12

Redfern cojeó por el camino empedrado que llevaba a la casa del conde, maldiciendo su mala suerte. Maldita fuera esa criada aulladora. De no haber sido por ella, ya tendría la puñetera caja. Y no un tobillo torcido por saltar desde el balcón. Y por si no fuera suficiente haber caído mal y haberse torcido el tobillo, además había tenido que ir a parar sobre un arbusto espinoso. Ahora le molestaba el tobillo, sus mejores pantalones y la chaqueta estaban llenos de agujeros y el trasero le dolía de muerte. ¿Había huesos en el trasero de un hombre? Porque si los había, seguro que se los había roto. Y todo por culpa de una criada gritona. Típica mujer. Nunca sabían cuándo callarse. Quizá cuando se hubiera librado de la pesadilla en que se había convertido ese trabajo, haría una visita privada a esa criada.

Pero por el momento el conde no estaría nada satisfecho de que hubiera fallado de nuevo. ¿Y para qué demonios querría ese trasto? Había pensado en la posibilidad de evitar al conde, de no presentarse hasta que tuviera la caja, pero decidió que lo mejor era informar a lord Shelhourne de que continuaba su búsqueda. De lo contrario, al conde se le podría meter en la cabeza matarlo primero y preguntar después.

«Mañana me haré con ella. Sin falta.»

Llamó a la gran puerta de doble hoja. El mayordomo de Shelbourne, Willis, abrió con los aires de superioridad de siempre. Redfern odiaba la forma en que ese pomposo tipo le miraba, con la cabeza tiesa, como si fuera su maldita majestad y él, Redfern, sólo un pedazo de basura enganchado a su zapato. Que el diablo se lo llevara, aquel tipo parecía desdeñar todos sus comentarios. ¡Y sólo era un sirviente! Bueno, en cuanto Redfern cobrara su recompensa, lo primero que haría sería contratar a un mayordomo elegante al que pudiera dar órdenes de malos modos.

Después de un cuarto de hora de espera, durante el que tuvo que estar de pie sobre su dolorido tobillo, porque a pesar de toda la cursilería de la elegante casita del conde, no había ni una silla en el maldito vestíbulo, finalmente Willis lo condujo por el corredor. Bueno, cuando Redfern cobrara su recompensa, la segunda cosa que haría sería comprarse una bonita casa y llenar el maldito vestíbulo de malditas sillas para que todo el maldito mundo pudiera sentarse. Sí, tendría una buena posición y nunca jamás recibiría órdenes de ningún noble estirado.

Segundos después, Willis abrió la puerta. Redfern le ofreció su mejor mueca de asco y entró cojeando sobre la alfombra. La puerta se cerró a su espalda con un ligero sonido.

El conde se hallaba sentado cerca de la chimenea en un sillón de cuero marrón, con una copa de coñac en una mano y la otra sobre la enorme cabeza de su mastín.lánto el conde como el perro lo contemplaron con ojos entrecerrados mientras avanzaba cojeando, y Rcdfern no estaba seguro de quién lo hacía sentir más incómodo, si el hombre o la bestia. No le gustaban los perros, sobre todo los perros que parecía que le podían arrancar un brazo de un solo mordisco. Shelbourne parecía adorar a aquella bestia monstruosa, porque siempre estaba acariciándolo. Incluso había oído al conde hablar dulcemente a la enorme bestia varias veces, con una estúpida vocecilla aguda que uno usaría con un perrito. Se permitió un encogimiento de hombros mental. No había forma de entender a los de alta alcurnia.

Redfern se detuvo delante del conde. El calor del fuego sólo alivió parcialmente el frío de intranquilidad que le atenazaba la espalda. No, el conde no parecía contento, y eso que aún no le había comunicado las malas noticias. Quizás esa visita había sido una mala idea.

– ¿Y bien? -preguntó el conde en aquel tono helado suyo.

– Tengo buenas noticias, milord -dijo, intentando dar un tono de seguridad a su voz-. La caja que quiere la tendrá mañana a esta hora. Tiene mi palabra.

– ¿De verdad? A no ser que intentes robarme a mí, no veo cómo será posible eso. Verás, Redfern, yo tengo la caja.

– ¿Usted? -repitió Redfern confuso-. ¿Cómo…?

– La señora Brown me la ha dado.

Aunque confundido, Redfern comprendió al instante las implicaciones de esas palabras. Relajó los hombros aliviado.

– Bueno, pues muy bien. Ya tiene lo que quería. Ahora, respecto a mi recompensa…

– Me temo que hay un problema, Redfern. Verás, la caja contenía un papel que quiero tener en mi poder. Y el papel ya no está en la caja, lo que me hace pensar que la señora Brown aún lo tiene.

– Por todos los demonios, ¿qué es esto? Primero quería el anillo. Luego la caja. Ahora ese papel. Pero ¿por qué diablos si lo que quería era ese papel, no lo dijo desde el principio? -Apretó las manos para contener un avasallador deseo de abofetear al conde-. Me culpa de haber fallado en el trabajo, pero ¿cómo espera que tenga éxito si no tengo la maldita información?

La mirada que el conde le clavó sin duda tenía intención de helarle la sangre, pero nada podía enfriar la furia que corría por dentro de Redfern.

– Lo quería todo -dijo el conde-. El anillo, la caja y el papel estaban juntos hasta que tú los separaste. Mi error fue suponer que serías lo suficientemente inteligente para cumplir una orden bien simple. -El conde tomó tranquilamente un trago de coñac y prosiguió-: Quiero esa nota, Redfern. Y me la vas a conseguir. ¿Lo entiendes?

– Entiendo -dijo, y pensó: «Pero ésta es la última maldita cosa que hago para tipos como tú.»

– Bien. La señora Brown parte mañana hacia la casa de campo de los Bradford, en Kent. Estoy seguro de que llevará la nota consigo.

Redfern dudó un instante. Maldita fuera, esperaba que el conde no le pidiera que leyera la maldita nota. Bueno, si lo hacía, se inventaría cualquier historia. Había llegado hasta donde estaba sin casi saber leer. Claro que el conde no sabía eso. Y no era asunto suyo, tampoco.

– ¿Cómo sabré que es el papel que está buscando? Ya sabe cómo son las damas, siempre guardando cartas y cosas así.

– Esa carta es vieja y tendrá muchas dobleces, para que pueda caber en la caja del anillo. La tendrá escondida en alguna parte, no la dejará a la vista. Tráeme la carta y te haré rico más allá de lo que pudieras soñar. Si fracasas… -El conde se encogió de hombros-. Creo que ya me he explicado claramente respecto a esa posibilidad.

Muy claramente. Aun así, Redfern se alegró ante las perspectivas. Iba a ser un hombre rico. Porque el maldito conde iba a tener que pagarle un rescate digno de un rey antes de que Redfern le diera la condenada carta.

Robert observó al extraño personaje que acudió a abrir la puerta de la casa de Michael Evers. Aunque adecuadamente vestido con las ropas de un sirviente, el hombre tenía más aspecto de asesino que de mayordomo, sin duda debido a los enormes músculos que se marcaban bajo la chaqueta negra, la cabeza rapada, la cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal y el aro de oro que le colgaba de la oreja izquierda. Se le veía capaz de pulverizar una piedra sin siquiera sudar.

– Muy temprano para hacer visitas, ¿no? -aulló el gigante. Cruzó los gruesos brazos sobre el enorme pecho y miró a Robert desde su gran altura con una dura mirada de sus ojos negros.

Robert le entregó su tarjeta de visita, que se perdió en la enorme palma del tamaño de un jamón.

– Necesito ver al señor Evers inmediatamente.

Obsequió al mayordomo con su mirada más aristocrática, aunque resultaba terriblemente difícil mirar con altivez a alguien que le pasaba más de un palmo.

– Bueno, iré a ver si el señor Evers quiere hablar con usted -repuso el gigante, y le cerró la puerta en las narices.

Momentáneamente anonadado, Robert se quedó en el porche, sintiendo el fresco aire de la mañana a su alrededor. Luego se sintió divertido. Sin duda, Michael empleaba a un grupo de gente bastante pintoresco, tanto en su salón de boxeo como en su casa, y siempre parecía haber alguna que otra cara nueva. Aquel gigante le resultaba desconocido. Según recordaba, el último mayordomo de Michael había sido un tipo delgado como un palo y con un parche sobre un ojo.

Robert sabía que su amigo podía permitirse contratar a sirvientes profesionales, y también vivir en una residencia más lujosa, gracias a su lucrativa carrera. Pero Michael prefería vivir con sencillez, en una parte de la ciudad que, aunque decente, no era en absoluto elegante. Y en una ocasión le había explicado a Robert que le gustaba contratar a gente que necesitaba una segunda, y en algunos casos una tercera o una cuarta oportunidad. Un sentimiento noble y admirable, sin duda, y por otra parte Michael podía defenderse con facilidad de cualquier rufián que fuera lo suficientemente estúpido para intentar engañarle.

La puerta se abrió. Con un gesto de la cabeza, el gigante le indicó que entrara.

– Por aquí -gruñó, y condujo a Robert a través de un corto pasillo. Abrió una puerta y gritó desde el umbral-. Aquí está el tipo que quería verle.

Robert entró en la sala del desayuno. Michael lo miró por encima de una humeante taza de lo que, por el penetrante aroma, debía de ser un café muy fuerte.

– Buenos días, Jamison. Tienes un aspecto un poco mejor que la última vez que te vi.

– Y me siento mucho mejor.

– Entonces, ¿no te han vuelto a machacar la cabeza?

– No. Aunque sospecho que tu…, esto…, mayordomo se ofrecería voluntario.

– No te preocupes de Chafador. Ladra más de lo que muerde.

– Creo que no tengo ningún interés ni en que me ladre ni en que me muerda. ¿Debería tratar de saber por qué le llaman Chafador?

– Seguramente no. -Hizo un gesto a Robert para que se acercara-. Siéntate. Toma un poco de café. ¿Quieres algo de comer?

– No, nada, gracias. No puedo quedarme. Partimos para Bradford Hall en cuanto regrese a la mansión.

– ¿Partimos?

– Yo y Al… la señora Brown.

– ¿Sí? ¿Y cómo está la encantadora viuda? Totalmente recuperada, espero.

Para su irritación, Robert sintió que se le calentaba la nuca.

– Está muy bien.

Michael lo observó durante varios segundos con una mirada penetrante e inescrutable, luego movió lentamente la cabeza asintiendo.

– Así que es eso, ¿no? Lo sospechaba.

Robert ni siquiera intentó negarlo.

– Sí. Es eso. Pero corre peligro, no hay duda. Han pasado más cosas desde la noche en que la raptaron, y necesito tu ayuda.

Se sentó frente a Michael y le explicó los inquietantes acontecimientos que habían ocurrido desde la última vez que se habían visto: el robo, el otro intento de robo y finalmente el descubrimiento de la nota. Al final y después de remarcar la necesidad de discreción, sacó el delicado papel del bolsillo del chaleco.

– ¿Puedes leer esto? -le preguntó, entregando a Michael la misiva. Michael desdobló el papel con cuidado y luego pasó varios minutos examinando el contenido.

– Está escrito en gaélico -dijo-. Por desgracia, aparte de unas cuantas palabras, no sé ese idioma. Siempre he sido más un luchador que un erudito.

Robert se inclinó sobre la mesa y señaló a Michael las dos palabras que había descifrado.

– ¿No crees también que esto es «Evers» y esto el nombre de la ciudad donde naciste?

– Sí. -Una expresión intrigada inundó el rostro de Michael, y se acercó más al papel.

– ¿Reconoces alguna cosa más? -preguntó Robert.

– Parece que aquí pone «Brianne» -indicó Michael-. Ese nombre es muy extraño.

– ¿Extraño? La verdad, a mí me parece un nombre bonito.

– Lo es. -Michael lo miró, y en sus ojos había una mezcla de confusión y sospecha-. Es el nombre de mi madre.

Robert alzó las cejas y se rascó la barbilla.

– Muy extraño, cierto. Claro que seguramente hay miles de mujeres llamadas Brianne en Irlanda…

– Pero es muy curioso que mi apellido, la ciudad en la que viví y también el nombre de mi madre aparezcan todos juntos en esta nota -concluyó Michael. Unió las cejas en un gesto de preocupación-. Me pregunto si esto podría explicar…

Al ver que no proseguía, Robert le animó. -¿Explicar qué?

– No lo sé… probablemente no es nada.

– ¿Qué es lo que probablemente no es nada? -Como Michael continuaba en silencio, la paciencia de Robert se acabó. Por encima de la mesa, agarró a su amigo del brazo-. Maldita sea, Michael, ¿es que no te das cuenta de lo importante que es esto? Dímelo.

– Cuando era niño -dijo finalmente Michael después de otro largo momento de duda- solía decirle a mi madre que sus ojos eran «secretitos». Una palabra tonta e infantil, pero no sabía describir de otra manera lo que leía en ellos. Aún hoy no lo sé. Me dijo que todo el mundo tenía secretos… Y siempre me resultó evidente que ella tenía unos cuantos.

– ¿No pensarás que esta nota tiene algo que ver con tu madre? -Brianne es un nombre corriente, pero no recuerdo que nadie más se llamara así en nuestro pueblo. Por imposible que parezca, no puedo negar esa posibilidad. ¿Podrías tú?

Robert se pasó los dedos por los cabellos.

– Supongo que no. ¿Tu madre entiende el gaélico?

– Sí. -Miró a Robert fijamente-. Me gustaría enseñarle esto. Entiendo el deseo de discreción de la señora Brown y tienes mi palabra de que no se lo enseñaré a nadie más que a mi madre.

Se miraron en silencio largamente, luego Robert asintió.

– De acuerdo. Pero me gustaría que este asunto se resolviera lo más rápido posible, antes de que ocurran más accidentes o cosas extrañas.

– Lo organizaré todo para partir hoy mismo.

Robert se puso en pie y le dio la mano a su amigo.

– Te lo agradezco.

– Te haré llegar la información a Bradford Hall en cuanto pueda. -Muchas gracias. Y Michael, ten cuidado.

Alzando con disimulo la vista del libro en el que había tratado de concentrarse durante las últimas horas, Robert se aventuró a mirar a su compañera de viaje. Ésta se hallaba sentada con perfecta compostura, sujetando un libro en el que parecía completamente absorta.

Robert ahogó un gruñido de contrariedad. Desde que se habían Sentado en el carruaje, Allie se había mantenido ocupada. Primero cosió minúsculos botones en diferentes pares de guantes, luego había sacado un aro de bordar con el que se había entretenido durante más de tres horas. Y finalmente tenía la nariz metida dentro de un libro. En dos ocasiones, Robert había tratado de iniciar una conversación, pero ella le había respondido con monosílabos, sin alzar la mirada de la costura o la lectura. Por fin, Robert había intentado dedicar su atención a su propio libro, con resultados muy pobres.

¿Cómo podía Allie concentrarse en tareas tan mundanas cuando lo único que podía hacer él era pensar en ella? El tacto de su piel. El sabor de su boca. Aspiró el perfume floral que emanaba de la piel de la joven… esa seductora madreselva, que le envolvía los sentidos. ¿Cómo era posible que mientras ella lo encontraba fácilmente resistible, él la encontrara completamente irresistible?

¿Y qué demonios estaría leyendo que pudiera resultar tan fascinante? Los dos habían tomado algunos volúmenes de la biblioteca de la mansión antes de partir, pero no le había preguntado qué había elegido. Se movió un poco hacia delante y trató de leer el título impreso en letras doradas sobre el lomo de cuero del libro. Los ojos se le abrieron de sorpresa.

Allie estaba leyendo La fierecilla domada.

Al revés.

Se quedó quieto y apretó los labios para contener la amplia sonrisa que amenazaba con dibujársele en el rostro. Era evidente que no estaba tan enfrascada en el Bardo como pretendía hacerle creer.

Mucho más animado, dejó de simular que leía. Cerró el libro, lo dejó a su lado sobre el terciopelo del asiento y se permitió mirarla larga y tranquilamente.

Allie iba vestida de los pies a la cabeza de un negro implacable. El vestido que llevaba era nuevo, y Robert supuso que era uno de los que había comprado a madame Renée. El color contrastaba con su piel color crema, y le daba un atractivo aire de delicadeza. El sombrero negro le ocultaba casi todo el cabello, y las manos de Robert sentían el deseo de desatar las cintas y sacárselo. Rememoró la sedosa textura de esos espesos mechones castaños entre sus dedos. Al tener los ojos bajos, fijos en las palabras invertidas, Robert pudo apreciar la longitud de las pestañas y las sombras de media luna que proyectaban sobre las suaves mejillas.

La mirada de Robert bajó hasta los labios y tuvo que ahogar un gemido. La sensación de aquella boca cautivadora bajo la suya lo invadió de nuevo con tal fuerza que notó una presión contra los pantalones.

Una boca tan deliciosa… Y, demonios, esa mujer sabía cómo usarla. Enfundada de luto del cuello a los pies, le hacía pensar en una isla remota y negra, intocable y solitaria. Pero él sabía de la pasión que se ocultaba bajo la tranquila superficie. Y estaba decidido a compartir y experimentar esa pasión, en todas sus formas, con ella. Porque después de una noche de insomnio, pensando y caminando de arriba abajo por su habitación, finalmente, casi al alba, había llegado a aceptar la irrefutable verdad.

Allie era La Mujer.

La mujer que había estado buscando. La mujer que le hacía sentir algo especial. La mujer que deseaba.

Oh, sí, había intentado negar esa realidad mientras recorría su dormitorio de un lado a otro la noche anterior. Contando con los dedos las múltiples razones en su contra. Se conocían de hacía menos de una semana. Vivía al otro lado del océano. No confiaba en los hombres. Le había dicho claramente que se negaba a arriesgarse de nuevo. De ninguna manera. Por ningún hombre.

Pero con la misma rapidez con que los había alzado, Robert había abatido todos los obstáculos. No importaba que acabaran de conocerse. Todos los miembros de su familia se habían casado después de apasionados noviazgos relámpago. Siempre había sabido que cuando el amor lo alcanzara, sería, siguiendo la tradición familiar, como si lo hubiera alcanzado un rayo: rápido, potente, furioso y ardiente. En cuanto a vivir en América, Allie podía hacer lo mismo que había hecho Elizabeth: trasladarse a Inglaterra. Y puesto que su aversión hacia las relaciones sentimentales y al matrimonio estaba justificada, él tendría que encontrar la manera de que la superara. Quizás Allie no quisiera arriesgarse por cualquier hombre, pero él no era cualquier hombre. Él era el hombre que la amaba.

Pero ¿cómo convencerla para que cambiara de opinión? ¿Cómo podría hacer que lo deseara tanto como él la deseaba? ¿Cómo conseguir que olvidara el pasado y aceptara un futuro junto a él?

Agitó la cabeza ante su propia presunción. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que cuando encontrara a «La Mujer» tal vez ésta no estuviera de acuerdo con sus planes, no sintiera exactamente lo mismo por él. No, simplemente había dado por hecho que las flechas de Cupido les alcanzarían a ambos simultáneamente y que nunca habría ninguna duda de que estaban hechos el uno para el otro.

Contuvo una carcajada sardónica. Claro, siempre había pensado que se enamoraría de una muchacha inglesa sin complicaciones, que veneraría el suelo que él pisara. En lugar de eso, el destino le había deparado una viuda americana cuya vida corría peligro, que no quería saber nada de los hombres ni del matrimonio y que lo comparaba con su difunto marido, criminal y adúltero.

Lo que el destino le había deparado era como escalar una montaña muy alta.

Era una suerte que disfrutara con ese desafío. Y que siempre jugara para ganar.

Sin embargo, tenía la certeza de que si le ponía su corazón a los pies, le declaraba sus sentimientos y le pedía que se casara con él, ella saldría corriendo como un zorro perseguido por una jauría de sabuesos. No, necesitaba actuar despacio. Con cautela. Dejarla que se diera cuenta por sí misma de que sentía las mismas cosas maravillosas por él que él sentía por ella. Porque él sabía que era así. El destino no podía ser tan malvado como para permitir otra cosa. Además, recordaba claramente la predicción de Elizabeth: que en Londres encontraría la felicidad que buscaba. Robert no tenía ninguna duda de que se refería a Allie. Bueno, pues la había encontrado. Todo lo que le quedaba por hacer era mantenerla a salvo del loco que iba tras ella y convencerla de que su verdadero deseo era dejar su vida en América y quedarse en Inglaterra para casarse con un hombre al que casi no conocía.

Casi nada.

Allie notaba el peso de la mirada de Robert y luchaba por mantener una apariencia externa de tranquilidad. Le había resultado casi imposible no mirarlo mientras estaba enfrascado en el libro, pero en ese momento, sin libro, resultaba dolorosamente evidente que estaba enfrascado en ella.

Un estremecimiento cálido e indeseado la recorrió. En segundos, su rostro se sonrojaría y él sabría… sabría que ella era consciente de él y de que la estaba mirando. ¿Sabría también que había pasado la noche en vela, con la mente confusa y el cuerpo sufriendo por deseos lago tiempo olvidados? ¿Deseos que, se temía, una vez despiertos, exigirían ser satisfechos?

Las imágenes se sucedían en su mente. Los primeros días de su matrimonio. Había ido al lecho tímida e insegura, pero rápidamente David le hizo olvidar todas sus aprensiones. Le hizo conocer la pasión, y a pesar de todos sus otros fallos, no podía negar que había sido un amante maravilloso. Le había enseñado cómo satisfacerlo y a descubrir lo que la satisfacía a ella. Durante los primeros cuatro meses como marido y mujer no había pasado ni una sola noche sin que hicieran el amor, explorando eternamente uno el cuerpo del otro. Y aunque su cuerpo siempre había hallado la satisfacción durante sus sesiones de sexo, algo faltaba… algo que no sabría nombrar. En lo físico, David le daba todo aquello que ella ansiaba; sin embargo, todas las noches se acostaba esperando capturar ese esquivo elemento que faltaba, como si algo permaneciera más allá de su alcance.

Habían hablado de hijos… Ella quería tenerlos desesperadamente, y el hecho de que no hubiera podido concebir era la única nube sobre un brillante horizonte. Cuando le explicó a David que le preocupaba ser estéril, él estuvo de acuerdo en que seguramente lo era, y destrozó todas sus esperanzas de convertirse en madre. David le dijo que no tenía importancia, que se tenían el uno al otro y eso era lo que contaba. Había resultado tan convincente que Allie había hecho todo lo posible por olvidar su decepción y concentrar todas sus energías en él. Aunque no pudiera tener hijos, tenía a David, y él la hacía feliz.

Sintió angustia. Había sido increíblemente estúpida.

Cuando la pasión de David comenzó a desvanecerse, después de aquellos primeros meses, ella había aceptado sin cuestionarlas sus explicaciones, cada vez más frecuentes, de que se hallaba cansado o de que no se sentía bien. Qué estúpida.

Después de la muerte de David había desterrado sin piedad todos los deseos y los anhelos femeninos que él le había despertado. Y habían seguido dormidos. Hasta que el hombre que tenía enfrente los había sacado de su hibernación.

Habia intentado con todas sus fuerzas, mientras iba de arriba abajo por su habitación, analizar sus emociones encontradas y darles sentido… convencerse de la imposibilidad de aquella atracción. Su lucha interior había continuado durante el inacabable viaje en el carruaje, pero había llegado el momento de rendirse y enfrentarse a la verdad.

Robert despertaba en ella sentimientos que creía muertos hacía tiempo, pero que una vez despiertos no podía desoír. Nunca volvería a casarse, pero su condición de viuda le otorgaba ciertas ventajas.

Podía tener un amante.

Un calor ardiente la recorrió con sólo pensarlo. La idea se le había ocurrido durante su incesante paseo de la noche anterior, pero la había desechado por temor. Sin embargo, después de pasar las últimas horas sólo a varios metros de él, aspirando su aroma almizclado y masculino cada vez que respiraba y sintiéndose tan dolorosamente consciente de él que la piel le cosquilleaba, no podía negar la verdad por más tiempo. Lo deseaba. De una manera que al mismo tiempo la estimulaba y la asustaba. De una manera que no podía pasar por alto. Y considerando lo que habían compartido la noche anterior, era evidente que él también la deseaba. Ambos eran adultos y sin ataduras; nadie resultaría herido. No tenía que preocuparse por quedarse embarazada. Y mientras fueran discretos…

En seis semanas dejaría Inglaterra, si no antes. Podían disfrutar el uno del otro durante ese tiempo. Luego una ruptura total e indolora. Sin emociones complicadas. Le dejaría que tomara su cuerpo y su mente, pero no su corazón. No importaba si él era un despreocupado o si en su pasado había secretos. La suya sería sólo una íntima unión física.

Su voz interior intentó intervenir, objetar, pero la acalló firmemente. Sí, una aventura sería lo mejor.

Pero ¿cómo mencionar el tema? ¿Debería simplemente preguntárselo? ¿Abordarlo como una proposición de negocios? Apretó los labios. Dios, por muy violento que pudiera resultar pedirle que se convirtiera en su amante, sería una humillación absoluta si él rechazara su oferta. Bueno, entonces tendría que asegurarse de que no pudiera rechazar la oferta.

La sombra de una sonrisa le tensó los labios al imaginarse en el papel de seductora. ¿Qué haría él si ella se levantara y fuera a sentarse en su regazo? ¿Si le pasara la mano por el denso y oscuro cabello? ¿Si rozara con los labios su encantadora y masculina boca?

«Te besaría hasta dejarte inconsciente. Luego te tocaría… en todos los lugares que lo están deseando. Te arrancaría el vestido y luego…»

– ¿Qué tal es el libro?

Esas palabras, pronunciadas con voz ronca, la arrancaron de sus sensuales pensamientos. Alzó la cabeza y sus miradas se encontraron. Era la primera vez que lo miraba directamente desde la noche anterior, y el efecto de sus ojos azul oscuro y del inconfundible deseo que hervía bajo la inocente pregunta, creó aún más confusión en los exaltados sentimientos de Allie.

Sintió arder las mejillas y el corazón se le detuvo por un instante. Tragó saliva para encontrar las palabras.

– ¿Disculpa?

– El libro. ¿Te gusta?

¿Libro? Miró hacia abajo y recobró la cordura.

– ¡Oh! Sí. Es maravilloso.

Una sonrisa lenta y devastadora alzó una de las comisuras de la boca de Robert.

– Es increíble ese talento que posees. ¿También te lo enseñó tu padre, como los malabarismos?

– ¿Qué talento?

En vez de responder, Robert cubrió el espacio que los separaba y le sacó el libro de las manos. Si dejar de mirarla, dio la vuelta al delgado volumen y se lo devolvió.

Confusa, Allie miró el libro, las palabras correctamente impresas.

Sin duda los fuegos del infierno que le ardían en las mejillas la consumirían hasta convertirla en un montón de cenizas. Alzó la mirada de nuevo, y sus ojos se encontraron, pero en vez del humor y la burla que Allie esperaba encontrar, la mirada de Robert era intensa. Y totalmente seria.

– Sufro del mismo mal, Allie -susurró Robert.

Aquella musitada confesión se le clavó a Allie en el corazón. Y borró todas las dudas que pudiera haber tenido. Cerró el libro y lo dejó sobre cl asiento. Luego hizo acopio de todo su valor, respiró hondo y saltó al negro abismo desconocido que se abría a sus pies.

– Creo haber dado con una solución para curar nuestra mutua… aflicción.

– Por favor, no me dejes en suspense.

– Creo que deberíamos ser amantes -dijo, adoptando lo que esperaba que fuera un tono pragmático.

La sorpresa destelló en los ojos de Robert, seguida instantáneamente de una llamarada de ardor y luego algo más que pasó demasiado deprisa para que Allie tuviera tiempo de identificarlo. Entonces, justo cuando Robert abría la boca para responder, el carruaje se detuvo. Ambos se volvieron hacia la ventana. Un edificio palaciego de piedra gris se alzaba ante ellos.

Antes de que Allie tuviera tiempo de organizar sus pensamientos, un lacayo abrió la puerta.

– Hemos llegado a Bradford Hall -anunció Robert.

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