Capítulo 9

No lo conocía mucho, pero este hecho no me pareció muy importante cuando subió la mano por mi pierna. Y todavía menos cuando su boca siguió el mismo camino.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Cuando Daniel llegó a su casa, en lugar de encontrarla oscura y dormida, vio que varias ventanas estaban iluminadas. Samuel lo recibió en la puerta.

– Nunca adivinaría qué, milor -declaró el criado antes siquiera de que Daniel se hubiera quitado el sombrero.

«¡Oh, oh!» El hecho de que el animal que Samuel hubiera rescatado en esa ocasión mereciera que lo esperara despierto no pintaba nada bien.

– No me lo imagino -murmuró Daniel, preparándose para la noticia-. ¿Qué has traído a casa esta vez?

Samuel tragó saliva de una forma ostentosa.

– Se trata de… una fémina.

– ¿Una fémina de qué especie? ¿Una ardilla? ¿Una coneja?

¡Santo cielo! Esperaba que no fuera otra coneja. La última que Samuel recogió dio a luz al poco tiempo y, ahora, ella y todas sus crías vivían en su casa de campo, en Meadow Hill. Seguro que su propiedad estaba infestada de múltiples generaciones de aquellas criaturas peludas y de cola de algodón.

Samuel negó con una sacudida de la cabeza…

– No, milor. Sólo es una… chica. -Se aclaró la garganta-. De la especie d' hembra humana.

Daniel contempló a su criado, cuyas mejillas estaban encendidas, pero antes de que pudiera hablar, Samuel añadió a toda prisa:

– La encontré acurrucada en un callejón, milor. Llorando estaba. Al principio se creía que yo iba' hacerle daño. -Los ojos de Samuel despidieron chispas-. Ya se l' habían hecho.

Daniel apretó las mandíbulas.

– ¿Está muy grave?

– Tiene los ojos morados, algunos cortes y muchos cardenales. Consiguió escapar antes de que el cerdo que l' había cogido l' hiciera más daño. -Apretó los labios y su voz se convirtió en un susurro-. Pero l' habían hecho daño antes, milor. Yo… me di cuenta.

A Daniel se le formó un nudo en el estómago. Sí, por desgracia, Samuel sabía de aquel tema.

– ¿Dónde está? ¿Necesita un médico?

– Está acurrucada en el sofá del salón. Creo que alguien debería mirarle los cortes, pero cuando mencioné a un médico se puso nerviosa y se negó. Está claro que no quiere que ningún hombre la toque, milor, y no la culpo d' ello. Me costó un poco convencerla pa que viniera aquí conmigo. Pero como Mary y la cocinera ya s' han ido a sus casas a dormir, en la casa sólo hay hombres.

Daniel asintió con lentitud.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Katie Marshall, milor.

– ¿Y cuántos años tiene la señorita Marshall?

– Diecinueve. -Samuel miró con fijeza a Daniel. Es una chica decente, milor. Pasó tiempos duros cuando, hace unos meses, la familia para la que trabajaba la despidió. Desde entonces ha intentado encontrar trabajo. Había oído decir q' una familia necesitaba una sirvienta y se dirigía a la casa cuando el muy cerdo l' agarró. Le robó el poco dinero que tenía e intentó robarle algo más. -Los ojos de Samuel despidieron destellos-. Luchó contra él, sí, señor, y s' escapó.

– Bien por ella -comentó Daniel en voz baja-. Será mejor que hagamos venir a alguien, a una mujer, lo antes posible. La casa de lady Wingate es la más cercana. Ve allí y pregúntale si puede venir su doncella. Después, ve a buscar a Mary y a la cocinera. Y… Samuel…

– ¿Sí, milor?

– Afortunadamente, necesito otra sirvienta.

En lugar de esbozar su habitual y breve sonrisa, Samuel asintió con solemnidad.

– Gracias, milor. Es usté el mejor de los hombres.

Como siempre, la gratitud de Samuel y la buena opinión que tenía de él avergonzaron a Daniel. Él no era el mejor de los hombres, de eso estaba seguro. Pero quizá -sólo quizá- con la ayuda de Samuel, estaba compensando parte de sus errores pasados.


Carolyn, cansada e inquieta después de la fiesta, se sintió aliviada al llegar a casa. Después de entregarle el chal de cachemira a Nelson, su mayordomo, y darle las buenas noches, se dispuso a subir las escaleras, decidida a acostarse y caer en un sueño profundo.

Sola.

Sí, estaba sola.

Frunció el ceño. No estaba sola, sólo… sin él. Tenía años enteros de recuerdos que la acompañaban. Por no mencionar a su hermana y sus amigas. ¡Claro que no estaba sola!

Aun así, la persistente y molesta pregunta que rondaba por el fondo de su mente la atormentaba: ¿había hecho lo correcto rechazando la oferta de lord Surbrooke?

«Sí», insistió su sentido común.

«No», replicó su corazón.

Había subido la mitad de las escaleras cuando la campanilla que indicaba que alguien había abierto la verja del jardín tintineó. Segundos más tarde, el sonido del llamador de bronce de la puerta retumbó en la casa. Sorprendida, Carolyn se dio la vuelta y miró al igualmente sorprendido Nelson, quien todavía estaba en el vestíbulo con el chal en las manos.

– ¿Quién llamará a estas horas? -preguntó Carolyn, incapaz de ocultar la preocupación de su voz.

Sin duda algo iba mal. Las personas no llamaban a las casas ajenas a la una de la madrugada porque todo fuera bien.

Antes de abrir la puerta, Nelson miró al exterior por uno de los estrechos cristales que flanqueaban la puerta de roble.

– Se trata de Samuel, el criado de lord Surbrooke -informó a Carolyn.

Ella se agarró al pasamano mientras todo su cuerpo se ponía en tensión a causa de la preocupación. Cielo santo, ¿le habría ocurrido algo a lord Surbrooke?

– Hágale entrar -declaró, obligando a sus palabras a sortear el nudo de miedo que atenazaba su garganta.

Carolyn bajó las escaleras con rapidez.

Nelson dejó entrar a un joven guapo, alto y jadeante que, de una forma clara, se tranquilizó al verla. El joven explicó, con voz entrecortada y acelerada, que había encontrado a una joven herida, que la había llevado a la casa de lord Surbrooke y que ella se negaba a ver a un médico.

– Necesita a una mujer, milady, si usté m' entiende. Su señoría m' ha enviado a buscar a su doncella. A ver si la puede ayudar.

– Claro -respondió Carolyn mientras el alivio de que no fuera lord Surbrooke quien estaba herido chocaba con la compasión que sentía por la joven.

Carolyn se volvió hacia Nelson.

– Despierta a Gertrude. En cuanto se haya vestido, acompáñala a la casa de lord Surbrooke. Yo voy allí, ahora, con Samuel.

Para sorpresa de Carolyn, lord Surbrooke en persona abrió la puerta de su casa. Su impecable aspecto habitual dejaba mucho que desear. Tenía el pelo alborotado, como si se hubiera pasado los dedos repetidas veces por los mechones castaño oscuro. Se había quitado la chaqueta y el fular y se había arremangado las mangas de la camisa dejando a la vista unos antebrazos musculosos y cubiertos de un vello oscuro. Ella nunca lo había visto tan… desarreglado. Carolyn se quedó boquiabierta y momentáneamente aturdida.

Un fuerte maullido la sacó de su estupor y Carolyn bajó la vista hacia una gata negra que se restregaba contra las botas de lord Surbrooke. Una gata negra que la miró y parpadeó. Con un solo ojo.

Carolyn volvió a desviar la mirada hacia lord Surbrooke, y se dio cuenta de que él parecía sentirse tan sorprendido de verla a ella en el vestíbulo de su casa como ella lo estaba de verlo a él. Después de darse una severa sacudida mental, Carolyn declaró:

– Samuel me ha explicado la situación y mi doncella está de camino, pero he creído que yo también podía ser de ayuda. Como hija de un médico y hermana mayor de una niña que se hacía arañazos constantemente, soy bastante hábil en estos asuntos.

– Gracias -contestó lord Surbrooke mientras se pasaba las manos por el cabello-Por lo que Samuel me ha contado, las heridas de la señorita Marshall no son graves, pero sería mejor que alguien les diera una ojeada.

– ¡Sí, claro! ¿Dónde está?

– En el salón. He preparado algunos artículos de primeros auxilios, como vendas, agua y ungüento y los he dejado junto a la puerta. -Se volvió hacia Samuel-. No he querido entrar para no asustarla. Será mejor que entremos todos juntos. Después de presentarnos, puedes ir a buscar a Mary y a la cocinera.

Cuando lord Surbrooke abrió la puerta del salón, Carolyn vio a una joven acurrucada en el sofá, delante del hogar. La joven se incorporó. Una mezcla de compasión y rabia recorrió el cuerpo de Carolyn cuando vio los oscuros morados que desfiguraban a la muchacha. Samuel enseguida se colocó junto a ella.

– Éste es lord Surbrooke -declaró el joven criado con dulzura acuclillándose delante de la muchacha pero sin tocarla-. No tienes que temer nada d' él, ni de nadie en esta casa. El señor es quien me salvó y m' ha prometido que también t' ayudará a ti. Te dará un empleo aquí, en su magnífica casa, como doncella. Su amiga, lady Wingate, es una dama muy buena y amable. Te cuidará hasta que llegue su doncella. Tienes mi palabra de que estás en buenas manos, Katie.

Katie desvió su asustada mirada hacia Carolyn y lord Surbrooke y asintió con la cabeza.

– Gra… cias.

– De nada -contestó lord Surbrooke.

Entraron los artículos de primeros auxilios y los dejaron en la mesa que había junto al sofá. Carolyn se fijó en que la habitación, con sus paredes forradas de una tela de seda de color verde pálido estampada con paisajes pastoriles, sus cortinajes de terciopelo y sus muebles de caoba reflejaba un gusto sobrio y elegante. Eso le pareció interesante y sorprendente, pues ella esperaba que la casa de un hombre soltero estuviera decorada con cabezas de animales disecados en lugar de elegantes pinturas.

Durante unos instantes, un bonito cuadro de gran tamaño que colgaba encima de la chimenea llamó su atención. Representaba a una mujer ataviada con un vestido azul. La mujer estaba de espaldas, en la terraza de una gran casa solariega, y sólo se veía un trozo del perfil de su cara. Tenía una mano apoyada en la barandilla de piedra de la terraza y, con la otra, se protegía la vista del brillante sol mientras contemplaba el extenso y cuidado jardín inglés, que estaba en plena floración. Una brisa invisible hacía ondear el dobladillo de su vestido y un mechón de su cabello castaño claro. Al fondo del cuadro y de pie en el jardín, se vislumbraba la figura de un hombre. Carolyn tuvo la indudable sensación de que, aunque el hombre estaba rodeado de la belleza del jardín, lo único que veía era a la mujer de la terraza.

Lord Surbrooke y Samuel se fueron dejándola a solas con Katie. Carolyn le sonrió de una forma tranquilizadora e hizo lo posible por ocultar la compasión que la embargaba. ¡Santo cielo, la pobre muchacha era un amasijo de cortes y morados!

– Mi padre es médico y aprendí mucho de él -declaró Carolyn con voz suave mientras sumergía un paño limpio en un cuenco de cerámica lleno de agua tibia-. Si te parece bien, me gustaría limpiarte y, después, aplicar ungüento y vendas a los cortes más graves. Te prometo actuar con delicadeza. -Escurrió el trapo y extendió el brazo-. ¿Puedo?

Katie titubeó y después asintió.

Carolyn se puso manos a la obra. En primer lugar, limpió la suciedad de las manos de Katie. La muchacha tenía numerosos cortes en las palmas y los dedos los nudillos, en piel viva; y las uñas, rotas.

– ¿Esto te pasó cuando te enfrentaste al ladrón? -preguntó Carolyn mientras aplicaba ungüento en la piel rasgada de los nudillos de Katie.

Hacía ya mucho tiempo que había aprendido de su padre que hablar de algo intrascendente con el paciente ayudaba a que éste no pensara en sus heridas.

– Sí, milady.

– Eres muy valiente. Y por el aspecto de los nudillos le diste al rufián unos buenos golpes.

– Unos cuantos, pero no fueron suficientes. De todos modos consiguió escapar con todo mi dinero, aunque era poco. -Mientras Carolyn continuaba con sus cuidados, Katie susurró con voz temblorosa-: ¿Cree que Samuel tiene razón? ¿Que lord Surbrooke me contratará? Me cuesta creerlo, con todos estos cortes y morados. -Sus ojos hinchados se llenaron de lágrimas-. M' he mirado al espejo y sé que tengo un aspecto horrible.

– Estoy segura de que Samuel no lo habría dicho si lord Surbrooke no se lo hubiera asegurado. Y, en cuanto a los cortes y los morados, se curarán.

Al oír estas palabras, Katie pareció relajarse un poco.

– Cuando Samuel entró en el callejón, no podía creérmelo. Al principio, pensé qu' era otro atracador o que quería hacerme daño, como suelen hacer los hombres. Sin embargo, resultó ser un ángel.

– Le he oído decir que a él lo salvó su señor. ¿Sabes a qué se refería?

– ¡Oh, sí, milady! Samuel me lo contó todo en el carruaje que alquiló para que nos trajeran aquí. Estuvo hablando durante todo el camino. Nunca en mi vida había conocido a un hombre que hablara tanto. Normalmente, es imposible sacarles más d' una palabra o un gruñido.

Carolyn se acordó de su amable aunque taciturno padre y sonrió.

– Los hombres pueden ser frustrantemente poco comunicativos -corroboró.

Katie asintió con la cabeza.

– Sí, milady. Pero Samuel no es así. Me lo contó todo sobre aquella noche fría y lluviosa en Bristol. Me contó que estaba enfermo y hambriento y que intentó robar al conde. ¿Se lo imagina? Pero no lo consiguió porque se desmayó. Justo a los pies del conde. Pero, en lugar d' entregarlo a la policía o dejarlo en la calle, como habría hecho cualquier otra persona, el conde cogió a Samuel en brazos y lo llevó a la posada en la que se hospedaba. ¿No le parece increíble?

Antes de que Carolyn pudiera responderle que sí, que, en efecto, le parecía increíble, Katie continuó:

– El conde llamó a unos médicos y s' aseguró de que se curaba. Y, cuando se curó, l' ofreció un empleo. Con la condición de que Samuel no volviera a robar. Y no lo ha hecho. ¡Ni una vez! Si alguien me contara esta historia no la creería, pero algo en Samuel m' inspira confianza. Y, por cómo m' ha ayudado, lo creo.

Carolyn levantó la vista del vendaje que estaba aplicando a la mano de Katie mientras aquella sorprendente información daba vueltas por su cabeza.

– Y ahora lord Surbrooke también te ha ofrecido un empleo a ti.

– Eso parece. Gracias a Samuel.

Una vez hubo terminado con las manos de Katie, Carolyn humedeció un trapo limpio y limpió con suavidad la cara de la joven.

– ¿Cuánto tiempo lleva Samuel trabajando para lord Surbrooke? -preguntó Carolyn.

– Cerca d' un año. Me contó maravillas de lord Surbrooke. No sólo de cuando lo salvó, sino también de los perros.

– ¿Los perros? -repitió Carolyn, desconcertada.

– Los llamó Rabón, Paticojo y Gacha. Por los… problemas que tienen.

– ¿Problemas?

– Sí, milady. Rabón perdió su cola, Paticojo perdió una pata y Gacha sólo tiene una oreja, y ésta la tiene…

– ¿Gacha? -probó Carolyn.

– Sí. Todos eran abandonados o los habían dado por muertos. Samuel encuentra a las pobres bestias y las trae a su señoría y juntos las salvan.

La sorpresa de Carolyn aumentaba por momentos. No tenía noticia de ese aspecto del carácter de lord Surbrooke, de que no sólo había salvado a un antiguo ladrón, sino que le había abierto las puertas de su casa y que, ahora, había hecho lo mismo con Katie. Y que también ayudaba a rescatar animales heridos o abandonados. Ella creía que lord Surbrooke no era más que un caballero ocioso que sólo se preocupaba por su propio placer.

Estaba tan sorprendida que no pudo evitar comentarlo en voz alta.

– No tenía ni idea de que lord Surbrooke dedicara su tiempo y su dinero a esos fines.

– Es sorprendente -ratificó Katie. Entonces sus facciones se endurecieron-. Por lo que he visto, no muchos hombres en su posición lo harían.

Carolyn no pudo desmentir su afirmación.

– ¿Qué más te contó Samuel?

– Que acababa d' encontrar otro cachorro y que l' había puesto de nombre Pelón. Y que tienen más perros, pero como son tantos, viven en la casa solariega del señor, en Kent. Y también están los gatos, Guiños y Ladeo.

Carolyn se acordó del gato con un solo ojo que había visto en el vestíbulo.

– Creo que ya conozco a Guiños. ¿Y qué le pasa a Ladeo?

– Una pata más corta que las otras, creo. Además de los gatos, también han recogido a unas cuantas ardillas y a una coneja, que enseguida tuvo varias crías.

– Debió de ser toda una sorpresa -declaró Carolyn, sonriendo mientras aplicaba ungüento en un corte superficial que Katie tenía en una ceja.

– Desde luego. Y también está el loro. Se llama Picaro, pero no sé por qué lo llaman así. Llegamos aquí antes de que Samuel pudiera contármelo.

– Da qué pensar -murmuró Carolyn.

Katie realizó una mueca de dolor cuando Carolyn le aplicó ungüento en un morado que tenía en la mejilla.

– Lo siento -se disculpó Carolyn-. ¿Te duele mucho?

El morado, hinchado y de color oscuro, se veía tierno y doloroso.

– No, milady. Al menos no tanto como algunos cortes que he recibido en otros momentos de mi vida.

A Carolyn el estómago le dio un vuelco al oír las terribles palabras de Katie. Antes de que pudiera recuperar la voz, alguien llamó a la puerta. Lord Surbrooke entró, seguido de Gertrude, la doncella de Carolyn, cuyas facciones maternales se oscurecieron de preocupación cuando vio a Katie.

– Katie, ésta es Gertrude, mi ama de llaves -declaró Carolyn-. Hace años que cuida de mí y es una de las personas más amables que conozco.

– Te he traído una de mis batas para que estés cómoda, querida -declaró Gertrude. Unos mechones grises sobresalían de su gorra que, evidentemente, se había puesto a toda prisa-. Después me encargaré de que te laven la ropa.

Katie pestañeó con sus hinchados párpados.

– Nadie m' había servido nunca.

– Le he dado instrucciones a Barkley, mi mayordomo, para que te lleve a una de las habitaciones de los invitados -declaró lord Surbrooke-. Te enviaré a mi sirvienta en cuanto llegue y le diré a la cocinera que te prepare un calcio.

– No se preocupe, milord, estaremos bien -declaró Gertrude ayudando a Katie a levantarse-. Yo me encargaré de la joven.

Barkley estaba es posición de firmes junto a la puerta. Sin duda, le habían advertido acerca del rechazo que Katie sentía hacia los hombres que no conocía, pues no realizó ningún intento de ayudarla. Sólo guió a Gertrude y a Katie a la habitación.

Carolyn, de pie junto a la chimenea, contempló cómo lord Surbrooke cerraba la puerta del salón cuando los demás salieron. El suave chasquido que se produjo reverberó en la silenciosa habitación. Durante varios segundos, él permaneció de cara a la puerta, con la cabeza inclinada, como si sostuviera una carga demasiado pesada. Se volvió y su mirada se encontró con la de Carolyn. Tocias las cosas inesperadas que Katie le había contado cruzaron por la mente de ella, quien se sintió como si lo viera por primera vez.

El se pasó las manos por la cara y esbozó un amago de sonrisa.

– Una noche llena de incidentes.

– Sí…

Su respuesta se fue apagando a medida que él se acercaba a ella con lentitud, deteniéndose cuando apenas los separaba la distancia de un brazo. El cuerpo de Carolyn pareció estirarse hacia el de lord Surbrooke, así que ella afianzó los pies en el suelo para evitar avanzar hacia él eliminando el espacio que los separaba y que parecía, a la vez, excesivo e insuficiente. Estaba a punto de apretar los puños para no apartarle el mechón de pelo que caía sobre su frente, cuando él le cogió las manos con dulzura.

La calidez envolvió los dedos de Carolyn. La sensación de las manos desnudas de él en contacto con las de ella envió oleadas de placer por todo su cuerpo.

– Gracias -declaró él con sus ojos azules y serios fijos en los de ella-. Ha sido muy amable ayudándonos.

– Ha sido un placer. ¡Esa pobre muchacha…! Tiene mucha suerte de que sus heridas no hayan sido más graves. -Su mirada buscó la de lord Surbrooke-. ¿Va a contratarla usted como sirvienta?

– Así es.

– ¿Necesita usted otra sirvienta?

Lord Surbrooke se encogió de hombros.

– En una casa de este tamaño siempre va bien un poco más de ayuda.

El tono despreocupado de su contestación le demostró a Carolyn lo que ella ya sospechaba: que él no necesitaba otra sirvienta. Sin embargo, estaba dispuesto a ofrecerle un empleo a una joven desafortunada. Algo en el interior de Carolyn pareció transformarse, pero antes de que pudiera definir aquella sensación, él le apretó las manos con suavidad y después se las soltó. Ella enseguida echó de menos la calidez de su piel contra la de ella.

– ¿Quiere regresar ya a su casa? -preguntó él.

El sentido común de Carolyn le indicaba que se fuera, que había hecho todo lo que podía hacer para ayudar y que había llegado la hora de irse. Pero su mente hervía de curiosidad con montones de preguntas que quería formularle a él acerca de sí mismo. Evidentemente, había juzgado mal al menos ciertos aspectos de su carácter. ¿En qué más se había equivocado? Sólo había una forma de averiguarlo. Y ella quería descubrirlo con todas sus fuerzas.

– Me quedaré con Gertrude hasta que su cocinera y su sirvienta lleguen -declaró Carolyn.

Por la expresión de él, Carolyn no supo si su decisión lo complacía o no. Un telón parecía haber caído sobre sus facciones.

– ¿Puedo ofrecerle una bebida? -preguntó él, dirigiéndose a una mesa de caoba en la que había tres licoreras de cristal-. Me temo que no puedo ofrecerle un té hasta que llegue la cocinera, pero, si le apetece, tengo coñac, oporto y jerez.

Más por tener algo que hacer con sus inquietos dedos que porque quisiera beber, Carolyn respondió:

– Jerez, por favor.

Tras servir las bebidas, él volvió junto a ella y levantó su copa.

– Por… los vecinos. Y la amistad. Tiene usted mi gratitud por responder a mi petición de ayuda. Sobre todo a una hora tan intempestiva.

Ella chocó el borde de su copa con la de él y el tintineo del cristal resonó en la habitación.

– No me ha supuesto ningún esfuerzo. Todavía no me había retirado.

Él deslizó la mirada por el vestido de color aguamarina que Carolyn llevaba puesto, que era el mismo que vestía en la velada de los Gatesbourne.

– Ya veo. ¿Nos sentamos?

La idea de sentarse con él en aquel acogedor sofá de aquella acogedora habitación le resultaba demasiado… acogedora. Y tentadora.

– En realidad, me siento… -«Demasiado atraída hacia ti»- un poco inquieta.

Lo cual era cierto, aunque su inquietud no tenía nada que ver con aplicar ungüento y vendas y todo con él.

– Inquieta. Sí, yo también. -Daniel titubeó durante varios segundos y después sugirió-: ¿Y un paseo por el invernadero?

Esa idea parecía bastante segura.

Desde luego, más segura que la tranquila intimidad del salón al calor del hogar.

Después de todo, ¿qué podía suceder en una habitación llena de plantas?

Carolyn sonrió.

– Un paseo por el invernadero suena de maravilla.

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