19

Robert miró los ojos marrón dorado de Allie y repitió las palabras que ya no podía seguir reteniendo en el corazón.

– Te amo -susurró.

Una sensación combinada de calma y euforia lo invadió al decir finalmente las palabras con que iniciarían un futuro juntos. Apartó un enredado mechón castaño que le caía sobre la mejilla y la miró, esperando una respuesta, esperando oírle repetir las mismas palabras.

Pero en vez de eso, el color desapareció de las mejillas de Allie y todo rastro de calor se evaporó de sus ojos, dejando tan sólo una mirada sombría, mientras su cuerpo se tensaba entre sus brazos y dejaba de responderle.

Allie se escabulló de su abrazo, y aunque el mayor deseo de Robert era tenerla entre sus brazos, la dejó alejarse. Con pasos inseguros, Allie hasta el armario y sacó una sencilla bata de algodón. No se volvió hacia él hasta que hubo atado firmemente el cinturón. Robert tardó unos segundos en ponerse el batín y luego se sentó en el borde de la cama. Cuando finalmente Allie lo miró, Robert se quedó estupefacto ante su expresión.

Estaba sonriendo. Pero no la sonrisa alegre que él había esperado. Era una especie de sonrisa indulgente… de las que él ponía cuando Emily o James le tiraban de la mano para que se uniera a sus juegos.

– Te lo agradezco. Sin embargo, todo el mundo sabe que no se debe tomar en serio nada de lo que se dice en momentos de pasión.

Anonadado, Robert no pudo más que mirarla durante varios segundos. Luego, cuando pudo confiar en su voz, se puso en pie y cubrió la distancia que los separaba con tres largas zancadas. La agarró por el hombro y abrió la boca para hablar, pero ella le colocó los dedos sobre los labios.

– No lo vuelvas a decir, por favor.

Robert movió la cabeza para apartar los dedos mientras luchaba por contener la intranquilidad y la impaciencia que sentía.

– ¿Y por qué demonios no?

– Porque esas palabras son… incómodas entre dos personas que sólo son amantes. -Robert sintió que las palabras se le clavaban como un puñal. Antes de poder recuperarse, Allie prosiguió-: Y sería muy desaconsejable que creyeras que me amas. Dada nuestra situación, debes sacarte esa idea de la cabeza.

Robert le aferró el hombro con más fuerza.

– No es que crea que te amo. Lo sé. Con absoluta certeza. -Allie alzó la barbilla y arqueó las cejas.

– ¿Y cómo es posible? Casi no me conoces.

Robert no podía decidir si se sentía anonadado o furioso. La miró fijamente a los ojos. ¿Era un destello de temor lo que veía? ¿Tenía miedo de lo que él sentía? ¿O era a sus propios sentimientos a los que temía?

– Teniendo en cuenta cómo hemos pasado el rato en este dormitorio -dijo Robert, obligándose a hablar con voz calmada-, creo que te conozco perfectamente.

Las mejillas de Allie se sonrojaron.

– Creo que estás confundiendo el amor con la lujuria.

Ahí estaba de nuevo, ese destello de temor en los ojos. Robert sintió que parte de la tensión le abandonaba los hombros. Simplemente estaba asustada, sin duda porque su relación había avanzado de forma muy rápida. Sólo necesitaba que la tranquilizaran. Era totalmente comprensible.

– Allie-dijo con la mirada clavada en la de ella, para que pudiera leer la sinceridad de sus palabras-. No puedo negar que despiertas mi lujuria. La pasión. Pero no estoy confundiendo eso con el amor. Quizá me he precipitado al decirte lo que siento, pero no podía ocultarlo por más tiempo. -Le acarició el rostro con la yema de los dedos-. Te aseguro que «te amo» no son palabras que digo a la ligera o con frivolidad. Es más, excepto a mi madre y a mi hermana, nunca se las he dicho a ninguna otra mujer.

– Se tarda más de una semana en enamorarse, Robert.

– No estoy de acuerdo. Existen mujeres a las que conozco hace meses, años incluso, y que nunca me han inspirado ni una fracción de lo que sentí por ti desde el momento en que te vi.

El rostro de Allie adquirió una expresión casi desesperada.

– Robert, créeme. No… no sabes nada del amor.

– Permíteme disentir. Lo sé todo del amor. He vivido con él, lo he sentido, todos los días de mi vida. Mira a mi familia, no puedes haber pasado una hora en su compañía y pensar que no sé lo que es el amor. Me parece que la pregunta es: ¿sabes tú lo que es el amor?

Los ojos de Allie perdieron toda expresión.

– Sí. Lo supe una vez. Y fue suficiente.

Robert negó con un firme movimiento de cabeza.

– Eso no era amor. Eso era una adoración unilateral hacia un supuesto héroe de la que alguien se aprovechó de la manera más despreciable. Eso eran mentiras y engaños. El amor es compartir. Es felicidad y risas.

– No, el amor es una agonía. Y no quiero volver a tener nada que ver con él. -Le temblaba el labio inferior y su actitud se volvió suplicante- Robert… por favor. No quiero herirte.

– Entonces acepta mi amor. Y ámame. -Le rodeó el rostro con las manos-. Cásate conmigo.

Allie lo miró en silencio, consternada, mientras sus palabras resoban en su mente como un canto de muerte. «Cásate conmigo. Cásate conmigo.»

Dios, ¿cómo podía haber permitido que las cosas llegaran hasta ese extremo? Robert la miraba con ojos oscurecidos y serios, y terriblemente expectantes. Terrorifícamente esperanzados. Allie intentó alejarse de él, de su mirada absorbente e implacable, pero él la agarró por los hombros y la detuvo.

La furia le corrió por las venas. Maldición, estaba cansada de hombres que creían poder controlarla en todos los aspectos. Sus movimientos o su futuro.

Alzó la barbilla desafiante.

– Te dije antes de embarcarnos en nuestra aventura que no tenía ningún deseo de volver a casarme. Quería un amante, nada más. No estoy pensado en «para siempre». ¿Por qué no podemos simplemente disfrutar el uno del otro mientras estoy aquí?

– Podemos. Pero yo sí estoy pensando en «para siempre». Y quiero que sea contigo. ¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que no sientes nada por mí?

El alma se le cayó a los pies. Quería negarlo. Desesperadamente. Pero ¿podía? Dios, no. De alguna manera, aún sabiendo que era un error y a pesar de todas las advertencias, había llegado a quererlo. Mucho. Una carcajada seca casi la ahogó. ¡Qué estúpida podía llegar a ser! ¿Cómo había llegado a creer que podía meter a ese hombre en su cama, en su cuerpo, y esperar que su corazón no tuviera nada que decir?

Pero no quería ni podía arriesgarse de nuevo. Dios bendito, era el mismo, exactamente el mismo error que había cometido con David: permitir que su corazón dominara su cabeza respecto a un hombre al que casi no conocía. Un hombre con secretos que se había abstenido de confesarle. ¿Cuántas veces más tendría que cometer exactamente el mismo error para aprender? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Una docena?

«Cero.»

No volvería a cometer el mismo error. No importaba lo que quisiera su corazón. De su corazón, como había aprendido por las malas, no se podía fiar.

– Es evidente que no puedo negar que me resultas atractivo… -comenzó.

– No es eso lo que te he preguntado. -La mirada de Robert era en parte feroz y en parte confusa, y Allie sintió que su corazón se enternecía de una forma en que jamás lo había hecho-. ¿Puedes decirme sinceramente que no lo sientes? ¿La magia que hay entre nosotros? ¿Cómo es posible, cuando yo la siento cada vez que respiro, con cada latido?

– Me… me importas -dijo Allie-. Eres un amante generoso y excitante, Pero eso es todo lo que quiero. Y todo lo que puedo dar a cambio.

Robert sacudió la cabeza como si quisiera ordenar sus pensamientos.

– Jesús. Pensaba… no, sabía que en cuanto hiciéramos el amor lo verías… lo notarías… -Le soltó el hombro y se pasó las manos por el rostro. Con los ojos cerrados, echó la cabeza hacia atrás. Cuando la bajó, sus miradas se encontraron y sus ojos brillaron de furia.

– ¿Cuánto tiempo, Allie? ¿Durante cuánto tiempo vas a permitir que ese canalla controle tu vida?

Allie se tensó.

– Si te refieres a David…

– ¿Si me refiero a David? -Dejó escapar una carcajada seca y sin alegría-. Claro que me refiero a David. Ha controlado tu vida desde la tumba durante los últimos tres años, desde tus acciones hasta la ropa que vistes. Lo mismo podría estar sentado en esta maldita habitación con nosotros. Tal como yo lo veo, ya has pagado tu deuda. Has pagado sus deudas. ¿Exactamente cuántos años más estás dispuesta a darle? ¿Cuánta felicidad más le vas a permitir que te robe?

Allie apretó los puños contra los costados.

– Tú no lo entiendes…

– Tienes razón. No lo entiendo. -Avanzó un paso hacia Allie y ella retrocedió involuntariamente. Hazme entenderlo, Allie. Hazme entender por qué no estás dispuesta a dejar atrás el pasado y a vivir de nuevo. Por qué quieres dejar que un error del pasado con un hombre que está muerto arruine lo que podríamos tener juntos.

– Es mi error del pasado lo que no estoy dispuesta a repetir.

– ¿Qué significa eso?

– Casi no nos conocemos.

Robert dejó escapar un prolongado resoplido.

– Te conozco, Allie. Has vivido en mi mente, en mi corazón, durante toda mi vida adulta. Lo único que tenía que hacer era encontrarte. No es necesario que sepamos todo el uno del otro para enamorarnos. En cuanto a mí, sé todo lo que necesito saber de ti. Sé que eres amable, leal, honesta. Me haces reír, me haces feliz. Ésas son las cosas importantes. Tenemos toda la vida por delante para enterarnos de lo demás.

– Es evidente que no he sido lo suficientemente clara. Debería haber dicho que yo no te conozco a ti lo suficientemente bien.

– Eso tiene facil remedio. ¿Qué querrías saber?

– ¿Qué querrías contarme?

La pregunta y el tono en que la hizo le hicieron sospechar, y sintió una repentina inquietud.

– No tengo ningún inconveniente en escuchar cualquier pregunta que quieras hacerme.

A Allie le pareció una respuesta muy evasiva, muy al estilo de David.

– Muy bien. Quiero que me expliques lo del incendio.

La expresión desapareció de los ojos de Robert y un músculo le tironeó en el mentón. Un silencio ensordecedor cayó sobre ellos, hasta que finalmente él lo rompió.

– ¿Puedo inquirir quién te lo dijo?

– No veo de qué serviría. Lo que importa es que no me lo dijiste tú.

– Pensaba hacerlo.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– Algún día.

Pero Allie podía verle la verdadera respuesta escrita en el rostro, la culpabilidad que le nublaba los ojos. Era evidente que no había planeado contárselo hasta después de que se casaran, cuando fuera demasiado tarde para que ella lo rechazara.

– Pasó hace mucho tiempo, Allie.

– ¿Qué pasó hace mucho tiempo?

– ¿Qué quieres saber en concreto?

– Podrías empezar explicándome cuál fue tu papel.

Robert la miró en silencio durante unos instantes antes de responder.

– No es algo de lo que me guste hablar.

El dolor y la furia combatían en Allie. Robert no se lo iba a explicar. Bueno, pues no pensaba aceptarlo.

– Sólo quiero saber una cosa, y quiero que me digas la verdad. ¿Provocaste el incendio?

Robert no contestó durante lo que pareció una eternidad. Su preocupado semblante mostraba claramente el conflicto que mantenía en su interior.

– Sí, así fue.

– ¿Fue un accidente?

– No. -Parecía que esa única y seca palabra se la hubieran arrancado del pecho. Yo inicié un incendio en un pueblo cercano. Un edifio ardió. Un hombre perdió la vida.

Allie notó que el rostro se le vaciaba de sangre.

– ¿No te llevaron a prisión?

– No. Mi familia tiene mucha influencia. -Parecía estar a punto de decir algo más, pero cerró los labios con fuerza. Emociones indescifrables le cruzaron el rostro y apretó los puños-. Esto es todo lo que puedo contarte.

Allie sintió que se le rompía el corazón. Era obvio que eso no era todo, que había aspectos del incidente que Robert no estaba dispuesto a compartir con ella. Dios, ¿cómo era posible sentirse tan insensible y al mismo tiempo tan dolorosamente herida? ¿Y por qué sentía esa ridícula pena por él? ¿Sería por la mirada torturada que había en sus ojos? ¿Por la manera en que parecía suplicarle en silencio algo que ella no acababa de entender?

Bueno, pues no debería sentir lástima de él. Acababa de admitir que había cometido un crimen. Y que no tenía intención de hablar con ella del asunto. Allie se sintió como si reviviera su peor pesadilla. Sí que era como David. «Exactamente igual a David, exactamente igual a David.»

Apartó la mirada de los tristes ojos de Robert y miró hacia la puerta en un claro gesto.

– Creo que sería mejor que salieras de mi dormitorio. Y que no regresaras.

Robert la agarró por los hombros y la obligó a mirarle. El dolor que sus palabras le causaba era evidente.

– ¿Quieres acabar nuestra relación?

– No puedo compartir estas… intimidades contigo por más tiempo. -A causa de un error en mi pasado. -A causa del tipo de error. Y porque no me hablaste de él. Me has pedido que pase el resto de mi vida contigo, y sin embargo me ocultaste deliberadamente información que tenías que saber que era muy importante, sobre todo en vista de mi propio pasado.

Robert dio un paso hacia ella y le tomó el rostro entre las manos, con su propio rostro tenso de emoción.

– Allie. Por favor. Dejemos nuestros respectivos pasados atrás, donde deben estar. Te amo. Tanto que duele. -Sus ansiosos ojos escrutaron el rostro de Allie-. ¿Me amas? -La pregunta pareció estallar desde su interior-. Si así es, si sientes lo mismo que yo, si confias en mí, juntos podremos conseguirlo todo. Si no me amas… -Se interrumpió y tragó saliva-. ¿Me amas?

¿Lo amaba? ¡No lo sabía! Tantas emociones encontradas se removían en su interior que sintió que le iba a estallar la cabeza. Había estado totalmente decidida a no amarle, a no sentir nada hacia él, pero de algún modo Robert había conseguido burlar sus defensas. Necesitaba tiempo para pensar, y no podía hacerlo con él allí, aumentando su confusión. Las dos únicas cosas de las que estaba segura eran que no quería amarlo y que no volvería a permitir que la hirieran.

Las manos de Robert se apartaron de su rostro.

– Supongo que ya tengo la respuesta.

– Robert. -Allie se apretó el estómago con las manos. Sentía la necesidad de decir algo, pero no sabía qué, ni siquiera estaba segura de por qué, a pesar de todo, experimentaba una necesidad inexplicable de consolarlo. De hacerle entender-. No sabes lo que se siente. Que te rompan el corazón, total y absolutamente.

Robert pareció mirar a través de ella.

– Estás equivocada, total y absolutamente -repuso en tono neutro. Se inclinó hacia delante, hasta que sus labios casi rozaron la oreja de Allie-. ¿Ves?, lo acabo de averiguar -le susurró. Su cálido aliento contrastaba con las frías palabras. Luego se volvió y cruzó la sala. Sin mirar atrás, salió de la habitación. La puerta se cerró tras él con un sonido que reverberó en el dormitorio con fúnebre irrevocabilidad.

Se había ido, y Allie supo que Robert había dejado algo más que su dormitorio, algo más que su sensual paréntesis. Se había marchado definitivamente. De su vida. No habría más noches colmadas de pasión, ni más días llenos de risas.

Un dolor angustioso, como no había experimentado nunca, la aplastó, dejándola sin aliento. Nada, jamás, había sido tan doloroso. Ni siquiera la traición de David. Le empezó a temblar todo el cuerpo se dirigió tambaleante hacia la cama. Se metió entre las sábanas como un animal herido, estremeciéndose y sintiéndose más perdida y sola que nunca en su vida.

Había hecho lo correcto. Para ambos… Había jurado no volver a casarse, no entregar nunca su corazón a alguien que pudiera pisotearlo. A un hombre que le ocultara cosas. Que fuera capaz de cometer un crimen.

E incluso si estuviera lo suficientemente loca como para dejar de lado todas las razones por las cuales él no era el hombre adecuado para ella, no podía pasar por alto el hecho de que ella no era la mujer adecuada para él. Una imagen de él jugando con sus sobrinos le pasó por la mente, y le causó un agudo dolor. Fueran cuales fueran los fallos de Robert, no se podía negar que era maravilloso con los niños. Y no podía olvidar que era un hombre que algún día querría, necesitaría, tener hijos propios.

Y no podía olvidar tampoco que ella nunca podría ser la mujer que se los diera.

El corazón le palpitaba de dolor. El recuerdo de Robert haciendo saltar a los niños sobre sus rodillas, a unos niños que lo miraban con ojos llenos de cariño, no debería hacerle tanto daño. Había sabido que su relación con Robert nunca acabaría en matrimonio y sabía que no habría hijos en su futuro. Pero los habría en el de él. Y eso le causó tristeza y un anhelo extremadamente doloroso.

Sí, era posible que pudiera satisfacerlo durante un tiempo, pero al final él querría hijos. Y ella no se los podía dar.

Era obvio que Robert había dejado su pasado atrás, que había seguido con su vida. Recordó sus palabras sobre el incendio: «No es algo de lo que me guste hablar.» Era como si hubiera guardado lo ocurrido en una caja y hubiera escrito «En el pasado. No hablar», y luego hubiera dejado la caja en un rincón de su armario, para no volver a verla.

No importaba. Su apasionada relación se había acabado. Simplemente había finalizado un poco antes de lo previsto.

Sólo le faltaba convencer a su corazón.

Robert entró en su dormitorio y fue derecho hacia los licores. Bebió de un trago una cantidad considerable de coñac y luego se sirvió otro. Mientras se llevaba la copa a los labios, vio su reflejo en el espejo. Del cuello hacia abajo tenía el aspecto de un hombre acabado de salir la cama de su amante: desarreglado y con el batín arrugado. Del cuello hacia arriba, parecía un hombre que acabara de perder todo aquello de un zarpazo: vacío, con los ojos hundidos y demacrado.

Saludó a su reflejo con una inclinación de cabeza y alzó la copa imitando un brindis.

– Bueno, pues no ha ido muy bien, ¿verdad?

Se bebió de un trago el potente licor, disfrutando del ardor interno, que al menos servía para probar que no estaba completamente insensible. Quizá después de unas cuantas copas empezaría a sentirse mejor. Tal vez unas cuantas docenas fuera lo necesario.

– Maldición, no hay coñac suficiente en todo el imperio para hacerme sentir mejor -musitó. Claro que con suficiente coñac podía llegar a no sentir nada, lo que en ese momento sería una bendición. Se sirvió dos dedos más en la copa de cristal, se dirigió al sillón ante la chimenea y se dejó caer en él. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, y se quedó mirando las bajas llamas, como si contuvieran la respuesta a todas sus preguntas. Y sabía Dios que tenía una buena cantidad de preguntas. El problema era que no le gustaban las malditas respuestas. A decir verdad, sólo había conseguido una respuesta positiva a una pregunta: Allie sí que sabía a madreselva por todas partes.

Una imagen de ambos juntos y desnudos, de sus labios acariciando los de ella, le pasó por la cabeza, y con ella una sensación de agonía que lo dejó sin aliento. Aún podía notar su sabor en la lengua. Sentir la huella de su sedosa piel… una piel que no volvería a tocar.

¡No! La palabra le resonó en la cabeza con intensidad devastadora. No podía haber acabado todo entre ellos. Pero si acababan de empezar a…

Pero ¿qué alternativa tenía? La había perdido a causa de su propia estupidez. Allie le había expresado claramente sus sentimientos. No lo quería. No lo amaba.

Se frotó el pecho con la mano. Maldición, que hubiera rehusado una proposición de matrimonio dolía. Pero que no lo amara… Dios, eso era como si lo cortaran en dos con un cuchillo oxidado. Más hubiera valido que Allie le arrancara el corazón y lo tirara al suelo. Y lo pisoteara, ya de paso.

Pero sólo podía culparse a sí mismo. Se lo debería haber explicado. Era obvio que se había comportado como un idiota al creer que Allie no se enteraría, pero hacía tanto tiempo que… ¿Se lo habría contado Elizabeth? Era posible, pero lo dudaba. Supuso que podía preguntárselo, pero poco importaba ya la respuesta. Lo más probable era que Allie hubiera oído los chismorreos de algún criado. O tal vez lady Gaddlestone se lo hubiera mencionado mientras cruzaban el océano.

Lo cierto era que no importaba cómo se hubiera enterado. A sus ojos, él era culpable. No sólo de un crimen sino también de no explicárselo. Recordó la mirada de los ojos de Allie. Lo había mirado como si fuera un… criminal. La acusación había brillado claramente en su mirada, gritándole: «Eres igual que David.»

Dios, eso dolía. Pero no la podía culpar, sobre todo porque él no había dicho nada que le pudiera hacer cambiar de opinión. Deseaba decirle toda la verdad, tanto que le dolía el cuerpo, pero estaba ligado a promesas que no podía romper. Nunca se lo había explicado a nadie. Y había dado su palabra de no hacerlo. Por desgracia, había más cosas en juego que sus deseos y sus afectos.

Maldición, no era un criminal. Pero había cometido un crimen…

Sí, había hecho lo que tenía que hacer, pero nunca había pensado que, cuatro años después, esos actos le costaran la mujer a quien amaba.

Si lo hubiera sabido, ¿habría tomado las mismas decisiones aquella noche? Bebió un largo trago de coñac y cerró los ojos.

«No lo sé. Que Dios me ayude, no lo sé.»

Claro que si consideraba todo lo ocurrido, su pasado importaba un bledo. Era tan sólo el último clavo del ataúd. Podría haber sido un santo, y Allie seguiría rechazándolo. No lo amaba. No lo quería. No descaba volver a casarse nunca. Al derramar sus sentimientos como una fuente, lo único que había conseguido era quedar como un burro. Ya había esperado que a ella le costara aceptar su proposición de matrimonio. Su error fatal había sido subestimar la intensidad de esa reticencia.

Se acabó el coñac y depositó la copa vacía en la chimenea. Dejó espar un prolongado gemido y se cubrió el rostro con las manos. Maldición, se había acabado. Tenía que aceptarlo. Le había ofrecido todo que tenía: su amor, su corazón, su apellido, y ella lo había rechazado.

¿Por qué no había podido enamorarse de una dócil muchachita inglesa sin un maldito marido difunto, sin problemas, sin ningún loco tras ella y sin aversión al matrimonio? Alguien dispuesto a aceptar que los errores pasados se quedaban en el pasado. Alguien que, al proponerle matrimonio, hubiera sabido la respuesta correcta era: «Oh, sí, Robert. Me encantaría ser tu esposa. Te amo, Robert» y no «No tengo ningún deseo de volverme a casar. Quiero un amante, nada más. Para siempre no es en lo que estoy pensado».

Una palabrota que pocas veces pronunciaba salió de sus labios. Por un momento pensó en dejar Bradford Hall y escaparse a Londres, o adonde fuera, mientras ella permaneciera allí, pero descartó esa idea. Con la advertencia de peligro que le había hecho Elizabeth rondándole por la cabeza, se negaba a dejar a Allie sola, lo quisiera ella o no. Y también tenía que permanecer allí para esperar que Michael regresara de Irlanda. No, tenía que dejar a un lado sus sentimientos y seguir como si nada hubiera sucedido. Como si sus sueños de una esposa y una familia no se hubieran hecho pedazos. Como si su corazón no se hubiera roto.

Lester Redfern avanzaba trabajosamente en la oscuridad, maldiciendo el barro que se le pegaba a las botas y hacía que cada pie le pesara cien kilos. Maldición, un hombre de su calibre no debería tener que aguantar ese frío, esa lluvia y esa porquería.

Ráfagas de viento agitaban los árboles a su alrededor, y Redfern miraba a derecha y a izquierda, nervioso y con el corazón golpeándole el pecho. Diablos, odiaba los bosques, sobre todo por la noche, con todos esos ruidos raros y esas sombras, que uno ni sabía dónde estaba. Se quedaba con Londres.

Pero por grande que fuera su odio hacia los bosques, era poca cosa comparado con lo que llegaba a odiar los caballos, y un caballo en concreto. Ese jamelgo encabritado lo había tirado al barro, después de morderle la mano. Flexionó los magullados dedos y murmuró una letanía de maldiciones. Y todo eso mientras estaba desenganchado a la bestia después de que las ruedas de su calesa se hubieran quedado atrapadas en el barro.

Por todos los demonios, aquello era una locura. Iba a morir ahí fuera bajo la lluvia y el frío. La humedad le calaba las suelas de las horas. Apretó los dientes. Con esa lluvia, que hasta borraba los camino.Y tendría suerte si llegaba a Bradford Hall, suponiendo que pudiera en contrar el maldito lugar, al cabo de un mes. Había tardado todo el día en cubrir una distancia que hubiera recorrido en una hora si esa maldita lluvia no hubiera empezado.

Bueno, no estaba dispuesto a andar hasta Bradford Hall, de eso estaba seguro. El conde tendría que esperar para recuperar su querida carta hasta que mejoraran las condiciones atmosféricas.

– Y me va a tener que pagar un extra por el esfuerzo que hago-masculló Redfern -. Y también tendrá que reponerme las botas y conseguirme un elegante abrigo.

Un fuerte chirrido le llamó la atcncidn. En medio de la oscuridad consiguió ver más adelante lo que parecía el brillo de un fárol. Una chispa de esperanza prendió en su frío, mojado y embarrado ser, y se lanzó hacia allá. Dobló una esquina y casi cayó de rodillas de alivio. Balanceandose bajo las rafagas de viento, con los goznes chirriando, había un cartel: El Cubil del Oso. Una posada, o como mínimo un pub, donde podía conseguir comida, calentarse delante del fuego y rezar para que parase esa maldita lluvia. Y cuando cesara, lo que seguramente ocurriría pronto, seguiría su camino hacia Bradford Hall. Y hacia la señora Brown.

Загрузка...