CAPITULO PRIMERO

Corría una de esas tardes de sábado de abril tan perfectas, tan deliciosamente tibias, en las que una brisa de seda acaricia las mejillas y uno querría vivir para siempre al aire libre.

El día! había sido largo y soleado.

Mientras al filo de las cinco cruzaba el puente Golden Gate en dirección del condado de Marín, Page contempló las aguas de la otra orilla y quedó maravillada.

Miró de soslayo a su hijo, que iba sentado a su lado y cuyas facciones parecían una réplica de ella misma.

Su rubio cabello se levantaba muy tieso allí donde lo había aplastado la gorra de béisbol, y tenía la cara cubierta de mugre.

Andrew Patterson Clarke había cumplido siete años el martes anterior.

Mientras iban en el coche, relajándose tras el partido, se percibía con toda intensidad los lazos que les unían.

Page Clarke era una buena madre, una esposa leal y la clase de amiga que todo el mundo ansía tener.

Se preocupaba por los demás, prodigaba cariño, se entregaba con ahínco en cualquier menester, ayudaba a las personas que significaban algo para ella y poseía una vena artística que causaba asombro entre sus amistades, además de ser una mujer muy bella y una compañía muy divertida.

– Hoy has jugado de maravilla -elogió a su hijo con una sonrisa, soltando brevemente una mano del volante para enmarañarle el cabello revuelto.

Andrew tenía una mata de pelo de color pajizo idéntico al de ella, sus mismos ojos azules y grandes, la tez también de tonos cremosos, salvo que la del niño estaba trufada de pecas-.

Me ha dejado impresionada aquella pelota que has atrapado en el outfield.

Temía que os marcaran una carrera a la base.

Siempre le acompañaba a los partidos, a las representaciones teatrales de la escuela y a las excursiones campestres con la clase o con los amigos.

Lo hacía porque le encantaba y por lo mucho que le quería.

Andy lo sabía.

– Yo también he creído que nos sacarían un punto -dijo, e hizo una mueca enseñando las encías allí donde hasta pocos días antes se asentaban los dos incisivos-.

Estaba seguro de que Benjie terminaría todo el circuito.

– Emitió un cloqueo en el momento en que dejaban el puente para entrar en el condado de Marín-.

iPero no lo ha conseguido! Page rió.

Habían pasado un rato muy agradable.

A ella le habría gustado que Brad les acompañase, pero todos los sábados jugaba al golf con sus socios.

Constituía una buena oportunidad para relajarse y ponerse al día sobre sus respectivas actividades.

Era poco usual que pasara con ella una tarde de sábado.

Y, cuando lo hacía, siempre había algún asunto que atender, como los partidos de Andy o las competiciones de natación de Allyson, que solían celebrarse en los sitios más apartados.

O asistían a estos encuentros deportivos, o bien el perro se hacía daño en una pata, aparecían goteras en el techo, se reventaba una tubería o había que solventar alguna urgencia doméstica.

Desde hacía varios años ya no existían los sábados ociosos.

Page se había acostumbrado, y siempre que podían Brad y ella le robaban unas horas al tiempo, por la noche cuando los niños dormían -en el ínterin entre los viajes de negocios -, o incluso en los excepcionales fines de semana en que se escapaban los dos juntos.

Encontrar momentos de intimidad en sus atareadas vidas era toda una hazaña, pero de un modo u otro se las ingeniaban.

Tras dieciséis años de matrimonio y dos hijos en común, ella continuaba muy enamorada.

Tenía cuanto había deseado: un marido al que adoraba y que también la quería, una vida segura, dos hijos estupendos.

Su casa de Ross no era lujosa pero se hallaba situada en un bello entorno y era bonita y confortable.

Además, con su laboriosidad y maña para arreglarlo todo, Page la había convertido en un lugar realmente acogedor.

Aunque sus años en Nueva York como estudiante de arte y aprendiz de interiorismo no le habían servido de mucho, en los últimos tiempos había utilizado su talento para pintar unos preciosos murales, tanto privados como por encargo.

Había realizado uno espectacular en la escuela de Ross, e hizo de su casa un rincón de auténtica belleza.

Sus óleos, los frescos y un particular toque artístico habían transformado un rústico edificio en un hogar que todos admiraban…

y envidiaban.

Era exclusivamente obra de.

Page, y quienquiera que lo viese lo advertía.

El año anterior, como regalo de Navidad para Andy, había pintado un reñidísimo partido de béisbol en una pared de su habitación y a él le entusiasmó.

Para Allyson había recreado un ambiente parisino en la época en que la niña se apasionó por todo lo francés, más tarde reprodujo un cuerpo de bailarinas, inspirado en Degas, y más recientemente, con su mano mágica, había convertido el dormitorio en una piscina.

Incluso había pintado muebles en consonancia con la técnica del trompe-l'oeil.

Su recompensa fue que Allyson y sus amigas calificaron la habitación de nnsuperior", y a Page misma de ncojo…, bueno, aceptable", unas alabanzas de primer orden para provenir de un grupo de quinceañeras.

Allyson cursaba segundo año de instituto.

Siempre que les miraba, Page lamentaba no haber tenido más hijos.

Los había querido desde el principio, pero Brad fue inflexible en su decisión de quedarse con nnuno o dos", preferentemente uno.

Se sintió muy satisfecho al nacer la niña, y dijo que no veía la necesidad de aumentar la familia.

Page tardó siete años en convencerle de tener al segundo.

Fue tras abandonar la ciudad para mudarse a la casa de Ross cuando concibieron a Andy, nnnuestro pequeño milagro", como ella le llamaba.

Fue un bebé nacido en el séptimo mes de ernbarazo, porque Page se cayó de la escalera mientras pintaba en su futuro cuarto un mural de Winnie the Pooh.

La ingresaron en el hospital con una pierna fracturada y el parto se precipitó.

El niño pasó dos meses en incubadora, pero al final resultó una criatura perfecta.

A veces, Page sonreía al recordar la historia, cuán desmirriado era, cuánto habían temido perderlo.

No podía imaginarse a sí misma sobreviviéndole, aunque en el fondo sabía que habría tenido que sobreponerse por Allyson y por Brad.

Sin embargo, su vida no habría sido la misma sin Andy.

– ¿Te apetece un helado? -preguntó en el desvío de Sir Francis Drake.

– ¡Ya lo creo! Andy esbozó una amplia sonrisa y Page soltó una carcajada.

Era imposible no reírse de aquella boca risueña y desdentada.

– ¿Cuándo vas a echar los dientes, Andrew Clarke? Tendremos que comprarte una dentadura postiza.

¡No! -exclamó él sonriente, y emitió un nuevo cloqueo.

Era muy grato estar a solas con él.

Normalmente, después del béisbol Page llevaba en su coche un cargamento de niños, pero hoy había tomado el relevo otra madre, aunque ella asistió igualmente al partido porque lo había prometido.

Allyson pasaba la tarde con sus amigos, Brad estaba jugando al golf, y ahora mismo Page no tenía ningún trabajo pendiente.

Había empezado a proyectar un nuevo mural para la escuela y se había comprometido a estudiar el salón de una amiga; pero ninguna de las dos cosas era apremiante.

Andy tomó una bola doble de Rocky Road en un cucurucho con azúcares, espolvoreada de virutas de chocolate, y ella una bola sencilla de yogur helado al aroma de café, una de esas engañosas especialidades dietéticas que te inducen a creer que no cometes un gran pecado.

Permanecieron un rato sentados en la terraza.

El helado de Andy, al derretirse, embadurnó su cara y manchó su uniforme.

Page no se enfadó, pues de todos modos había que lavarlo.

Contemplaron a los viandantes mientras gozaban de la calidez de los últimos rayos del crepúsculo.

Habían tenido un día espléndido, y Page sugirió que el domingo podían comer en el campo.

– Sería fantástico.

Andy puso cara de satisfacción cuando la punta de su nariz se hundió definitivamente en el Rocky Road, con un goteo que se extendió hasta la barbilla.

Page, al contemplarle, se sintió embargada de amor materno.

– Eres un tesoro, clo sabías? Ya sé que no debería decir estas tonterías, pero creo que eres un fuera de serie, Andrew Clarke…

y además un buen jugador de béisbol.

¿Cómo he podido tener tanta suerte? El niño volvió a sonreír, con una sonrisa aún más ancha, y el helado se desparramó por todas partes, incluida la nariz de Page al estamparle un beso.

– Eres un chico encantador.

– Tú tampoco estás mal.

– Andrew desapareció de nuevo en su cucurucho, y al cabo de un momento alzó la vista hacia su madre -.

Mamá? ¿Sí? Page había consumido casi todo el yogur, pero el Rocky Road parecía dispuesto a rezumar y ensuciarlo todo hasta el día del juicio.

En manos de un niño pequeño, los helados siempre se crecen.

– ¿Tendré alguna vez otro hermanito? Page se sorprendió.

No era ésta la clase de pregunta que solían hacer los chicos.

Allyson sí se lo había planteado en varias ocasiones.

Pero, con treinta y nueve años, ella no lo veía probable.

No porque se sintiera demasiado mayor, en vista de las edades a que actualmente se conciben los hijos, sino por que sabía que nunca convencería a Brad de tener el tercero.

él siempre insistía en que la época de procrear ya había pasado.

– No lo creo, cariño.

¿Por qué? ¿Estaba preocupado o era tan sólo curiosidad? Page no pudo por menos que preguntárselo.

– La madre de Tommy Silberberg tuvo gemelos la semana pasada.

Los vi el otro día cuando fui a su casa.

Son muy bonitos, y también idénticos -explicó el niño, aún impresionado-.

Pesan tres kilos y medio cada uno, mucho más que yo a su edad.

– Desde luego que sí.

– Andy, con su precoz venida al mundo, apenas había pesado la mitad-.

Esos pequeños deben de ser monísimos, pero dudo de que nosotros tengamos gemelos, ni siquiera un niño más.

Al decir estas palabras, Page se sintió invadida de una peculiar tristeza.

Siempre había convenido con Brad, por lealtad hacia él, en que dos hijos eran el número ideal, pero había momentos en los que renacía su anhelo de tener otro bebé.

– Podrías hablar de ello con papá -bromeó.

– ¿De los gemelos? -inquirió Andy, intrigado.

– De la posibilidad de tener un hermanito.

– Sería divertido, fabuloso…

Aunque creo que también causan problemas.

En casa de Tommy todo estaba patas arriba.

Había un terrible desorden de camas, capazos y balancines.

iQué horror! Su abuela, que ha ido a ayudarles, guisó la cena y se le quemó.

El padre gritó como un energúmeno.

– Pues no parece muy divertido.

– Page sonrió, imaginando el caos que debió de generar la llegada de gemelos en un hogar donde la organización no era ya su mayor virtud, y había además dos hijos mayores-.

De todas maneras, es normal que al principio sea un poco difícil, hasta que te acostumbras.

– ¿Tuvisteis tanto lío cuando yo nací? Andy terminó por fin su helado.

Se enjugó la boca con la bocamanga y las manos en los pantalones del uniforme de béisbol, ante la mirada sonriente de Page.

– No, pero ahora mismo tú tampoco eres un modelo de orden.

Es hora de volver a casa y quitarte toda esa suciedad.

Montaron de nuevo en la camioneta y se dirigieron al dulce hogar, charlando de temas diversos, pero las preguntas de Andy acerca del hermanito continuaban vivas en la mente de Page.

Por unos instantes sintió la familiar punzada de la melancolía.

Quizás eran sólo los efectos de aquel día tan benigno y lleno de sol, o de estar en plena primavera, pero de pronto deseó tener otro hijo, intensificar sus salidas románticas con Brad y pasar más tiempo a su lado, recuperar aquellas tardes de asueto en las que, tumbados ambos en el lecho, no había compromisos que cumplir ni nada que hacer excepto amarse.

Aunque su vida actual le satisfacía, había momentos en los que le habría gustado atrasar las manecillas del reloj.

Su existencia estaba regida por transportes escolares, ayudas en los deberes y asociaciones de padres.

Brad y ella sólo coincidían de pasada, o al final de una jornada agotadora.

No obstante, el amor y el deseo subsistían, pero sin tiempo para gozarlos.

Era justamente tiempo lo que siempre les había faltado.

Unos minutos más tarde aparcaron en el sendero del jardín.

Page distinguió el coche de Brad mientras esperaba que Andy recogiese su equipo.

Miró a su hijo con orgullo.

– Lo he pasado estupendamente -dijo, bañada por la calidez del sol poniente y con el corazón rebosante de todo lo que su hijo le inspiraba.

Había vivido uno de esos días especiales en los que uno descubre cuán afortunado es y da las gracias por cada segundo, cada privilegiado segundo.

– Yo también.

Gracias por venir, mamá.

Andy sabía que hoy su madre podría haberse ahorrado el viaje, pero le hizo mucha ilusión que aun así fuese a verlo jugar: Era una madre dedicada, y el niño lo sabía.

Claro que él también era un buen chico y se lo merecía.

– No hay de qué, señor Clarke.

Corre, ve a contarle a tu padre esa famosa jugada del outfield.

iHoy has hecho historia! Andy soltó una risotada y entró raudamente en la casa, mientras Page apartaba del camino la bicicleta que Allyson había dejado allí tirada.

Su monopatín estaba apoyado contra la pared del garaje y la raqueta de tenis×yacía en una silla junto a la puerta lateral de la casa, con un juego de pelotas que había nntomado prestado" de su padre.

Era evidente que había tenido un día muy movido.

Cuando Page entró en la casa, Allyson estaba hablando por el teléfono de la cocina, vestida aún de tenista, con su larga melena rubia recogida en una trenza y de espaldas a ella.

La chica colgó y se volvió hacia su madre.

Era muy guapa, y algunas veces Page todavía se estremecía al mirarla.

Su físico llamaba realmente la atención, y era bastante madura.

Poseía el cuerpo de una mujer y la vitalidad de una quinceañera en perpetuo movimiento, en acción, inmersa en mil proyectos.

Siempre tenía algo que decir, que explicar, que preguntar o que hacer, siempre había un lugar donde debía acudir sin pérdida de tiempo, o al que llegaba dos horas tarde…

iSu presencia era irnprescindible! Tal era en aquel instante la expresión de su rostro, y Page se apresuró a cambiar de frecuencia tras el remanso de paz que suponía para ella estar con Andy.

Allyson era más intensa, más parecida a Brad con su constante inquietud, su ritmo infatigable, maquinando de antemano el siguiente paso, adónde quería ir o qué era lo más importante.

También era más intensa que Page, más expeditiva, no tan dulce, y mucho menos gentil de lo que sería Andy algún día.

Pero era una chica inteligente, con una mente lúcida y un sinfín de buenas ideas y mejores intenciones.

De vez en cuando su sentido común se torcía y se enzarzaba con Page en violentos altercados por algún que otro error juvenil, pero finalmente solía entrar en razón.

Con sólo quince años, no había que sorprenderse de sus genialidades.

Estaba probando sus alas, midiendo sus capacidades tratando de establecer quién sería en el futuro, no un reflejo de Page o Brad sino una persona totalmente distinta.

Pese a sus semejanzas con ambos, quería ser una mujer independiente.

A diferencia de su hermano, que sólo deseaba parecerse a papá y en realidad era igual que Page, Allyson sería ella misma.

A sus ojos, Andy no era más que un bebé.

Ella tenía ocho años cuando él nació, y lo consideró la criatura más maravillosa del universo.

Nunca había visto un ser tan diminuto.

Al igual que sus padres, había temido por su vida, y se sintió muy feliz cuando por fin pudieron trasladarle a casa.

Le llevaba en brazos por toda la casa, de una habitación a otra, y siempre que Page echaba en falta al bebé sabía que le encontraría en la cama de su hermana, acurrucado junto a ella como un muñeco de carne y hueso.

Durante años, Allyson volcó en él un amor ilimitado.

Incluso ahora mimaba en secreto a su hermanito, comprándole golosinas o cromos de béisbol, y de tarde en tarde incluso se dejaba caer por sus partidos.

Pero casi nunca estaba dispuesta a admitir que le quería.

– ¿Cómo te ha ido, renacuajo? -Allyson siempre tomaba el pelo a Andy por lo pequeño que había nacido, aunque ahora era un niño alto para su edad y más corpulento que muchos de sus compañeros de clase.

– Bien -dijo él modestamente.

– ¿Cómo que bien? Ha sido la estrella del campo -le enmendó Page.

Andy se sonrojó y fue en busca de su padre-.

¿Qué has hecho todo el día? -preguntó a su hija, abriendo la puerta de la nevera.

Aquella noche no tenían pensado salir, y la temperatura era tan suave que se le ocurrió organizar un picnic, o bien pedir a Brad que hiciera una barbacoa en el jardín-.

¿Con quién has jugado al tenis? -Con Chloe y otros amigos.

Hoy había en el club unos chicos de Branson and M.A.

Hemos hecho un partido de dobles, y cuando se han ido Chloe y yo hemos jugado un rato más.

Después nos hemos dado un chapuzón.

Lo contó sin inmutarse.

Allyson siempre había vivido la vida dorada de California.

Para ella no era ningún milagro, sino una costumbre, algo consustancial al lugar donde se había criado.

Para Brad, hijo del Medio Oeste, o Page, que era de Nueva York, el clima y sus oportunidades todavía tenían un componente mágico, pero los niños no podían verlo así.

En su caso era un estilo de vida, y a veces Page les envidiaba sus fáciles comienzos, aunque también se alegraba por ellos, puesto que era exactamente lo que había deseado ofrecer a sus hijos: una existencia sin complicaciones, segura, saludable, cómoda, sólida, protegida de todo aquello que pudiera entristecerles o perjudicarles.

Hizo cuanto estuvo en su mano para proporcionarles lo mejor, y disfrutaba viéndoles medrar y florecer.

– Parece que lo has pasado en grande.

¿Tienes algún plan para esta noche? -Si no lo tenía, o si venía Chloe para pasar juntas la velada, quizá Page podría ir al cine con Brad.

Pero quedarse en casa no era ninguna tragedia.

Su marido y ella no habían hecho planes concretos.

Sería una delicia instalarse en el jardín bajo aquel aire tan tonificante, conversar, tomarse un respiro y acostarse temprano-.

¿Se puede saber qué te traes entre manos? Allyson encaró a su madre con nerviosismo, con esa mirada que suele significar: “Destrozarás mi vida entera si no me dejas hacer lo que he estado proyectando todo el día".

– El padre de Chloe nos ha propuesto llevarnos a cenar y a ver una película.

– De acuerdo.

No tenía ningún interés particular, lo preguntaba sólo por curiosidad.

La expresión de Allyson se relajó de inmediato, y Page esbozó una sonrisa.

Algunas veces los hijos eran más previsibles de lo que ellos creían, aunque la tarea de crecer no estaba exenta de dolor.

Incluso en un hogar corriente, feliz, cada momento y cada plan encerraban su nota de angustia.

No era nada fácil.

– ¿Qué película? -Page metió la carne en el microondas para descongelarla.

Prepararía algo sencillo.

– No lo hemos hablado.

Hay tres que tengo ganas de ver, y aún está pendiente Woodstock, que se exhibe en el Festival.

Su padre nos ha invitado a cenar en Luigi's.

¡ Qué amable!.Vais a divertiros mucho.

Page dispuso en un bol unas patatas fritas y, mientras lavaba la lechuga, miró a su hija por encima del hombro.

Sentada muy tiesa en una banqueta frente al mostrador de la cocina, era una auténtica preciosidad.

Parecía una modelo.

Tenía unos inmensos ojos castaños, como Brad, el cabello dorado de su madre y una tez que se volvía de color miel en cuanto la tocaba el sol.

Sus piernas eran largas, bien torneadas, y tenía cintura de avispa.

No era raro que últimamente la gente, sobre todo los hombres, se detuvieran a su paso.

Page le había comentado a Brad que en ciertos momentos le gustaría colgarle un cartel advirtiendo que sólo tenía quince años.

Hasta los adultos de treinta se giraban en plena calle para mirarla.

Y es que aparentaba fácilmente dieciocho o veinte años.

– El señor Thorensen es un verdadero encanto sacando de paseo a dos niñatas el sábado por la noche.

– No tiene nada mejor que hacer -dijo Allyson con un acento pueril que provocó la risa de Page.

Desde luego, estos adolescentes tienen el don de devolvernos a la realidad y recordarnos nuestras carencias y limitaciones", pensó.

– ¿Cómo lo sabes? La mujer de Thorensen le había abandonado el año anterior y, en cuanto obtuvo el divorcio, aceptó una oferta de trabajo de cierto agente teatral inglés.

Quiso hacerse cargo de sus tres hijos y matricularlos en internados británicos.

Ella era norteamericana, pero decía que en Inglaterra el sistema educativo era mejor que en su patria.

Sin embargo, Trygve Thorensen no tenía la menor intención de separarse de los niños y decidió quedarse con ellos.

Lamentablemente, tras veinte años de vida semirrural la esposa estaba harta de ser chófer, criada e institutriz de sus hijos, y no vaciló en abandonarlo todo.

Sí, todo: a Trygve, a los chicos y su vida en Ross.

No podía soportarlo más.

En lo que atañía a Dana Thorensen, había llegado la hora del desquite.

Había tratado repetidamente de discutirlo con su marido, pero él nunca la escuchó.

Vivía tan obsesionado con que las cosas funcionasen, que fue ciego a la cólera y la infelicidad de su esposa.

Cuando se fue causó una conmoción en la vecindad, y Page le criticó que hubiera renunciado a los niños, pero al parecer hacía ya mucho tiempo que aguantaba a duras penas.

Luego, los habitantes de Ross quedaron admirados de lo bien que se apañaba Trygve con su prole, de lo mucho que se avenían.

Era escritor especializado en política, y trabajaba en casa.

En sus circunstancias era el arreglo idóneo y, en contraposición a su mujer, nunca se cansaba de sus responsabilidades y obligaciones paternales.

Atendía a los chicos con el buen humor y la afabilidad que le habían hecho popular en el barrio.

Algunas veces admitía que no era un camino de rosas, pero en general salían adelante, e incluso se veía a sus hijos más contentos que en años precedentes.

Thorensen encontraba ratos sueltos para escribir mientras estaban en la escuela y por la noche, después de que se acostaban.

En las horas de convivencia familiar no daba un paso sin ellos.

Era una figura cotidiana para todos los amigos de los chicos, entre los que tenía buena reputación.

A Page no le extrañó que se hubiera ofrecido a llevar la pandilla al cine y al restaurante Luigi's.

De hecho, sus dos hijos mayores no eran ya tan niños, pues estaban en edad universitaria, y Chloe tenía los mismos años que Allyson.

Había cumplido los quince en Navidad y era tan guapa como Allie, aunque muy diferente.

Ella era menuda y había heredado el pelo moreno de su madre en combinación con la piel clara del padre y sus ojos nórdicos, grandes y azules.

Los padres de Trygve eran ambos noruegos, y él mismo vivió en aquel país hasta los doce años.

No obstante, en la actualidad era tan americano como el pastel de manzana.

Sus amigos bromistas le apodaban Vikingo.

Thorensen era un hombre atractivo y su separación causó un verdadero revuelo entre las divorciadas de Ross, con el subsiguiente desengaño.

Absorbido por su trabajo y sus hijos, a Trygve no le sobraba un minuto para las mujeres.

Page sospechaba, sin embargo, que lo que le faltaba no era tanto tiempo como interés.

No era ningún secreto que había amado profundamente a su esposa, y también era del dominio público que, en su desesperación, ella le había engañado durante los dos últimos años antes de abandonarle.

En su juventud había sido una niña errante y jamás pudo asimilar la vida conyugal y la monogamia.

Trygve hizo cuanto le fue posible, aconsejándola y pasando por dos separaciones temporales.

Pero él quería mucho más de lo que Dana era capaz de darle.

Quería una vida real, media docena de hijos, una rutina sencilla, hacer acampadas en vacaciones.

Ella prefería Nueva York, París, Hollywood o Londres.

Dana Thorensen era todo lo que Trygve nunca fue.

Se habían conocido en Hollywood siendo poco más que dos niños.

él probó fortuna brevemente en la redacción de guiones cinematográficos, con su mente fresca de colegial, mientras ella trabajaba como actriz principiante.

Le apasionaba su trabajo, y se disgustó mucho cuando Thorensen le pidió que se mudaran a San Francisco.

Pero le amaba lo suficiente como para intentarlo.

Durante un tiempo trató de resarcirse de su pérdida interpretando algunas obras de repertorio en el ACT de San Francisco.

Mas no encajaba en ningún papel, y además añoraba a sus amigos, las emociones de Los Angeles o Hollywood y hasta sus aventuras como extra de cine.

Quedó embarazada de forma imprevista, y Trygve la sorprendió con una propuesta de matrimonio.

Después, el declive fue rápido.

Pronto tuvo que encarnar a un personaje que nunca le había gustado.

Y cuando Bjorn, su segundo hijo, nació aquejado del síndrome de Down, no logró superarlo y mentalmente le echó las culpas a Trygve.

Ella no había deseado aquel hijo, y ni siquiera estaba segura de aceptar el matrimonio.

Entonces llegó Chloe y, desde la óptica de su madre, consumó la tragedia.

La vida de Dana degeneró en una pesadilla.

Trygve luchó con todas sus fuerzas y los encargos periodísticos -artículos sobre políticacomenzaron a lloverle.

Consiguió mantener a su numerosa familia.

Pero Dana sólo quería irse.

Durante más de la mitad de su vida en común apenas pudo tratar educadamente a Thorensen.

Su único afán era recuperar la libertad.

Trygve, en cambio, se empeñó en salvar el matrimonio.

Y se comportó como un padre abnegado, lo cual aún exasperó más a Dana.

Trygve Thorensen era un sueño imposible que eligió mal a su compañera.

o, afable, Era comprénsivo siempre dispuesto a incluir en sus planes a los hijos ajenos.

Se llevaba a los chicos de acampada, o bien a pescar, y era uno de los factótums en la organización de las Olimpiadas Especiales, en las que Bjorn solía descollar, para gran entusiasmo de todos excepto de Dana.

Aunque se esforzó, Dana no pudo integrarse.

A sus ojos, Bjorn representaba la supina vergüenza y decepción.

Al final, todos se fueron apartando de aquella mujer, de aquel espíritu iracundo que bramaba contra un destino que ellos no juzgaban tan horrible.

Sus hijos eran estupendos, incluso Bjorn poseía una dulzura muy personal.

Y Trygve era un marido más que envidiable.

Sin embargo, a nadie le sorprendió que Dana empezara a tener frecuentes idilios.

No parecía importarle que los demás lo supieran, y menos aún su propio marido.

Quería incitarle a romper.

Cuando finalmente fue ella quien cortó, todo el mundo se sintió aliviado salvo Trygve, que se había dejado arrastrar por la corriente año tras año, fingiendo ante sí mismo que no era tan grave.

Se contaba embustes que sólo él creía: “Se acostumbrará…

Fue duro para ella renunciar a su carrera…

Dejar Hollywood supuso un gran golpe…

Si le cuesta más que a otras mujeres adaptarse al matrimonio es por su innata creatividad…

Desde luego, lo de Bjorn la trastornó muchísimo…".

A lo largo de diecinueve años no había cesado de elaborarle excusas, y cuando ella decidió abandonarle apenas pudo creerlo.

Aunque, para su sorpresa, fue el fin de un sufrimiento constante.

Y todavía le asombró más comprobar que' no sentía el menor deseo de reincidir, de arriesgarse a sufrir por otra mujer.

Tomó plena conciencia de lo mal que lo había pasado.

No volvería a casarse, ni iniciaría una relación seria.

Al principio ni siquiera le apetecía salir.

Todas las mujeres que conocía en la ciudad se le antojaron aves de presa, buitres a la espera de carnaza, y no tenía la mínima intención de convertirse en su próxima víctima.

Era feliz con sus hijos y así se quedaría.

– No ha tenido ninguna novia, o una pareja más o menos fija, desde que se fue la madre de Chloe hace ya más de un año -dijo Allyson-.

Reparte su tiempo entre sus hijos y los artículos sobre política, pero a esto último se dedica sólo por las noches.

Chloe me ha contado que está escribiendo un libro.

La verdad es que le encanta salir con nosotros.

él mismo lo dice.

– ¡Ya podéis estar contentos! Pero es posible que un día de éstos conozca a una persona un poco más…

¿cómo lo diría?…

un poco más madura con quien compartir sus veladas.

Page sonrió al ver que Allyson se encogía de hombros.

La muchacha no podía imaginarse a Trygve Thorensen buscando otras compañías.

Sus hijos siempre habían sido el principio y el final de su existencia.

A Allie no se le ocurrió pensar que no sólo les había cuidado porque les quería y deseaba estar con ellos, sino porque era una manera de eludir el vértigo de un matrimonio desgraciado.

– Además, al señor Thorensen también le gusta salir con Bjorn.

Ahora mismo le está enseñando a conducir.

– Es un hombre excelente.

Page terminó de lavar la ensalada, la escurrió y la puso en un cuenco, mientras Allyson comía una manzana.

– Por cierto, ¿cómo está Bjorn? Hacía tiempo que no le veía.

La enfermedad del chico era más benigna que en otros casos, pero aun así tenía claras limitaciones.

– ¡Fantásticamente! Juega a béisbol todos los sábados y ahora se ha apasionado por los bolos.

Page tuvo un escalofrío sólo de pensarlo.

¿Cómo podía afrontarse una situación semejante? En cierto sentido comprendía que Dana Thorensen se hubiera derrumbado, aunque su conducta posterior fue imperdonable.

No eran amigos íntimos, pero conocía a Trygve Thorensen desde hacía varios años y le caía bien.

El pobre hombre no merecía tantas desdichas, ni él ni nadie.

Y todas sus referencias indicaban que era un padre magnífico.

– Dormirás en casa de los Thorensen? -preguntó a su hija tras depositar en el cuenco la última hoja de lechuga y secarse las manos.

Todavía no había visto a Brad y quería ir a saludarle, además de vigilar lo que estaba haciendo Andy.

– No.

– Allyson meneó la cabeza, se levantó y tiró a la basura el corazón de la manzana.

Sus líneas estilizadas y flexibles se ondularon al echar hacia atrás la larga trenza rubia-.

Me traerán a casa después del cine.

Mañana Chloe tiene que madrugar, porque va a participar en una exhibición de atletismo.

– ¡En domingo? -preguntó Page con asombro, mientras ambas salían de la cocina.

– Sí…

Bueno, quizá sea un entrenamiento o algo parecido.

– A qué hora te irás? -Hemos quedado a las siete.

Hubo una larga pausa, en la que Allyson clavó sus ojazos castaños en los de su madre.

En el aire flotaba algo que Page no logró adivinar, pero se desvaneció enseguida.

Era un secreto, un pensamiento, una íntima sensación que su hija no quiso compartir.

– ¿Me prestas tu suéter negro, mamá? El de cachemira adornado con perlas? -Se lo había regalado Brad en Navidad.

Era demasiado caluroso, demasiado elegante y caro para una chiquilla de quince años.

A Page no le hizo ninguna gracia la petición-.

Me temo que no.

Estarás de acuerdo en que no es el atuendo más adecuado para ir a Luigi's y al Festival.

– Bien, como quieras.

¿Y el rosa? Eso está mejor.

– ¿Me lo dejas? -Sí, claro.

Cuando se separaron, Allyson hacia su habitación y ella al encuentro de su marido, Page suspiró y movió la cabeza con una mueca pesarosa.

Algunas veces casi podían tocarse los obstáculos y barreras que se interponían entre ambos.

Era como si Brad y ella tuvieran que correr cada día una maratón antes de poder disfrutar de unos momentos de intimidad: “Llévame…

déjame…

recógeme…

dame…

Puedo…? ¿Te importaría…? ¿Dónde está mi…? ¿Cómo, cuándo, qué…?".

Al doblar la esquina del pasillo, le vio en el dormitorio.

Algunas veces aún se extasiaba ante él.

Brad Clarke era la perfecta definición del hombre guapo, alto, moreno.

Medía más de un metro ochenta, llevaba el pelo corto y tenía ojos castaño oscuro y hombros atléticos.

Completaban sus encantos unas estrechas caderas, unas piernas largas y un modo de sonreír que siempre había hipnotizado a Page.

Estaba inclinado sobre una maleta abierta en la cama, y cuando su mujer cruzó el umbral enderezó la espalda con una sonrisa espaciosa, prolongada, exclusiva para ella.

– ¿Cómo ha ido el partido? -preguntó Brad.

Ya no asistía a las competiciones de Andy, pues estaba demasiado ocupado.

Con el apretado programa de los niños y su propia agenda, apenas les veía.

– ¡Fenomenal! Y tu hijo ha sido el héroe de la tarde -afirmó Page, poniéndose de puntillas para besarle.

– Eso dice él.

– La mano de Brad se deslizó, sinuosa por la espalda de su mujer y la atrajo hacia sí-.

Te he echado de menos.

– Yo a ti también.

– Page se acurrucó unos instantes en el pecho de él, antes de atravesar la estancia para dejarse caer en una cómoda butaca mientras Brad reanudaba su quehacer.

Normalmente hacía el equipaje los domingos por la tarde y cuando no había más remedio (o sea, con bastante frecuencia) partía en viaje de negocios unas horas más tarde.

Pero a veces, si le sobraba algún rato perdido, preparaba la ropa el sábado para tener más tiempo libre el domingo-.

¿Por qué no enciendes la barbacoa? Fuera hace un tiempo delicioso, y he descongelado unos filetes.

Seremos nosotros dos y Andy.

Allyson ha quedado con Chloe.

– Me gustaría mucho -dijo Brad, y se acercó a su esposa con cara de circunstancias-, pero no he podido reservar plaza para el vuelo de Cleveland de mañana por la noche.

Tengo que viajar hoy, en el avión de las nueve.

Saldré de casa a eso de las siete.

– Page se demudó.

Había pasado toda la tarde ansiosa por verle, por gozar juntos de una velada tranquila, sentados en el jardín a la luz de la luna-.

Lo siento de veras, querida.

– Yo aún más.

– Era obvio que la noticia había entristecido a Page -.

No he dejado de pensar en ti en todo el día.

Sonrió a su marido, que se liabía sentado en el brazo de un sillón.

Intentaba no perder el buen humor, y a estas alturas ya debería haberse acostumbrado a las ausencias de Brad, pero todavía le dolían.

Cada vez le extrañaba más-.

Supongo que un domingo en Cleveland no es precisamente el sueño de tu vida.

Sentía lástima por él.

En la agencia de publicidad donde trabajaba le exigían demasiado.

Pero era la estrella, el hombre que echaba el lazo a los clientes potenciales.

En la empresa era ya legendaria su capacidad de aglutinar clientes nuevos como si fuesen corderitos y, más excepcional aún, de conservarlos.

– Como igualmente estoy atrapado, he pensado que podría jugar al golf con el director de la compañía que tengo que visitar.

Le he llamado hace un rato y me ha citado en su club para mañana.

Por lo menos, anticipar el viaje no será una absoluta pérdida de tiempo.

– Brad besó en los labios a Page, quien notó un sensual hormigueo que conmovía todo su ser-.

Preferiría quedarme contigo y con los chicos -susurró Brad al abrazarse ella a su cuello.

– Me sobran los chicos -dijo Page con voz ronca.

Brad rió.

– Me seduce la idea…

Guárdala hasta el martes por la noche.

Estaré en casa a la hora de acostarnos.

– De acuerdo, el martes te lo recordaré -musitó ella plantándole otro beso, en el instante en que Andy irrumpía como un ariete en la habitación.

– Allie ha dejado las patatas fuera de la bolsa y Lizzie se está dando un atracón.

¡Va a llenar la cocina de vómitos! -Lizzie, su perro labrador, tenía un apetito voraz y un estómago de delicadeza singular-.

¡Ven corriendo, mamá! Se pondrá malísima si dejas que las devore todas.

– Bien, vamos allá.

Page sonrió con resignación y Brad le dio una cariñosa palmada en el trasero cuando se alejó hacia la cocina en pos de Andy.

Tal y como el niño había anunciado, cubría el suelo una alfombra de erujientes pedacitos de patata.

En el momento en que ellos entraron, Lizzie se disponía a engullir las últimas.

– ¡Qué desastres haces, Lizzie! -la regañó Page mientras barría el desaguisado y ansiaba, una vez más, que Brad no se fuera a Cleveland.

Le habría hecho verdadera ilusión pasar unas horas a su lado.

Parecía como si su vida perteneciera a todo el mundo salvo a ellos mismos, y justamente hoy sentía una intensa necesidad de gozar de unos momentos de paz junto a su marido.

Se volvió luego hacia Andrew sin hacer caso a Lizzie, empeñada en lamer los restos de patatas que sujetaba en la mano-.

¿Te gustaría salir de juerga con tu anciana madre? Papá tiene que marcharse a Cleveland, y he pensado que podríamos ir a tomar una pizza.

– También podían comerse la pizza en casa, o los filetes que había descongelado para toda la familia, pero de pronto le horrorizaba quedarse allí sin Brad.

Además, siempre lo pasarían mejor en la calle-.

¿Qué me dices? -¡Será estupendo! -exclamó el niño y, exultante, condujo a Lizzie fuera de la cocina.

Page guardó la ensalada y la carne en la nevera y luego volvió al dormitorio.

Eran las seis y media.

Su esposo había terminado de hacer el equipaje y estaba casi vestido para salir hacia el aeropuerto.

Llevaba un conjunto de chaqueta cruzada azul marino y pantalones beige, y se había dejado abierto el cuello de la camisa, también azul, lo que le daba un aspecto juvenil y seductor.

Al mirarle, Page se sintió de repente vieja y cansada.

Brad vivía en el mundo, tomaba iniciativas, trataba a nuevos clientes, cerraba negocios y departía con otros adultos.

Ella, en cambio, no hacía más que planchar camisas y perseguir niños.

Trató de expresarlo con palabras mientras se lavaba la cara y se peinaba.

Brad soltó una risotada al escucharla.

– Sí, claro, tú eres una inútil.

Sólo gobiernas la casa mejor que nadie, cuidas con devoción a nuestros hijos y los del prójimo y, en los ratos libres, pintas murales para la escuela y todos tus conocidos, aconsejas a mis clientes cómo deben decorar el despacho o a las amistades cómo reformar sus hogares.

Y, en el ínterin, aún te ves con ánimos de pintar algún cuadro.

Me avergüenzo de tener una mujer tan abúlica, Page.

Brad estaba bromeando, pero lo que decía era verdad, y Page lo sabía.

Sin embargo, ella lo encontraba tan insignificante como si de veras no desarrollase ninguna actividad.

Quizá se debía a que siempre que ejecutaba alguna obra era por encargo de un amigo, o como favor.

Hacía años que no cobraba por su tarea artística, desde que había finalizado sus estudios en la escuela de arte y trabajado como aprendiz en Broadway.

Estaban ya a años luz los tiempos en que había pintado decorados, diseñado escenografías y, para una producción del off off Broadway, incluso le habían consultado sobre el vestuario.

Ahora se limitaba a disfrazar a sus hijos en Halloween…

o al menos así era como ella lo vivía.

– Créeme -prosiguió Brad tras dejar la maleta en el pasillo y estrecharla de nuevo en sus brazos-, me encantaría cambiarme por ti y no tener que pasar la velada del sábado en el avión de Cleveland.

– Lamento haberme quejado -se disculpó Page.

Su vida era más relajada que la de su marido, de eso no había duda.

Si podía vivir tan acomodada era gracias a Brad.

Él trabajaba duro para mantenerles, y siempre salía triunfante.

Los padres de Page habían reunido un buen patrimonio, pero los de Brad no tuvieron ni un centavo hasta el día de su muerte.

Todo cuanto había conseguido se lo ganó él a pulso, sudándolo.

Se había labrado un porvenir peldaño a peldaño, a fuerza de trabajo, de una labor bien hecha.

Un día, probablemente, dirigiría la agencia donde estaba empleado.

Y si no era ésta, llevaría otra.

Era un profesional muy cotizado y admirado, y sus jefes se desvivían por tenerle contento.

Esta noche, por ejemplo, viajaría en primera clase, y en Cleveland se alojaría en el Tower City Plaza.

No podían correr el riesgo de que se hartara de ellos, o quemara sus naves, o que recibiera una oferta más tentadora.

– Volveré el martes por la noche.

Te llamaré más tarde.

Fue hasta las habitaciones de los chicos y besó a Allyson, que parecía toda una mujer con el suéter de cachemira rosa de su madre y un ligero maquillaje.

El suéter en cuestión tenía cuello redondo y manga corta y completaban el arreglo una falda blanca más bien corta y la rubia melena suelta sobre los hombros.

El pelo le llegaba casi hasta la cintura, y caía en una insinuante cascada que enmarcaba su rostro y flotaba como un halo en tomo a su figura.

– ¡¡Caramba! ¿Quién será el afortunado galán? Era imposible no reparar en ella o en su apariencia.

Su belleza era insuperable.

– El padre de Chloe -repuso Allyson con una sonrisa.

– Espero que no se haya aficionado a las jovencitas, porque de lo contrario no te dejaré salir con él.

¡Estás irresistible, princesa mía! ¡ Vamos, papá! -La chica puso los ojos en blanco, violentada pero también complacida porque su padre la veía guapa y le prodigaba piropos.

Brad nunca le regateaba elogios, ni a su madre, ni a Andy-.

Ese hombre es un vejestorio.

– ¡Bien! Muchas gracias por el cumplido.

Creo que Trygve Thorensen es dos años más joven que yo.

Brad tenía cuarenta y cuatro, aunque no los aparentaba.

– Ya me has entendido.

– Sí, por desgracia te entiendo muy bien.

En fin, mi niña, haz el favor de portarte bien con tu madre.

Nos veremos el martes.

– Adiós, papá, que te diviertas.

– ¡Desde luego! Voy a hacer estragos en Cleveland.

¿Cómo quieres que lo pase bien sin vosotros tres? -¿Te vas ya, papá? -Era Andy, que había asomado la cabeza por debajo de su brazo para arrimarse a él.

Estaba muy apegado a su padre.

– Sí.

Y te dejo a ti al mando.

Por favor, ocúpate de mamá.

El martes por la noche me presentarás un informe y me dirás si las señoras han obedecido tus órdenes.

Andy obsequió a Brad con una sonrisa desdentada.

Era feliz cuando su padre delegaba poderes en él.

Le hacía sentirse importante.

– Esta noche llevaré a mamá a cenar una pizza -proclamó solemnemente.

– Vigila que coma con prudencia, no vaya a empacharse.

– Con tono de complicidad, Brad añadió a su joven lugarteniente-: Ya sabes, como Lizzie.

¡ Oh, no! Andy hizo una mueca de asco y todos rieron.

El niño siguió a sus padres hasta la puerta de la calle.

Brad fue al garaje en busca del coche, lo detuvo frente a la casa, metió con cuidado el equipaje en el maletero y abrazó a su mujer y su hijo.

– Os echaré de menos.

Sed buenos -dijo, sentado de nuevo al volante.

– Lo seremos -prometió Page sonriente.

Por mucho que lo intentaba, no lograba habituarse a las despedidas.

Era más fácil cuando se iba el domingo por la noche.

Aquello formaba parte de la rutina.

Pero hoy se sentía estafada.

Había contado los minutos que faltaban para verse con él, y ahora la abandonaba.

Además, pese a la asiduidad de sus viajes, no podía dejar de pensar en los peligros.

¿Qué pasaría si algún día sufría un percance? ¡Y si…? Nunca podría sobreponerse a su pérdida.

– Cuídate -balbuceó, inclinada sobre la ventanilla del asiento delantero para darle un último beso.

Debería haberle acompañado al aeropuerto, pero Brad quería disponer de un coche a su vuelta y el martes Page tendría una tarde demasiado complicada para pasar a recogerle, así que era mejor esta solución-.

Te quiero.

– Y yo a ti -repuso él, ladeando el cuello para decir adiós a Andy, que estaba detrás de su madre.

Page retrocedió unos pasos, el coche arrancó y Andrew y ella agitaron la mano hasta que hubo desaparecido.

Eran exactamente las siete menos cinco.

Entraron en casa, los dos cogidos de la mano, y Page volvió a sentirse sola, aunque esta vez se rebeló.

Era una estupidez.

Una mujer hecha y derecha no tenía que depender tanto de su esposo.

Además, volvería al cabo de tres días.

Cualquiera diría, a juzgar por su decaimiento, que Brad iba a pasar un mes ausente.

Allyson ya estaba arreglada y tan radiante como cabía esperar.

Había embellecido sus pestañas con una ligera pincelada de rímel, y sus labios con un brillo rosa pálido que apenas se notaba.

Era la imagen de la frescura, la exuberancia y la juventud.

Sí, era la juventud en su momento más exquisito.

Tenía la misma edad de las modelos que aparecían en la portada de Vogue, y en ciertas facetas, o Page así lo veía, las superaba a todas.

– Pásalo muy bien, cielo.

Quiero que estés en casa a las once.

Era el toque de queda usual, y Page lo defendía con firmeza.

¡Mamá! -Sabes muy bien que las once es una hora absolutamente razonable.

Acababa de cumplir quince años, y a Page no le gustaba que anduviese por las calles más tarde.

– ¿Y si la película aún no ha terminado? -Te concedo una prórroga hasta las once y media.

Después de esa hora, olvídate de la película.

¡ Mil gracias! -De nada.

¿Te acercamos en coche a casa de Chloe? -No hace falta, iré andando.

Hasta luego.

Se marchó sin más, mientras Page iba al dormitorio para recoger el suéter y el bolso.

Sonó el teléfono.

Era su madre, que la llamaba desde Nueva York.

Le explicó que la había pillado a punto de salir a cenar con Andy, y que ella le telefonearía al día siguiente.

Cuando Page y Andy se instalaron en el coche, provistos de sus respectivos enseres, Allyson seguramente ya estaba con Chloe.

– Y bien, caballerete, ¿adónde vamos, al Domino o al Shakey? -Al Domino.

La vez anterior estuvimos en Shakey.

– Me parece bien.

Page encendió la radio del coche y dejó que Andrew escogiera la música.

El niño seleccionó la emisora de rock que sabía que escuchaba Allyson.

Para ser un chaval de siete años tenía gustos musicales muy extravagantes, influenciado, cómo no, por su hermana mayor.

Llegaron al restaurante en cinco minutos.

Page se sentía ya más animada.

Su crisis de melancolía había cedido, y pasó una velada muy agradable con su hijo.

Siempre estaban bien juntos.

Andy le habló de sus amigos, de lo que hacían en la escuela, y le comentó que cuando fuera mayor había decidido hacerse maestro.

Al preguntarle Page el motivo, contestó que porque le gustaba rodearse de críos pequeños y tener unas largas vacaciones en verano.

– O quizá sea una figura del béisbol, de los Giants o los n Mets.

– Será un brillante futuro -bromeó Page.

Era un niño ingenuo, simpático, con el que daba gusto charlar.

¿Mamá? -Dime.

– ¿Tú eres artista? -Más o menos.

Lo fui en su día, pero hace mucho tiempo que no ejerzo seriamente.

– Me encanta el mural que pintaste en la escuela -afirmó Andy tras unos segundos de reflexión.

– Me alegro.

A mí también me gusta, y es un trabajo del que guardo un buen recuerdo.

Es probable que haga otro.

El niño quedó satisfecho.

Tras terminar las pizzas, él se encargó de pagar la cuenta, aunque se dejó asesorar para la propina.

Luego rodeó con el brazo el talle de su madre y se encaminaron juntos hacia la camioneta, aparcada enfrente del local.

Diez minutos más tarde estaban en casa.

Andrew se bañó y luego se tumbó en la cama de Page para ver la televisión.

Al poco rato empezó a adormecerse y ella le dejó, besándole y arrullándole con ternura.

Tenía unos siete años muy desarrollados, pero todavía era su bebé, y siempre lo sería.

A su manera, incluso All_son conservaba una faceta infantil.

Tal vez era algo consustancial a los hijos, sea cual fuere su edad.

Page sonrió al pensar en ella, en su suéter prestado de cachemira, en lo preciosa que estaría en la cena con los Thorensen.

Pensó también en Brad.

Al comprobar el contestador automático, descubrió que su marido le había dejado un mensaje.

Sabía que no estaban en casa, pero llamó desde el aeropuerto para decirle que la amaba.

Acto seguido, Page vio una película en la televisión.

Estaba cansada y se le cerraban los ojos, pero quería esperar levantada a Allie.

Aún no había llegado a esa fase en la que uno da por cierto que el hijo volverá.

Necesitaba una seguridad total, así que se sentó en el lecho y aguardó.

A las once dieron el noticiario.

Aquel día no había sucedido nada extraordinario, y Page constató aliviada que no se habían registrado catástrofes en ningún punto del país.

Siempre que Brad viajaba, se ponía en tensión temiendo que le ocurriera algo.

No era el caso.

El locutor informó de los cotidianos tiroteos de Oakland, guerras de bandas rivales, insultos entre políticos y un incidente menor en una planta purificadora de aguas.

Aparte de estas generalidades, en el puente de Golden Gate se había producido un accidente que obligó a cortar el tráfico, pero no era un problema que pudiera afectar a Page.

Brad estaba en el aire, Allyson cenaba con los Thorensen, y Andy dormía a pierna suelta junto a ella.

Gracias a Dios, tenía a sus polluelos bien localizados.

Era reconfortante.

Consultó el reloj en espera de Allyson, que debía aparecer a las once y media.

Eran las once y veinte y Page, que conocía a su hija, sabía que cruzaría el umbral a y veintinueve, resoplando, con la mirada expectante, la melena desaliñada…

y probablemente con una terrible mancha de salsa de espagueti en su suéter rosa de cachemira.

Sonrió al visualizar la escena, y se arrellanó en la cama para escuchar el parte meteorológico.

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