6

El mediodía del día siguiente encontró a Allie acabando un tardío e informal desayuno a base de huevos, jamón y finas lonchas de faisán. La abundante comida, junto con el bien merecido descanso y un baño caliente al levantarse, hizo que se sintiera más fresca y joven. Las muñecas y los pies aún estaban doloridos, pero sólo le producían una ligera incomodidad de la que podía olvidarse con facilidad. Justo en momento en el que el sirviente volvía a llenarle la taza de porcelana con una segunda ronda de café, Carters entró en la sala llevando una bandejita de plata.

– Un mensaje para usted, señora Brown -anunció con su sono voz, acercándole la brillante bandeja-. El mensajero ha indicado que no se espera respuesta.

Allie aceptó la misiva. ¿Sería de Elizabeth? Dio la vuelta a la vitela, rompió el sello de lacre y leyó el contenido.

Señora Brown,

He averiguado el origen del escudo de armas que me entrego. Es el emblema familiar perteneciente al conde de Shelbourne. El título proviene del siglo dieciséis, cuando al primer conde se le concedió el título y las tierras que lo acompañan en agradecimiento por los servicios prestados a la Corona. Al presente conde, Geoffrey Hadmore, lo conocen, sin duda, su buena amiga la duquesa de Bradford y su marido.

Espero que esta información le sea de utilidad, y de nuevo le agradezco su visita a mi establecimiento y la amable recomendación de la duquesa. Por favor, si hay algún otro asunto en que pueda asistirla, no dude en hacérmelo saber.

Atentamente,

CHARLES FITZMORELAND


Allie releyó la carta mientras el corazón se le aceleraba. Esas noticias la acercaban un paso más al final de su misión. Con un poco de suerte, no tardaría en devolver a su legítimo dueño el último de los bienes hurtados por David y en cerrar así ese largo, arduo y humillante capítulo de su vida.

«Gracias a Dios.»

El conde de Shelbourne. Lo único que necesitaba hacer era localizar a ese hombre y…

– Buenos días, señora Brown.

Allie alzó la cabeza de golpe y vio a lord Robert en el umbral. Vestido con un chaqué marrón oscuro y pantalones de color beige, tenía el aspecto del auténtico caballero inglés. Y resultaba excesivamente atractivo.

– Buenos días -contestó Allie, guardando la misiva en el bolsillo de su vestido de sarga negra.

Lord Robert se acercó despacio y se detuvo cuando estuvo justo frente a ella, al otro lado de la mesa. Se llevó la mano a la barbilla y fingió teatralmente que la examinaba, inclinando la cabeza a derecha e izquierda, como si fuera un crítico de arte observando una escultura.

– Ummm. Lo que sospechaba. Parece M.M.R. -Al ver la mirada interrogante de Allie, le lanzó una desenfadada sonrisa-. Mucho Más Recuperada. ¿Cómo se encuentra?

– Como dice usted, M.M.R. Las manos, los pies y la cabeza casi no me duelen. ¿Y usted?

– Muchísimo mejor que la última vez que la vi. Es sorprendente las maravillas que pueden obrar unas cuantas horas de sueño, un buen desayuno y una charla con el magistrado.

– ¿Qué le ha dicho?

– Ha encontrado el caso de lo más desconcertante. -Fue hasta el aparador, se sirvió un plato de huevos con jamón y se sentó frente a Allie en la gran mesa de caoba-. Aunque me ha asegurado que hará todo lo que esté en su mano para localizar al responsable, también me ha advertido que no es probable que se le encuentre. A no ser, claro, que lo intente de nuevo. -Le clavó una seria mirada azul oscuro-. Lo que no hará en esta mansión porque no habrá nadie a quien raptar puesto que nadie estará paseándose por el jardín. ¿Correcto?

Allie inclinó la cabeza en conformidad.

– Excelente. Y ahora, con respecto a sus planes para hoy… Lo he arreglado para que tenga un carruaje a su disposición. Yo también estoy a su disposición, encantado de escoltarla por toda la ciudad o acompañarla de compras, ayudarla en cualquier recado… lo que usted desee.

Los dedos de Allie rozaron el borde de la carta del señor Fitzmoreland.

– En realidad hay algo en lo que puede ayudarme. ¿Conoce al conde de Shelbourne?

Las cejas de lord Robert se alzaron de sorpresa. Después de lo que pareció un largo silencio, le respondió.

– Lo conozco, sí.

En sus ojos se veían las preguntas que querría formular, pero no dijo nada más, sólo la observó de una manera que la hizo preguntarse si lord Robert estaría en buenas o malas relaciones con el conde. Cuando fue evidente que no iba a decir nada más, ella insistió.

– ¿Sabe dónde reside?

El tenedor cargado de huevo se detuvo a medio camino de la boca de lord Robert, que le lanzó una mirada desconfiada, revestida de algo más que ella no supo definir.

– Las tierras de la familia están en Cornwall.

– Ah. ¿Y eso está lejos de aquí?

– Mucho. A una semana de viaje como mínimo. -Robert vio cómo el semblante de la joven se cubría de decepción, y se le ocurrió una docena de preguntas. ¿Por qué razón estaría indagando sobre Geoffrey Hadmore? ¿Cómo se habría enterado de su existencia? Se aclaró la garganta y añadió-: También mantiene una casa aquí, en la ciudad.

Una inconfundible esperanza iluminó los ojos de Allie.

– ¿Cree usted posible que se halle en Londres?

– Pienso que es muy probable. Odia el campo. ¿Por qué me pregunta por él?

La señora Brown se inclinó hacia delante y el seductor aroma de su perfume floral llegó hasta Robert. Aunque no sonreía, Robert no podía negar que era cuando más animadas había visto sus facciones, lo que a la vez lo confundió y lo irritó. Los ojos de la mujer casi destellaban. Demonios, ¿por qué tenía que ponerse tan… tan lo que fuera ante la idea de que Shelbourne se hallara en la ciudad?

– Deseo tener un encuentro con él. Lo antes posible. ¿Podría presentármelo?

Robert se inclinó hacia delante y la observó con atención. ¿Presentárselo? ¿A uno de los peores bribones de Londres? Dios santo, Elizabeth lo decapitaría. Eso sin mencionar el nudo que se le formaba en el estómago al pensar en un encuentro entre el conde, un muy buen partido, y la encantadora viuda. Era cierto que no conocía a Shelbourne muy bien, pero su reputación con las mujeres era sabida de todos. Las encandilaba, las seducía y luego solía desembarazarse de ellas con una frialdad que Robert ni entendía ni le gustaba. No tenía ninguna duda de que la hermosa señora Brown atraería el interés de Shelbourne.

«Como ha atraído el tuyo.»

Apretó los dientes ante el inoportuno comentario de su conciencia y volvió a centrar su atención en el asunto que estaban tratando. ¿Qué razón podía tener para querer conocer a tal libertino? De repente se quedó de piedra. ¿Podía ser que ya conociera la reputación de Shelbourne? ¿Sería posible que estuviera pensando en mantener una relación con ese hombre?

Apretó los puños ante esa idea. En vez de responder a la pregunta que le había formulado, le contestó con otra.

– No estaba al corriente de que usted conociera a nadie en Inglaterra excepto a Elizabeth. ¿Cómo es que ha oído hablar de Shelbourne?

– Conocía… conocía a mi marido.

Parte de la tensión de sus hombros desapareció y se reprochó mentalmente el albergar sospechas injustificadas. Lo único que la señora Brown pretendía era conocer a un amigo de su esposo. Moralmente comprensible. Y mientras él la acompañara, Shelhourne se compotaría honorablemente.

– En tal caso, enviaré una nota a su mansión para concertar una cita. Si está en la ciudad, yo la acompañaré.

Un velo pareció cubrir el semblante de la señora Brown.

– Muchas gracias. Le agradezco que envíe la nota, pero no necesito que nadie me acompañe.

Algo que se parecía mucho a los celos, pero que no podía ser tal cosa, recorrió el cuerpo de Robert, sensación que se intensificó al ver el intenso rubor que cubrió las mejillas de la mujer. Tal vez, después de todo, sus sospechas no fueran infundadas.

– Me temo que debo insistir -dijo, obligándose a sonreír-. El protocolo inglés y todo eso, ya sabe.

Un ceño oscureció la frente de la señora Brown y se mordisqueó el labio inferior. Se la veía claramente dividida entre el deseo de que Robert no la acompañara y el deseo de respetar las convenciones. Y si Robert no hubiera estado tan emocionado de verla mordisquearse el carnoso labio, se habría sentido terriblemente molesto de que rechazara su compañía.

Finalmente, la señora Brown asintió secamente.

– Muy bien. Podrá acompañarme.

A pesar de su enfado, Robert no pudo evitar sentirse ligeramente divertido por el tono contrariado de la joven.

– Oh, muchas gracias.

La señora Brown se levantó.

– Le dejaré para que se ocupe de su correspondencia con el conde.

– De nuevo le doy las gracias. Sin embargo, no acostumbro escribir cartas en la sala del desayuno. No hay nada peor que huevo sobre el papel. En cuanto acabe de comer, escribiré la nota.

El rubor de la joven se intensificó.

– Perdóneme. Sólo es que estoy ansiosa por…

Dejó la frase sin concluir, y Robert se encontró deseando que la acabara.

«Sí, señora Brown. ¿Qué es exactamente lo que usted está ansiosa por hacer?»

Pero en vez de satisfacer su creciente curiosidad, ella se despidió con una inclinación de cabeza.

– Como tengo mi propia correspondencia que atender, debo desearle buenos días, caballero.

Salió rápidamente de la habitación, antes de que Robert tuviera la oportunidad de replicar. Era evidente que la despedida de la señora Brown era definitiva, al menos hasta que recibiera la respuesta de Shelbourne. Y de no ser por los acontecimientos de la noche anterior, Robert la hubiera dejado que se las arreglase sola. Porque sus planes para ese día habían sido ir a visitar a su abogado.

Pero la noche anterior le había hecho cambiar de idea. Podía visitar a su abogado cualquier otro día. Hasta que la dejara a salvo en Bradford Hall, tenía la intención de no quitarle el ojo de encima.

En su mente se dibujó la imagen del hermoso rostro de la señora Brown y reprimió un gruñido. Al llegar había afirmado que dormir unas cuantas horas le había sentado de maravilla, pero su sueño había sido cualquier cosa menos reparador.

En cuanto se tumbó en el lecho, en sus pensamientos sólo hubo lugar para ella. La sensación de su cuerpo apretado contra el suyo. Su perfume que lo envolvía. Sus ojos, muy abiertos por una mezcla de miedo y fortaleza, que lo llenaban de preocupación y admiración al mismo tiempo. Y algo más. Algo cálido que cubría a Robert como la miel. Y algo ardiente que le encendía la sangre y le hacía sentirse impaciente, frustrado y ansioso. Había permanecido en la cama incapaz de apartarla de su pensamiento, y cuando finalmente había conseguido dormir, ella había invadido sus sueños. En ellos, se había desprendido de sus negros vestidos y le había indicado que se acercara. Había ido hacia ella, hambriento, pero antes de que llegara a tocarla, ella había desaparecido, como una voluta de humo. Se había despertado con un sentimiento de vacío y abandono. Y sumamente excitado.

No, no quitarle el ojo de encima no iba a representar ningún problema.

Desgraciadamente, sospechaba que quitarle las manos de encima sí que podría serlo.

Geoffrey Hadmore iba de arriba abajo en su estudio. El sol del mediodía dibujaba una brillante línea sobre la alfombra persa y las motas de polvo danzaban bajo la luz. Se detuvo ante la chimenea y miró el reloj situado en la repisa. La una y media. Habían pasado justo tres minutos desde la última vez que había consultado el maldito aparato.

¿Dónde diantre estaba Redfern? ¿Por qué no había tenido noticias de ese canalla? Sólo podía haber una razón: había fallado. De nuevo.

«¿O es que tal vez Redfern tiene la intención de traicionarme de alguna manera?»

Una mezcla de intranquilidad y furia le hizo apretar los puños. Redfern no sería tan estúpido como para intentar algo así. Geoffrey se obligó a relajar las manos, y luego flexionó los tensos dedos. No, Redfern podía no poseer una gran inteligencia, pero no era idiota. Sabía muy bien que era mejor no traicionarlo. Pero si llegase a ser tan estúpido… bueno, entonces eso sería la última estupidez que cometiera en su vida.

Se inclinó y acarició suavemente el sedoso pelaje de Thorndyke. El somnoliento mastín alzó la enorme cabeza.

– Ah, Thorndyke, si Redfern fuera tan fiable como tú, yo no estaría en este lío.

Thorndyke le contestó con un sonido profundo y gutural. Geoffrey le palmeó la suave cabeza una última vez, luego se irguió y siguió dando vueltas por la sala. De nuevo se detuvo ante el escritorio. Tomó una hoja de papel y escribió una breve nota. No se molestó en tirar de la cinta de la campana para llamar a William, sino que salió directamente al vestíbulo y le tendió la nota al mayordomo.

– Quiero que se entregue esto inmediatamente. -Indicó la dirección de Redfern-. Si se encuentra en casa, espera la respuesta. Si no, déjalo allí.

– Sí, milord.

– Estaré en el club. Llévame allí cualquier carta de él en cuanto la recibas.

Redfern sostenía en la mano el sobre lacrado. Sabía de quién procedía. Ni siquiera tenía que leer nada para adivinar qué contenía. No había respondido a las persistentes llamadas a la puerta, ni había recogido el sobre hasta que finalmente el hombre se había marchado.

Pero había llegado la hora de la verdad. Había fracasado. Fracasado cn encontrar el anillo y fracasado también en deshacerse de la señora Brown.

¿Dónde había fallado su plan? Oh, todo había empezado como un regalo, y le había ahorrado la molestia de sacarla de la casa. Incluso aporrear a aquel tipo en el callejón no había sido ningún problema.

Sí, y después de dejar a los dos fuera de juego y bien ataditos, había vuelto a la mansión. Lo único que le faltaba era encontrar el anillo. Entonces podría acabar con la señora Brown. También tendría que deshacerse del tipo. Con toda seguridad, el conde no querría ningún testigo que pudiera irse de la lengua. Quizás incluso le pediría al conde un extra, ya que tendría que matar a dos personas en vez de a una. Sí, las cosas parecían ir como la seda.

Pero, después de buscarlo durante más de una hora, no había encontrado el anillo. El pánico le recorrió la espalda. Si no encontraba el anillo, no recibiría su recompensa. Pero había mirado por todas partes. Incluso lo había puesto todo en su sitio de nuevo para que nadie sospechara nada Tendría que decirle al conde que no había ningún anillo, una perspectiva que le revolvía el estómago.

Las últimas palabras del conde resonaban en sus oídos. «Encuentra ese anillo. Y cuando lo encuentres, quiero que ella desaparezca.» Bueno, ¿y qué se suponía que debía hacer con la señora Brown si no encontraba el anillo? ¿Matarla? ¿Dejarla ir?

Pensaría en ello mientras regresaba al almacén. Seguro que para cuando llegara, ya sabría que hacer.

Pero cuando llegó allí, lo único que quedaba de la señora Brown y del tipo eran un montón de cuerdas rotas. El canalla debía de tener un cuchillo. Era una maldita mala suerte. Nunca en toda su carrera las circunstancias le habían sido tan adversas. Pero el conde no tendría ningún interés en oír hablar de circunstancias imprevisibles.

Con mano temblorosa, rasgó el sello y contempló la breve misiva. La frente se le cubrió de sudor. Aunque casi no sabía leer, comprendió lo suficiente. Era imposible malinterpretar el mensaje del conde.

Debía encontrar el anillo. Ese mismo día.

Si no, era hombre muerto.

Y Lester Redfern no tenía ninguna intención de morir.

Allie salió de su dormitorio aferrando la carta que acababa de sellar. Se apresuró a bajar por la curvada escalinata y llegó al vestíbulo. Esperaba ver a Carters, pero en vez de él junto a la puerta había un joven lacayo.

– Me gustaría que se entregara esta carta -dijo-. En la residencia londinense del conde de Shelbourne.

– Como ordene, señora. -El lacayo tendió una mano enguantada-. Me ocuparé de ello inmediatamente.

Allie le entregó el sobre, rezando para que el conde se encontrara efectivamente en la ciudad. Con suerte, lord Robert ya habría enviado su nota. Debería haberlo hecho… Lo había dejado en la sala del desayuno hacía dos horas. Sin duda había tenido tiempo más que suficiente para regresar a su casa y escribir una breve carta.

– ¿Alguna cosa más, señora Brown? -Le preguntó el joven sirviente.

– No, nada. Gracias. -Miró los dos pasillos que partían del vestíbulo en sentidos opuestos. ¿Cómo podía ocupar el tiempo mientras esperaba la respuesta? Necesitaba una distracción, algo que le ocupara la mente. De otra manera sólo se dedicaría a ir de arriba abajo impacientemente.

– Si busca a lord Robert -dijo el lacayo-, se halla en la sala de billar.

– ¿Lord Robert está aquí?

– Sí, señora. En la sala de billar. -Señaló hacia el corredor de la izquierda-. La segunda puerta a la derecha. Si no desea nada más, me encargaré de su carta.

– Gracias -murmuró Allie.

Miró hacia el corredor de la izquierda. Él estaba allí. En la segunda sala. Debería evitarlo, a él y a su turbadora presencia. A sus ojos risueños que ocultaban secretos. Sí, debía regresar a su aposento y leer. Dormir un poco. Algo. Lo que fuera. Su cabeza lo sabía, lo mismo que su corazón.

Sin embargo, sus pies no sabían nada de eso y se dirigieron directamente hacia el corredor izquierdo.

La segunda puerta estaba entreabierta. La abrió un poco más y se quedó mirando desde el umbral. Lord Robert le daba la espalda. Estaba estudiando la mesa de billar mientras sujetaba con la mano un palo estrecho y muy brillante. Vestía con los mismos pantalones beige de antes, pero se había sacado la chaqueta. Una camisa blanca como la nieve se tensaba sobre sus anchas espaldas. La mirada de Allie fue bajando lentamente, recorriendo la esbelta cintura y los ajustados pantalones. Sus ojos se posaron sobre el trasero del joven y suspiró. Pensara lo que pensara de él, no se podía negar que lord Robert estaba… muy bien hecho.

Un involuntario suspiro de pura admiración femenina se le escapó de los labios, un suspiro que, al parecer, lord Robert oyó, porque se volvió hacia la puerta. Y en vez de contemplar sus posaderas, Allie se encontró mirando fijamente su…

«Oh, Dios.»

Sin duda estaba bien hecho. Allie lo sospechaba después de lo cerca que habían estado la noche anterior, pero ya no le quedaba ninguna duda.

– Buenas tardes, señora Brown.

Estas palabras susurradas la arrancaron de su pasmo, y alzó rápidamente la mirada para encontrarse con la de él. Sus ojos azul oscuro la observaron con una mirada inquisitiva y a la vez de complicidad. Allie notó un súbito calor en el rostro, y casi no pudo resistir el impulso de cubrirse las ardientes mejillas con las manos. Quizá si rezaba con suficiente intensidad el suelo de madera se abriría y la tierra se la tragaría. Dios, la había pillado mirándolo. Y no simplemente mirándolo, sino mirándole eso.

Decidida a recobrar la compostura, alzó la barbilla y enarcó las cejas.

– Buenas tardes, lord Robert. No sabía que había regresado. -¿Regresado? No me he marchado.

– Pensé que se había ido. A escribir la carta que me prometió.

– La he escrito y la he enviado hace siglos. Tomé prestado papel de carta de Austin. Supongo que ha terminado con su propia correspondencia.

– Sí.

– En tal caso, quizá le gustaría pasear en coche por el parque. Hace un tiempo excepcionalmente bueno.

La idea de compartir un carruaje con él, sentada lo suficientemente cerca como para aspirar su aroma masculino, para observar sus ojos burlones y contemplar sus labios curvarse en esa sonrisa devastadora y traviesa, era terriblemente tentadora. Y por lo tanto totalmente prohibida.

– No, gracias contestó. Pero, por fávor, no debe dejar que le impida disfrutar de la tarde.

Interiormente se avergonzó del tono seco que había empleado. No pretendía ser tan brusca.

Pero en lugar de ofenderse, lord Robert se echó a reír.

– Ah, pero si ya la disfruto afinando mi juego. -Hizo un gesto con la cabeza indicando la mesa cubierta de fieltro-. ¿Juega?

– Me temo que no.

– ¿Le gustaría aprender?

Un «no» automático se alzó hasta sus labios, pero entonces dudó. Necesitaba desesperadamente algún tipo de distracción, y le agradaban mucho los juegos. Paseó la mirada por la mesa. Tenía casi unos cuatro metros de largo y dos de ancho. Sin duda lo suficientemente grande para mantenerse a una prudente distancia de él… mucha más distancia de la que podía proporcionarle un carruaje.

– Bueno, sí. Creo que podría ser divertido. -«Y seguro.»

– Excelente. Es un juego muy simple. Sólo hay tres bolas, una roja y dos blancas, y unas cuantas reglas. Todo lo demás es práctica y un poco de suerte. -Cruzó la sala, tomó otro afilado palo del soporte que había en la pared y regresó hasta ella.

– Esto es el taco -le dijo, tendiéndole el palo-. El objetivo del juego es ser el primero en sumar los puntos que convengamos.

– ¿Y cómo se consiguen los puntos?

– De varias maneras. -Y procedió a describirle el juego, explicándole términos desconocidos como «pot»,«carambola» y «tacada». Mientras hablaba, se inclinaba sobre la mesa y le iba mostrando las jugadas, informándole sobre bandas, agujeros y la «D».

– ¿Alguna pregunta? -inquirió al finalizar.

– Aún no, pero estoy segura de que se me ocurrirán por docenas en cuanto empecemos. -Lo cierto era que el juego parecía bastante simple.

– Entonces comencemos con algunos golpes de práctica. La manera correcta de sujetar el taco es así… -Él se la enseñó y ella le imitó- Muy bien -alabó-. Ahora póngase en línea con la bola, lleve el taco hacia atrás y luego hacia delante, directo y seco. -Sus acciones reflejaron sus palabras. La punta de su taco golpeó la bola blanca, que chocó contra la bola roja, que rodó sobre el tapete y cayó en uno de los agujeros de la esquina. Este golpe valdría tres puntos por meter la bola roja.

– Recuperó la bola y la colocó de nuevo sobre la mesa -. Ahora usted.

Allie agarró el taco como lo había hecho él y se inclinó sobre la mesa. Apuntó cuidadosamente, movió el taco hacia la bola blanca… Y falló totalmente.

Lo intentó de nuevo. Esta vez golpeó la bola con fuerza. Ésta se elevó y cayó fuera de la mesa. Aterrizó sobre la alfombra con un sonido apagado.

– Oh, vaya -exclamó consternada-. Esto es más difícil de lo que parece. Lo siento. Aunque me gustan los juegos, me temo que no soy demasiado buena.

De repente la asaltó un recuerdo y apretó el taco con fuerza. David y ella sentados en el salón cerca del fuego. Había tratado de enseñarle a jugar al ajedrez, pero enseguida se había impacientado con ella porque movía las piezas incorrectamente. David había meneado la cabeza y soltado un largo suspiro.

– Es obvio que este juego te supera, Allie.

Allie sacudió la cabeza para alejar los restos del pasado y miró a lord Robert. No había el menor rastro de impaciencia en sus ojos. De hecho, parecía divertirse mucho.

– Bastante bien para ser el primer intento -dijo, moviendo la cabeza en señal de aprobación-. Mucho mejor que el mío. Rompí una ventana la primera vez. Hasta el día de hoy a Austin le gusta contar a todo el mundo que le quiera oír mi actuación «rompedora». Y yo le digo a todo el que me quiera oír que mi actuación fue simplemente el reflejo del dudoso talento de mi maestro. -Recogió la bola y volvió a ponerla sobre el tapete. Luego rodeó la mesa y se situó detrás de Allie-. Inténtelo de nuevo. Yo la ayudaré. -Desde atrás, colocó las manos sobre las de la joven en el taco-. Sólo necesita sentir que está bien colocada… así.

Y de repente Allie sí que se sintió bien colocada… con el cálido y fuerte cuerpo presionando sobre su espalda desde los hombros hasta el muslo. Con las grandes manos que cubrían las suyas.

– Está agarrando el taco con demasiada fuerza. Relájese.

Si los pulmones no le hubieran dejado de funcionar, Allie habría lanzado un resoplido de incredulidad. ¿Relajarse? ¿Qué posibilidades tenía de lograrlo mientras su cuerpo la rodeara como una cálida manta, cubriéndola de violentas sensaciones?

– Afloje la mano y mueva el brazo con sultura. Así. -El aliento de lord Robert le alborotó el cabello de la sien, haciendo que miles de cosquilleos le recorrieran la espalda. Con una mano sobre la de ella, Robert movió el brazo lentamente hacia delante y luego hacia atrás, mostrándole el movimiento. Pero en lo único que Allie podía concentrarse era en la sensación de los músculos que se apretaban contra su brazo y su espalda, y de la piel que tocaba la suya. Robert se había subido las mangas y la mirada de Allie recorrió los vigorosos antebrazos, cubiertos de vello oscuro. Una oleada de calor la atravesó, abrumándola con su intensidad.

«¡Apártate… Aléjate de él!», le gritaba su voz interior. Pero había pasado tanto tiempo desde que un hombre la había tocado… Era incapaz de negarse ese placer. Los ojos se le cerraron, y durante un instante se permitió absorber la sensación de tenerlo cerca.

«Sólo un segundo más… está detrás de mí… no me puede ver… no lo sabrá…»

Robert alzó la mirada con la intención de ajustar la posición y darle más instrucciones, pero sus ojos captaron movimiento al otro lado de la sala. Allí, reflejada en el pequeño espejo que colgaba en la pared opuesta, la vio. De pie en el círculo que formaban sus brazos, con los ojos cerrados, el rostro arrebolado y los gruesos labios ligeramente entreabiertos. Se la veía hermosa. Sensual. Y excitada.

En su interior todo se detuvo. El corazón, el pulso, la respiración. Un pequeño temblor recorrió a la mujer, fue una vibración ligera como una pluma contra su pecho, pero que reverberó por todo su cuerpo.

El sedoso pelo de la señora Brown le cosquilleaba en la mandíbula y sólo tenía que volver la cabeza para que sus labios le tocaran la sien, pero no se atrevió a moverse. No podía moverse. Estaba hechizado, absorto en la contemplación de ella, de ambos, juntos. Aspiró lenta y temblorosamente, y la cabeza se le llenó de la delicada fragancia floral de la señora Brown.

El deseo lo invadió con violencia. Apretó la mandíbula y trató de alejar el calor que lo inundaba, pero no había manera de detenerlo. Maldición, no debería sentir eso hacia ella. Casi no la conocía. Vivía al otro lado del océano. Seguía llevando luto… Su corazón pertenecía a otro hombre.

¿Otro hombre? Quizá. Pero mientras contemplaba cómo el dolor teñía las mejillas de la señora Brown y sentía cómo se le aceleraba la respiración, era imposible negar que su cuerpo respondía a él. Lo había visto antes, cuando se había vuelto y la había descubierto mirándolo, pero se había convencido de que eran imaginaciones suyas. Sin embargo, eso… ese calor que claramente ambos sentían, eso era muy real. Terriblemente real. Y si no se apartaba enseguida, ella no tendría ninguna duda de exactamente cuánto calor despertaba en él.

Con un gran esfuerzo, la soltó. Se apartó dos pasos y la contempló en el espejo. La señora Brown abrió lentamente los ojos, luego parpadeó varias veces. Se tambaleó ligeramente, y Robert apretó los puños contra los costados para evitar sostenerla. Allie se humedeció los labios con la punta de la lengua, y él hizo un esfuerzo para tragarse un gemido de deseo.

Sin embargo, en ese instante Allie se rehizo. Sus ojos se abrieron y el rubor le cubrió las mejillas. Tensó la espalda y los nudillos se le pusieron blancos apretando el taco. Su angustia era inconfundible, y Robert se sintió invadido por la culpa.

«No tienes ningún derecho a tocarla. A oler su piel. A desearla.»

– Creo que ya lo ha captado -dijo con la esperanza de tranquilizarla y de aliviar la tensión que pesaba en el ambiente. Pero su voz sonó como si se hubiera tragado un puñado de gravilla. Se aclaró la garganta y se desplazó hasta el extremo de la mesa, ampliando la distancia entre ellos-. Inténtelo de nuevo.

Allie miró hacia la mesa. ¿En qué pensaría? ¿Estaría furiosa con él? ¿Debería disculparse? No había tenido intención de tocarla…

«Mentiroso.» Su conciencia interrumpió esa falsedad incluso antes de que pudiera acabar el pensamiento, y se sintió invadido por la vergüenza. Pocas veces se permitía el inútil ejercicio de mentirse a sí mismo, y no tenía ningún sentido hacerlo en aquel momento. Había deseado tocarla. Desesperadamente. Y el billar le había ofrecido una excusa inocente para hacerlo. Pero, que Dios le ayudase, la pasión que ella le inspiraba era lo más alejado de la inocencia que nunca había experimentado.

Bueno, sencillamente tendría que dejar de tocarla. Sí, eso debería ser bastante simple de conseguir. Se acabó el tocarla. Respiró profundamente, y el perfume de la mujer le alcanzó. Humm. Respirar cerca de ella tampoco era una buena idea. Por desgracia, eso sería más difícil de evitar. Pasó la mirada sobre la joven y se le tensó el mentón.

Estaba inclinada sobre la mesa, con los gruesos labios apretados en un gesto de concentración. El deseo lo recorrió y apartó la mirada. También se acabó el mirarla.

Sí, ése era su plan. No la tocaría, no respiraría y no la miraría. O al menos, sólo respiraría lo imprescindible.

Aliviado por su ingenioso plan, se obligó a centrarse en el juego y en su papel de instructor. Manteniendo la distancia y con la mirada fija en la mesa, le ofreció consejos y sugerencias. Al cabo de una hora, Allie había mejorado muchísimo y Robert sugirió que empezaran una partida.

– Es el mejor modo de desarrollar sus habilidades -aseguró.

Ella estuvo conforme, y comenzaron a jugar.

– Me parece que hay alguien que pasa demasiado tiempo dedicándose a este juego -dijo media hora más tarde, después de que Robert realizara un golpe excepcionalmente complicado.

Por primera vez desde que pusiera en marcha su ingenioso plan, Robert la miró directamente. Y resultó ser un error. Los carnosos labios de la mujer estaban fruncidos de tal manera que inmediatamente le provocaron la idea de besarlos, y un brillo de ironía salpicaba sus ojos castaños. El corazón de Robert le golpeó dentro del pecho y luego se puso a galopar. Y después de mirarla una vez era ya incapaz de apartar la vista.

Se incorporó lentamente desde la posición inclinada que tenía sobre la mesa, arqueó las cejas y adoptó una expresión exageradamente altiva.

– ¿Demasiado tiempo? -Fingió un ligero bufido-. Suena como el comentario que haría un jugador que está muy por detrás en el marcador.

– Humm. ¿Exactamente cuánto por detrás estoy?

– Tiene un total de doce puntos. Muy notable para una principiante.

– ¿Y su puntuación?

– Trescientos cuarenta y dos.

Allie asintió solemnemente con la cabeza.

– No tengo la más remota posibilidad de ganar, ¿cierto?

– Esta partida, me temo que no. Pero su juego es muy prometedor.

– Soy atroz.

– Sólo inexperta.

– Torpe.

– Sin práctica -corrigió él.

Una expresión que Robert no pudo descifrar nubló los ojos de Allie, quien lo contempló durante varios segundos antes de hablar.

– Es usted extraordinariamente paciente.

«Y tú extraordinariamente adorable.»

Robert alejó ese inoportuno pensamiento de su mente y le ofreció una sonrisa de medio lado.

– Lo ha dicho como si le pareciera sorprendente.

Un ligero rubor cubrió las mejillas de la joven, y apartó la mirada.

– Perdone. Sólo es que…

Robert esperó a que continuara, pero ella simplemente movió la cabeza, luego dejó el taco sobre la mesa y le hizo una reverencia.

– En vista de la noticia de que voy trescientos veinte puntos por detrás de usted…

– Trescientos treinta, en realidad.

– … y de que mis posibilidades de ganar son escasas…

– Inexistentes.

– … sugiero que lo consideremos un empate.

– Muy generoso por su parte, sin duda.

Allie le lanzó una mirada de superioridad.

– Aunque mi actuación de hoy parezca indicar lo contrario, no soy completamente inepta. Observe.

Recogió las tres bolas de la mesa y las lanzó al aire. Comenzó a hacer malabares con el trío de esferas, haciéndolas circular hábilmente.

– Asombroso -dijo él-. ¿Quién te enseñó a hacer eso?

– Mi padre. Y es una habilidad que resultó ser muy útil para entretener y distraer a mis revoltosos hermanos. Recuerdo una tarde, cuando Joshua tenía cuatro años -explicó, lanzando las bolas aún más rápido-. Se había caído esa mañana y tenía rozaduras en los codos y las rodillas. Pobrecito, estaba tan triste y dolorido. Para distraerle, lo llevé afuera. Fuimos hasta el gallinero, y allí decidí entretenerlo haciendo malabares… con lo que tenía más a mano, que eran los huevos.

Una extraña sensación invadió el pecho de Robert ante la incongruente y encantadora visión que Allie ofrecía: una mujer adulta, vestida de luto, con el rostro inconfundiblemente arrebolado de placer, haciendo malabares con bolas de billar.

– ¿Se divirtió su hermano?

– Oh, claro. Especialmente cuando fallé.

– ¿Algún huevo cayó al suelo?

– No, cayó sobre mi rostro. El segundo me dio en el hombro y el tercero aterrizó sobre mi cabeza.

Robert rió.

– Menudo espectáculo debió de ser.

– Cierto. Naturalmente, Joshua casi se parte en dos de la risa. Y su hilaridad aumentó cuando los huevos empezaron a secarse. ¿Tiene idea de lo incómodo que es tener huevo seco sobre el rostro?

– Me temo que no. Aunque he sufrido a menudo que me arrojen huevos, ha sido siempre estrictamente en sentido figurado, y no en el literal.

– Bueno, pues es de lo más incómodo -le informó-. Le aconsejo fervientemente que lo evite.

– Y ese fallo que le acarreó el tener un huevo sobre el rostro… ¿fue deliberado?

Le pareció que la joven se encogía de hombros.

– Fue un escaso precio a pagar por verle sonreír. Y ahora, el final del espectáculo… -Lanzó las bolas muy altas, dio una rápida vuelta sobre sí misma y las recogió hábilmente.

– Bravo -exclamó Robert, aplaudiendo-. Muy bien.

– Muchas gracias, amable caballero. Eso fue exactamente lo que dijo Joshua… cuando pudo parar de reír. -Una mirada lejana le cubrió los ojos-. Recuerdo aquella tarde con mucha claridad. Fue encantador. Un día muy feliz…

Su voz se fue apagando, y Allie se perdió en el recuerdo. Robert la observaba, imaginándola de jovencita, indomable, divertida, traviesa y de risa fácil, dejando que los huevos le cayeran encima para divertir a un niño herido. Ésa era la mujer del dibujo que Elizabeth había hecho. ¿Dónde estaría esa mujer? ¿Habría desaparecido de forma irremediable?

Su pregunta encontró respuesta en el mismo instante en que ella lo miró.

Y sonrió.

Una sonrisa hermosa y sincera le iluminó el semblante como una flor al abrirse. Era como el sol apareciendo detrás de una nube oscura.

Le abarcó todo el rostro, formando un par de minúsculos hoyuelos en los extremos de la boca, iluminándole los ojos y cubriéndole los rasgos de puro placer y una pizca de picardía. Era, sin lugar a dudas, la sonrisa más encantadora que Robert había visto nunca.

El golpe fue como un puñetazo en el corazón. Pero antes de que pudiera recuperarse, ella le asestó otro golpe devastador. Rió. Una risa potente, alegre y traviesa, que sin duda se le hubiera contagiado si no fuera porque ya había perdido el sentido.

– Oh, debería haber visto el rostro de mamá cuando me vio -prosiguió ella, moviendo la cabeza-. No tuvo precio. Robert consiguió recuperar la voz.

– ¿Se sorprendió?

– ¿Sorprenderse? -Un sonido encantador que sólo podía describirse como una risita alegre salió de la garganta de Allie-. ¡No, cielos! Con cuatro hijos escandalosos, nada sorprendía a mamá. Ni siquiera pestañeó. Pero cuando entré en casa, la señora Yardly, la mujer más desagradable y gritona del pueblo, estaba de visita. -Imitó una mueca de desprecio, alzó la nariz y puso una voz chillona-. «¿En qué lío impropio de una señorita se ha metido ahora la marimacho de tu hija?»

Relajó la expresión y continuó con voz normal.

– Quería esconderme debajo de la alfombra, pero mamá, Dios la bendiga, miró a la señora Yardly como si acabara de crecerle una segunda cabeza. «¿Cómo, Harriet?», dijo mamá. «Me sorprende que tú no sepas que el huevo seco en el cabello y el rostro es el secreto para tener unos rizos más brillantes y un cutis más terso. Será mejor que empieces a usarlo, a partir de ahora, todos los días. A no ser, claro, que quieras tener más arrugas en el rostro.»

Se cubrió los labios con la punta de los dedos, pero no pudo contener la risa.

– Me temo que mamá puede llegar a ser muy mala.

Los labios de Robert se curvaron en una sonrisa, y aunque sabía que parecía estar totalmente relajado, un torbellino de sensaciones rugía en su interior, todas cálidas y anhelantes. Turbadoras. Y de sorprendente intensidad.

– La verdad es que parece encantadora -comentó-. Y muy parecida a la mía, que no sé cómo, simplemente alzando las cejas, puede decir más que la mayoría de gente después de un discurso de una hora. Un talento fabuloso, pero aterrador. -Miró hacia lo alto y adoptó una expresión angelical-. Claro que yo, siendo el niño perfecto, pocas veces he sido víctima de la Duquesa Alzacejas. Por desgracia, me temo que a mis hermanos no les fue igual de bien.

Allie le lanzó una mirada de duda, aún con ojos sonrientes.

– Me parece que me está contando lo que lady Gaddlestone llamaría un cuento de Banbury.

– ¿Yo? Nunca. ¿Qué le hace pensar una cosa así?

– Varias anécdotas que Elizabeth me contó en sus cartas.

Robert le restó importancia con un ademán.

– No se crea ni una palabra de lo que le diga Elizabeth, porque es evidente que sólo se entera de esos cuentos por medio de Austin, quien, naturalmente, los explica totalmente deformados para así aparecer del modo más favorable.

– Ya veo. ¿Por lo tanto usted no intentó asustar a la niñera de Caroline colocando un cubo de agua y un barril de harina sobre la puerta de su dormitorio?

– Bueno, sí, pero…

– ¿Y no retó a sus hermanos a quitarse la ropa y bañarse en el lago?

– Retar es una palabra demasiado fuerte…

– Un cuento de Banbury-concluyó ella-. Sospecho que su pobre madre tiene una arruga permanente grabada en la frente por todos los alzamientos de cejas que usted le ha hecho hacer.

– Igual a la que usted produjo en la de su madre, estoy seguro.

Se quedaron sonriéndose durante unos segundos, y Robert casi pudo notar que algo pasaba entre ellos. Una sensación de igualdad y entendimiento, pero también algo más… un conocimiento íntimo que le calentó por dentro.

– Reconozco que el dicho de lady Gaddlestone es adecuado -dijo Robert-. Al igual que otras palabras que recuerdo haberle oído decir.

– ¿Sí? ¿Cuáles?

– Dijo que usted necesitaba reírse. Y que era excesivamente seria.

Caminó lentamente hacia ella, como una polilla atraída por una llama, y se detuvo cuando sólo los separaban dos pasos. Todo rastro de diversión se borró de los ojos de la joven, y en su lugar apareció la expresión retraída y cautelosa que tenía normalmente. El impulso de alargar la mano y acariciarle la sedosa mejilla casi superó a Robert, al igual que el deseo de oírla reír de nuevo.

La mujer feliz y sonriente que había sido seguía estando en su interior. Y su breve aparición lo había cautivado por completo. ¡Y por Dios que deseaba volver a verla!

Pero por su expresión resultaba evidente que esa mujer se había retirado de nuevo tras los muros que la señora Brown había construido a su alrededor. El corazón de Robert protestó, cargado de compasión por ella.

– Sé demasiado bien lo que es que te roben la risa y tener un peso en el corazón -dijo en voz baja, incapaz de detener las palabras.

Algo que parecía furia destelló en los ojos de Allie, pero desapareció antes de que pudiera estar seguro.

– No lo entiende…

– Lo entiendo. -Le tomó la mano y se la apretó suavemente. La muerte de Nate le perseguiría durante el resto de su vida. La única diferencia entre su pena y la de la señora Brown era que ésta mostraba su tristeza y su soledad, en su vestido de luto, mientras que él había aprendido a esconder su tristeza ante el mundo.

Demonios, era joven y hermosa. Y había sufrido el mismo tipo de pérdida personal profunda que él. Merecía divertirse. Y iba a hacer todo lo posible por que así fuera.

La guió hacia la puerta.

– Vamos. Hace un día demasiado hermoso para permanecer en casa. Vayamos al parque. Hay algo que me gustaría enseñarle… Algo que le agradará.

La señora Brown dudó y él tiró suavemente de su mano.

– Por favor. Es una de las cosas que más les gusta hacer a mis sobrinos cuando están en la ciudad. Y también una de las favoritas de Elizabeth. No me lo perdonará nunca si no se lo enseño.

– ¿Qué es?

– Eso estropearía la sorpresa. -Le sonrió-. Confíe en mí.

La expresión que cruzó el rostro de la señora Brown hizo que Robert se preguntara si tal vez le había sugerido por error que hicieran añicos los muebles con un hacha. El rostro de Allic se aclaró, pero contempló durante tanto rato a Robert que éste no pudo evitar bromear.

– Le prometo que no intentaré sonsacarle secretos de seguridad nacional, señora Brown. Sólo he sugerido un paseo por el Parque, no alta traición.

Allie le sonrió.

– Claro. Lo siento. Sólo es que, por un momento, me ha recordado mucho a… mi marido.

Ya le había dicho lo mismo en otra ocasión. Robert se compadeció de ella, pero también se sintió orgulloso por el cumplido. Ser comparado con el hombre al que ella adoraba era un honor, y le hacía sentir ternura y algo más que no podía nombrar.

– Gracias. Y ahora, salgamos de aquí.

Geoffrey Hadmore estaba sentado en un sillón orejero de felpa del White's con su tercer coñac en la mano. Su reflejo en el espejo del otro lado de la sala de suntuosos paneles de madera mostraba una calma exterior que estaba muy lejos de sentir. Un dolor le martilleaba tras los ojos y la furia hervía bajo su piel, retorciéndole las entrañas.

«¿Dónde diablos estás, Redfern?»

Hizo rodar la copa de cristal entre las palmas de las manos y el ambarino licor ondeó ligeramente. En su mente se fue formando un plan y lentamente movió la cabeza asintiendo. Sí, si no recibía noticias de ese canalla antes de que acabara el día, tendría que ocuparse en persona de asunto.


Lester Redfern observó a la señora Brown y a un caballero acomodarse en el interior de un elegante carruaje negro lacado, tirado por un brioso par de caballos grises. Entraron en el parque y luego desaparecieron de su vista. ¡Ya era hora que saliera de la casa!

Se palpó la chaqueta. La pistola y el cuchillo estaban en su sitio Apretó los labios con decisión. Se caló el sombrero y se dirigió hacia la mansión.

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