Esa noche, poco antes de las ocho, Robert llegó a la mansión para la cena. Como el aire nocturno era placenteramente fresco y aún no se había formado la niebla habitual, había decidido caminar desde sus habitaciones en Chesterfield.
– Buenas noche, Carters -dijo mientras le tendía al mayordomo el bastón, el sombrero y la capa. ¿Cómo se encuentra nuestra invitada?
– Cuando la vi por última vez, al regresar de su recado, mostraba un aspecto muy saludable.
– ¿Recado?
– Sí. A media tarde, la señora Brown me preguntó si conocía a algún afamado experto en antigüedades en la ciudad. Naturalmente, le sugerí que acudiera al señor Fitzmoreland.
Robert alzó las cejas en un gesto de curiosidad.
– ¿Le dijo para qué requería a un experto en antigüedades?
– No, lord Robert. Simplemente me pidió que le indicara uno, luego inquirió sobre el transporte. Ordené un carruaje de alquiler y a un lacayo que la escoltara.
– Ya veo. -Molesto consigo mismo por no haber pensado en ello antes, hizo la anotación mental de poner un carruaje a disposición de la señora Brown-. ¿Y dónde se halla ahora la señora Brown?
– En el salón.
– Muchas gracias. -Robert se dirigió hacia el corredor, y, sus pasos fueron haciéndose más lentos al oír el sonido de la música del piano. Entró en la sala en silencio, luego se apoyó en la puerta y se quedó observando el perfil de la señora Brown.
Ésta se hallaba sentada ante el piano, con la cabeza inclinada sobre las teclas de marfil, con las cejas fruncidas y los labios apretados en un gesto de concentración. De nuevo iba vestida de negro, lo que hacia que la curva de su fina mejilla resultara increíblemente pálida, como una frágil porcelana. Los menguantes vestigios de la luz del día brillaban a través de los altos ventanales y la bañaban en un sutil flujo dorado. Al verla sin el sombrero, Robert se dio cuenta de que su primera impresión había sido errada: su cabello no era simplemente marrón. Su brillante melena era de un profundo color castaño en el que se mezclaban los mechones rojizos. llevaba el cabello recogido en un sencillo moño bajo que le daba un aire regio.
Sus dedos continuaban acariciando las marfileñas teclas, pero Robert no pudo reconocer la melodía. Claro que eso podía ser debido a que -y el rostro de Robert se contrajo en una mueca- tocaba terriblemente mal.
Las manos de la joven se detuvieron de repente y volvió la cabeza. Al verlo, las apartó de las teclas como si le hubieran mordido. Un tono rosado le coloreó las mejillas, y Robert tuvo que contener una sonrisa. Excepto por el traje de luto, parecía una niña a la que hubieran descubierto sisando caramelos en la cocina.
– Lord Robert, no le he oído entrar.
Él avanzó hasta el piano y la saludó con una ligera inclinación.
– Estaba escuchando su concierto. No sabía que tocara usted el piano.
Ella lo miró, y Robert tuvo que tragar aire al detectar en los ojos de la joven lo que parecía un minúsculo destello de picardía.
– Qué amable es usted. Si ha estado escuchando, sin duda Ya habrá notado que no sé tocar. Siempre hubiera querido poder hacerlo. -Lanzó una mirada nostálgica hacia las teclas. Me encanta la música.
– Lo mismo digo. Por desgracia, ni un solo miembro de mi familia posee el más mínimo talento musical, ni para el piano ni para cantar, y me temo que yo tengo el peor oído de todos. Sin embargo, mi filosofía siempre ha sido que si no se puede tocar bien, entonces hay que tocar con entusiasmo, y si no se sabe cantar bien, hay que cantar muy fuerte. Ésa ha sido la causa de muchos momentos embarazosos para mi familia, me temo. -Le sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. Ni siquiera hizo el menor movimiento con los labios. Conseguir que aquella mujer riera se estaba convirtiendo en todo un reto, lo mismo que con Carters. De repente se sintió invadido por el deseo de ver a la alegre mujer del retrato de Elizabeth. Dígame, señora Brown, ¿sabe usted cantar?
– Soy peor que tocando el piano.
– Excelente. ¿Hacemos un dueto?-Se sentó junto a ella en el banco y flexionó los dedos con exageración. Sólo sé tocar una canción. Es todo lo que mi familia me permitió aprender. Por alguna razón desconocida, de niño, en cuanto me sentaba al piano, siempre parecía surgir una emergencia u otra. Miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie les estaba escuchando y luego le confesó sotto voce-: La verdad es que a pesar de los esfuerzos de mi familia por aplastar mi incipiente talento, conseguí aprender unas cuantas tonadillas más, pero como me temo que las aprendí en los pubs, no son adecuadas para una dama. -Se aclaró la garganta e inclinó la cabeza hacia la partitura. Tocaré las notas altas y usted puede tocar las bajas.
– ¿Preparada?
Cada uno cantó su parte, casi siempre ella varias notas detrás de él. En vez de mejorar mientras progresaba la canción, parecía que sus esfuerzos daban cada vez peores resultados. En la estrofa final, sus voces desafinaban horriblemente:
El sol sus hermosos rasgos reflejaba
Mientras ella, a ver si él osaba, esperaba,
Y él no la decepcionó en eso
Pues sobre sus tiernos labios depositó un beso.
La discordante nota final flotó en el aire y se perdió en el silencio. Conteniendo la risa, Robert movió la cabeza y se volvió hacia ella.
– ¡Caramba! Esto ha sido estupendamente terrible.
– Horrible, sin duda -concordó con ella con una voz un poco entrecortada-. No creo que haya cantado bien ni una sola nota. Y estoy obligado a reconocer que usted tenía razón.
– Claro que sí. ¿En qué?
– Usted, señor, carece totalmente de oído.
Una fugaz, pero esta vez inconfundible, chispa de picardía brilló en sus ojos y el pulso de Robert se aceleró. Un cosquilleo le empezó en la zona del corazón y le bajó rápidamente hasta… los pies. Se compuso y sonrió.
– Y su forma de tocar, señora, no vale un pimiento. -Se frotó las manos y le ofreció su risita más malvada-. Esperaré impaciente el momento en que podamos entretener a la familia con esta canción.
– Saldrán gritando de la habitación.
– En tal caso, sólo tendremos que tocar y cantar más alto.
Un ligerísimo movimiento se produjo en la comisura de los labios de la joven, y él la miró, con el corazón latiendo desbocado. Su mirada bajó hasta los increíbles labios de la mujer y otro cosquilleo lo atravesó, éste directo a la entrepierna. Su atención se centró en el seductor hoyuelo que adornaba la barbilla, mientras su pulgar anhelaba recorrer la ligera hendidura.
Aspiró hondo, tragando el aire que tanto necesitaba, y la cabeza se le llenó del delicado perfume de la joven, despertándole los sentidos. Olía maravillosamente. Como a alguna flor, pero no a una que le resultara familiar. Inspiró de nuevo, intentando atrapar la esquiva fragancia, mientras se resistía a la creciente necesidad de inclinarse hacia delante y ocultar el rostro en el atractivo cuello de la mujer.
Ella parpadeó varias veces, luego su expresión se volvió neutra, como si hubiera corrido una cortina, y se levantó rápidamente.
Él permaneció sentado, respirando hondo varias veces el aire, que había perdido el aroma floral, y regañándose a sí mismo.
«Qué mal lo has hecho, estúpido. Finalmente consigues una mínima sonrisa, y ¿qué haces? Primero te quedas mirándole los labios como si estuvieras muerto de hambre y ella fuera una tarta, y luego la olisqueas como si fueras un perro y ella un hueso.»
Por todos los demonios, ¿dónde diantre habían ido a parar sus finos modales? Por no hablar de su decencia. Dios, nunca antes se había considerado un canalla, pero ¿quién si no un canalla sentiría impulsos lujuriosos hacia una triste viuda? Y por mucho que odiara admitirlo, no podía negar que lo que había experimentado era lujuria. Sin duda estaba suficientemenre familiarizado con esa sensación como para reconocerla cuando la sentía. Pero aun así la impresión demoledora que esa mujer le producía era territorio desconocido.
Tal vez no fuera lujuria. Quizá solamente se sintiera… hechizado. Y… satisfecho por esa sombra de sonrisa en los labios de ella. La pobre necesitaba tanto reír. ¿No había dicho exactamente eso lady Gaddlestone? E incluso aunque no lo hubiera dicho, hasta un ciego podría ver que la señora Brown necesitaba un poco de diversión.
Lo que ocurría era que no se había esperado que la simple insinuación de una sonrisa le afectara tanto como si le golpearan en el corazón.
Allie se hallaba sentada ante la larga mesa de caoba e intentaba hacer los honores al delicioso plato de carne con guisantes que tenía ante sí, pero sus pensamientos eran demasiado confusos para permitirle prestar atención a la comida. Mirando a través de las pestañas, observaba disimuladamente al hombre que tenía enfrente.
Lord Robert se afanaba en cortar la carne. Su mirada reposaba sobre sus manos, que sujetaban los cubiertos de plata. Manos fuertes, grandes, de largos dedos. Se había fijado en ellas cuando tocaban el piano. Tenían el aspecto de pertenecer a alguien acostumbrado a la vida al aire libre y no a un caballero ocioso.
Una sensación cálida le cubrió las mejillas al recordar el improvisado dueto. No había sido capaz de resistir su pícara invitación, aunque se había dejado llevar demasiado al cantar con tal abandono. Pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hecho algo con tanta despreocupación. Por un momento, la euforia la había dominado y se había olvidado de con quién estaba.
Un hombre encantador y apuesto. Un hombre al que casi no conocía. Un hombre que reía con facilidad, pero con una alegría que no siempre se reflejaba en sus ojos… ojos que ella reconocía como cargados de secretos. Un hombre que al mirarla hacía que su corazón latiera con más fuerza.
Igual que David.
David y lord Robert estaban desde luego cortados por el mismo patrón. ¿Cómo había podido abandonarse así? Pero mientras se hacía esa pregunta la respuesta se le hizo evidente.
«Porque David nunca te dejó tocar el piano. Y nunca te habría animado a cantar.»
David le había dicho riendo que cantaba como una rana en un estanque, y ella no podía contradecirle. Aun así, a su familia nunca le había importado que cantase, y excepto su madre, todos cantaban pésimamente. Y eso nunca les había impedido cantar juntos los martes por la noche, velada que habían bautizado como la «noche de la música». David odiaba la noche de la música, y después de casarse, encontró múltiples maneras de tentarla para que se quedara en casa los martes. Lo más frecuente era el que la llevara a la cama y…
Cortó ese pensamiento y lo apartó de su mente. Había disfrutado del lecho conyugal, al menos al principio, pero esa parte de su vida había acabado. Mientras llenaba de guisantes el tenedor, volvió a mirar disimuladamente a lord Robert. Y descubrió que su oscura mirada estaba sobre ella.
– ¿Le agrada la comida? -preguntó él.
– Sí, gracias -contestó, esperando que no se le notara el sonrojo.
– Según creo, Elizabeth mencionó que tiene un hermano y una hermana.
– Dos hermanos y una hermana. Todos menores que yo. -Sintió una oleada de cariño-. Los chicos son gemelos y los llamamos los diablos idénticos.
– ¿Qué edad tienen?
– Dieciséis años. Mi hermana cumplirá los veinte este mes. -Se le escapó un suspiro nostálgico-. Los echo mucho de menos. Echo en falta el ruido y el alegre caos que siempre reinaba en nuestro hogar. Ha pasado… mucho tiempo desde la última vez que estuve con ellos.
El tomó un sorbo de vino y asintió.
– Lo entiendo. Aunque tengo mis propias habitaciones aquí en la ciudad, no puedo pasar mucho tiempo sin ver a mi familia. A veces me vuelven loco, sobre todo Caroline, pero también son mi mayor alegría. Y si es ruido y caos lo que busca, en Bradford Hall encontrará más del que podría imaginar.
Allie tragó saliva para aliviar la tensión en su garganta.
– Estoy impaciente.
Robert miró hacia el techo y negó con la cabeza.
– Puede que cambie de opinión una vez esté allí. Puego imaginarme lo que está ocurriendo en este mismo momento. Austin pasea de arriba abajo con el ceño fruncido y el pelo alborotado de tanto mesárselo, exigiendo saber cada ocho segundos cuándo dará a luz Elizabeth. Caroline le está diciendo a su hija de dos años, Emily, que deje de perseguir a los gatitos, y Emily no le hace ningún caso y mira a su padre, Miles, quien, con una media sonrisa, le anima a continuar.
»Mi hermano William, su esposa Claudine y su hija Josette están dibujando, lo que no augura nada bueno para William, que es un pésimo artista. Sin duda mi madre ha llevado a James, el hijo de Austin y Elizabeth, al jardín, donde sus gordezuelas manitas estarán decapitando las mejores rosas de su mamá mientras su abuela le sonríe embobada. -Hizo una mueca cómica-. Madre solía poner el grito en el cielo con sólo que Austin, William o yo nos atreviéramos a mirar las rosas.
Un dolor punzante se apoderó de Allie ante el panorama que le estaba dibujando.
– La verdad es que suena mucho más tranquilo que a lo que yo estaba acostumbrada -dijo-. Jonathan y Joshua constantemente traían a casa algún animal herido, hasta que papá finalmente les cedió un pequeño cobertizo al que llamó la enfermería, sin parar de refunfuñar que nunca había visto tantas palomas, patos y ardillas cojos en su vida. Y no hablemos de los sapos, las serpientes y las colonias de hormigas.
»Mi hermana Katherine parecía un ángel, pero andaba siempre con rascadas en las rodillas y los codos, porque se unía a Jon y Josh en sus aventuras. Mamá se limitaba a sonreír, ofreciendo abrazos y besos, colocando vendajes cuando hacía falta y soltando algún que otro sermón. Le encantaba vernos correr, nadar y jugar. Tenía una hermana mayor que se había pasado la mayor parte de su vida confinada en la cama, y le gustaba darnos rienda suelta en nuestras vigorosas actividades. -La añoranza la invadió-. Mamá siempre olía a pan recién hecho.
– Y supongo que usted era el miembro tranquilo de la familia, la que mantenía a raya a los demás -dijo Robert sonriendo maliciosamente.
Allie negó con la cabeza.
– La verdad, creo que era la peor de todos. Siempre tenía ramitas en el pelo, manchas de hierba en el vestido y la cara sucia. Y como era la mayor, me temo que servía de ejemplo a los otros.- Dejó el tenedor sobre la mesa y se olvidó de la comida-. Dígame, si estuviera con su familia ahora, ¿qué estaría haciendo? ¿Jugando con los gatitos, dibujando o estropeando las rosas?
Robert apretó los labios y alzó la barbilla.
– Hummtn… Tengo que decir que nada de eso. Seguramente habría retado a Austin al billar en un vano intento de alejar su mente de Elizabeth durante un rato antes de que desgastase totalmente la alfombra favorita de madre.
– ¿Y lo conseguiría?
– Al final sí. Pero no hasta que lo hubiera irritado poniendo en tela de juicio su valentía por negarse a enfrentarse con un jugador tan hábil -se aclaró la garganta con exagerada modestia- como yo.
– Ya veo. ¿Y ganaría usted?
Una sonrisa lenta s, devastadora se fue dibujando en el rostro de Robert, y Allie sintió que la atravesaba un rayo ardiente.
– Evidentemente. Siempre juego para ganar.
De repente parecía como si la temperatura de la sala hubiese aumentado diez grados, y a Allie le costó resistir el impulso de enjugarse el rostro con la servilleta de lino.
– Y después de derrotar a su hermano al billar, ¿qué más haría?
– Bueno, suponiendo que el bebé no hubiera hecho aún su entrada en escena, creo que reuniría a lady Risitas, lord Revoltoso y la señorita Cosquillas para jugar una partida de «Adivina el número», antes de que la institutriz se los llevara a todos al cuarto de los niños.
– ¿Debo suponer que se está refiriendo a sus sobrinos?
– Sin duda. -Su sonrisa se hizo más amplia-. A mi madre, hermanos y hermana ya pocas veces se los lleva la institutriz.
– ¿Y usted le pone mote a todo el mundo?
– Me temo que sí. Es una de mis malas costumbres. Seguro que se me ocurre uno para usted en cualquier momento. Así que será mejor que se comporte bien.
– Claro. Me horrorizaría acabar siendo la señora Caída en el Barro, o lady Tropieza con Mesas.
Él rió, y ella le contestó casi sonriendo, lo que la preocupó. Dios, no era fácil mantener a ese hombre a raya.
– Carters me ha dicho que esta tarde se ha aventurado usted hasta la tienda del señor Fitzmoreland -comentó Robert, cuando se le acabó la risa-. Espero que haya encontrado lo que buscaba.
Este comentario sin importancia la devolvió de golpe a la realidad, apagando su frivolidad como agua sobre un fuego. Escrutó el rostro del joven buscando alguna señal de un significado oculto bajo sus palabras, pero lo único que halló fue una ligera curiosidad.
– El señor Fitzmoreland me ha sido de gran ayuda.
– ¿Sabe? Realmente no debería ir por la ciudad en un coche alquilado, aunque lleve un sirviente.
– Como le he dicho -repuso ella alzando la barbilla-, tengo algunos asuntos aquí que debo atender.
– Sí, pero debe tener un medio de transporte adecuado. Daré órdenes para que tenga un carruaje a su disposición a partir de mañana por la mañana. Y estaré encantado de acompañarla a cualquier lugar adonde deba ir.
Ella apretó las manos sobre el regazo.
– Eso no será necesario. Estoy acostumbrada a arreglármelas sola.
La mirada de Robert recorrió el negro vestido de la mujer, y los ojos se le cargaron de simpatía.
– Sólo hago lo que sé que Elizabeth haría si se hallara aquí. En la nota que le he enviado esta tarde, le he prometido solemnemente que cuidaría de usted hasta su llegada a Bradford Hall. -Exageró un escalofrío-. Por favor, acepte el carruaje. No tengo ningún deseo de que Elizabeth me reprenda durante toda la eternidad por permitirle a usted viajar sin el medio de transporte adecuado.
Durante unos instantes se hizo el silencio entre ellos, mientras Allie se debatía entre el deseo de rechazar la oferta y la idea de que no tener que pagar por los coches le ayudaría a mantener sus escasos recursos. Finalmente, la faceta práctica ganó la batalla.
Echó la silla hacia atrás y se puso en pie.
– En tal caso, se lo agradezco. Y ahora, con su permiso, desearía retirarme. Ha sido un día largo y agotador.
Él se alzó al instante, con una mirada preocupada.
– Naturalmente. La veré mañana.
Ella inclinó la cabeza como respuesta y salió apresuradamente de la sala, poseída por la necesidad de escapar de su turbadora presencia. Subió rápidamente por las escaleras, pero incluso mientras cerraba firmemente la puerta de su aposento fue incapaz de relajarse.
Mientras daba vueltas por la habitación, intentó ordenar sus confusos pensamientos. Lord Robert la había alterado. Durante un breve instante, Allie había bajado la guardia, y él había conseguido anidar más allá del muro que tan cuidadosamente había construido a su alrededor. Le había costado mucho crear esas defensas y había pagado un alto precio por su independencia. No necesitaba que ningún hombre cuidara de ella, que le organizara el transporte o la acompañase en sus recados. Y sobre todo no necesitaba a un hombre que le sonriera, o con el que cantar estúpidos duetos, o que la mirara de una manera que resucitaba anhelos femeninos largo tiempo enterrados.
Se rodeó el cuerpo con los brazos y continuó caminando de un lado a otro de la habitación. Dios, lord Robert era incluso más atractivo que David. Todo sonrisas pícaras y ojos burlones. Pero esos ojos podían, en un instante, expresar también compasión, calidez y preocupación. Aun así, Allie había visto señales de secretos ocultos bajo su encanto y sus sonrisas. Y no todas esas sonrisas parecían sinceras.
Igual que David. Y todo lo referente a David había sido mentira.
Pero ella ya no era una ingenua señorita. No volvería a cometer los mismos estúpidos errores.
Se detuvo y se apretó las sienes con la yema de los dedos. Sentía la proximidad de una jaqueca. Su mirada fue hasta la gran cama, pero inmediatamente rechazó la idea de acostarse. A pesar de que todo el cuerpo le dolía de cansancio, dormir no era un plan inmediato. Sabía que lo único que calmaría su inquietud sería el aire fresco.
Cruzó el dormitorio, apartó las cortinas color verde bosque y miró por la ventana hacia el pequeño jardín cuadrado, rodeado de un alto muro de piedra. Tomó el chal, pero se olvidó el sombrero, salió silenciosamente de su dormitorio y en un instante, atravesando la puerta trasera, se encontró en el exterior de la sombría y callada mansión.
En cuanto los pulmones de Allie se llenaron del fresco aire nocturno, los hombros se le relajaron. Comenzó a recorrer lentamente el jardín siguiendo el muro de piedra y disfrutando de la chirriante canción nocturna de los grillos, de la luz de la luna, que salpicaba la hierha, y del olor del humo de las chimeneas mezclado con el penetrante aroma de la tierra del jardín. Después de tres vueltas al perímetro, había conseguido reconstruir firmemente sus tambaleantes defensas. Gracias a David había conocido, aunque demasiado tarde, la fealdad interna que podía ocultar un apuesto exterior. Claro que también era posible que un hombre sin ningún atractivo fuese malvado, pero, por desgracia, Allie sentía una molesta debilidad hacia los hombres hermosos, un defecto de su carácter del que no quería volver a ser presa. Había descubierto por las malas que cuanto más guapos eran, peores resultaban.
Por lo tanto tenía que evitar a lord Robert como si fuera un apestado.
Después de tomar esta decisión, se volvió para cruzar el jardín y regresar a la casa. Pero antes de que pudiera dar un paso, unos fuerres brazos la sujetaron desde atrás. Allie trató de gritar, pero una gruesa mano le tapó la boca.
– ¡Quieta! -le gruñó al oído una voz gutural.
La invadió un pánico mezclado con furia. Luchó contra su captor, pateándole, e intentando apartar la mano que tenía sobre la boca. Consiguió lanzar un medio grito antes de que su agresor le colocara una apestosa mordaza entre los dientes. Allie se revolvió, consiguió soltarse una mano y le arañó el rostro con las uñas. Pero antes de poder disfrutar de su triunfo algo duro le golpeó en la cabeza y el mundo se fundió en negro.
Robert estaba a mitad de camino hacia sus habitaciones cuando se dio cuenta de que se había olvidado el bastón en la mansión. No sabía si regresar a por él o dejarlo para el día siguiente, pero decidió que, como hacía una noche agradablemente fresca y la niebla aún no se había tragado las calles, el paseo le sentaría bien. En realidad no tenía ni el más mínimo deseo de regresar a sus vacías habitaciones y tumbarse en su vacía cama, porque estaba totalmente seguro de que no conseguiría dormir. No, lo único que haría sería pensar en ella.
Y en ella era en la última cosa que quería pensar.
En ella y en sus grandes ojos de color marrón dorado. Y en su sedoso cabello. Y en aquella sombra de sonrisa, Y en lo que parecía ser una finura absolutamente magnífica bajo…
Su vestido de luto.
Enojado consigo mismo, se obligó a centrar su pensamiento en las tareas que pensaba realizar al día siguiente antes de reunirse con ella.
Y tal vez luego una rápida parada en el club.
Para atajar, se metió por las caballerizas situadas detrás de la hilera de casas de Park Lane. Se sobresaltó al oír resonar en el aire lo que parecía un grito. Antes de poder decidir si el ruido había sido un sonido de pasión o de angustia, o incluso si era humano, vio a un hombre con un saco al hombro adentrarse en la calleja de las caballerizas -Robert se inclinó hacia delante e intentó penetrar la oscuridad-, desde lo que bien podía ser el jardín de Austin. ¡Maldición! ¿Qué demonios estaba pasando?
Robert se agachó y corrió por entre las sombras de las caballerizas. El hombre se apresuró hacia un coche de alquiler que lo esperaba, metió el saco dentro y subió. El coche partió al instante, avanzando ligero en la oscuridad.
Robert se incorporó y empezó a correr a toda velocidad. Unos segundos después llegó hasta la verja de la casa de Austin. Sus labios se contrajeron en una dura línea. La verja estaba entornada. Después de comprobar que llevaba el cuchillo bien seguro en la bota, corrió tras el coche. Cuando éste redujo la velocidad para tomar una curva, Robert se colgó detrás.
El coche abandonó el elegante West End y se dirigió hacia el este, hacia los muelles. Robert se agarró con fuerza. Decidió que intentaría evitar un enfrentamiento directo con el bribón que había robado a Austin, pero que si llegaba a ser necesario machacar a golpes al tipo para recuperar lo que pertenecía a su amigo, lo haría. Y además tenía el cuchillo, por si acaso.
El coche lo llevó por un laberinto de callejas. El olor a pescado podrido impregnó el aire, y Robert supo que se estaban acercando a los muelles. Cuando el vehículo empezó a aminorar la marcha, Robert saltó rápidamente, se escondió entre las sombras que proyectaban los edificios de ladrillo y lo siguió a pie. Pasados unos minutos, el coche se detuvo. Robert se apretó contra la pared y contempló cómo el fornido hombre salía del vehículo con el saco a la espalda y desaparecía entre dos edificios. El cochero sacudió las riendas y el coche se alejó. En cuanto lo perdió de vista, Robert salió de las sombras y entró en el callejón en el que había penetrado el hombre.
Lo vio no muy lejos. Le pareció que algo caía del saco antes de que el hombre desapareciera al meterse en lo que parecía una puerta. Robert avanzó con sigilo, forzando sus sentidos para ver u oír cualquier cosa por encima de los lejanos gritos de los homhres y los llantos de los niños. Se agachó y recogió lo que había caído del saco.
Era un zapato. Un zapato negro de mujer. Robert frunció el ceño. ¡Parecía el zapato de la señora Brown! ¿Podría haber sido suyo aquel grito ahogado?
Oyó un ruido cercano y se quedó inmóvil. En el mismo instante en que se daba cuenta de que el sonido se había producido detrás de él, algo le golpeó en la cabeza y perdió la conciencia.