8

Allie sintió que se le retorcía el estómago. Le bastó con mirar la adusta expresión de lord Robert para saber que no estaba bromeando. No le permitiría salir de la sala hasta que le ofreciera algún tipo de explicación de los extraordinarios acontecimientos que les habían ocurrido, a él y a ella, desde su llegada.

Lo cierto era que no podía culparle, aunque ofrecerle la explicación que buscaba la colocaba en una posición difícil. ¿Cómo conseguir explicarle lo suficiente para satisfacerle y al mismo tiempo no contarle nada que pudiera comprometerla? ¿Qué había querido decir exactamente cuando la había acusado de mentir a Laramie?

Allie volvió la cabeza para escapar de su mirada, excesivamente penetrante, y miró las llamas que bailaban en el hogar, mientras intentaba asimilar las encontradas emociones que la asaltaban.

Un temor frío le recorrió la espalda. Ya no podía dudar de que alguien había intentado dañarla desde el principio. Y también era evidente que la razón era el anillo con el escudo de armas. Pero ¿por qué? Y ¿quién? La persona responsable había tenido que venir en el barco con ella desde América. Tenía que ser alguien que conociera a David, alguien que estuviera relacionado con sus turbios asuntos. Y también era obvio que esa persona consideraba que el anillo tenía gran valor.

Pero ¿y ahora qué? Ahora que la persona, o personas, había conseguido apoderarse de lo que quería, ¿la dejaría en paz? «Por favor, Dios mío, que así sea.»

Su furia chocó contra su miedo, y Allie apretó los labios con fuerza. «¡Maldito seas, David!»

Habían pasado tres años desde su muerte y todavía le complicaba la vida. Un repentino cansancio la invadió, dejándola sin fuerzas, y se le cerraron los ojos. Dios, ¿cuántos días y noches había pasado al borde de la desesperación? Sola, luchando contra la tentación de darse por vencida. Sería tan sencillo abandonar su misión… dejarle ganar.

Respiró hondo y apretó los dientes. No. No se daría por vencida. Se negaba a ser de nuevo una víctima. David nunca le robaría nada más.

Robar. La culpabilidad la golpeó igual que una bofetada. Aunque había hecho todo lo posible para mantenerlo seguro, había perdido el anillo de lord Shelbourne. En estas circunstancias, temía reunirse con el conde y tener que decirle que, después de todo, no tenía el anillo.

Y no sólo había desaparecido el anillo. También faltaban objetos de valor pertenecientes a la familia de lord Robert, y su dormitorio estaba hecho un caos. A pesar de sus buenas intenciones, no había duda de que no se había comportado como una invitada modelo. Y había llegado el momento de reparar algunos de los daños.

Exhaló largamente y se volvió hacia lord Robert. Éste se hallaba con los brazos cruzados, atravesándola con la mirada.

– No sé muy bien por dónde empezar…

– Puede empezar explicándome por qué ha mentido a Laramie -repuso él en un tono que no admitía réplica-. Le dijo que no le había pasado nada extraño, pero si no recuerdo mal, cayó por la borda unas horas antes de llegar a Londres.

Allie alzó las cejas.

– No le mentí. Me preguntó si había tenido algún otro problema desde que llegué aquí. Y no lo he tenido. Ese incidente ocurrió antes de llegar aquí.

Los ojos de lord Robert reflejaron un inconfundible enojo. Alargó las manos y la agarró de los brazos. Allie notó el calor de sus manos a través de las mangas de sarga.

– No estoy de humor para juegos de palabras o sutilezas, señora Brown. Quizá, por algún milagro, me pueda convencer de que el rapto y el robo de hoy no están relacionados, pero ¿caerse por la borda tampoco? -Tensó los dedos un instante-. No, me temo que no tiene ninguna posibilidad de convencerme de que los tres incidentes carecen de relación. Dígame, ¿ocurrió algo más durante el viaje?

Allie trató de mantener un rostro inexpresivo, pero no lo consiguió, porque un músculo de la mandíbula le tironeaba. Se dio cuenta de que no tenía ningún sentido ocultárselo y le explicó que durante la travesía se había caído por las escaleras y había enfermado después de una comida.

Un velo de preocupación oscureció la mirada de lord Robert.

– Seguro que no es capaz de creerse que todos esos sucesos no tengan ninguna relación, ¿verdad?

– No… ya no. -Entonces, en un intento de prevenir la avalancha de preguntas que veía venir, añadió-: Intentaré explicárselo, pero me temo que no sé mucho.

Lord Robert le soltó los brazos, pero su mirada no se apartó de ella.

– Cualquier cosa que sepa sobre esos hechos ya es más de lo que yo sé. La escucho.

– Después de la muerte de David -comenzó ella, apretándose el revuelto estómago-, encontré entre sus efectos personales un anillo con un escudo de armas. Despertó mi curiosidad, porque nunca antes lo había visto. Un joyero en América me dijo que creía que era de origen inglés. Cuando me decidí a visitar a Elizabeth, traje el anillo conmigo, esperando descubrir algo más sobre él. Le di un dibujo del escudo de armas al señor Fitzmoreland, el anticuario con el que hablé. Esta mañana he recibido una nota suya en la que me decía que el blasón pertenece a la familia Shelbourne.

Se detuvo para recuperar el aliento y para calibrar la reacción de lord Robert hasta el momento. Al parecer, empezaba a entender.

– Ése era el asunto que quería resolver en Londres.

– Sí.

– Y por esa razón me pidió que le presentara a Shelbourne.

Allie asintió con un movimiento de cabeza.

– Deseaba devolverle el anillo. A mí no me sirve de nada, y pensé que para él tal vez tuviera un valor sentimental.

– ¿Cómo llegó el anillo a estar entre las posesiones de su marido?

– No estoy segura. David era… coleccionista. Sin duda lo compró en alguna polvorienta tiendecilla de trastos que descubriría en alguno de sus viajes.

– Seguramente el anillo es bastante valioso. ¿Planeaba simplemente devolvérselo a Shelbourne? ¿Por qué no vendérselo? -Allie alzó la barbilla con orgullo.

– No consideraba que fuera mío para poder venderlo. -Antes de que él pudiera seguir cuestionando sus motivos, Allie continuó-: Por razones que desconozco, parece ser que alguien quería ese anillo con la suficiente desesperación como para intentar dañarme y luego robarlo. Hasta ahora no conseguía imaginarme lo que alguien podía querer de mí.

– Pero ahora está claro que querían el anillo. Y que estaban dispuestos a hacerle cualquier cosa con tal de conseguirlo. -Frunció el ceño con evidente preocupación-. Como los ataques comenzaron a bordo del barco, esa persona debe de haberla seguido desde América. ¿Quién sabía que ese anillo estaba en su poder?

– La única persona a la que le dije algo y a quien se lo enseñé fue al joyero.

El ceño de lord Robert se hizo más pronunciado.

– Quizás el anillo fuera más valioso de lo que el joyero le hizo creer, y quería apoderarse de él. ¿Le mencionó que tenía planeado viajar?

– No. Y le aseguro que él no se hallaba a bordo del Seaward Lady.

– Podría haber pagado a alguien para que la siguiera.

Allie reflexionó sobre eso durante unos instantes, luego hizo un gesto de asentimiento.

– Supongo que es posible. Pero ahora que quien sea que quería el anillo ya lo tiene, estoy segura de que no me molestarán más.

Allie le miró a los ojos. La expresión de lord Robert era indescifrable, pero muy intensa. Después de un largo momento, su mirada se posó en los labios de Allie.

Sus ojos parecieron oscurecerse y una mirada que ella hubiera jurado que era de deseo llameó en su interior.

La excitación la recorrió como fuego. Se lo imaginó acercándose a ella, inclinándose y rozándole los labios con los suyos. Sintió un cosquilleo en la boca, como si él realmente la hubiera acariciado, y se mordió el labio inferior para acallar esa turbadora sensación.

Incapaz de soportar la intensidad de su mirada, Allie contempló la alfombra mientras trataba de recobrar el equilibrio.

– Lamento mucho que se haya visto envuelto en esto, lord Robert -dijo en voz baja-, y también lamento que hayan robado objetos pertenecientes a su familia como resultado. No sé cómo los repondré, pero…

Lord Robert le tocó la barbilla con los dedos, interrumpiendo sus palabras. Le alzó la cabeza suavemente hasta que sus ojos se encontraron.

– Sólo eran objetos, señora Brown, y sin ninguna importancia. Debemos dar gracias de que ninguno de los dos haya resultado herido de gravedad. Las cosas se pueden reemplazar, las personas, no… -Un músculo le tironeaba en la mandíbula, y algo pasó por sus ojos. Algo oscuro, obsesivo y cargado de dolor. Luego, tan rápido como había aparecido, su expresión cambió. Era la misma expresión que Allie le había visto por un instante en The Blue Iris.

Una curiosidad de la que no se podía librar la impulsó. ¿Qué secretos escondía aquel hombre? ¿Cuál había sido la falta en su pasado a la que había aludido lady Gaddlestone? ¿Era su comportamiento del mismo tipo que el de David?

Una parte de ella rechazó al instante la posibilidad de que lord Robert fuera capaz de actos criminales, pero se obligó a dejar a un lado esa inclinación involuntaria e indulgente. Después de todo, casi no lo conocía. Y además lo importante no era qué secretos ocultaba o qué había hecho; que tuviera secretos y que hubiera hecho algo ya eran razones suficientes para estar alerta y mantener la distancia.

La mano de lord Robert abandonó la barbilla de Allie y él se apartó unos pasos.

– Dígame, ¿han destruido todos sus vestidos?

Allie luchó contra el impulso de colocar sus dedos sobre el lugar que acababan de abandonar los de él, y conservar así el calor que le había dejado sobre la piel.

– No todos. Aún me quedan dos, el que llevo y otro.

Lord Robert asintió abstraído, con la cabeza claramente en otro lado. Allie aprovechó ese momento para dirigirse hacia la puerta. Con suerte, habría abandonado su compañía antes de que se le ocurrieran más preguntas.

– Si me disculpa, me gustaría retirarme.

Lord Robert se volvió hacia ella, con una expresión de sorpresa como si hubiera olvidado que la joven se hallaba en la sala.

– Claro. Estoy seguro de que ya habrán ordenado su dormitorio. Buenas noches, señora Brown.

Allie murmuró sus buenas noches y se apresuró a salir de la habitación. En parte, había esperado que él saliera de la biblioteca con ella, para dirigirse a su propia residencia, pero al parecer tenía la intención de quedarse un rato más. No podía negar que su presencia en la mansión la hacía sentirse más segura, pero al mismo tiempo la alteraba dolorosamente. Y cada vez temía más sus propias reacciones.

Con voluntad propia, su mano se alzó hasta su rostro y le rozó la barbilla con la punta de los dedos. Dios, lord Robert casi no la había tocado, pero aun así había sentido esa suave caricia como si fuera un rayo. Y la forma en que la había mirado…

Se llevó los dedos a los labios. Él había deseado besarla. No tenía ninguna duda. Se lo había visto en los ojos. Un suspiro susurrado salió de sus labios, y sintió el calor del aliento contra los dedos. ¿Qué habría hecho si él se hubiera atrevido?

Derretirse. En un tembloroso charco de deseo. Y luego…

Se obligó a parar y, con una exclamación de disgusto, bajó la mano. Con la intranquilidad retorciéndole las entrañas, recorrió el corredor hasta llegar a las escaleras.

Qué Dios la ayudara, los sentimientos que le inspiraba lord Robert la aterrorizaban. Eran exactamente las mismas emociones soñadoras y poco prácticas que le había despertado David… excepto por un detalle.

Los sentimientos que lord Robert despertaba en ella eran aún más intensos.

Robert contempló las llamas, abrumado por los recuerdos. Procuró detenerlos, pero los peligros a los que se enfrentaba la señora Brown, junto con el relato de lady Gaddlestone en The Blue Iris y sus propias palabras momentos atrás hicieron que los recuerdos del pasado regresaran como una gigantesca ola, arrastrándolo todo a su paso.

«Las cosas se pueden reemplazar, las personas, no.»

La señora Brown le había dado una explicación, pero tenía la fuerte sospecha de que no le había contado toda la historia que había detrás del anillo. Con todo, había decidido no presionarla más, ya que no le iba a decir nada nuevo. Sin embargo, aquella mujer había corrido verdadero peligro. Y era muy probable que aún lo corriera. La idea de que algo pudiera pasarle…

Apretó los puños y tensó la mandíbula. ¡No! No le sucedería nada malo. Se encargaría personalmente de eso. Le había fallado a Nate. No volvería a fallar. Con nuevas fuerzas, paseó por delante de la chimenea.

Al diablo con el decoro, se quedaría en la mansión en lugar de regresar a su residencia. Después de todo, Elizabeth nunca le perdonaría si algo le pasara a su amiga.

«Tú nunca te lo perdonarías», le informó su voz interior.

Bueno, claro que no. No quería que nadie sufriera daño… no sólo ella en particular.

Dejó escapar un gruñido y se pasó las manos por los cabellos. ¿A quién demonios estaba intentando engañar con todas esas tonterías? Claro que no quería que nadie sufriera daño, pero era vital, crucial que ella no sufriera el más mínimo daño.

Otro gruñido salió de sus labios. Fue hasta el sofá de cuero, se sentó pesadamente sobre el cojín y se frotó los cansados ojos con las manos.

Demonios, había estado a punto de besarla. Lo había deseado con tal intensidad que casi podía sentir su sabor en la lengua… Lo había anhelado con tal fuerza que había llegado a asustarse, porque de alguna manera sabía que ocurriría algo mucho más serio que un simple roce de labios.

Al infierno. La atracción que sentía hacia ella aumentaba a cada momento. Admiraba su valor. No se había quejado ni una sola vez durante todos los infortunios que había padecido. Robert respetaba el esfuerzo y el gasto que había realizado para descubrir al dueño del anillo e intentar devolvérselo, sin ganar nada a cambio. Y que alguien hubiera intentado lastimarla, que pudiera seguir estando en peligro, era algo que despertaba todos sus instintos de protección.

Y luego, sin duda estaba su físico, que lo atraía de una manera como nunca antes había sentido. Conocía a muchísimas mujeres hermosas, pero ninguna le había afectado tanto como ella. Había algo en sus ojos… a pesar de sus valientes palabras y acciones, había algo de soledad y temor, de tristeza y vulnerabilidad en su mirada, que le robaba el corazón. El contraste entre la mujer real y la mujer del dibujo lo fascinaba.

– iAggg! -Inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y exhaló largamente. Maldición, no quería sentirse así. No con aquella mujer, cuyo corazón pertenecía a otro hombre y cuyo hogar se hallaba en otro continente. ¿Por qué demonios no podía sentir todo eso por una muchacha inglesa y sin complicaciones?

¿Y qué diantre iba a hacer al respecto?

Al día siguiente, Allie entró en la sala del desayuno poco después del amanecer, y se detuvo como si se hubiera golpeado contra una pared de cristal.

Lord Robert estaba sentado en el otro extremo de la pulida mesa de caoba, bebiendo de una taza de porcelana y hojeando el periódico.

Dios, ¿qué estaba haciendo allí tan temprano? Ya sabía que aquel día aparecería por la mansión, pero esperaba tener las horas de la mañana para preparar mentalmente su encuentro. Resultaba evidente que no iba a poder darse ese lujo, porque allí estaba sentado, fuerte y masculino, enfundado en una chaqueta azul, una camisa blanca como la nieve y con un pañuelo al cuello perfectamente anudado.

Lord Robert alzó la vista del periódico y sus ojos se encontraron con los de Allie por encima de la taza de porcelana. ¡Que el cielo la ayudara si la miraba como lo había hecho la noche anterior!

Pero sus miedos eran infundados, porque tan sólo le sonrió amistosamente.

– Buenos días, señora Brown. Se ha levantado temprano esta mañana.

Allie tragó saliva para humedecerse la reseca garganta.

– Lo mismo podría decir de usted, lord Robert.

– Ah, bueno. Soy un pájaro matutino -repuso, dejando la taza sobre el platito-. Por favor, desayune conmigo. Los huevos escalfados están especialmente buenos.

Allie avanzó hasta el aparador, aspirando el delicioso aroma de café que impregnaba el aire, y se sirvió dos huevos, varias lonchas finas de jamón y una gruesa rebanada de pan recién horneado.

Se sentó en una silla frente a él y lo oyó reír por lo bajo.

– Debe de ser cosa de familia -dijo lord Robert.

– ¿Disculpe?

– Sé que Elizabeth y usted son primas lejanas. -Hizo un gesto con la cabeza indicando el abundante plato-. Está claro que el gusto por un desayuno de sanas proporciones es cosa de familia. Siempre bromeamos sin piedad sobre el cariño que le tiene Elizabeth a la primera comida del día.

– Siempre ha sido mi favorita -repuso la joven mientras extendía la servilleta sobre su regazo-. Un día, cuando Elizabeth y yo teníamos ocho años, nos retamos a ver quién podía comer más huevos en el desayuno.

– Así que ha usado huevos para más cosas que para dejarlos caer sobre su rostro.

– Me temo que sí.

– ¿Y quién ganó la competición?

El recuerdo la llenó de tierna nostalgia.

– Ninguna de las dos. Mientras intentábamos tragarnos el séptimo huevo, mamá nos hizo parar. Las dos tuvimos fuertes dolores de barriga el resto de la mañana, y mamá no se compadeció de nosotras en absoluto.

Lord Robert rió, y los ojos de Allie se clavaron en la forma en que sus firmes labios se tensaban sobre los dientes, blancos y parejos.

– Al menos compitieron con huevos. Recuerdo haber lanzado un reto similar a Austin, pero con pastelillos.

Allie enarcó las cejas.

– Suena muy divertido, la verdad.

– No cuando los pastelillos están hechos de barro. -Los ojos le brillaron de pura picardía-. Claro que Austin desconocía ese detalle cuando aceptó.

– Oh, vaya. ¿Qué edad tenía usted?

– Acababa de cumplir cinco años. Austin tenía nueve. -Una risita le surgió de los labios-. Gané. No tuve que comer más que una cucharada, porque Austin se rindió en cuanto probó un poco.

– Sin embargo, tengo la sensación de que usted hubiera comido mucho más que una cucharada si eso hubiese sido necesario para ganarle. -Lord Robert inclinó la cabeza asintiendo.

– Absolutamente. Siempre juego para ganar. Aunque hasta el día de hoy recuerdo claramente lo horrible que sabía el barro.- Hizo una mueca cómica y tembló exageradamente-. Nunca más.

Un lacayo apareció junto a su codo y Allie aceptó el café agradecida. Podía sentir el peso de la mirada de lord Robert sobre ella, pero como no quería perderse en sus ojos azul oscuro, dedicó toda su atención al desayuno con el celo de un científico ante un microscopio.

– ¿Ha dormido bien? -le preguntó él pasado un momento, cuando el único sonido era el de los cubiertos chocando contra el plato.

«No. He dado vueltas y más vueltas casi toda la noche, y la culpa es toda tuya.»

– Sí, gracias. ¿Y usted?

Después de todo un minuto sin que él le respondiera, Allie se arriesgó a alzar la vista de las lonchas de jamón y echarle un vistazo. Y casi se atragantó.

Tenía la mirada clavada en sus pechos.

Toda la tensión que se había aliviado con el amable saludo y la amistosa conversación, regresó de nuevo acompañada de una tormenta de calor. Para su horror, notó que se le endurecían los pezones. Y para su absoluta vergüenza, estaba claro que Robert lo había notado, porque sus ojos se oscurecieron y respiró entrecortadamente.

Allie sintió que el rubor le cubría las mejillas. Tenía que tomar la servilleta o cruzar los brazos o cualquier cosa, pero se dio cuenta de que no podía moverse. Un doloroso anhelo la invadió, devolviendo a la vida terminaciones nerviosas que habían estado aletargadas durante tres largos años.

De repente, lord Robert alzó la mirada y Allie se quedó sin respiración al ver el inconfundible deseo que manaba de sus ojos.

– No -dijo él, con voz baja y ronca-. No he dormido en absoluto bien.

– La… lamento oír eso.

«Por favor, por favor, deja de mirarme así. Me hace sentir cosas que no quiero sentir… Me hace desear cosas…»

Lord Robert tomó la taza de café, rompiendo su hipnótica mirada, y Allie sintió que el alivio le relajaba algunos de los tensos músculos.

– Pero, claro, pocas veces duermo bien si no estoy en mi cama -continuó él-. He pasado la noche aquí.

El corazón de Allie se detuvo un instante. Sólo unos cuantos metros los habían separado la noche anterior.

– Ah, ¿sí?

– Sí. En vista de los peligros a los que se ha enfrentado, además del hecho de que no sabemos si puede haber próximas amenazas, consideré que sería lo mejor. Envié un criado a mi residencia ayer por la noche para que recogiera lo necesario. Planeo quedarme aquí hasta que salgamos para Bradford Hall, lo que puede ocurrir muy pronto. -Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una nota-. Esto llegó ayer por la noche después de que usted se retirara. Lo envía Shelbourne. Nos ha invitado a visitarle esta mañana. No he contestado todavía, porque no sabía si usted aún querría reunirse con él en vista de que ya no tiene el anillo. Como él no sabe que usted lo tenía…

– Sí que lo sabe. Le escribí una carta ayer explicándoselo. Quería que supiese que tenía el anillo y que deseaba devolvérselo. -Respiró profundamente-. Me siento terriblemente mal por tener que decirle que ya no está en mi poder, pero no tengo alternativa.

Lord Robert se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa.

– En tal caso, le escribiré inmediatamente, diciéndole que nos espere. Si me disculpa…

Aunque intentó no hacerlo, Allie contempló la imagen de lord Robert en el enorme espejo de marco dorado que colgaba sobre el aparador de caoba. Cuando salió por la puerta, exhaló un aliento que no sabía que estaba reteniendo y luchó contra el fuerte impulso de abanicarse con la servilleta.

No había ninguna duda: lord Robert estaba tan guapo saliendo de una habitación como entrando en ella.

Robert venció la tentación de poner cara de pocos amigos cuando el conde de Shelbourne se inclinó sobre la mano de la señora Brown.

– Es un placer -dijo el conde-. Al parecer, Jamison siempre conoce a las mujeres más hermosas. Me siento muy honrado de que nos haya presentado. -Colocó la mano de la señora Brown sobre su brazo y la condujo hasta un abultado sofá cercano a una pared del bien amueblado salón. Se sentó junto a ella, colocándose de tal modo que Robert se vio obligado a sentarse a varios metros de distancia en un sillón orejero.

Mientras se sentaba en el sillón, del que tuvo que admitir a regañadientes que era muy cómodo, observó en silencio a Geoffrey Hadmore y a la señora Brown. Con sus hermosos ojos marrón dorado muy abiertos y mostrando su angustia, la joven relató a Shelbourne, como lo había hecho a Robert la noche anterior, el hallazgo del anillo entre las pertenencias de su marido y que había descubierto que le pertenecía a él. Después le explicó la historia del robo, disculpándose una y otra vez, y le prometió devolverle el anillo inmediatamente, si lo recuperaba.

Shelbourne, con los oscuros ojos destellando calidez y admiración, le tomó la mano entre las suyas.

– Querida, sin duda ese anillo no era más que una chuchería barata que alguno de mis tíos o primos vendió o regaló. Y no puedo echar en falta algo que ni siquiera sabía que existiera. Aunque aprecio en mucho los esfuerzos que ha realizado para devolvérmelo, no debe volver a pensar en ello. Ahora tiene que hablarme de América. Un lugar fascinante. Me encantaría viajar allí alguna vez…

Robert se removió en su asiento e intentó no prestar atención a las palabras de Shelbourne. Por todos los demonios, resultaba un esfuerzo terrible no mostrar su impaciencia con toda la palabrería que salía de los labios del conde. Si hubiera estado dirigida a alguien que no fuera la señora Brown, no le habría prestado ninguna atención y simplemente habría disfrutado del té y de lo que parecían ser unas galletas excelentes que reposaban sobre una ornada bandeja de plata. Pero como toda la atención de Shelbourne y todo su encanto se dirigían hacia la señora Brown, Robert apretaba los dientes de irritación.

En ese momento, el mastín de Shelbourne entró en el salón, el golpeteo de sus enormes patas silenciado por la alfombra persa de color marrón y azul. Robert se palmeó la rodilla invitando a acercarse a la bestia, de la cual recordaba, por paseos en el parque, que llevaba por nombre Thorndyke y cuyo enorme tamaño escondía un carácter de gatito mimoso.

Detectando a un amigo, Thorndyke trotó y colocó la enorme cabeza sobre el muslo de Robert, mirándolo con una expresión cariacontecida. Robert acarició el cálido pelaje del animal y luego compartió una galleta con él. Thorndyke lo miró con una devoción canina que proclamaba que a partir de ese instante eran amigos para toda la vida.

Robert lanzó una mirada a la pareja del sofá y su irritación se multiplicó inmediatamente al observar el atractivo rubor que reñía las mejillas de la señora Brown.

– Es muy amable por su parte decir eso, lord Shelbourne -murmuró la joven.

Maldición, ¿qué diantre habría dicho Shelbourne? Estaba tan contrariado que se lo había perdido. Sin embargo, no se perdió la susurrada respuesta de Shelbourne.

– Por favor, llámame Geoffrey. -Una sonrisa lenta y admirativa, similar a las que Robert había visto a Shelbourne lanzar a numerosas mujeres, se dibujó en el rostro del conde-. No veo ninguna razón para comportarnos con tanta formalidad, ¿no crees? ¿Y puedo llamarte Alberta?

– ¡Dios, pero qué hora es! -exclamó Robert, poniéndose en pie de un salto y sacudiéndose de los pantalones las migas de las galletas, que Thorndyke despachó inmediatamente-. No tenía ni idea de que fuera tan tarde. De verdad que tengo que irme. Una cita importante, ya sabes.

La señora Brown pareció sorprenderse, pero rápidamente agarró su bolso de rejilla. Shelbourne se puso en pie y lanzó a Robert una mirada que sin duda intentaba ser agradable, pero que no acababa de ocultar la irritación que había en sus ojos.

– Si debes irte, Jamison, no te retendré, claro. Pero no hay ninguna necesidad de que la señora Brown se vaya tan pronto. Estaré encantado de acompañarla a su residencia en cuanto nos hayamos conocido un poco más.

«Apuesto a que sí.»

Dibujando una sonrisa que imitaba a la de Shelbourne, Robert negó moviendo la cabeza con aire apesadumbrado.

– Una oferta muy generosa, Shelbourne, pero me temo que es imposible. La cita es de la señora Brown, y por lo tanto debe estar presente.

Shelbourne lo miró fijamente durante unos instantes. Robert mantuvo una expresión completamente neutra. Sin duda, el conde hubiera deseado discutir el asunto, pero se volvió hacia la señora Brown, que se había puesto en pie y esperaba junto al sofá.

Shelbourne le tomó la mano, se la llevó a los labios y le plantó un beso excesivamente largo en la punta de los dedos, aumentando la irritación de Robert en varios grados.

– Estoy desolado de que debas marcharte tan pronto -dijo Shelbourne- pero estoy encantado de que nos hayan presentado. No es muy frecuente que mi hogar sea honrado con la presencia de semejante belleza.

Robert tuvo que contener el impulso de arrastrar a Shelbourne a la calle y presentarle a los adoquines. Con la cabeza por delante. El canalla estaba mirando a la señora Brown como si fuera un trozo de tarta azucarada al que quisiera mordisquear.

Tomándola del brazo con un aire posesivo que hizo que Robert apretara los puños, el conde se dirigió con la señora Brown hacia el vestíbulo.

Como la anchura del pasillo sólo permitía el paso de dos personas, Robert se vio obligado a avanzar detrás.

– Me encantaría continuar con nuestra conversación… Alberta. ¿Me harías el honor de permitirme acompañarte a la ópera esta noche?

– Muchas gracias -repuso Alberta calladamente-, pero como estoy de luto, me temo que no puedo aceptar.

«Ja! Mira, ¿no ves que está de luto, depravado? Así que será mejor que le eches el ojo a otra.»

La ópera, claro. Robert conocía lo suficientemente bien a Shelbourne para saber que la música era la última cosa que tenía en mente. Reconocía ese brillo concupiscente en los ojos del conde.

«Pues claro que lo reconoces -le replicó su conciencia-. Es el mismo que aparece en tus propios ojos al mirar a la encantadora señora Brown.»

Su irritación aumentó un grado más y envió a su conciencia al diablo. Sí, ella le despertaba deseos concupiscentes. Pero, como mínimo, él sabía cómo debía comportarse. Shelbourne, Robert estaba convencido, no se lo pensaría dos veces. Sí, a diferencia de Shelbourne, él no iba a hacer notar su deseo a una mujer que aún lloraba a su difunto marido. No, él calmaría esos anhelos con una amante.

Frunció el ceño. Palabrería. Él no tenía una amante en ese momento. Había estado demasiado ocupado buscando una esposa.

Bueno, simplemente redoblaría sus esfuerzos para encontrar esposa y entonces le presentaría sus deseos concupiscentes a ella. Encontraría una hermosa jovencita inglesa, se casaría con ella y…

En ese momento, la señora Brown se volvió hacia él y sus miradas se encontraron. El efecto fue como un golpe en sus partes bajas. Apretó la mandíbula, aceptando la verdad como si fuera el toque de difuntos. Iba a ser muy difícil buscar una esposa cuando ni siquiera podía pensar en otra mujer que no fuera la que lo estaba mirando en ese mismo instante.

En su estudio privado, Geoffrey apartó el cortinaje color rojo borgoña y contempló el carruaje que se llevaba a Jamison y a la señora Brown hasta que desapareció de su vista. Por primera vez en lo que le habían parecido décadas, se permitió un suspiro de alivio.

Ni el comportamiento ni la conversación de la señora Brown habían dado a entender que ella conociera su secreto. Por supuesto, podría tratarse de una actriz consumada, pero una vez que el anillo estuviera en su poder lo que ella supiera no tendría la menor importancia. Él haría desaparecer la evidencia. Y ataría los cabos sueltos.

En ese momento vio a Lester Redfern, que caminaba con paso decidido hacia la casa. Hablando de cabos sueltos…

Oh, sí. En cuestión de minutos, el anillo sería suyo y la pesadilla que lo había perseguido durante tanto tiempo llegaría a su fin.

– No sabía que tuviera ninguna cita -dijo Allie mientras el carruaje avanzaba lentamente por las atestadas calles. Lo cierto era que habría contradicho a lord Robert en su obvia mentira si no hubiera estado tan ansiosa por marcharse. Sin duda tendría que haberse sentido halagada por el obvio interés del apuesto conde, pero todo lo contrario, sus atenciones le habían resultado repulsivas.

– Claro que no -contestó él mientras una sonrisa infantil le iluminaba el rostro-. Esta cita es una sorpresa.

Dios, qué difícil era resistirse a esa sonrisa, pero debía hacerlo. Por su propia tranquilidad.

– Me temo que no me gustan mucho las sorpresas -replicó ella tensa-. ¿Adónde nos dirigimos?

– A ningún lugar siniestro, señora Brown, le doy mi palabra. Simplemente he concertado una cita para usted con la modista. Pensé que desearía reemplazar los vestidos que le destrozaron.

El rubor cubrió las mejillas de Allie. El cielo sabía que no deseaba pasarse las próximas semanas y meses con sólo dos vestidos, pero no podía permitirse comprar otros nuevos. Y qué humillante sería tener que admitirlo ante él, especialmente después de ese gesto tan amable y considerado.

– Aunque ha sido muy gentil por su parte -dijo, alzando la barbilla-, me temo que mis fondos de viaje son limitados.

– No sé cuál es el precio de la ropa en América, pero creo que encontrará que aquí en Londres es bastante barata. Sobre todo las lanas. Será por todas esas ovejas paseándose por el campo.

Aunque sospechaba que sus respectivas consideraciones de lo que era barato serían muy diferentes, una chispa de esperanza se despertó en su interior. Si eso era cierto, quizás al menos pudiera permitirse un traje nuevo.

El carruaje se detuvo.

– Ya hemos llegado -exclamó lord Robert con una sonrisa encantadora-. Veamos las fabulosas oportunidades que madame Renée nos ofrece.

Geoffrey miró el anillo que reposaba en la palma de su mano, luego alzó la mirada para fijarla en Redfern.

– Aquí lo tiene -dijo Redfcrn-. Lo había cosido a las enaguas. Un buen lugar para esconder algo. Pero no lo suficientemente bueno. -Se agarró las solapas de la chaqueta y se balanceó sobre los talones, con una sonrisa satisfecha dibujada en el rostro.

– ¿Dónde está la caja? -preguntó Geoffrey con una voz totalmente controlada.

– ¿Caja? -La sonrisa satisfecha desapareció.

– La caja del anillo. -Sintió que le comenzaba un lento martilleo tras los ojos-. También tenías que recuperar la caja que va con él.

– Estaba el anillo en una caja?

– Sí, pero…

– ¿Y dónde está la caja? -Pronunció cada una de las palabras claramente, intentando alejar la niebla roja que empezaba a nublarle la vista.

– Supongo que debe de seguir en el dormitorio de la señora Brown.

– Te la dejaste.

Una sombra de inquietud cruzó el rostro de Redfern ante el tono glacial de Shelbourne, pero luego puso una mirada desafiante.

– Me la dejé -aceptó-. Saqué el anillo para asegurarme de que esta vez se trataba del maldito anillo, y tiré la caja al suelo como la basura que era. Estaba toda oxidada y abollada, no era para nada una caja que hiciera juego con un anillo como ése. No me dijo nada de una maldita caja oxidada y abollada. «Consigue el anillo y la caja que hace juego con él», fue lo que me dijo. -Clavó un grueso dedo en la palma de Geoffrey-. Y aquí tiene su maldito anillo. No había ninguna caja a juego. -Alzó la barbilla-. Yo he cumplido mi parte y ahora le toca a usted cumplir la suya. Quiero mi recompensa. Y la quiero ahora.

Los dedos de Geoffrey se cerraron alrededor del anillo, con el frío metal clavándosele en la palma, para evitar agarrar a Redfern por el cuello. Con estudiada indiferencia, avanzó hasta la chimenea y luego se agachó para acariciar afectuosamente a Thorndyke.

– Dime, Redfern, ¿aprecias tu vida? -le preguntó en un tono suave y amistoso.

Al no recibir respuesta, miró a Redfern, que permanecía inmóvil v silencioso como una estatua cerca de la vidriera, con las mandíbulas apretadas.

– Claro que la aprecio -respondió Redfern finalmente-. Pero no voy a cargar con la culpa de esto. Debería haber sido más específico respecto a esa maldita caja.

– Recuerda con quién estás hablando, Redfern, y vigila tu tono y tu lengua insolente. -Geoffrey se obligó a respirar hondo para calmar la furia que sentía-. Es evidente que he sobrestimado tus capacidades.

– No es así. Sólo son algunas circunstancias desafortunadas…

– Que te han hecho fallar, sí, ya lo has dicho. Bueno, pues permíteme que te explique algo, e intentaré hacerlo de manera que puedas entenderlo. Quiero la caja en la que estaba el anillo. No recibirás nada de mí hasta que la tenga. Si no consigues traérmela, morirás. -Después de una última palmada a la cabeza de su mascota, Geoffrey se irguió-. ¿Alguna pregunta?

Un músculo del mentón de Redfern le tembló.

– No, milord.

– Excelente. -Inclinó la cabeza hacia la puerta-. Willis te acompañará a la salida.

En cuanto Redfern hubo salido del estudio, Geoffrey se dirigió al escritorio, tratando de mantener un paso tranquilo y mesurado. Sacó una llavecita de plata del chaleco y abrió el último cajón. Luego, abrió el puño y dejó que el anillo cayera dentro. Éste golpeó la madera con un ruido seco. Geoffrey volvió a cerrar el cajón y guardó la llave.

Se dirigió a las licoreras y se sirvió un coñac. Le desagradó notar que le temblaban las manos, lo que le hizo derramar algunas gotas ambarinas sobre la alfombra. Se bebió el potente licor de golpe, tragándose con él la obscenidad que amenazaba con surgirle de la garganta. El impulso de romper algo, de tirar algo, de destruir algo con sus propias manos, casi lo ahogó, y se apresuró a servirse otra copa. Luego apretó las manos sobre el cristal para que no le temblaran.

«Calma. Debo mantener la calma.»

Con el segundo coñac ardiéndole en las entrañas, comenzó a sentirse un poco más equilibrado y recuperó el control que el imbécil de Redfern casi le había hecho perder.

La caja. El pánico se apoderó de él. Cerró los ojos, intentando dominarlo, obligándose a pensar de manera racional y a planear el siguiente movimiento.

¿Habría descubierto la señora Brown el secreto de la caja? ¿Cuánto sabía exactamente? Al parecer no sabía nada sobre su secreto, pero tenía que estar seguro. ¿Y si no lo sabía, no podría aún enterarse de la verdad? ¿Y si descubría el fondo falso de la caja ahora que ya no tenía el anillo? ¿Y si le daba la caja a alguien? ¿O la tiraba y uno de los sirvientes la encontraba? La única manera en que podía asegurarse de que su secreto nunca viera la luz era destruir con sus propias manos la caja y su contenido oculto.

Aun así, ¿por qué la señora Brown no le había devuelto la caja? ¿Se había percatado de su valor? ¿Intentaría chantajearle? Pero si era así, ¿por qué no le había pedido nada aún? ¿O era ése su plan, tomarse su tiempo, como un animal acechando a su presa, esperando para atacar?

«Intenta volverme loco.»

Bueno, pues no lo iba a lograr. Y no iba a dejar su futuro en las manos de Redfern. Tenía que pasar a la acción. Inmediatamente.

Volvió al escritorio, sacó una hoja de papel vitela color marfil y escribió una breve nota:

Querida Alberta,

No puedo decirte lo mucho que he disfrutado con nuestra conversación de esta mañana, y cuánto valoro los esfuerzos que has realizado en mi favor en relación con el anillo de los Shelbourne. Aunque el anillo haya desaparecido, me pregunto si quizás hubiera estado en el interior de una caja. Otras piezas de la colección Shelbourne se guardan en cajas diseñadas especialmente para cada una de ellas, y se me ha ocurrido que el anillo podría haber estado en una de esas cajas. De ser así, me gustaría mucho tenerla, como recuerdo.

Me sentiría honrado si quisieras acompañarme durante la cena esta noche a las ocho. Eso nos proporcionaría la oportunidad de conocernos mejor, y podrías traer la caja, suponiendo que exista.

Esperando ansiosamente tu respuesta,

Se despide

GEOFFREY HADMORE

Selló la carta y llamó a Willis.

– Encárgate de que la entreguen inmediatamente -le dijo, dándole la misiva-. El mensajero deberá esperar la respuesta.

Cuando Willis salió de la sala, una fría determinación se apoderó de Geoffrey. O él o Redfern conseguirían esa maldita caja. Y al día siguiente a esa misma hora, Alberta Brown ya no sería un problema.

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