Un mayordomo muy estirado le abrió la puerta a Michael. El criado alzó la nariz con obvio desagrado ante su aspecto desarreglado, pero Michael no le hizo caso. Había aguantado peores miradas de criados con humos.
– ¿Puedo ayudarle… señor?
– Necesito ver a lord Robert. Inmediatamente.
El mayordomo enarcó las cejas.
– Si me da su tarjeta, veré si…
El criado perdió el habla cuando Michael lo agarró de la perfectamente planchada solapa y lo arrastró hacia el vestíbulo. Cerró la puerta empujándola con el pie y alzó al asombrado sirviente hasta quedar nariz contra nariz.
– No tengo tarjeta -dijo Michael con una calma amenazadora-. Me llamo Michael Evers. Lord Robert me está esperando, y déjeme asegurarle, será su cabeza lo que reclamará si no me lleva hasta él ahora mismo. ¿Lo entiende?
El mayordomo asintió con la cabeza.
– ¿Dónde está la señora Brown? ¿Está completamente a salvo? -preguntó Michael, mientras dejaba que el mayordomo volviera a tocar con los pies el suelo.
El criado tragó saliva, con una mirada en la que se combinaban el temor y la confusión.
– ¿A salvo? Sí. La señora Brown está arriba, en el cuarto de los niños con la duquesa.
– ¿Está seguro?
En cuanto sus pies tocaron e1 suelo, el mayordomo retrocedió varios pasos.
– Sí. Yo mismo la dirigí hacia allí.
Michael dejó escapar un suspiro de alivio.
– Perfecto. Ahora vaya a…
– ¿Michael?
Este se volvió hacia la voz de Robert, que le llegaba desde el pasillo. Antes de que pudiera decir nada, intervino el mayordomo.
– Lord Robert, esta… persona, que dice conocerle, ha irrumpido y…
– No pasa nada,Fenton -repuso Robert, quitando importancia con un gesto-. Lo esperaba. -Su mirada buscó la de Michael- ¿tienes noticias?
– Sí. tenemos que hablar. Ahora mismo. En privado.
– Sígueme -indicó Roberr, y se apresuró por el corredor.
Michael clavó una mirada en él mayordomo.
– Asegúrese de que la señora Brown permanezca en la casa -ordenó. No permita que salga nadie. Ni que entren. ¿lo entiende?
El mayordomo asintió con la cabeza.
Satisfecho, Michael siguió a Robert por el pasillo.
Fenton contempló desaparecer por la esquina la amplia espalda del desconocido. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente, mientras la indignación se apoderaba de él. ¡Un rufián zafio y sucio! Fenton se miró la ropa y ahogó un grito. Dios, la chaqueta estaba arrugada y la camisa torcida… estaba totalmente desarreglado. No sabía quién podía ser ese Michael Evers, pero estaba claro que no era un personaje adecuado para invitar a Bradford Hall ¿quién se creía que era, ese bruto, entrando en el vestíbulo a empujones, maltratándolo y dándole ordenes?
Fenton dejó escapar un reoplido elegante. No recibiría ordenes de ese hombre. Claro que no. ¡Él recibía órdenes del duque! Por culpa de ese tal Evers, Fenton tenía que retirarse a su habitación para arreglar su aspecto. No podía dirigir a los criados en su presente estado, ni permitir que el duque lo viera así.
Llamó a un lacayo para que se ocupara del vestíbulo y consiguió no fijarse en la sorprendida expresión del joven al ver su aspecto. Cielos. debía de ser peor de lo que suponía. Después de explicarle la manera correcta de abrir la puerta, Fenton se dirigió a sus habitaciones. Aquello era absolutamente irregular. En cuanto se arreglara, buscaría a su Excelencia y le informaría sobre el comportamiento de ese tal Evers.
Robert cerró la puerta de la biblioteca detrás de Michacl, quien se hallaba en un estado de gran agitación.
– ¿Qué has averiguado? ¿Pudo tu madre traducir la carta?
Michael se pasó los dedos por el pelo, ya muy despeinado.
– Sí. No te lo vas a creer. Hasta a mí me cuesta. -Miró a Robert con una expresión de sorpresa y amargura al mismo tiempo-. He galopado hasta llegar aquí como si el mismísimo diablo me persiguiera y ahora no sé ni por dónde empezar.
– Háblame de la nota. ¿Tiene algo que ver con el marido de Allie?
– Sólo de forma indirecta. -Sus oscuros ojos se clavaron en los de Robert-. Cuando le enseñé la carta a mi madre, se puso blanca como una sábana y casi se desmayó.
Robert estaba totalmente confuso.
– ¿Por qué?
Michael soltó una carcajada seca.
– La maldita carta se la escribieron a ella.
– ¿Qué? ¿Quién?
– El cura que la casó con mi padre. -Michael comenzó a pasear ante la chimenea, y Robert se guardó de agobiarle a preguntas, para que pudiera recuperar la calma-. Cuando mi madre vio la nota, se hundió, llorando y pidiéndome que la perdonara. No tenía ni maldita idea de qué me estaba hablando. Cuando conseguí calmarla, me contó esta historia… de la que la nota es la prueba.- Se detuvo un instante y cerró los ojos con fuerza-. Dios, aún no me lo puedo creer.
Alarmado por la inquietud de su amigo, quien jamás solía alterarse, Robert se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
– Michael. Explícamelo.
Michael lo miró con ojos cansados.
– No recuerdo a mi padre -dijo con voz ronca-. Murió cuando yo era un bebé… o eso es lo que siempre creí. Hasta esta visita a mi madre. Me confesó que el hombre con el que se había casado no se llamaba Evers. Fue un nombre que ella eligió al azar.
Las cejas de Robert se enarcaron.
– Entonces ¿con quién diablos se casó?
– Ésta es la parte de la historia que no te vas a creer.
Allie aspiró el aroma a rosas del aire y alzó el rostro para capturar más rayos de sol, cálidos y brillantes.
– Te saldrán pecas -le advirtió Caroline con una sonrisa.
– No me importa. Cuatro días enteros metida en la casa estaban a punto de volverme loca.
Pasearon durante varios minutos, con el silencio sólo roto por el piar de los pájaros. Allie saboreó cada segundo, grabándose en la memoria el bello jardín, el idílico lugar y a Caroline, una mujer que realmente le gustaba y a la que echaría de menos. Como echaría de menos tantas cosas de aquel hermoso sitio.
Se detuvieron en una bifurcación y Caroline señaló a la derecha, hacia los bosques.
– Este camino llega a las ruinas de una antigua fortaleza de piedra. De pequeños era nuestro lugar favorito. ¿Te gustaría verlo? El paseo por el bosque es muy agradable.
Allie miró por encima del hombro y vio que aún se las podía ver desde la casa.
– ¿Está lejos?
– No. A unos pocos minutos andando.
– De acuerdo.
En cuanto se adentraron en el bosque, bajo la sombra de los altos olmos y los robles, la temperatura descendió. Allie avanzó por el sendero en silencio, esperando a que Caroline tocara el tema que, Allie sentía, tenía prioridad en su mente.
Pasaron varios minutos antes de que Caroline empezara a hablar lentamente.
– Allie, hasta un ciego podría ver que tú y Robert sentís algo el uno por el otro. Y que ambos sois desgraciados. No quiero entrometerme…- Una risita cortó sus palabras-. La verdad es que me encantaría entrometerme, pero le prometí a Miles que no lo haría. Así que sólo te preguntaré: ¿puedo hacer algo para ayudar? Pensaba que… si mañana os organizara una merienda en el campo, quizá podríais hablar en privado y resolver lo que sea que pasa entre vosotros.
Allie se sintió desolada. Al día siguiente a esa hora, Bradford Hall y sus habitantes no serían más que un recuerdo. Era el momento de informar a Caroline de su decisión. Y de sacarla del error de creer que ella y Robert podrían resolver sus diferencias.
– Me temo que no…
Se interrumpió cuando ella y Caroline doblaron un recodo del camino. Ambas mujeres se detuvieron como si hubieran chocado contra una pared.
Ante ellas, a menos de tres metros, un hombre yacía sobre el suelo y otro estaba inclinado sobre él. Un caballo marrón se hallaba junto al camino, pateando nerviosamente la tierra. Alguien ahogó un grito, Allie no estaba segura de si había sido ella o Caroline o quizá las dos. El hombre inclinado se alzó de un salto y se volvió hacia ellos.
Los ojos de Allie se abrieron de sorpresa, pero fue Caroline quien habló primero.
– ¡Lord Shelbourne! ¿Qué ha pasado?
Los oscuros ojos del hombre pasaron de la una a la otra durante varios segundos.
– No… no lo sé -contestó con voz entrecortada-. Iba de camino a Bradford Hall para ofrecer mis felicitaciones al duque y la duquesa por el nacimiento de su hija cuando, hace un momento, me he encontrado con este hombre tendido en el camino. He oído un ruido de ramas y he visto a un hombre corriendo entre los árboles. -Señaló en la dirección que se alejaba de la casa-. Sin duda algún canalla ha intentado robar a este pobre hombre. Acababa de desmontar y estaba comprobando sus heridas cuando ustedes aparecieron.
– ¿Está vivo? -preguntó Caroline, con los ojos abiertos de temor.
– Sí. Pero necesita ayuda. Está sangrando y parece que se ha dado un buen golpe en la cabeza. -De nuevo su mirada pasó de la una a la otra-. Lady Eddington, ¿sería usted tan amable de ir a buscar ayuda? Y, señora Brown, ¿me ayudaría a socorrerlo mientras lady Eddington regresa?
Caroline dudó por un momento.
– No quiero dejar a Allie sola…
– No estará sola -la interrumpió lord Shelbourne, con aire ofendido-. Estará comnigo. Ahora parta, debe darse prisa.
– Claro repuso Caroline, sonrojándose-. Volveré lo antes Posible. -Torció el recodo y corrió hacia la casa.
Allie se apresuró a acercarse al hombre caído y se arrodilló a su lado. El rostro del hombre estaba vuelto hacia el otro lado y ella lo movió cuidadosamente para mirarlo.
– ¿Señor? ¿Puede oírme?
Algo pegajoso y caliente le cubrió los dedos, y la cabeza del hombre cayó sin fuerza hacia su lado. Allie se quedó helada, y lo miró incrédula y sorprendida.
– Cielo santo, conozco a este hombre -afirmó-. Se llama Redfern. Estaba a bordo del Seazard Lady. Se le ocurrieron miles de preguntas. ¿Qué diablos estaba haciendo el señor Redfern por allí? ¿Eran graves sus heridas? Le apretó los dedos sobre el cuello, buscando el pulso.
Geoffrey la miró, inclinada sobre el cuerpo yaciente de Redfern, yluchó por mantener la compostura. ¡Maldito fuera su sentido de la oportunidad! A causa de su llegada, sus planes se habían venido abajo. Y podía estar agradecido de que ella y lady Eddignton no hubieran llegado un minuto antes, porque lo hubieran visto clavándole un cuchillo por la espalda a Redfern.
Miró hacia el suelo. El mango del puñal, ligeramente visible sobre la caña de la bota, estaba manchado de sangre. Pasó la mano rápidamente, y se dio cuenta de que también tenía manchas en la manga de la chaqueta y en el blanco puño de la camisa. ¿Lo habría notado lady Eddington? No, evidentemente no. E incluso si lo hubiese notado, habría supuesto que se habría manchado ayudando al herido.
Miró a Redfern y recordó la reacción de éste cuando se lo encontró en el bosque. El rostro de Redfern había sido la personificación de la sorpresa. Geoffrey, generosamente, le había dado la oportunidad de entregarle la nota, pero el pobre Redfern aun no la había recuperado. Ése había sido su último error.
Pero necesitaba darse prisa, antes de que lady Eddington volviera con media docena de personas. Tenía que descubrir donde estaba la nota y luego escaparse de allí. Y por desgracia para Alberta, ella tendría que acompañarle.
Inclinada sobre el cuerpo de Redfern y ocupada en la tarea de encontrarle el pulso, Allie no se molestó en volverse ante la pregunta de lord Shelbourne. ¿Dónde estaba el pulso? Tenía que haber pulso.
– ¿Una nota? Humm, sí. Sí, la he visto.
– ¿Dónde está?
– Está… -Sus manos se detuvieron de golpe y Allie frunció el ceño. Estaba claro que lord Shelbourne conocía la existencia de la nota. Pero no se la había mencionado cuando le devolvió la caja vacía… De repente recordó su extraño comportamiento durante la cena.
– Dime dónde está esa nota, Alberta.
Lentamente se fue dando cuenta de la urgencia y la amenaza que contenía aquella orden. Algo no iba bien. Como en un sueño, extendió la mano sobre el pecho del señor Redfern y luego la levantó, mientras la invadía una sensación de horror.
– Está muerto -murmuró. Se levantó con piernas temblorosas y se volvió hacia lord Shelbourne-. Está… -Se le apagó la voz mientras su mirada recorría la manga manchada del hombre y después se alzaba hasta su rostro. La desesperación que ardía en sus ojos le produjo un estremecimiento.
– Muerto. Sí, lo sé. -Salvó la distancia que los separaba en tres rápidos pasos. Extendió la mano y la agarró con fuerza por el brazo. Acercó su rostro al de Allie, y ésta retrocedió involuntariamente- ¿Dónde está la nota, Alberta?
Allie lo miró a los ojos de caoba, que le recordaron los de una serpiente. De repente todas las piezas encajaron. Redfern… los accidentes en el barco… el rapto y los robos de Londres… la nota… lord Shelbourne… todo estaba relacionado. Y aunque no supiera los detalles, su instinto le decía que se hallaba frente al peligro del que Elizabeth le había advertido. Y en vista del estado del señor Redfern y de la mirada desesperada en los ojos de lord Shelbourne, el peligro era mortal.
Intentó zafarse, pero los dedos del hombre se cerraron dolorosamcnte sobre su brazo. Pensó en gritar, pero estaban demasiado lejos de la casa para que la oyeran. Tal vez Caroline oyera los gritos, pero eso sólo haría que regresara, sin ayuda, y la pondría también en peligro. Además, gritar haría que lord Shelhourne se enfureciera y le daría motivo para dejarla inconsciente o amordazarla. O atarla. Lo mejor era permanecer lo más calmada posible.
Y ganar tiempo. Hasta que Caroline regresara con ayuda. Tragó saliva para humedecerse la reseca garganta.
– Sé dónde está la nota.
– ¿Dónde?
Pensó en decir que la había quemado, pero se decidió por una historia más larga. Porque lo que necesitaba era tiempo.
– Se la di a alguien.
Geoffrey apretó la mano, y Allie ahogó un grito ante el dolor que le subió por los hombros.
– ¿A quién, maldita sea?
– A… un caballero de Londres. A un traductor. La carta estaba escrita en un idioma extranjero que no podía leer.
Una expresión de sorpresa cruzó las tensas facciones de Geoffrey.
– ¿Un idioma extranjero? ¿Qué tontería es ésa?
– Es cierto. Creo que el idioma podría ser gaélico. -Él frunció el ceño y luego hizo un gesto de asentimiento. -Gaélico. Sí, supongo que es posible. -Entrecerró los ojos
– ¿Cuándo se la diste?
– El día antes de partir de Londres.
– ¿Nombre?
– Smythe. Edward Smythe.
– ¿Dirección?
– No estoy segura. -Geoffrey la sacudió con violencia-. No la sé-insistió Allie-. Le pedí al mayordomo que me recomendara un traductor y él me dio el nombre del señor Smythe. Yo sólo escribí una carta de presentación, la junté con la nota y se lo di todo al mayordomo para que lo enviara. No sé adónde fue.
Los oscuros ojos del hombre se clavaron en los de Allie durante varios segundos. Luego dejó escapar una gruñido de frustración.
– Tengo más preguntas, pero tendrán que esperar. Debemos irnos de aquí.
Allie alzó la barbilla.
– No voy a ir a ninguna parte contigo.
En un instante, Geoffrey la había soltado y había sacado una pequeña pistola del bolsillo de la chaqueta.
– Vas a venir conmigo y lo vas a hacer en silencio. Si gritas, te juro que será el último sonido que hagas.
Allie tragó saliva.
– Tendrías problemas para explicar dos cadáveres.
– En absoluto. Diré que el mismo rufián que atacó al pobre Redfern regresó y nos vimos obligados a huir. Pero te agarró y, aunque intenté salvarte, se te llevó a Dios sabe dónde. Me mancho la cara con un poco de barro, actúo como si estuviera horrorizado y digo: «Yo he escapado por los pelos.» -La empujó hacia el caballo. Montó rápidamente y casi le dislocó el brazo ya dolorido al subirla y colocarla ante él en la silla. Allie notó la pistola, que había vuelto a guardar en el bolsillo. Si pudiera escaparse…
Un brazo fuerte y musculoso la rodeó por la cintura, casi asfixiándola, y Geoffrey espoleó el caballo.
Robert se hallaba sentado en el sofá, con los brazos apoyados en las rodillas, y observaba a Michael ir de un lado a otro ante la chimenea.
– El nombre del hombre con quien mi madre se casó era Nigel Hadmore. Era el segundo hijo del conde de Shelbourne.
Robert lo miró anonadado.
– Ese tal Nigel -continuó Michael- fue a Irlanda en uno de sus viajes, y él y madre se enamoraron locamente. Claro que mamá no era una dama elegante, sólo la hija del tabernero. Nigel decidió quedarse en Irlanda con ella, pero según mamá, su padre, un hombre muy estricto, le ordenó que regresara a su casa. Nigel se negó, y su padre lo dejó sin su sustanciosa pensión hasta que recobrara la razón y regresara a Inglaterra.
Hizo una pausa mirando las llamas.
– ¿Y regresó? -preguntó Richard.
– No. Al parecer había ahorrado una suma importante y por lo tanto no le preocupó que dejaran de pasarle la pensión. Mamá me dijo que, por primera vez, Nigel se había sentido libre del asfixiante control de su padre y que era feliz. Le pidió a mamá que se casaran y ella aceptó. Se casaron en Irlanda sin informar a su familia.
Se volvió hacia Robert con los oscuros ojos cargados de furia.
– Despues de la boda, fue cuando ese canalla demostró el tipo de hombre que era en realidad. Oh, al principio era feliz en Irlanda con su esposa e incluso más feliz cuando mamá le dijo que había un bebé en camino. Pero pasados varios meses, se le acabaron los ahorros. Rápidamente se hartó de trabajar en la taberna y empezó a echar de menos la vida lujosa que había dejado atrás. Su hijo acababa de cumplir seis meses cuando el pobre Nigel no pudo más. -El labio superior de Michael formó una mueca de disgusto.
»Donde antes se había sentido libre, ahora se sentía encadenado. No podía entender cómo mamá era completamente feliz en su casita en medio de ninguna parte, trabajando un día tras otro sólo para poder comer. No podía ni imaginarse por qué mamá no quería nada más para ella o para su hijo. Decía que aún amaba a mamá y a su hijo, pero que no estaba hecho para trabajar y vivir en esas condiciones tan rústicas. -El tono de Michael se volvió más mordaz-. Echaba en falta sus clubes y las brillantes reuniones sociales. La ropa fina. La comida delicada. Los criados. Decidió que haría las paces con su padre y conseguiría recuperar su sustanciosa pensión.
– ¿Y lo consiguió? -preguntó Robert.
Algo parecido al odio brilló en los ojos de Michael.
– Lo que ocurrió fue que cuando contactó con su padre, éste le dijo que regresara. Al parecer el hermano mayor de Nigel había muerto y ahora él era el heredero del condado. Cuando Nigel regresó a Inglaterra, su padre le informó de que, justo antes de la muerte de su hermano, habían arreglado el matrimonio entre éste y la hija de un acaudalado duque. La familia Hadmore se enfrentaba a la bancarrota y necesitaba desesperadamente la gran dote de la hija del duque. El padre de Nigel le ordenó, como nuevo heredero, que cumpliera el compromiso y se casara con la hija del duque para salvar el nombre y las propiedades de la familia.
– Bueno, pues no lo podía hacer -comentó Robert-. Ya estaba casado.
Michael le lanzó una mirada indescifrable.
– Sí, la mayoría de los hombres consideraría eso un problema, pero no Nigel. No, él decidió que tenía una opción. Se dio cuenta de que su matrimonio con la hija del duque tendría que realizarse pronto, antes de que el padre de ella considerase otras ofertas. No habría tiempo para conseguir la anulación de su matrimonio con Brianne, e incluso si hubiera tiempo, no tenía en qué basarla. Y claro, el divorcio era imposible. Pero… -Michael hizo una pausa mientras su expresión se endurecía aún más-. Nadie en Inglaterra sabía que ya estaba casado. -Se miraron el uno al otro en total silencio durante varios segundos.
Robert movió la cabeza.
– No querrás decir… No, es imposible.
– Ojalá lo fuera, amigo mío.
Geoffrey se forzó a respirar profunda y lentamente para dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de él. Un dolor cegador le golpeaba los ojos, y necesitó toda su fuerza de voluntad para concentrarse en guiar el caballo por el bosque.
Las palabras de Allie le batían en el cerebro. «Le di la carta a un traductor.» De repente se sintió aliviado. Si la nota estaba escrita en un idioma extranjero, las posibilidades de que otra gente la hubiera leído disminuían. Pero ¿le estaría diciendo Alberta la verdad? ¿O sólo estaba intentando salvarse? Apretó los dientes. Pronto lo descubriría.
Avanzaban rápidamente, adentrándose en el bosque, cada vez más lejos de la casa. Pasado un cuarto de hora, Geoffrey descubrió un claro en el que había un lago. Un grupo de grandes rocas rodeaba la zona. Perfecto. Exactamente la clase de lugar donde podía decir que el rufián que había matado a Redfern se había lanzado sobre ellos mientras intentaban escapar de sus garras. Lo suficientemente lejos de la casa para hacer lo que debía. Detuvo el caballo y bajó de la silla.
– Baja -ordenó.
Allie obedeció en silencio y el caballo fue a beber al lago. Alberta miró directamente a Geoffrey.
– ¿Qué pretendes hacer ahora? -le preguntó.
Él lo pensó durante un momento. ¿Cómo podría averiguar si mentía? ¿Cómo conseguir lo que quería? Se le ocurrió una idea y sonrió para sus adentros. Ah, sí… apelar a su compasión femenina.
– Lo cierto es que quiero disculparme -dijo, fingiendo una expresión avergonzada- por usar un arma de fuego en tu presencia. Era necesario que partiéramos, y me pareció que no cooperarías con la suficiente rapidez sin un… incentivo. Sin embargo, te aseguro que no tengo ninguna intención de hacerte daño alguno. Lo único que quiero es la nota que estaba en la caja del anillo. Me pertenece.
Notó una expresión de recelo en el rostro de Allie. Casi podía ver cómo trabajaba su cerebro en el interior de su bonita cabeza, intentando idear una forma de escaparse de él. Sintió una admiración involuntaria. No había duda de que era valiente. E inteligente. En otras circunstancias, Alberta, con su mente rápida y sus formas sensuales, le podría haber interesado mucho.
– Ya te lo he dicho. No la tengo.
– Dime, Alberta, ¿qué clase de hombre es tu padre?
Los ojos de Allie se cubrieron de una mezcla de sorpresa y sospecha ante aquella pregunta.
– Un buen hombre. Amable. Trabajador.
– ¿Tienes hermanos?
– Dos hermanos y una hermana.
Geoffrey asintió.
– Yo soy hijo único. Mucha gente me ha preguntado si el no tener hermanos me hacía sentirme solo, pero siempre he preferido no tener que compartir mis posesiones o el cariño de mi padre con nadie. De niño adoraba a mi padre. Claro que no lo veía muy a menudo. Madre y yo vivíamos en las propiedades de Cornwall, mientras que mi padre pasaba la mayor parte del tiempo en Londres. Esas preciosas semanas durante el verano, cuando nos visitaba, eran el punto culminante de mi niñez.
Una chispa de lo que podía ser lástima brilló en los ojos de Allie, y Geoffrey se sintió un poco reconfortado. Quizá sí que pudiera hacérselo entender. Cómo había sido su vida… hasta aquel día. Prosiguió rápidamente:
– Como heredero del condado, mi vida, mi existencia y mi identidad estuvieron definidas desde el día en que nací. Todas las lecciones, todos los pensamientos, se centraban en prepararme para mi futuro papel, el que pasaría a desempeñar después de la muerte de mi padre. Era un papel para el que estaba bien preparado. Fue su muerte lo que no pude aceptar.
Se detuvo para tomar aire, y sintió un odio ardiente y fiero hacia el hombre al que había adorado. El hombre que lo había traicionado de la manera más imperdonable.
– La verdad es que fue su confesión en el lecho de muerte lo que no pude aceptar -dijo con una voz que no podía controlar del todo.
Tomó a Allie de la mano y la miró fijamente, deseando que ella viera la profundidad de su dolor. La magnitud de su necesidad por esa nota- ¿Sabes lo que me dijo mi padre en su lecho de muerte, Alberta?
– ¿Cómo podría saberlo?
– ¿Así que no has leído la nota?
– No. Ya te lo he dicho, está escrita en un idioma extranjero. -Intentó apartarse de Geoffrey, pero éste la agarró con más fuerza-. Por favor, suéltame la mano. Me estás haciendo daño.
Geoffrey no hizo caso.
– Me confesó que tenía otro hijo. Un hijo mayor. Con otra mujer. Otra esposa. -Soltó una carcajada seca y amarga-. Mi noble padre siempre tan correcto, se había casado con una mujerzuela que conoció en Irlanda durante sus viajes. Era bígamo, lo que quería decir, claro, que yo no era su heredero legal. Entonces, para hacer las cosas aún peores mi padre tuvo la temeridad, la desfachatez, la osadía de pedirme que buscara a ese medio hermano y me asegurara de que tuviera una buen situación económica. -Un aullido de incredulidad e indignación le salió de la garganta-. No podía ni imaginarme por qué mi padre era capaz de pedirme una cosa así. Yo lo había adorado durante toda la vida, creyendo que era el paradigma de la fuerza, pero era débil y estúpido. Y si hay algo que no soporto es a un estúpido. -La miró fijamente a los ojos-. ¿Entiendes lo que significa la existencia de ese hombre? Si se llegara a saber, podría reclamar legalmente todo lo que es mío. Quitármelo todo. Mi hogar. Mi título. Mi derecho de nacimiento. Mi existencia. Según mi padre, la nota contiene la prueba de que ese otro matrimonio tuvo lugar y de que un hijo nació de esa unión. ¿No ves que debo tener esa nota, Alberta? Debo tenerla. Mi vida de pende de ello.
Allie se humedeció los labios.
– Lo entiendo. Y dadas las circunstancias que me describes, te la daría con mucho gusto si la tuviera. Pero ya te he dicho que no la tengo en mi poder. Lo juro.
Geoffrey la contempló con intensidad. Parecía estar diciendo la verdad. Un gruñido de frustración se formó en su interior, y apretó lo clientes para contenerlo. Maldición, tendría que buscar a ese maldito Edward Smyth. Y matarlo también. ¿Cuándo acabaría esa pesadilla
– Ese hombre, el señor Redfern -afirmó Allie-. Fue el responsable de los accidentes en el Seaward Lady. Fue quién se me secuestró y quien entró a robar en la mansión de los Bradford. Todo para conseguir esa nota y el anillo… para ti.
– La nota era lo más importante, pero también quería el anillo de mi padre. Es un recuerdo físico de que nunca me debo convertir en el débil estúpido que él era. Por desgracia, las circunstancias se pusieron continuamente en contra de Redfern, quien, tristemente, no demostró ser tan listo como yo había esperado. Sin duda no era tan listo como tu marido, cuya inteligencia y falta de moral cometí el error de subestimar. -Chasqueó la lengua-. Ya no te puedes fiar de nadie.
– Así que de esa manera David consiguió el anillo. Yo estaba segura de que lo había robado. Por eso vine a Inglaterra, para devolver el anillo a su dueño.
– David se lo robó a la mujerzuela que se casó con mi padre. Contraté a David para que los buscara a ella y a su hijo. Por desgracia, cuando la localizó, el hijo ya no vivía con ella. Aun así, como era un canalla muy listo, David se tomó la molestia de despojarla de varias joyas, entre ellas el anillo con el escudo de armas de mi padre. David encontró la nota escondida en el doble fondo de la caja. Me exigió una suma escandalosa por el anillo, la nota y su silencio. Yo acepté sus condiciones, pero él no cumplió con su parte del trato. Se escapó con el dinero y el anillo.
»Después de buscar durante años -prosiguió-, finalmente descubrí que David se había ido a América. Contraté a Redfern, a quien yo creía lo suficientemente listo como para realizar el trabajo, pero no lo bastante para traicionarme como había hecho David, y lo envié a América para recuperar el anillo. Cuando Redfern averiguó dónde vivía David, tu marido ya había muerto, y todas sus pertenencias habían desaparecido. Redfern se enteró de que David tenía esposa, pero que ésta se había ido. -Movió la cabeza tristemente-. Tantos inconvenientes. Redfern tardó dos años en encontrarte, Alberta, y cuando lo logró, estabas a punto de partir para Inglaterra.
– Así que se embarcó en el mismo bajel -susurró Allie.
– Sí. Y esto nos lleva hasta donde estamos ahora, que, lamento decir, es un lugar bastante triste.
La soltó, y Allie retrocedió tambaleante. Geoffrey metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrajo la pistola y le apuntó al pecho.