro, pero le podía ver la boca con toda claridad. Tenía los labios apretados en un gesto de concentración. Su tacto era tierno y suave y Allie sintió agradables cosquilleos que le subían por las piernas. Lord Robert había remangado las mangas de la que había sido su inmaculada camisa, dejando al descubierto unos antebrazos musculosos. La mirada de Allie se deslizó hacia abajo, y aspiró con fuerza. Tenía las muñecas rodeadas de una banda de piel enrojecida y lacerada.

Lord Robert alzó la cabeza repentinamente y sus miradas se encontraron, la de él cargada de preocupación.

– Lo siento… pero al menos la astilla ya está fuera. ¿Le he hecho daño?

– No. Acabo… acabo de fijarme en sus muñecas. Está herido. -Robert negó con un gesto.

– Son arañazos. Michael se ocupará de mí en cuanto hayamos acabado con usted.

Michael lanzó un bufido poco elegante.

– ¿Y qué te hace pensar eso?

– El ser uno de tus mejores clientes. No querrás perderme.

– ¿Cliente? -preguntó Allie.

– Michael es dueño de lo que es, discutiblemente, el mejor salón de boxeo de Londres. Y él es, indiscutiblemente, el mejor púgil del país.

Allie fijó su atención en Michael Evers, quien le estaba vendando la muñeca con una delicada destreza que indicaba experiencia en esos menesteres. Sus rasgos eran pronunciados y tenían una cierta aspereza, como si los hubieran tallado en granito. Por la forma de la nariz, era evidente que se la había roto al menos una vez, lo cual no resultaba sorprendente dada su profesión. Y tampoco sorprendía la pequeña cicatriz que le dividía en dos la ceja izquierda. Tenía un cabello espeso y oscuro que necesitaba urgentemente un corte. Era un hombre corpulent sin embargo, sus movimientos poseían una gracia casi felina. Y a pesar de su tamaño, sus manos la tocaban con suavidad. Con sus rasgos ásperos, su voz ronca, el acento irlandés y una predilección por el y vocabulario soez, no parecía ni hablaba como un caballero, pero era evidente que él y lord Robert eran amigos.

En ese momento, Michael Evers se volvió hacia ella, y se sonrojó ser pillada mirándolo. Unos ojos del color del ónice la examinaron concienzudamente.

– Ha tenido mucha suerte de que Robert regresara a por su bastón señora Brown -dijo.

– Sin duda, señor Evers.

– Lo que me lleva a la primera de mis muchas preguntas -intervino lord Robert-. ¿Cómo os atrapó ese hombre? ¿Se hallaba en interior de la casa?

Era evidente que se había acabado la tregua y comenzaban las inevitables preguntas. Allie respiró hondo antes de contestar.

– No. Salí al jardín…

– ¿Al jardín? -le interrumpió lord Robert frunciendo el ceño.

– Sí. No podía dormir. Necesitaba un poco de aire fresco.

Sus miradas se encontraron y Allie casi pudo sentir algo entre ello Algo cálido, mutuo e íntimo. Notó que el calor le subía por el cuello y apartó la mirada; no quería arriesgarse a que lord Robert leyera en sus ojos que había sido él la razón de esa inquietud.

– No sé como son las cosas en América, señora Brown -dijo el señor Evers-, pero debería saber que aquí no es seguro para una mujer salir sola. Sobre todo por la noche.

– Es un error que no volveré a cometer, se lo aseguro.

– Así pues usted estaba paseando por el jardín -recapituló Robert-, ¿y él la agarró?

– Sí. Por detrás. No pude verle el rostro. Intenté gritar, pero antes de que pudiera hacerlo me metió un trapo en la boca. Recuerdo dolor en la cabeza y luego nada más hasta que me desperté, atada a usted, lord Robert.

– ¿El raptor le dio alguna pista de lo que pretendía?

– No.

Lord Robert se volvió hacia su amigo.

– Tú siempre tienes la oreja pegada al suelo, Michael. ¿Qué opinas? Ya sé que en Londres hay mucho crimen, pero aun así, ¿tener la audacia de raptar a una dama? ¿En Mayfair? ¿En la residencia del duque? ¿Has oído hablar de algún delito parecido?

– No. Lo que me lleva a preguntarme si ha sido un hecho casual o si bien alguien de la residencia del duque era el blanco concreto.

El rostro de lord Robert se ensombreció.

– Hay que informar a Austin. Le escribiré… -Se interrumpió, y luego negó con la cabeza-. No. Será mejor que espere y se lo explique personalmente. Elizabeth está a salvo, y estoy seguro de que él nunca se aleja más de tres pasos de ella. Y con la inminente llegada del bebé, ya tiene bastantes preocupaciones. No quiero alarmarlo innecesariamente.

– Una estrategia inteligente -alabó el señor Evers-, sobre todo si consideramos que también es posible que el objetivo fuese la señora Brown.

Ambos hombres la miraron. Allie trató de mantener el rostro inexpresivo, pero no estaba segura de estar lográndolo.

– No veo cómo podría ser posible -respondió, orgullosa de que la voz no le temblara-. Aquí nadie me conoce. He llegado hoy mismo. Estoy segura de que sólo ha sido un accidente desafortunado, causado por mi propia estupidez al pasearme sola por la noche. Un accidente que podría haber acabado de forma trágica si no hubiese sido por la valiente intervención de lord Robert. -Sus ojos se encontraron-. Se lo agradezco. -Se volvió hacia Michael Evers-. Y también a usted, señor Evers, por su ayuda.

– No hay de qué -murmuró el señor Evers. La observó durante unos largos segundos, y Allie se obligó a aguantarle la mirada. Finalmente, Evers siguió vendándole las muñecas mientras lord Robert le hacía lo mismo en los pies. Allie notaba un silencio denso y cargado de tensión, y deseaba romperlo. Pero no tenía ningún deseo de iniciar una conversación que podría conducir a nuevas preguntas, así que permaneció callada.

Varios minutos después, el señor Evers se puso en pie.

– Ya está -dijo-. Le dolerá durante unos días, pero eso es todo. -Se volvió hacia Robert-. Asegúrate de que se cambien los vendajes una vez al día. Y ahora, déjame que le eche un vistazo.

A pesar de las protestas de lord Robert, el señor Evers le limpió y vendó las muñecas.

– Sobrevivirás -aseguró. Luego hizo una señal con la cabeza hacia el pasillo y dijo-: Dejemos a la señora Brown sola un momento para que se tranquilice. Vayamos a arreglar el transporte para volver a casa.

Lord Robert y el señor Evers salieron de la sala y cerraron la puerta tras de sí. Allie cerró los ojos y dejó escapar un suspiro. Le dolían las muñecas y también el pie donde se había clavado la astilla. Y aún tenía dolor de cabeza, pero ya no tan fuerte como antes. En conjunto, se sentía bastante bien, considerando que podría haber acabado gravemente herida. O muerta.

No tenía ninguna duda de que fuera quien fuese el que la había raptado, no la había elegido por casualidad. Entre los accidentes que había sufrido en el barco y los acontecimientos de esa noche, resultaba evidente que había alguien que quería hacerle daño. Pero ¿quién? La única explicación lógica era que esa persona tuviera algún tipo de relación con el desagradable pasado de David. Pero ¿qué quería de ella? No poseía nada de valor. ¿O simplemente quería verla muerta? Un escalofrío le recorrió la espalda. Casi lo había logrado esa noche. ¿Lo intentaría de nuevo?

Y esa noche, la vida de lord Robert también había sido amenazada. Su situación podía estar poniéndolo en peligro. Debía advertirle… explicarle…

Pero ¿explicarle qué? ¿Que alguna persona desconocida relacionada con el oscuro pasado de su marido podía ir tras ella por alguna razón que era incapaz de imaginarse? Se le hizo un nudo en el estómago sólo con pensarlo. No había explicado el pasado criminal de David a nadie. Ni a su familia ni a Elizabeth en su correspondencia. La vergüenza y la humillación, por no hablar del escándalo, que caerían sobre ella y su familia… No, no podía explicárselo a lord Robert. Si ni siquiera lo conocía. Su vida y sus errores con David no eran de su incumbencia, ni de la de nadie más. Además, nada más lejos de su intención que aproximarse más a lord Robert de lo que ya había hecho. Compartir con él sus secretos más íntimos era algo en lo que no quería ni pensar.

Un estremecimiento la recorrió al recordar, por un instante, de forma vívida, la sensación de ser rodeada por sus brazos, su calor, su fuerza mientras la sujetaba, protegiéndola. En aquel momento, el miedo había evitado que se fijara en su perturbadora proximidad, pero una vez pasado todo…

Se le escapó un largo suspiro. Ese tipo de suspiro profundo y femenino que no se había permitido durante años. La invadió una calidez que despertó la chispa que tan implacablemente había extinguido tras la muerte de David.

Un súbito helor acabó con aquella indeseada calidez y le hizo abrir los ojos de golpe. Dios, estaba perdiendo la cabeza. ¿Cómo podían, incluso por un segundo, ocurrírsele pensamientos tan… inaceptables sobre lord Robert? Poseía tantos de los rasgos y características que la hacían desconfiar y que había aprendido, por penosa experiencia, a detestar en un hombre: una manera de comportarse amistosa y divertida, que podía despertar una confianza no merecida; un rostro apuesto para enmascarar el deshonor interior; cálidos ojos que ocultaban secretos; sonrisas encantadoras para cubrir las mentiras; y caricias y miradas que inflamaban los sentidos.

Pero esa noche, la había rescatado heroicamente y se había preocupado por sus heridas aunque él mismo se hallaba herido; con eso le había mostrado una parte de sí mismo cuya existencia no sospechaba. Y era una parte que no quería ver. No quería pensar que pudiera tener ninguna virtud admirable. Ya le resultaba demasiado atractivo físicamente. Si llegara a gustarle…

Cortó en seco aquel pensamiento. ¿Gustarle él? Imposible. De acuerdo, había hecho algo admirable, pero incluso la peor de las personas tenía por lo general una buena cualidad en su carácter. Seguro que no tenía ninguna otra. Bastaba con ver lo bien que conocía las calles de las peores zonas de Londres. Seguro que a ningún caballero le resultarían tan familiares esos lugares. ¡Y sus amistades! Ese Michael Evers era un personaje sospechoso como pocos. Un luchador de oficio, que obviamente se mezclaba con personas de la peor calaña. A saber qué clase de abominables negocios haría lord Robert con un hombre así. Sí, esa amistad confirmaba su convencimiento de que había algo oscuro tras el aspecto despreocupado y divertido de lord Robert. Y hasta las palabras de lady Gaddlestone en el barco, sobre alguna transgresión en el pasado de lord Robert, confirmaban todo eso; un hecho que ella había olvidado por un momento. Pero al igual que pasear por el jardín durante la noche, era un error que no volvería a cometer.

Robert estaba en el vestíbulo revestido de roble observando a Michael, que sacó la cabeza por la puerta principal y emitió un trío de penetrantes silbidos.

– Un hombre en el que confío estará aquí en cinco minutos para llevaros a casa -dijo después de cerrar la puerta.

– Gracias, Michael. Te debo un gran favor.

– Me debes varios. Y no creo que nunca vaya a cobrar.

– Como ya estoy en deuda contigo, tanto da que añada algo más a la cuenta. Tengo otro favor que pedirte. -Caminó de arriba abajo sobre el suelo de madera-. Estoy muy preocupado por lo ocurrido esta noche. Tiemblo al pensar lo que le podría haber pasado a la señora Brown. Me temo que me resulta difícil creer que alguien de la casa de Austin fuera el objetivo, pero no estoy totalmente convencido de que la raptaran por casualidad.

Michael cruzó los brazos sobre el amplio pecho y lo observó con una expresión indescifrable.

– Así que crees que iban detrás de la señora Brown, ¿no? ¿Por qué?

Robert negó con la cabeza, dejando escapar un suspiro de frustración.

– No te lo podría decir. Pero hay algo en su manera de actuar… Noto que tiene miedo. Y que esconde algo. Lo sentí al reunirme con ella en el muelle. Luego, esta tarde, cuando cualquier otra dama hubiera estado descansando del viaje, ella se fue a visitar una tienda de antigüedades.

– Eso parece bastante inocente.

– Sí, pero se mostró claramente evasiva cuando le pregunté sobre ello. Dice que tiene asuntos relativos a su difunto marido que arreglar, lo que naturalmente no me concierne en absoluto, pero se ha comportado de una manera muy reservada. Demasiado reservada. -Se pasó los dedos entre el cabello, e hizo una mueca de dolor cuando se topó con el chichón del golpe -. Naturalmente, puede ser que se trate de imaginaciones mías. Estoy tan acostumbrado a oír a Caroline y Elizabeth charlando como cotorras que no reconocería una reticencia y una reserva natural aunque la tuviera delante de las narices.

– ¿Cuándo murió su marido?

– Hace tres años.

Michael alzó una ceja.

– Y aún está de luto.

– Resulta evidente que aún le permanece fiel. -Por alguna razón esas palabras le supieron amargas.

– Pero eso no te ha hecho perder el interés por ella. Es más, sospecho que toda esa reticencia y, todo ese secreto que la rodean te han picado la curiosidad.

Robert se detuvo y clavó la mirada en su amigo.

– No estoy interesado en ella. Estoy preocupado por ella. Está bajo mi responsabilidad hasta que la acompañe, sana y salva, a Bradford Hall. Puedes imaginarte el revuelo que se armaría si permitiera que le sucediera algo malo.

– Sí. Estoy convencido de que eso es todo. ¿Y cuál es el otro favor que me querías pedir?

– Sólo que mantengas los ojos abiertos. Tienes contactos por toda la ciudad. Si te enteraras de algo relacionado con el rapto de esta noche…

– Te informaría inmediatamente.

Tres agudos silbidos cortaron el aire.

– Tu transporte ha llegado-dijo Michael-. ¿Debo llevar a la encantadora señora Brown afuera?

¿Encantadora? La idea de los fuertes brazos de Michael sosteniendo a la encantadora señora Brown hizo que los hombros de Robert se tensaran. Lanzó una fría mirada a su amigo.

– Gracias, pero no. Ya me ocupo yo.

Un brillo burlón destelló en los ojos de Michael.

– No estoy seguro de estar de acuerdo, pero será interesante ver cómo lo intentas.

Allie pasó los veinte minutos de viaje de vuelta hasta la mansión Bradford mirando por la ventanilla del carruaje, intentando no pensar en su acompañante.

Falló estrepitosamente.

Nunca había sido tan consciente de la presencia de alguien en toda su vida. Pero lo más irritante era que, al parecer, él no tenía ningún problema para prescindir de ella. En las dos ocasiones en que le había lanzado una disimulada mirada por el rabillo del ojo, lord Robert parecía estar concentrado en sus propios pensamientos, con el ceño fruncido y la mirada clavada en su ventanilla.

Podía oír su respiración. Lenta y firme, con el pecho subiendo y bajando. Podía oler el débil aroma a almidón que aún parecía desprenderse de su ropa. Podía sentir el calor que emanaba su cuerpo. El recuerdo del cuerpo de lord Robert apretado contra el suyo le llenó la mente, y cerró con fuerza los ojos para apartarlo.

Cuando llegaron a la mansión, casi saltó de alegría. Hasta que él le anunció su intención de llevarla en brazos hasta adentro.

– No hará nada de eso -replicó en su tono más remilgado- ¿Qué pensarían los criados de Elizabeth?

– Están durmiendo. Pero aunque no lo estuvieran, usted está sin zapatos.

Abrió la boca para discutir, pero él se lo impidió colocando un dedo sobre sus labios.

– Son las cuatro de la madrugada. Los sirvientes todavía no se han levantado y los calaveras de la zona todavía no han regresado de sus fiestas. Nadie la verá.

Dicho esto, la alzó en brazos y la sacó del carruaje; luego, apretándola contra su pecho, recorrió el camino de entrada.

Ella se mantuvo rígida, negándose a admitir ni por un segundo que su cercanía era reconfortante. Agradable. Excitante.

No, era indeseada. Embarazosa. Y se juró que, a partir del momento en que la dejara en el suelo, nunca más permitiría que volviera a tocarla.

Lord Robert abrió la puerta y entró en el vestíbulo con Allie en brazos. Luego cerró la puerta con un golpe de cadera. Subió las escaleras y caminó por el pasillo. Finalmente la dejó de pie ante la puerta de su dormitorio.

– ¿Quiere que llame a una doncella para que la ayude a desvestirse? -preguntó.

Cielos, ni siquiera jadeaba, mientras que ella, que había sido llevada todo el camino, casí no podía recuperar el aliento.

– N… no. Puedo arreglármelas sola.

– En tal caso, la dejo. Pasaré por la mañana, después de visitar al magistrado para informar de los acontecimientos de esta noche. -La miró con expresión seria, y Allie deseó al instante que sonriera o hiciera una broma. La sonrisa de lord Robert había hecho que su corazón palpitara con fuerza, pero esa mirada intensa e inesperada casi lo paró de golpe.

Se le secó la boca. Intentó mirar hacia otro lado, pero no pudo apartar los ojos de los de él.

– Me alegro de que se encuentre bien -dijo lord Robert en un susurro apagado.

Allie se humedeció los resecos labios.

– Sí. Y yo de que usted también.

La mirada de Robert bajó hasta sus labios y Allie contuvo el aliento. Durante un loco instante pensó que se disponía a besarla. Se quedó inmóvil como una estatua, aterrorizada de que lo hiciera. Y aterrorizada de que no lo hiciera.

Pero una sonrisa ladeada apareció en el rostro de lord Robert, rompiendo el hechizo.

– Hemos compartido toda una aventura. La mayoría de las damas que conozco prefieren ir a la ópera o de compras. Debo decir que ha demostrado ser muy hábil con el cuchillo. -Movió los dedos ante el rostro de Allie-. No falta ni uno.

Algo cálido se derramó en el interior de la joven. Cálido y totalmente inoportuno. Intentó detenerlo, pero no lo consiguió.

– Le debo mi más profunda gratitud.

Lord Robert hizo una profunda reverencia.

– Ha sido un placer, milady. -Se irguió y la miró con un inconfundible brillo en los ojos-. Sin duda ha sido una velada que no olvidaré fácilmente. -Su tono divertido desapareció y fue reemplazado por otra intensa mirada que dejó a Allie clavada-. Pero no debe aventurarse a salir sin un acompañante. Hay hombres peligrosos acechando por todas partes.

Dios, no hacía falta que se lo dijera. Y el más peligroso de todos estaba justo ante ella.

– Buenas noches, señora Brown.

– Buenas noches.

Allie entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda con un ligero clic. Luego se apoyó sobre la superficie de madera; los ojos se le cerraron y respiró hondo. De hecho, era la primera vez que respiraba tranquila desde hacía horas. Él se había ido. Tendría que sentirse eufórica. Aliviada. Seguro que no debería sentirse… privada de algo.

¿Privada de algo? Tonterías. Tan sólo estaba cansada. Necesitaba dormir. Decir que el día había sido duro era quedarse muy corta.

La puerta del armario ropero estaba entreabierta. Ella no la había dejado así. ¿0 sí?

Lentamente examinó la habitación con la mirada. El cobertor de la cama estaba bien doblado, pero las almohadas parecían manoseadas. Y allí, sobre la cómoda… ¿no había dejado la botella de perfume en el lado derecho? Sí, estaba segura. Pero estaba en el lado izquierdo.

Fue hasta el armario y luego hasta la cómoda, rebuscando entre sus cosas. No faltaba nada. ¿Habría sido uno de los criados quien había movido la botella y había dejado la puerta entreabierta? Seguramente… cuando entraron a preparar la cama. Se masajeó las sienes, donde aún sentía los restos de un dolor de cabeza. O quizás ella misma había sido descuidada. Teniendo en cuenta su confusión mental… sí, era posible.

Aun así no se podía librar de la enervante sensación de que alguier había registrado sus pertenencias.

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