7

Allie se hallaba sentada sobre un curvado banco de piedra en Hyd Park, bajo la sombra de un enorme sauce. Respiró hondo, pero no con siguió calmarse.

No debería haber ido al parque.

Oh, cierto, el tiempo era magnífico. Una cálida brisa estival le arremolinó el cabello, y retazos del sol de la tarde se filtraban entre la hojas, formando estrechas sombras sobre el suelo. A lo lejos veía briosos caballos y elegantes carruajes que recorrían lentamente el parque y damas y caballeros distinguidos que paseaban por los caminos empedrados.

A menos de diez metros se hallaba el carruaje que los había llevad allí. El cochero se estaba ocupando de las yeguas grises y les ofrecía sendas zanahorias que había sacado del bolsillo. Aunque no podía negar que había disfrutado del trayecto en coche, el aire fresco y el sol, tampoco podía negar que la presencia de lord Robert la intranquilizaba de una manera cada vez más alarmante. A pesar de todos sus esfuerzos para evitarlo, el joven le estaba despertando sentimientos que había creído enterrados hacía mucho. Pasar más tiempo en su compañía, cada vez más agradable, era una mala idea. Aun así había sido incapaz de resistir la invitación a dar una vuelta por el parque.

Alzando una mano enguantada para protegerse los ojos del sol, contempló al lacayo junto al carruaje entregar a lord Robert lo que parecía ser una pequeña bolsa. Luego lord Robert caminó hacia ella, con la bolsa en la mano y una sonrisa en los labios.

Allie intentó apartar la mirada, pero fue incapaz. Él se movía grácilmente, y sus fuertes piernas, enfundadas en botas, devoraban la distancia que los separaba. Un sonido de pura admiración femenina se le formó en la garganta. Cielos, era absolutamente atractivo. Sin duda, docenas de corazones femeninos debían de rendirse ante su puerta. Las ropas, hechas a medida, se le ajustaban perfectamente y le acentuaban las musculosas piernas y los anchos hombros… hombros de los que recordaba perfectamente el calor y la fuerza.

Allie apretó las manos sobre el regazo y se obligó a alejar la tentadora imagen. Odiaba sentirse tan consciente de él. ¿Qué fallo de su carácter o qué debilidad de su espíritu la dominaba y no le permitía borrar a ese hombre de su mente? Sólo con pensar en él sentía cosquilleos recorriéndole la piel. Y tenía una manera de mirarla que la hacía sonrojarse y sentirse confusa. Y anhelante. La forma en que él reía un instante y al siguiente la miraba con la expresión más seria, la confundía.

«El problema es que se parece mucho a David.»

Esa idea la dejó perpleja. ¿Era realmente ése el problema? ¿O quizá sería la aún más desconcertante posibilidad de que no fuera exactamente como David? Cierto que en muchas cosas, como su fácil encanto o los secretos que parecían destellar en sus ojos, sí que eran iguales; pero en otros aspectos no se parecía nada a su difunto marido. No mostraba la impaciencia de David. Y aunque lord Robert era solícito con ella, no la hacía sentirse una inútil y frágil pieza de porcelana, como era el caso de David en muchas ocasiones. Y la facilidad con que se reía de sí mismo, bueno, eso era algo que David jamás hubiera hecho. Sí, si fuera exactamente como David, Allie sabría cómo protegerse contra él. Pero eran esas diferencias lo que más notaba.

Repentinamente se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se quedó helada. Dios, estaba buscando excusas para… para que le gustara. Estaba racionalizando la atracción imposible y no deseada que sentía hacia él. Estaba convenciéndose de que era aceptable.

Tenía que parar. Inmediatamente. Ya había dejado que un hombre encantador y atractivo le arrebatara el corazón y eso casi la había destruido. Nunca volvería a permitirse ser la víctima de otro hombre o de parecidos sentimientos.

– ¿Está lista? -La voz de lord Robert la devolvió a la realidad. Se hallaba ante ella, con una amplia sonrisa en el rostro-. Ésta es la versión favorita de mis sobrinos. Mire.

Dejó la bolsa en el banco junto a ella, luego metió las manos y extrajo dos grandes puñados de lo que parecían ser migas de pan. Luego puso los brazos en cruz y abrió las manos con las palmas hacia arriba.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Allie, curiosa a pesar de sí misma-. Parece un espantapájaros.

– Usted mire y ya verá.

Tres palomas descendieron volando. Una se posó sobre el brazo derecho de lord Robert y las otras dos sobre el izquierdo, y comenzar a picotear las migas de pan que tenía en las manos.

Sin poder evitarlo, Allie se echó a reír.

– Ahora sí que parece un espantapájaros… y uno con muy poco éxito.

– Estoy a punto de tener aún menos éxito -repuso él sonriendo.

Varios pájaros más se unieron a la diversión, y en menos de un minuto, el elegante lord Robert Jamison tuvo los brazos y los hombros cubiertos de palomas arrullando. Cuando Allie ya pensaba que no podía caber ni un pájaro más, un palomo especialmente gordo se colo sobre el elegantísimo sombrero de lord Robert.

– ¡Oh, Dios! -Una explosión de risa incontrolable surgió de el y se apretó las mejillas con las manos-. Me parece que el del sombrero se está colocando para quedarse.

– Sin duda. ¿Le gustaría probar?

Allie apretó los labios.

– Gracias, pero no soy muy aficionada a las migas de pan, y verdad, no creo que le quede sitio, ni en los brazos ni en el sombrero para mí.

Lord Robert se rió, y varias palomas agitaron las alas.

– Son muy delicadas. Tome un puñado de migas y únase a nosotros.

Instantáneamente se le ocurrió que David nunca, nunca, le hubiera propuesto una cosa así. Y su desaprobación le hubiera impedido a ella hacerlo.

«David ya no está. Puedo hacer lo que me venga en gana.»

Con un aire casi desafiante, Allie se puso en pie, metió las manos en la bolsa y sacó dos puñados de migas. Luego puso los brazos en cruz como había hecho lord Robert.

– Prepárese -dijo él riendo-. Aquí vienen.

Una gorda paloma se posó sobre el brazo derecho de Allie y empezó a picotear cuidadosamente las migas de su mano enguantada. -¡Oh!

Sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa, dos más se colocaron sobre su otro brazo. Un avasallador impulso de reír se apoderó de ella, pero trató de contenerse para no asustar a los pájaros. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano y comenzó a reír. Las grises plumas se agitaron, luego se calmaron rápidamente; los pájaros no se preocupaban porque su percha riera.

– Me gustaría que Elizabeth estuviera aquí -dijo Allie-. Me encantaría que plasmara este momento en su libreta de dibujo. ¡Está usted tan divertido con esa paloma en el sombrero!

– Usted también está bastante cómica. Una se dirige hacia el suyo.

– Oh. -Sintió el peso del ave al posarse sobre su cabeza, y la hilaridad la consumió. Poco a poco, el manto de preocupaciones le resbaló de los hombros y cayó al suelo. Rió hasta que le dolieron los costados y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que riera así? ¿Desde cuándo no había disfrutado tanto? Años… aunque parecían décadas.

– Se me acaba de ocurrir un apodo adecuado para usted -dijo lord Robert, deshaciéndose de un soplido de una pluma que tenía en la barbilla-. La llamaré Madam P.E.S, por Pájaro en el Sombrero.

– Muy bien, señor PE.C.

– ¿Disculpe?

– Pluma en la Cara. Tiene una enganchada en la mejilla, y otra especialmente bonita colgada de la oreja.

Siguieron riendo varios minutos. Luego, cuando las migas se agotaron, las palomas alzaron el vuelo una a una, excepto la que lord Robert tenía instalada en el sombrero.

– Creo que usted le gusta -exclamó Allie divertida, mientras se sacudía las mangas y se colocaba bien el sombrero.

– O eso o es que ha hecho un nido. Espero que no, porque es mi sombrero favorito. -Hizo varios gestos para espantar a la paloma, pero ésta no se movió-. Al parecer tendremos un pasajero extra durante un rato. ¿Le importa?

Allie apretó los labios para contener la risa que le producía su imagen con la paloma en el sombrero, pero no lo consiguió.

– En absoluto.

– Excelente. -Le ofreció el brazo con solemnidad, y ella lo aceptó con igual pompa-. Sugiero que nos encaminemos a Regent Strett -dijo, mientras tomaban el camino empedrado, bordeado de árboles que conducía hasta su carruaje-. Ninguna visita a Londres está completa si no se pasa por las tiendas.

Allie dudó, abrumada por un sentimiento de nostalgia. Hubo un tiempo en que hubiera aceptado inmediatamente la invitación. Le había encantado pasear por las tiendas, escogiendo hermosos vestidos y frivolos sombreros. Pero en ese momento, al no contar con fondos, la idea le resultaba casi deprimente. Lord Robert la miró y, al instante, Allie se preguntó qué habría leído aquel hombre en su expresión, porque el rostro se le cubrió por lo que sólo podía ser descrito como desilusión. Si embargo, antes de que ninguno de los dos pudiera articular palabr una voz conocida los saludó.

– ¡Alberta! ¡Lord Robert!

Se volvieron al unísono y fueron recompensados con la visión de lady Gaddlestone lanzada hacia ellos, con Tedmund, Edward y Frederick tirando de sus correas. Un agobiado lacayo trotaba detrás de la baronesa, cargado con tres almohadones de fundas de colores que, evidentemente, pertenecían a la jauría de malteses.

– Vigile la falda y los tobillos -advirtió lord Robert en voz baja- Aquí vienen sir Meamucho, sir Muerdealgo y sir Rascapierna.

La risa le subió por la garganta y tosió para disimular. ¡Dios, aquel hombre era terrible!

– ¡Qué sorpresa más encantadora! -exclamó la baronesa mientras ella y los chicos se acercaban. Tiró de las correas, pero los perros siguieron avanzando, meneando la cola, directos hacia Allie y lord Robert y emitiendo agudos ladridos de júbilo desmesurado-. ¡Tedmund! ¡Edward! ¡Frederick! ¡Parad inmediatamente!

A la paloma posada sobre el sombrero de lord Robert no le gustó nada el alboroto y salió volando con un fuerte aleteo. Lord Robert se volvió hacia Allie, y ésta se mordió el labio para no estallar en carcajadas. El despegue de la paloma le había inclinado el sombrero, que se apoyaba en un ángulo precario y le cubría completamente un ojo.

– No se estará riendo de mí, ¿verdad, madame P.E.S? -preguntó en un fingido tono de severidad.

– ¿Yo, señor PE.C?-repuso ella abriendo mucho los ojos-. ¡Claro que no!

Él le guiñó un pícaro ojo azul oscuro.

– Un cuento de Banbury -concluyó.

La baronesa consiguió finalmente detener a su jauría; tenía el grueso rostro enrojecido por el esfuerzo. Lord Robert se colocó bien el sombrero y miró a los chicos.

– Sentaos -ordenó. Los chicos obedecieron instantáneamente, mirándolo con ojos devotos.

– Realmente debe explicarme cómo hace eso -jadeó la baronesa, mientras se enjugaba la sudorosa frente con un delicado pañuelo de encaje-. Estos diablillos se niegan a obedecerme cuando se excitan. Y ahora, díganme, queridos, ¿por qué están todavía en la ciudad? Pensaba que ya habrían llegado a Bradford Hall. -Una expresión preocupada le cubrió el rostro-. Espero que no haya ningún problema con la duquesa y su bebé.

– Todo va perfectamente -la tranquilizó lord Robert-. Por lo que sé, aún no soy tío de nuevo. La señora Brown tenía que permanecer en Londres unos días para solventar ciertos asuntos. La acompañaré a Bradford Hall en cuanto haya acabado.

La mirada de la baronesa iba de uno a otro y en su rostro se reflejaba un vivo interés.

– Ya veo. Te preguntaría si estás disfrutando de tu estancia en Londres, querida Alberta, pero se ve claramente que así es. La verdad es que no creo haberte visto nunca tan… animada. -Se inclinó hacia lord Robert y le susurró en voz alta-: ¿No le dije que es extraordinariamente bella cuando sonríe?

– Cierto.

Durante unos segundos, Allie contuvo la respiración, esperando a ver si él decía alguna cosa más… si compartía la opinión de lady Gaddlestone. Lord Robert no dijo nada más, Y Allie se sintió extrañamente decepcionada. Pero recuperó la cordura y con ella una fuerte irritación consigo misma. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué le importaba si la consideraba bonita o no? Trató desesperadamente de cambiar la direcció que estaba tomando la conversación.

– ¿Cómo le va, ahora que ha regresado a su hogar, lady Gaddlestone? -preguntó rápidamente.

– Muy bien, querida. He tenido docenas de visitas y casi me he puesto al día de los últimos cotilleos. -Le lanzó una mirada maliciosa a lord Robert-. Aunque no he oído nada sobre esta supuesta nueva moda entre caballeros de llevar palomas sobre el sombrero.

– ¿De verdad? Me extraña, porque es lo último en sombreros de caballero.

– Humm. No pensaría lo mismo si esa bestia emplumada le hubiera arruinado el sombrero.

– Ah, pero hubiera sido un escaso precio a pagar.

Allie notó que lord Robert la miraba y que flexionaba el brazo por el codo, donde reposaba la mano de ella, apretándole ligeramente le dedos. Frunció el ceño. Esas palabras le sonaban demasiado familiares.

De repente cayó en la cuenta. Había repetido las palabras que el usara cuando le habló de hacer malabares con huevos para Joshua «Fue un escaso precio a pagar por verle sonreír.» El significado de las palabras de lord Robert se le hizo perfectamente claro.

La había llevado allí y había puesto en peligro su traje sólo con un propósito. Hacerla sonreír.

Se volvió rápidamente y descubrió que la estaba mirando. Aquellos ojos hermosos, llenos de picardía y calor, con su atractivo realzado por la sonrisa que le rondaba en las comisuras de los labios. Un torrente de sensaciones descendió sobre ella, confundiéndola y enterneciéndola al mismo tiempo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar una respuesta, él volvió a centrar su atención en la baronesa.

– La señora Brown y yo nos dirigíamos hacia Regent Street. He pensado que le gustaría visitar la pastelería y tomar el té en The Blue Iris. ¿Le gustaría acompañarnos? Me encantaría oírlo todo sobre sus viajes por América.

La baronesa le dirigió una gran sonrisa.

– Querido, nada me gustaría más.

Cómodamente instalada en una lujosa silla de terciopelo azul junto a la enorme chimenea de ladrillo de The Blue Iris, lady Gaddlestone bebía su té y charlaba alegremente sobre sus aventuras en América, sin dejar de agradecer al destino su valioso don de poder mantener una conversación dedicándole sólo la mitad de su atención. Porque la otra mitad de su atención estaba centrada en la fascinante situación que se desarrollaba ante sus ojos entre Alberta y lord Robert.

Mientras regalaba a su público con historias de elegantes recepciones, iba tomando mentalmente ávidas notas.

«¡Cielos, cómo acaba de mirarla! Con esa expresión divertida, pero en cierto modo pasional. -Luchó contra el impulso de abanicarse con la servilleta de lino-. Y mira el rubor que está cubriendo las mejillas de Alberta. ¡Y esa sonrisa encantadora que acaba de dedicarle!»

Oh, no había duda de que lord Robert estaba loco por ella. Y era evidente que la querida Alberta no era en absoluto inmune al indiscutible encanto de lord Robert. Sospechaba que no se equivocaba y se obsequió con una imaginaria palmada en la espalda. Claro que pocas veces se equivocaba en asuntos de ese tipo. Tomó un sorbo de té para disimular, tras la taza de porcelana, una irreprimible sonrisa de satisfacción.

Con su expresión facial de nuevo bajo control, continuó con su relato.

– Sí, el baile de disfraces que dieron los señores Whatley en Filadelfia fue muy divertido, pero podría haber sido un completo desastre. Me enteré de que justo la noche después del baile, la mansión de los Whatley ardió.

La mano de lord Robert se detuvo de golpe a medio camino hacia su boca, y varias gotas de té se derramaron por el borde de la taza. Algo que la baronesa no supo descifrar destelló en su mirada.

– ¿Hubo algún herido? -preguntó tenso.

– No, gracias a Dios -respondió la baronesa-. Los señores Whatley no se hallaban en casa, y todos los criados consiguieron escapar de las llamas. Pero la mansión quedó completamente destruida. -Se estremeció-. Si el incendio se hubiese producido la noche anterior, con la casa atestada de invitados, no quiero ni pensar en cuánta gente podría haber resultado herida o incluso muerta.

Otra expresión extraña nubló el rostro de lord Robert y se le tensó la mandíbula. También pareció palidecer, pero seguramente sólo era un efecto debido a la tenue iluminación del salón de té, ¿o no? Aun asi mostraba un aire angustiado. Lady Gaddlestone se fijó en Alberta, que también parecía haber notado la repentina tensión en lord Robert. Pero entonces, en menos de un segundo, su expresión se aclaró, y la dejó dudando si se habría imaginado la momentánea inquietud del joven. Movió la cabeza. Ay, era terrible llegar a cierta edad; quizá necesitab anteojos.

Bueno, tal vez la reacción de lord Robert ante su relato hubiera sido sólo una imaginación suya, pero era imposible equivocarse respecto a su reacción ante Alberta. Se arrellanó más cómodamente en la silla e inició otro de los relatos de sus viajes, sin dejar de pensar en qué vestido se pondría para la boda que, sin duda, se avecinaba.

Cuando Robert se sentó sobre el asiento forrado de terciopelo gris frente a la señora Brown, en el carruaje que los llevaría de vuelta a la mansión de los Bradford, las sombras del ocaso comenzaban a oscurecer el cielo. Después de indicar al cochero que partiera, sonrió a su acompañante. Para su inmensa satisfacción, los labios de la joven se curvaron ligeramente como respuesta.

– ¿Ha disfrutado del paseo?

– Mucho. La verdad es que me costaría decidir qué me ha gustado más, si los deliciosos pasteles a los que generosamente nos ha invitado.

– Ha sido un gran placer.

– … ese té divino o la estimulante conversación.

– La baronesa habla más que mucho.

– Sí. Pero usted ya sabía eso cuando la invitó a acompañarnos y regalarnos con los relatos de sus viajes. Sabía que eso la complacería ir inmensamente. -Le lanzó una mirada que Robert no pudo descifrar y luego continuó-: Y sospecho que hubiera seguido allí sentado escuchándola hasta medianoche.

Robert sintió el extraño impulso de esquivar la mirada de la joven como si él fuera un muchacho todavía inexperto y ella le hubiera pillado diciendo una mentira.

– Como me gusta viajar, disfruto escuchando ese tipo de aventuras.

– Y yo también. Sin embargo, creo que mi momento favorito de la tarde ha sido verlo con todas aquellas palomas encima. -Evitó que sus labios sonrieran-. Es una imagen que nunca olvidaré.

– Y yo tampoco olvidaré la suya, partiéndose de risa y con una paloma en el sombrero.

Sus miradas se unieron durante varios segundos, y el corazón de Robert dio una loca voltereta. Qué ojos tan hermosos. Sus profundidades doradas le recordaban el buen coñac: cálido y penetrante. Casi se sentía emborracharse con sólo mirarla.

– Me doy cuenta -dijo ella con voz suave- de que la única razón por la que ha hecho esto ha sido para divertirme. Ha sido un detalle muy amable por su parte. -Bajó la mirada hacia su regazo-. Me ha sentado muy bien reír. Muchas gracias.

Los dedos de Robert deseaban alzarle la barbilla, pero apretó las manos y resistió. Demonios, ¿tendría idea de lo expresivos que eran sus ojos? ¿De cómo brillaban cuando reía? ¿O de la forma tan desgarradora en que reflejaban la tristeza que sin duda sentía? ¿Sería consciente de que el hecho, dolorosamente obvio, de que guardaba secretos los velaba como una sombra?

Que Dios lo ayudase, todas las veces que sus ojos se habían encontrado mientras tomaban el té, el corazón le había latido de tal forma que parecía haber corrido varios kilómetros en lugar de estar sentado en una silla. Y sus labios… Posó la mirada sobre ellos y ahogó un gemido. Aquellos labios carnosos y encantadores se habían curvado hacia arriba en cuatro ocasiones en el salón de té. Y en las cuatro ocasiones, el pulso se le había acelerado.

Al recordar su reacción no pudo evitar sentirse irritado. Ridículo. Su respuesta física hacia ella rozaba a todas luces lo ridículo. Quizás el golpe que había recibido en la cabeza le había causado algún tipo de alteración. Una buena teoría… hasta que la confrontaba con el hecho de que se sentía así de afectado desde el primer momento en que había posado los ojos en ella.

No, si tuviera que ser escrupulosamente sincero consigo mismo, diría que le había causado efecto incluso antes de verla. Su interés, o fuera cual fuera el nombre que eligiera para denominarlo, se había iniciado cuando Elizabeth le dio el dibujo de una hermosa mujer, sonriente y vibrante.

Maldición, si ya su simple imagen trazada en carboncillo lo había fascinado, debería haber supuesto que la mujer le afectaría profundamente. Y quizás, en los recovecos de su mente, lo había intuido. Pero lo que no podía suponer era que le hiciera sentirse… así. Tan alterado y frustrado.

Su mirada se posó en el vestido de luto y se le tensó la mandíbula. Por todos los demonios, aquellas ropas fúnebres lo irritaban. Tendría que estar adornada de ligeras muselinas color pastel. Ricas sedas y satenes. Pero había algo más. El hecho de que pasados tres años aún proclamara por medio de su vestimenta su devoción hacia un hombre muerto le molestaba de una manera que no se sentía inclinado a examinar. No se creía ningún santo, pero se enorgullecía de considerarse un hombre íntegro. Un hombre decente. Y con toda seguridad un hombre decente e íntegro no albergaría deseos lujuriosos hacia una mujer enlutada, no desearía borrar la imagen de su querido y difunto marido de su mente, ni se sentiría tan absoluta y dolorosamente atraído hacia ella como para devanarse los sesos buscado una excusa para tocarla.

El carruaje se paró con una sacudida, y Robert respiró aliviado cuando vio que habían llegado a la mansión. Al ayudarla a bajar del carruaje, se fijó en que ella no lo miraba y en que retiraba la mano en el instante en que sus pies tocaban los adoquines, detalles que tendrían que haberle complacido, pero que lo hicieron sentir irritado y ligeramente dolido. Recorrió el camino de entrada delante de ella, regañándose todo el trayecto.

«Ella no siente lo mismo, idiota. Está claro que no le cuesta resistirse. -Pero ¿y aquel momento en la sala de billar esa misma mañana? Estaba seguro de que entonces ella sí que había sentido algo-. Obviamente sólo ha sido una momentánea falta de juicio por su parte. Ya lo ha olvidado.»

Y él necesitaba hacer lo mismo.

Mientras subían las escaleras, la puerta de roble de doble hoja se abrió de golpe. El saludo de Robert murió en sus labios al ver el rostro preocupado de Carters. Entró apresuradamente en el vestíbulo y agarró al mayordomo por el brazo.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Es Elizabeth?

Carters tragó saliva y negó con la cabeza.

– No, lord Robert. Nadie está herido.

– Pero pasa algo malo.

– Me temo que sí. Lamento tener que decírselo, pero han robado en la mansión.

El cielo ya había oscurecido cuando Geoffrey subió con deliberada calma los escalones que conducían a su mansión. En cuanto puso el pie en el último, la puerta de paneles de roble se abrió hacia dentro silenciosamente, girando sobre goznes bien engrasados. Willis se inclinó mientras Geoffrey entraba en el vestíbulo.

– ¿Ha llegado algún mensaje para mí? -le preguntó al mayordomo.

– Llegaron dos a primera hora de la tarde, milord contestó Willis, tomando el sombrero, el abrigo y el bastón de su señor-. Pero no se los he enviado a White's porque ninguno de ellos procedía del caballero del que está esperando noticias. Las cartas le esperan en su escritorio.

Geoffrey apretó los puños.

– Estaré en el estudio. A no ser que llegue algún otro mensaje, no deseo que se me moleste.

– Sí, milord.

Segundos después, Geoffrey entró en su estudio privado y se dirigió directamente hacia las botellas de licor. El dolor de cabeza había aumentado hasta convertirse en un golpeteo rítmico e insoportable que le crispaba los nervios. Bebió un dedo de coñac, disfrutando del lento ardor que le bajaba hacia el estómago. El licor no le alivió el martilleo que sentía detrás de los ojos, pero sirvió para calmarle los nervios, que colgaban peligrosamente de un hilo.

¡Maldito fuera Redfern hasta el fin de sus días! Le daría una hora más. Pero si no tenía noticias suyas para entonces, se vería obligado a poner su plan en marcha. Aquella incertidumbre ya había durado demasiado. La posibilidad de que pudieran destruirlo… A veces le parecía estar volviéndose loco.

«¡No! Loco, no. Sólo es la tensión. Es sólo este inaguantable estado de suspense.»

Con una mueca de dolor, se apretó las sienes con las palmas de las manos en un inútil intento de detener aquel constante martilleo. No perdería lo que era suyo, no permitiría que eso ocurriese.

Miró la sala, los opulentos cortinajes de seda color crema que cubrían las paredes, los elegantes muebles y las valiosísimas obras de arte y una niebla rojiza pareció rodearlo, cubriéndolo de una rabia oscura que le golpeteaba en las venas y amenazaba con ahogarlo.

«Esto es mío. Todo es mío. Hasta la última mota de polvo. He vendido mi alma por ello… y no soy el único que lo hizo. De tal padre tal hijo…»

El canalla de David Brown le había robado el anillo y su caja, descubriendo así la verdad. Le había chantajeado. Y en ese mismo instante, el anillo y la prueba que podía poner en duda la validez del matrimonio de sus padres se hallaba Dios sabía dónde. Si se descubriera la verdad…

La frente se le perló de sudor y apretó con tal fuerza la copa que el vidrio tallado se le marcó en los dedos y en la palma de la mano. El corazón le palpitaba con tanto ímpetu que podía sentir los latidos en lo oídos. Respiró pausada y profundamente, intentando recobrar la compostura.

«No puedo perder el control. Debo permanecer tranquilo. Centrado.»

Se enjugó la frente con el pañuelo y luego, con pasos rápidos, avanzó sobre la alfombra persa de color marrón dorado hasta llegar a su escritorio, donde su mirada cayó sobre las dos cartas que reposaban sobre la pulimentada superficie de madera de cerezo. Alzó la que se hallaba encima, rompió el sello y recorrió el contenido con la mirada.

Apreciado lord Shelbourne

Me hallo en posesión de un anillo que pertenece a su familia. Me agradaría mucho poder devolvérselo lo antes posible. Por favor póngase en contacto conmigo en la mansión Bradford en Park Lane para concertar una cita.

Atentamente,

SRA. ALBERTA BROWN


Sorprendido, releyó la misiva y luego la arrugó en su puño. Un torbellino de pensamientos y emociones se le formó en la cabeza, y trató de imponer algún tipo de orden.

Aquella mujer tenía el anillo. Gracias a Dios. Ya no tendría que sufrir pensando en su paradero. El alivio lo golpeó como si fuera un puño, pero fue reemplazado inmediatamente por la furia que le provocaba la desfachatez de la mujer.

¿Quería devolverle el anillo? Una risa desganada surgió de sus labios. Claro que sí, pero ¿a qué exorbitante precio? Sin duda aún más de lo que su maldito marido le había exigido.

Lanzó la carta al fuego con una maldición y la observó consumirse entre las llamas. Redfern le había vuelto a fallar. Maldición, ¿por qué diantre no podía arreglárselas para robar un pequeño anillo a una simple mujer? ¿Tan difícil era esa tarea?

Se mesó los cabellos y se volvió. Su mirada cayó sobre la otra carta que esperaba en su escritorio. ¿Qué sería, una carta de chantaje? Agarró el papel, rompió el sello y se apresuró a leer las escasas líneas.

Las cejas se fruncieron y apretó los labios. Con el duque y la duquesa aún en Kent, esperando el nacimiento de su hijo, Robert Jamison hacía de acompañante de la señora Brown durante su estancia en Londres. Y Jamison quería presentarle a una mujer americana llamada Alberta Brown, cuyo difunto marido David… ¿cómo lo había escrito? Leyó la carta de nuevo. Ah, sí… «Cuyo difunto marido era uno de sus conocidos.»

La amargura le quemaba la garganta. Oh, sí, sí que David Brown era uno de sus conocidos. Rezaba una oración de gracias todos los días desde que el canalla había muerto. Su único pesar era no haber tenido el placer de rodear con sus manos el miserable cuello de Brown y apretar hasta que la vida le abandonase. De no haber sido por Brown, no se hallaría en ese maldito embrollo. ¿Y Jamison? ¿Qué sabría? ¿Estaría involucrado como algo más que un simple acompañante de la señora Brown? Por todos los demonios, no podía arriesgarse a que nadie de la familia del duque descubriera…

Llamaron a la puerta, y el ruido lo apartó de sus inquietantes pensamientos.

– Entre.

Willis atravesó el estudio con una bandeja de plata en la mano.

– Esto acaba de llegar, milord.

Geoffrey aceptó la misiva. La impaciencia le invadió al ver su nombre escrito con la inconfundible caligrafía de semianalfabeto de Redfern. En cuanto Willis salió de la habitación, rompió el sello.

Tengo el anillo. Espera a mañana.

Se quedó contemplando aquella solitaria línea, mientras la mandíbula le temblaba. Era evidente que o Redfern o la señora Brown mentían. O estaban intentando estúpidamente jugar un complicado juego con él. O quizá no…

Willis había dicho que las dos primeras cartas habían llegado a primera hora de la tarde. De repente lo comprendió y lanzó una carcajada. La señora Brown debía de haber enviado la nota antes de que Redfern robara el anillo. Ella ya no lo tenía. Pero tan rápidamente como le había llegado, el alivio que sentía se evaporó.

Quizás ella ya no tuviera el anillo, pero eso no quería decir que no hubiera descubierto el secreto. Aún podía saber… podía saber que otro hombre tenía derecho a reclamar legalmente su título.

Arrojó las notas de Jamison y Redfern a la chimenea y se quedó ante ella, agarrado a la repisa, apretando hasta que los nudillos se le tornaron blancos. Observó las llamas lamer el papel, mientras su mente trabajaba a una velocidad enfebrecida. Sólo había una solución. Tenía que reunirse con ella. Conocerla. Averiguar qué sabía, si es que sabía algo, de su secreto. Descubrir si planeaba chantajearlo. ¿Conocería ella la identidad del hombre que podía arruinarle la vida y arrebatárselo todo?

«Si yo supiera quién es, podría acabar primero con él.»

Tenía que conseguir ese anillo.

Caminó hasta el escritorio y redactó una nota invitando a la señora Brown y a Robert Jamison a visitarle la mañana siguiente. Dobló el papel y apretó su sello sobre el lacre con mucha más fuerza de la necesaria.

Pensó en enviar una nota a Redfern, pero decidió no hacerlo. Ahora que el paradero del anillo estaba asegurado, si Redfern mataba a la señora Brown antes de que Geoffrey hablara con ella, pues que así fuera. De hecho, mucho mejor.

Al día siguiente a esa misma hora sería un hombre libre. Entrecerró los ojos y miró hacia la chimenea, donde de las cartas de la señora Brown, Robert Jamison y Redfern sólo quedaban cenizas.

Todos los cabos sueltos serían eliminados. De una forma permanente.

Apoyado contra la gruesa repisa de roble pulimentado de la chimenea de la biblioteca, Robert escuchaba a Eustace Laramie, el magistrado, recitar lo que sabía sobre el crimen, la mayoría de lo cual Robert ya conocía gracias a Carters.

– Una doncella descubrió el robo al entrar en el dormitorio de la señora Brown. Se encontró con la habitación patas arriba, y los vestidos y la ropa de la cama hechos jirones y tirados por el suelo. Carters realizó una minuciosa búsqueda por la casa e informó que la habitación de la señora Brown era la única que había sido saqueada. Lo más probable es que el ladrón subiera por el enrejado y entrara por la cristalera que da a su balcón. Según Carters, del dormitorio faltan varios objetos pertenecientes a la familia Bradford. Entre ellos un cepillo y un peine de plata de ley, también dos candelabros de plata y varias figuritas que se hallaban en la repisa de la chimenea. Una vez que acabe de buscar en la habitación, la señora Brown podrá decirnos cuáles de sus pertenencias han desaparecido. -Clavó en Robert una penetrante mirada-. Primero el rapto que usted denunció ante mí esta misma mañana y ahora esto. Esta racha de crímenes que la señora Brown y usted han sufrido recientemente resulta muy extraña.

– Ciertamente. Robert se pasó la mano por la cara-. ¿Se han denunciado otros robos en el barrio?

– No.

– ¿Piensa que el responsable es la misma persona?

Laramie se rascó la mejilla y asintió pensativo.

– Es ciertamente posible, aunque estamos hablando de dos tipos diferentes de delito. Y con tantos ladrones sueltos por ahí, también se podría tratar de dos perros diferentes. -Gesticuló con la mano e hizo un sonido de desagrado-. Malditos canallas. Parece que por cada uno que enviamos a Newgate, aparecen doce más para ocupar su puesto. -Robert lanzó al magistrado una mirada elocuente.

– Dos crímenes diferentes, pero las mismas víctimas. Da que pensar.

– Cierto, es algo a tener en cuenta…

Llamaron suavemente a la puerta.

– Adelante -dijo Robert.

La señora Brown entró y cerró la puerta tras de sí. Cruzó la sala sobre la alfombra Axminster y se detuvo ante la chimenea. A pesar de intentar parecer calmada, Robert podía ver que estaba muy afectada. Su tez parecía de cera y temblaba ligeramente al caminar, como si las rodillas no la aguantaran. Se apretaba las manos y había una mirada de temor en sus ojos. Robert pensó en un vaso de cristal a punto de quebrarse.

Podía entender que estuviera afectada, ya que él mismo también lo estaba, pero parecía incluso más tensa y asustada que cuando se escaparon del almacén.

– ¿Ha averiguado si le falta algo? -preguntó Laramie.

Ella dudó, pero luego asintió enfáticamente con la cabeza.

– Sí. Falta una cosa. Un anillo.

– Así que lo que buscaba eran joyas -concluyó Laramie-. Típico. Pero me sorprende que sólo se llevara un objeto. ¿Está segura de que eso es todo lo que le falta?

– Segurísima. Era la única joya en mi posesión.

– Ya veo. ¿Era valiosa?

De nuevo, la señora Brown dudó.

– Era de mi marido… -Se quedó sin voz y tuvo que aclararse la garganta-. Tiene más valor sentimental que otra cosa, señor Laramie.

– El señor Laramie y yo estábamos discutiendo la posibilidad de que el robo esté relacionado con los acontecimientos de la noche pasada -comentó Robert.

La mirada de la joven fue directa hacia él. ¿Era alarma lo que destelló en sus ojos? Desapareció con tanta rapidez que no podía estar seguro.

La señora Brown volvió a fijar su atención en el magistrado.

– Tengo entendido que en Londres hay mucha delincuencia, señor Laramie. Seguramente son dos situaciones casuales, sin relación. Desafortunadas y coincidentes, pero casuales.

– Es posible. Sin embargo, también es posible que alguien la haya tomado con la casa del duque. -La mirada de Laramie se volvió más aguda-. O con usted, señora Brown.

Ella alzó la barbilla.

– Me parece extremadamente improbable, porque, como usted sabe, acabo de llegar a Londres y aquí soy una completa desconocida.

– ¿Ha tenido algún otro problema o le ha ocurrido algo extraño desde que llegó?

– No.

Laramie adoptó una expresión de determinación.

– Esté segura de que haremos todo lo que podamos para dar con el ladrón, pero debo advertirle que hay muy pocas esperanzas de recuperar sus bienes. Esos tipos dan golpes así de rápido -chasqueó los dedos- y luego desaparecen como ratas en sus agujeros. Probablemente sus pertenencias ya deben de haber sido vendidas unas tres veces, lamento decírselo. Pero si hay cualquier novedad, me pondré en contacto con usted de inmediato. -Se despidió de ambos con una inclinación de cabeza y salió de la habitación.

La atención de Robert se centró en la señora Brown. Ésta se hallaba ante la chimenea, completamente inmóvil, con el rostro ceniciento. Miraba las llamas con los labios apretados en una línea triste. Sin embargo, al cabo de varios segundos, pareció reponerse.

– Si me excusa -murmuró, volviéndose hacia la puerta.

– La verdad es que me gustaría hablar un minuto con usted, señora Brown -repuso Robert, incapaz de evitar un cierto tono cortante- De hecho, me gustaría hablar mucho más de un minuto.

La señora Brown se volvió tan deprisa que la falda se le hinchó.

– ¿Perdón?

Robert se le acercó con pasos lentos, sin detenerse hasta estar directamente ante ella.

– Quiero saber exactamente qué demonios está pasando aquí.

Las mejillas de la joven se tiñeron de rubor.

– Le aseguro que no sé lo que quiere decir.

– ¿De verdad? Entonces permítame que la ilustre. Desde su llegada aquí ayer, la han golpeado, raptado y atado como a un pollo, y luego le han robado. Esas mismas desgraciadas circunstancias me han afectado también a mí. Sin duda eso hace que uno se pregunte a cuántas adversidades más nos habremos tenido que enfrentar cuando usted lleve aquí una semana.

La expresión de la señora Brown no se alteró, y Robert tuvo que aplaudir su demostración de valentía. El efecto hubiera sido perfecto de no ser por un ligero temblor en el labio inferior.

– Lo lamento…

– No estoy buscando una disculpa, señora Brown. Lo que quiero es una explicación y la verdad.

– No sé si…

– Ha mentido a Laramie. Quiero saber por qué. Y no, le permitiré abandonar esta sala hasta que me lo haya explicado.

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