CAPITULO III

Dos hombres fueron los primeros en acercarse a los restos del vetusto Mercedes.

Era evidente que el Lincoln negro lo había embestido frontalmente.

El motor estaba hecho trizas y ambos coches parecían haberse fundido en uno.

Excepto por el color, era casi imposible distinguirlos.

Una mujer caminaba anonadadamente a escasos metros del siniestro, murmurando consigo misma y sollozando, pero al parecer ilesa, y algunos testigos fueron a atenderla mientras aquellos dos hombres examinaban el Mercedes plateado.

Uno de ellos blandía una linterna y vestía toscamente; el otro, un joven con pantalones vaqueros, se había presentado como médico.

– ¿Ve usted algo? -preguntó el de la linterna, y sintió un escalofrío al mirar dentro del Mercedes.

Había visto muchos horrores en su vida, pero ninguno comparable a éste.

mismo había estado a punto de chocar contra otro coche al hacerse bruscamente a un lado.

El tráfico se había detenido en todos los carriles y nadie circulaba por el puente.

De momento, y pese al potente foco de luz, en el interior del vehículo no había más que confusión.

Estaba todo tan triturado y comprimido que no podía distinguirse si había alguien dentro.

De pronto le vieron.

Tenía la cara cubierta de sangre, el cuerpo embutido en un espacio reducidísimo, el cráneo empotrado contra la portezuela y la nuca torcida en un horrible ángulo.

Obviamente había muerto, aunque el médico le buscó el pulso para cerciorarse.

– El conductor ha fallecido -dijo con serena profesionalidad.

El de la linterna enfocó la parte trasera y el haz tropezó con los ojos de un joven.

Estaba consciente y alerta, aunque se limitó a mirar la linterna sin despegar los labios.

– ¿Estás bien, muchacho? Jamie Applegate asintió con la cabeza.

Tenía un corte en la ceja y se había golpeado la frente contra algo, probablemente contra la cabeza de Phillip.

Se le veía un poco aturdido, pero por lo demás parecía indemne, lo cual resultaba milagroso.

El hombre de la linterna intentó abrir la portezuela, pero estaba todo tan desencajado que no lo consiguió.

– La policía llegará en unos minutos, hijo -dijo pausadamente.

Jamie volvió a asentir.

No podía articular palabra y era obvio que estaba desorientado.

Se quedó mirando, inexpresivo, a los dos voluntarios, y el de la linterna consideró que como mínimo sufría una conmoción.

El médico había retrocedido para observar a Jamie a través de la ventanilla y darle ánimos, cuando oyeron un profundo gemido en el mismo asiento, cerca de él, seguido de un grito agudo que degeneró en aullido.

Era Chloe.

Jamie giró el cuello y la miró, sin comprender cómo había ido a parar allí.

El doctor rodeó el coche a toda prisa y el de la linterna enfocó a la chica desde donde estaba en el otro lado.

Entonces pudieron comprobar su situación.

Había quedado atenazada entre los asientos frontal y trasero, pues aquél había sido lanzado hacia atrás con la fuerza y la masa del Lincoln, que había estrujado el respaldo contra su regazo.

Sus piernas no eran visibles desde fuera.

Prorrumpió en un llanto histérico, inconsolable pese a las palabras tranquilizadoras de los dos hombres, balbuceando que no podía moverse y quejándose de terribles dolores.

Jamie continuó vuelto hacia ella y con la mirada perdida, masculló unas palabras ininteligibles a Phillip.

– Aguantad un poco -aconsejó el de la linterna-.

La ayuda no puede tardar.

Todos oían la proximidad de las aullantes sirenas, pero los sollozos de Chloe eran aún más audibles.

– Estoy inmovilizada…

No puedo respirar…

– Jadeaba sin resuello, asfixiándose a causa del pánico.

El joven médico se centró en ella y le habló con sosiego: -Estás perfectamente, no te pasa nada.

Te sacaremos de aquí en un minuto, pero ahora debes respirar despacio, tranquila.

Vamos, toma mi mano.

Estiró el brazo y cogió la mano de la chica.

Vio que la tenía manchada de sangre allí donde había tocado las piernas, pero la linterna no pudo revelarle la magnitud de las heridas.

Lo único alentador era que estaba consciente y hablaba.

Por muy dañadas que tuviera las piernas, seguía viva, y no había razón para pensar en un desenlace fatal.

El hombre de la linterna les privó de ella unos instantes: Acababa de vislumbrar a una muchacha inconsciente en la parte delantera.

Al principio era poco menos que invisible, ya que se hallaba hundida en su asiento y medio sepultada bajo un amasijo de metal.

Pero, al examinar a Chloe, de repente habían percibido su cara y una rubia melena.

El doctor permaneció junto a Chloe, hablándole y prestándole consuelo, mientras su espontáneo ayudante trataba de abrir la portezuela para liberar a la joven que yacía aprisionada bajo el salpicadero.

Fue inútil.

La puerta estaba abollada, atascada sin remedio, y la chica del asiento frontal no hizo tampoco el menor movimiento cuando él coló la mano por la ventanilla e intentó tocarla.

El médico, tras echarle un somero vistazo, expresó su temor de que hubiera muerto como el conductor.

No obstante, dejó al otro hombre al cuidado de Chloe y fue a comprobarlo.

Se sorprendió al detectar un asomo de pulso en el cuello, tan débil y discontinuo como la exangüe respiración.

Tenía la cabeza y el rostro empapados de sangre, el cabello totalmente apelmazado, su suéter había adquirido tonos púrpuras, presentaba numerosos cortes y magulladuras en la piel y resultaba patente que en la colisión había sufrido una grave herida craneal.

Su vida, ahora tan frágil, pendía de un delgado hilo, y el facultativo creyó poco probable que durase mucho tiempo.

No podía hacer nada por ella y, en el peor de los casos, no disponía de medios para realizar una reanimación cardiopulmonar.

Estaba en una postura muy forzada y obviamente había experimentado lesiones terribles, quizás irreparables.

No tenía otra opción que observarla desde el exterior con una sensación de impotencia.

Así las cosas, el médico concluyó que los dos jóvenes del asiento delantero eran casos perdidos.

La pareja de atrás, en cambio, había sido muy afortunada.

– ¡Dios! Tardan una eternidad -se quejó entre dientes el hombre de la linterna, contemplando el dantesco espectáculo.

El foco de luz iluminaba claramente la carnicería.

Las dos chicas parecían sangrar profusamente.

– Siempre da esa sensación -dijo el doctor con aplomo.

Diez años atrás había conducido una ambulancia en Nueva York durante su época de residente, y había visto muchas miserias humanas en las carreteras, las calles y los guetos.

También había asistido a partos en callejones pestilentes, pero sobre todo presenciado escenas como aquélla, donde por lo general no había supervivientes-.

Estarán aquí enseguida.

El otro hombre sudaba profusamente, afectado por los chillidos de Chloe.

Además, no se atrevía a mirar la desfigurada cara de Allyson.

Ni siquiera estaba seguro de que perdurase algún rasgo.

Finalmente llegaron los auxilios: dos coches de bomberos, una ambulancia y tres coches de la policía.

Varias personas habían llamado para informar del terrible accidente, otras se habían acercado a los dos vehículos y averiguado que en el más pequeño viajaban cuatro pasajeros, y que dos de ellos estaban gravemente heridos.

La conductora del Lincoln resultó milagrosamente incólume, a excepción de cuatro arañazos y moretones, y lloraba histéricamente a un lado de la calzada, consolada por un desconocido.

Tres bomberos y dos agentes corrieron hacia el Mercedes, junto con la pareja de enfermeros.

Los demás policías se ocuparon de organizar el tráfico, que comenzó a rodar a marcha lenta, por un solo carril, sorteando los dos vehículos siniestrados.

La presencia de los coches policiales había aumentado todavía más el caos y el atasco, y el tráfico que fluía en sentido norte avanzaba con dificultad entre los dos automóviles siniestrados y el despliegue oficial; al pasar sus ocupantes contemplaban el desastre.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó el agente que comandaba la patrulla, dando un repaso y frunciendo el entrecejo al reparar en Phillip.

– No hay nada que hacer -contestó el médico, y el enfermero lo confirmó.

Todo había terminado.

Una vida se había ido, segada en un suspiro.

No importaba lo joven que fuese, ni lo inteligente y amable, ni tampoco cuánto le querían sus padres.

Había muerto sin motivo, absurdamente.

Phillip Chapman había dejado de existir a los diecisiete años, en una fragante noche de sábado de abril.

– No hemos podido abrir ninguna portezuela -explicó el médico, tras identificarse como Adam Stone-.

La chica del asiento trasero está atrapada y creo que ha sufrido serias lesiones en las extremidades inferiores.

El chico presenta un cuadro mejor.

– Señaló a Jamie, que todavía les miraba como atontado-.

Es víctima de un fuerte shock y debemos trasladarle al hospital para ponerle en observación, pero por los síntomas confío en que se recuperará.

Tiene una conmoción pasajera.

Los enfermeros metieron la mano para tantear a Allyson, mientras los bomberos llamaban a la unidad de salvamento con cinco hombres de refuerzos.

No sería fácil sacarles del automóvil.

– ¿Y la muchacha del asiento frontal, doctor? -Me temo que no se salvará.

– En todo aquel tiempo no había dejado de tomarle pulso, y estaba viva, pero se la veía desmejorar y, hasta que llegase el equipo pesado, no podrían evacuarla.

Aun así, los enfermeros prepararon un suero intravenoso, y uno de ellos ajustó una almohadilla al respaldo para salvaguardar su ya maltrecha cabeza-.

Al parecer tiene una lesión craneal -dictaminó Stone-, y sólo Dios sabe qué heridas internas.

Allyson estaba enterrada bajo una montaña de chatarra, la mayor parte de su cuerpo era inaccesible y aparentaba haberse roto en mil pedazos.

Sus expectativas de supervivencia parecían ínfimas.

En ese momento Chloe empezó a chillar de modo alarmante.

No se sabía si había oído los comentarios sobre sus amigos, o si los dolores habían recrudecido.

Fue imposible razonar con ella.

Apenas tenía conciencia de dónde estaba o de lo sucedido, sólo se quejaba de sus laceradas piernas y de la espalda.

Aunque daba pena oírla, el equipo médico consideró esperanzador que conservara la sensibilidad.

En muchos accidentes las víctimas apenas sienten dolor porque se habían seccionado la columna vertebral.

– Vamos, princesa, enseguida te sacaremos.

Resiste un poco más.

Antes de lo que piensas, estarás en casa -la animó un bombero.

Entretanto, la patrulla de carreteras consiguió forzar la portezuela de Phillip con una palanca.

Extrajeron su cuerpo delicadamente y pidieron ayuda a un bombero para depositar el cadáver en una camilla de ruedas.

Lo cubrieron con una sábana y lo transportaron hasta la ambulancia.

Los curiosos observaron la operación cariacontecidos y algunos no pudieron contener el llanto al comprender que el joven había fallecido.

Eran lágrimas de consternación y duelo por un perfecto desconocido.

La eliminación de la puerta permitió al médico entrar en el vehículo para evaluar el estado de Allyson.

No auguraba nada bueno; su respiración era cada vez más irregular.

Los enfermeros aplicaron una cánula por vía traqueal y la sujetaron a la bolsa conectada al tubo de oxígeno.

El médico sabía que el aire bombeado alimentaba directamente los pulmones, pero también sabía, igual que los enfermeros, que el suero y la respiración asistida no eran más que un auxilio circunstancial.

La muchacha tenía los brazos tan deshechos que ni siquiera admitían una toma de presión sanguínea, aunque el doctor Stone tampoco la necesitaba.

Veía lo que estaba ocurriendo.

La accidentada se les escapaba de las manos y, si no la liberaban pronto, moriría.

Quizá la posibilidad de salvarla fuera nula de todos modos, pero Stone advertía su extrema juventud y quería ayudarla a vivir.

– Venga chica, venga.

No me falles ahora.

– Sus palabras eran casi una plegaria, pero se hicieron perentorias cuando se volvió hacia el auxiliar y ordenó-: Dele más oxígeno.

Observaron, tensos, el efecto, y los enfermeros añadieron una nueva sustancia al suero.

Pero se agarraban a un clavo ardiendo.

Si no la trasladaban enseguida al hospital, no sobreviviría.

Oyeron por fin el rugiente motor de la unidad de salvamento.

Un equipo de cinco hombres saltó de su interior y corrió hacia el lugar.

Calibraron la situación en un segundo, celebraron una breve consulta con el personal sanitario y pasaron a la acción.

Chloe había empezado a sufrir vahídos y un bombero le suministraba oxígeno por la ventanilla abierta.

La primera en la labor de rescate sería Allyson, que estaba casi muerta y no tenía esperanzas a menos que la liberasen de aquella prisión de acero en cuestión de minutos, quizá de segundos.

La condición de Chloe era también apurada, pero no corría tanto peligro.

Además, no podrían moverla hasta que desalojasen el asiento delantero y a Allyson con él.

Mientras un hombre estabilizaba el vehículo con cuñas y calces, un segundo profesional deshinchó de forma simultánea los neumáticos y otros dos se dedicaron, a la velocidad del rayo, a eliminar los trozos de cristal aún adheridos.

El quinto conferenció con los agentes y el personal médico que había en la escena, y luego fue a reunirse con sus compañeros para ayudarles a retirar el cristal trasero.

A los tres jóvenes ocupantes les habían tapado cuidadosamente con piezas de lona, de tal manera que no pudiera lastimarles alguna astilla suelta.

El parabrisas requirió la participación de tres hombres, y un cuarto provisto de un hacha de cabeza plana que desprendió los contornos.

La placa saltó al fin, la doblaron casi como si fuera una manta y la deslizaron debajo del coche con mano experta, con una precisión y una soltura similares a las que desplegaría en el escenario un cuerpo de danza de primera categoría.

Apenas habían transcurrido unos minutos desde su aparición en el lugar.

Stone al verles actuar, pensó que si Allyson sobrevivía sería gracias a su trabajo tan diligente y a sus reflejos, dignos del mejor cirujano.

Con la lona principal extendida aún encima de Allyson, uno de los hombres entró en el automóvil, quitó las llaves del contacto y cortó los cinturones de seguridad.

Luego, todos en grupo, empezaron a trabajar en el techo con una cortadora hidráulica y sierras manuales.

Provocaron un ruido atronador.

Jamie gimió lastimeramente y Chloe volvió a chillar, pero Allyson no se inmutó y los enfermeros continuaron oxigenándola.

Al cabo de unos momentos habían desprendido el techo del vehículo, perforado la portezuela con un taladro e insertado en ella una viga hidráulica para abrirla.

Aquella máquina pesaba alrededor de cuarenta kilos y tenían que sujetarla entre dos hombres, además de ser tan ruidosa como una perforadora.

Jamie lloraba abiertamente, aunque el clamor del aparato ahogaba sus sollozos y los gritos de Chloe.

Sólo Allyson permanecía ajena a toda su odisea.

Uno de los enfermeros se había tendido junto a ella en el lado del conductor, desde donde supervisaba el suero y el conducto del aire y comprobaba su respiración.

Allyson respiraba muy precariamente.

Suprimieron la portezuela y se aplicaron con ahínco a apartar el salpicadero.

Para lograrlo se requirieron tres metros de cadena y un sólido gancho.

Antes de que lo separasen del todo, los enfermeros colocaron una tabla bajo el cuerpo de Allyson a fin de mantenerla inmovilizada.

En cuanto la hubieron afianzado, el coche se desmembró: el frontis desgajado, el techo arrancado y las puertas fuera.

Por fin, la moribunda podía ser trasladada.

Los enfermeros se abalanzaron sobre ella y todos pudieron ver la gravedad de sus lesiones.

Se diría que había recibido el golpe en la zona frontal y parietal del cráneo.

Su cabeza debió de rebotar como una canica al colisionar con el Lincoln; el cinturón de seguridad estaba tan flojo que era prácticamente como no llevarlo.

Todos los efectivos se concentraron en trasladarla, con mucha suavidad, a la camilla.

La presteza era esencial, pero cada movimiento tenía que ser infinitamente delicado y planearse de un modo milimétrico, so pena de agravar su estado.

La unía a la vida un frágil suspiro cuando el jefe de los enfermeros dijo “Adelante" y echaron a andar, procurando evitar movimientos bruscos, hacia la ambulancia.

Acababan de presentarse otras dos ambulancias y los camilleros recién llegados atendieron a Chloe y Jamie.

A las doce en punto de la noche, la ambulancia abandonó el puente a toda velocidad con el cadáver de Phillip, Allyson y el joven doctor Stone.

Un agente de policía se ofreció a llevarle el coche hasta el hospital de Marín.

Stone no quería que la accidentada viajase sin más compañía que los enfermeros, aunque sabía que poco podía hacerse por ella.

La chica debía someterse a neurocirugía con urgencia, pero entretanto él quería estar a su lado.

Seguía creyendo que no viviría.

Sin embargo, siempre quedaba un resquicio de duda.

Si surgía la mínima posibilidad, Adam Stone quería estar allí para ayudarla.

En el Golden Gate se habían congregado, además del contingente anterior, una cuarta ambulancia y otros dos coches de bomberos.

La circulación hacia Marín aún discurría por un solo carril y el puente continuaba cerrado en dirección a San Francisco.

– ¿Cómo está? -preguntó un bombero, refiriéndose a Chloe, mientras los enfermeros esperaban que el equipo de rescate terminara su trabajo.

Tenía una abundante hemorragia en ambas piernas y una crisis de histerismo.

Le habían inyectado suero y, cada vez que trataban de moverla, se desmayaba.

– Pierde el conocimiento a cada instante -explicó un camillero-.

Dentro de un momento la habremos sacado.

Para liberarla tenían que quitar el asiento de delante, que estaba trabado en todos los ensamblajes.

La moderna maquinaria lo hizo jirones al levantarlo en el aire y luego lo depositó en el asfalto.

Diez minutos después quedaban al descubierto las piernas de Chloe, machacadas, rotas, con fracturas múltiples en ambas extremidades y los huesos casi al descubierto.

Cuando la izaron tan suavemente como pudieron, recostada en una tabla, Chloe se desvaneció del todo.

La segunda ambulancia arrancó con las sirenas aullando en la noche, y los bomberos ayudaron a Jamie a salir del coche.

Libre de trabas, en cuanto se vio de pie en el asfalto se echó a llorar espasmódicamente y se agarró a sus salvadores como un niño presa del pánico.

– Todo va bien, chico, tranquilízate.

Había vivido una horrible tragedia y todavía estaba confundido y trastocado.

No podía comprender lo ocurrido.

Lo instalaron en la última ambulancia y también le llevaron al hospital de Marín.

En ese momento llegó una furgoneta de la televisión; llegaba tarde, pero el bloqueo del tráfico había sido inexpugnable.

– ¡Dios, odio las noches como ésta! -comentó un bombero a otro -.

De buena gana prohibiría a mis hijos que salgan de casa.

Ambos menearon la cabeza, atentos al equipo técnico que se esforzaba en desenmarañar la masa de acero para poder remolcar los dos coches y despejar el carril.

Una cámara de televisión filmó toda la maniobra.

A todos sorprendió que el Mercedes hubiera quedado tan destruido.

Pero era un modelo antiguo, y debió de chocar con el Lincoln en un mal ángulo.

De haber sido un coche de chapa más fina, habrían muerto los cuatro pasajeros y no sólo Phillip.

La otra conductora, aún trastornada, se había sentado en el arcén y recibía el consuelo de una desconocida.

Llevaba un vestido negro y una capa blanca.

Estaba desgreñada y pálida, pero no se le apreciaban manchas de sangre.

Incluso la capa blanca se conservaba impoluta, lo cual era casi incongruente habida cuenta de la condición en que quedaron los jóvenes del Mercedes.

– ¿No deberían reconocerla en el hospital? -preguntó un bombero a un agente policial.

– Dice que se encuentra bien.

No hay heridas externas.

Ha tenido una suerte insólita, aunque está muy trastornada.

La muerte del chico la ha afectado terriblemente.

Enseguida la acompañaremos a casa.

El bombero asintió, estudiándola desde lejos.

Era una mujer atractiva y elegantemente vestida que rondaba los cuarenta.

Dos mujeres estaban pendientes de ella y alguien le había ofrecido una botella de agua.

Vertía sus lloros silenciosos en un pañuelo y sacudía la cabeza, incapaz de creer lo que había sucedido.

¿Tiene idea de lo ocurrido? -preguntó un periodista a un bombero.

El hombre se encogió de hombros.

No simpatizaba con los medios de comunicación, y menos con su interés morboso por las desgracias ajenas.

Estaba muy claro lo que había ocurrido.

Se había malogrado una vida, o quizá dos, si Allyson no había resistido.

¿Qué quería saber aquel sujeto, el porqué, el cómo? ¿Acaso importaba? Quienquiera que fuese el responsable del accidente, los resultados no iban a alterarse.

El bombero dio una respuesta evasiva, y se fue a reunir con un colega.

– Parece que ambos vehículos han invadido la línea continua.

– Eso era lo que acababa de comentarle la policía-.

Te distraes un segundo y…

Al final fue el coche de la señora el que más invadió el carril contrario, pero ella niega haber provocado el accidente.

Y no hay razón para dudar de sus palabras.

Es Laura Hutchinson -concluyó, impresionado.

El otro bombero enarcó las cejas.

– ¿La esposa del senador John Hutchinson? Exacto.

– ¡Mierda! Imagínate si hubiese muerto -dijo el compañero, sin reparar en que ninguna vida valía más que otra-.

¿Crees que los chicos iban borrachos o drogados? -Quién sabe.

En el hospital lo averiguarán.

Podría ser.

Aunque quizá se trate de uno de esos enigmas que nunca se llegan a aclarar.

La posición de los coches no es muy reveladora que digamos, y apenas queda nada en lo que basarse.

Lo que quedaba estaba siendo descuartizado para facilitar su retirada.

También habían empezado a limpiar con mangueras el aceite y los restos pequeños, así como la sangre desparramada sobre el asfalto.

Pasaría todavía un par de horas antes de que se restableciera el tránsito en el puente, e incluso entonces sólo se abriría un carril en cada dirección, hasta el amanecer, cuando remolcarían los últimos restos para proceder a su examen.

El equipo de televisión se disponía a partir.

El espectáculo había terminado, y la mujer del senador había rehusado hacer ninguna declaración sobre la muerte del muchacho.

La patrulla de carreteras la había protegido discretamente.

Eran las doce y media cuando al fin la llevaròn a su casa, un edificio de Clay Street, en San Francisco.

Su marido estaba en Washington y ella había asistido a una fiesta en Belvedere.

Sus hijos dormían.

El ama de llaves abrió la puerta, y se echó a llorar al ver la faz demacrada'de su señora y enterarse de la historia.

Laura Hutchinson agradeció las atenciones recibidas e insistió en que no juzgaba necesario ir al hospital.

Prometió que, si por la mañana notaba alguna anomalía, acudiría a su médico particular.

También hizo prometer al policía que la había escoltado que le telefonearía para informarla del estado de los jóvenes.

Sabía ya que el conductor había muerto, pero aún no le habían dicho que Allyson tenía pocas probabilidades de sobrevivir.

Los agentes se habían compadecido de ella al verla tan rota, asustada y desesperadamente hundida.

Había llorado profusamente cuando cubrieron el cadáver de Phillip para llevárselo.

Tenía tres hijos y la idea de que un adolescente muriera de forma tan brutal le resultaban insoportable.

El policía le sugirió que tomara un sedante, o por lo menos que bebiera unos tragos de licor fuerte.

Parecía necesitarlo, y no creía que el senador desaprobase su consejo.

– No he probado alcohol en toda la noche -dijo la dama con cierto nerviosismo-.

Nunca bebo cuando salgo sola -agregó.

– Creo que le haría bien, señora.

¿Quiere que le sirva una copa? Ella vaciló, pero el hombre intuyó que aceptaría y, dirigiéndose al mueble bar, le sirvió una buena ración de coñac.

Laura Hutchinson compuso una horrenda mueca al tragarlo, pero una vez lo hubo bebido le sonrió y le dio de nuevo las gracias.

Habían estado encantadores con ella durante todo el episodio, y le aseguró que el senador también les quedaría muy reconocido cuando le contase lo bien que la habían atendido.

– No tiene importancia -contestó el agente.

Se despidió respetuosamente y fue a reunirse con su compañero, que preguntó si a alguien se le había ocurrido hacer a la señora una prueba de alcoholemia, para excluir esa eventualidad en la investigación.

¡Por el amor de Dios, Tom! Esa mujer es la esposa de un senador, tiene los nervios destrozados por el accidente, ha visto morir a un muchacho y acaba de decirme que no ha probado una gota de alcohol en toda la velada.

Con eso me basta.

El otro agente desistió, pensando que su colega tenía razón.

En efecto, era la mujer de un senador, y no iba a salir medio beoda a la carretera para abalanzarse contra un grupo de jóvenes.

La gente no era tan irresponsable, y ella en particular parecía una persona estupenda.

– De todos modos le he servido un coñac en su casa, así que, aunque ahora quisieras hacerle el examen, sería demasiado tarde.

La pobrecilla necesitaba una bebida fuerte.

Creo que le ha sentado muy bien.

– A mí tampoco me iría mal -bromeó Tom-.

¿Me has traído un poco de ese coñac? -Venga ya.

Conque prueba de alcoholemia, ¿eh? -dijo, riéndose, el primer policía-.

¿Algo más? Podría haberle tomado las huellas dactilares.

– ¡Desde luego! Seguro que el senador nos recomendaría para un ascenso.

Ambos policías soltaron una risotada y se internaron en la noche.

El turno estaba resultando extenuante, y sólo era la una y media de la madrugada.

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