Capítulo 12

Las incómodas sacudidas que normalmente se sufren cuando se viaja en carruaje se convirtieron en los botes más deliciosos cuando la erección de mi amante estaba hundida en mi interior.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


– ¿Estás herida? -preguntó Daniel mientras su mirada examinaba con ansiedad el rostro asombrado de Carolyn.

Ella dijo que no con un movimiento de la cabeza y el profundo alivio que Daniel experimentó lo hizo sentirse aturdido.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

– Estoy bien.

En realidad, no estaba nada bien. Aquel disparo había pasado rozando a Carolyn. Apenas unos centímetros y…

Daniel acalló aquel terrible pensamiento.

– Tenemos que entrar en la casa. ¡Rápido!

Cogió la mano de Carolyn y, cubriéndola con su cuerpo, la apremió para que corriera hacia la entrada principal. Casi habían llegado cuando la puerta de roble se abrió y en el umbral apareció el mayordomo, con unos ojos abiertos como platos.

– ¿Qué…?

Carolyn y Daniel entraron a toda prisa en el vestíbulo interrumpiendo la frase del mayordomo y Daniel cerró la puerta tras ellos a toda velocidad. A continuación, se volvió hacia Carolyn y la agarró por los hombros.

– ¿Estás segura de que estás bien? -le preguntó, incapaz de borrar de su mente la aterradora imagen de la bala hundiéndose en ella.

– Estoy bien. Trastornada e impresionada, pero ilesa.

Carolyn le presentó a su mayordomo, quien preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Alguien ha realizado un disparo desde el parque -explicó Daniel con voz grave-. Casi le dio a lady Wingate.

La cara de Nelson se volvió del color del yeso.

– ¡Santo Dios! -Deslizó la mirada por el cuerpo de Carolyn, como si quisiera asegurarse de que no estaba herida. Después, la rabia brilló en sus oscuros ojos-. Primero el asesinato de lady Crawford y ahora esto. ¡Es terrible en lo que se ha convertido el mundo! Los ladrones atacan a la gente inocente. ¡Y nada más y nada menos que a las damas! ¡Es increíble!

– Sí -confirmó Daniel. Un músculo se agitó en su mandíbula. De repente se le ocurrió la idea de que el disparo no era obra de ningún ladrón-. Hay que avisar a las autoridades -le indicó a Nelson-. El señor Rayburn, el comisario, asistió a la velada de los Gatesbourne esta noche. Búsquelo allí primero.

– Sí, milord. Iré allí de inmediato -declaró Nelson.

Entonces miró a Carolyn y titubeó.

– Yo me quedaré aquí con lady Wingate hasta que usted regrese -lo tranquilizó Daniel-. No permitiré que sufra ningún daño. Y para que a usted tampoco le ocurra nada malo, vaya a mi casa y dígale a Samuel que lo acompañe.

– Sí, milord.

– ¿Va usted armado, Nelson?

El mayordomo se inclinó y dio unos golpecitos en el lateral de su bota.

– Siempre llevo un puñal conmigo, milord.

Cuando Nelson se marchó, Daniel cerró la puerta con llave tras él, apoyó las manos en la puerta y respiró varias veces para tranquilizarse, pero, por desgracia, no lo consiguió. ¡Maldición, casi la habían matado! Y por su culpa.

Sintió que ella apoyaba una mano en su espalda y se dio la vuelta. La mera visión de Carolyn frente a él, con sus bonitos ojos nublados por la preocupación, casi lo hizo caer de rodillas. Un escalofrío recorrió su espalda mientras revivía el sonido del disparo seguido del horrible c impensable resultado que podía haber ocurrido.

Carolyn apoyó la palma de su mano en la mejilla de Daniel.

– ¡Se te ve tan pálido, Daniel! ¿Estás seguro de que no te han herido?

El sonido de su nombre en los labios de Carolyn, el contacto de su mano en su mejilla y la preocupación de sus ojos amenazaron con descomponerlo.

– No estoy herido. -Giró la cara para estampar un beso en la palma de la mano de Carolyn-. Pero tengo que hablar contigo sobre lo que ha ocurrido.

– De acuerdo. Vayamos al salón.

Carolyn lo cogió de la mano y lo condujo a lo largo del pasillo. Una vez en el salón, se dirigieron a la chimenea, donde ardía un pequeño fuego. Carolyn se sentó en el sofá, pero Daniel se sentía demasiado inquieto para sentarse, así que paseó por la habitación con todos sus músculos en tensión y la mente en un torbellino.

Cuando pasó junto a Carolyn, ella alargó el brazo y lo cogió de la mano.

– Daniel, ¿qué pasa?

Él la miró y el nudo de miedo y rabia que se había alojado en su garganta cuando oyó el disparo amenazó con ahogarlo.

– Lo que ocurre -contestó Daniel con toda la calma que pudo conseguir -es que casi te matan.

– A ti también. -Carolyn esbozó una sonrisa temblorosa-. Por suerte, la única víctima ha sido mi jarrón. Seguro que ha sido un accidente. Un tiro errante realizado por algún borracho.

Daniel negó con la cabeza.

– No creo que se tratara de un accidente, Carolyn. Estoy convencido de que el disparo iba dirigido a mí. ¡Y casi te mata a ti!

Ella frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir? Si alguien hubiera querido robarte, no te habría disparado desde el otro lado de la calle.

– Esa persona no intentaba robarme. Estoy casi seguro de que pretendía matarme.

El miedo y el horror hicieron que Carolyn abriera los ojos desmesuradamente.

– ¿Quién querría hacer algo así? ¿Y por qué?

Incapaz de quedarse quieto, Daniel se soltó de la mano de Carolyn y siguió caminando mientras le contaba lo de su frustrada inversión en la empresa de lord Tolliver.

– En el baile de disfraces me amenazó, pero yo no hice caso de sus palabras por considerarlas el desvarío de un borracho. -Se detuvo delante de ella y la rabia volvió a extenderse por su interior-. Sin embargo, a juzgar por el disparo de esta noche, las amenazas de Tolliver no eran vanas. Y tú casi has sido la víctima de su venganza por lo que yo le hice.

¡Maldición, si Tolliver hubiera dañado aunque sólo fuera un pelo de la cabeza de Carolyn, lo habría perseguido y lo habría matado sin el menor remordimiento! De hecho, le costaba un gran esfuerzo no hacerlo y permitir que las autoridades atraparan a aquel cerdo.

Daniel se sentó al lado de Carolyn, en el sofá, y le cogió las manos entrelazando sus dedos con los de ella. Él no era un hombre religioso; de hecho, no había rezado una oración desde que tenía ocho años, cuando aprendió, dolorosamente, que ningún ser superior escuchaba sus invocaciones. Sin embargo, no podía detener el mantra que retumbaba en su mente: «Gracias por salvarla. Gracias por no llevártela de mi lado.»

Devoró a Carolyn con la mirada y tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Lo siento, Carolyn. Siento que algo tan desagradable te haya afectado. Siento que sea culpa mía y siento haber subestimado a Tolliver. No tenía ni idea de que fuera tan osado y tan temerario. Es un error que no volveré a cometer. Y tienes mi palabra de que no permitiré que te ocurra ningún daño.

– Daniel…

Carolyn separó una mano de las de Daniel y le apartó un mechón de pelo que había caído sobre su frente.

¿Cómo era posible que un gesto tan simple e inocente le produjera más placer del que le había producido la caricia más erótica de cualquier otra mujer?

– Tú no eres responsable de las acciones de los demás -declaró Carolyn con dulzura-, sólo de las tuyas. Sea lo que sea lo que lord Tolliver decida hacer, de ningún modo es culpa tuya. -Deslizó poco a poco las yemas de sus dedos por la mejilla de Daniel y a lo largo de su mandíbula-. Por favor, no te culpes.

Él le cogió la mano y la apretó contra su pecho, justo encima del lugar donde su corazón latía deprisa y con fuerza. Sus palabras… Maldición, ¿no eran acaso un bonito cuento de hadas? Él sabía de sobra el infierno que sus acciones podían causar. Las imágenes que siempre intentaba evitar invadieron su mente y él las apartó a un lado a la fuerza. Una muerte pesaba ya sobre su conciencia. No podía cargar con otra.

– Nunca me perdonaría que sufrieras ningún daño.

Sus palabras salieron de su garganta rasgadas, tensas, rotas. A Daniel no le extrañó, pues era así como se sentía. Algo inhabitual en él, pero el mero pensamiento de que Carolyn resultara herida, sobre todo por culpa de él, lo empujaba al borde de la sinrazón.

– Como ves, estoy perfectamente bien -lo tranquilizó ella-. Y, para mi gran alivio, tú también. Aunque debo decir que tienes aspecto de necesitar un coñac. Por desgracia, no tengo coñac en casa.

Él esbozó una media sonrisa forzada al percibir el obvio intentó de Carolyn de mejorar su estado de ánimo, pero sus emociones siguieron envueltas en un remolino de oscuridad.

– No quiero beber nada.

No, lo que quería era abrazarla, hundir su cara en el cálido y aromático hueco donde se unían su cuello y su hombro y respirar su olor. Durante horas. Días. Hasta que la imagen de aquella bala zumbando junto a su cara se borrara.

Carolyn extendió los dedos sobre el torso de Daniel y declaró:

– Temo por ti. Debes prometerme que serás muy prudente y cuidarás de ti mismo.

Carolyn miró su propia mano y su labio inferior tembló. Entonces miró a Daniel a los ojos y él sintió como si se estuviera ahogando.

– No soportaría que algo le pasara a mi…

– ¿Amigo? -sugirió él al ver que ella titubeaba.

– Sí, mi amigo. Y… mi amante.

Él cerró los ojos unos instantes saboreando sus palabras. A continuación levantó la mano de Carolyn y le dio un apasionado beso en la palma.

– Y tú debes prometerme lo mismo, mi muy apreciada amiga. Y amante.

– Te lo prometo.

Incapaz de resistir por más tiempo el ansia que lo atormentaba, Daniel la abrazó. Sólo pretendía darle un breve beso, pero en el instante en que sus labios rozaron los de ella, todo el miedo y la preocupación que se arremolinaban en su interior parecieron estallar. Su boca reclamó la de ella en un beso rudo y profundo cargado de desesperación. Fuera de control. Y completamente falto de refinamiento. Sus manos, en general firmes, temblaban mientras agarraban a Carolyn, incapaces de soltarla. O de acercarla lo suficiente a él.

El hecho de que casi la había perdido seguía resonando en su mente alimentando la necesidad urgente de abrazarla con más fuerza y besarla con más intensidad. Algo salvaje bramó en su interior, algo que no podía nombrar, pues nunca lo había experimentado antes. Algo que se estremecía debajo de su piel y lo llenaba, hasta la médula de los huesos, con la necesidad de abrazarla. Y protegerla.

En un rincón distante de su mente percibió que ella pronunciaba su nombre y le empujaba el pecho. Daniel levantó la cabeza c inhaló una bocanada de aire llenando sus ardientes pulmones. Ella lo observó con los ojos muy abiertos, los labios rojos e hinchados por el frenético beso, el pelo alborotado y el corpiño torcido debido a la agitación de sus manos.

Y la cordura volvió a él. Trayendo con ella una saludable ráfaga de enojo hacia sí mismo por su falta de control.

– Lo siento -se disculpó Daniel, obligando a sus brazos a soltarla-. No pretendía…

«Dejarme llevar por algo que no puedo explicar.»

– ¿Besarme hasta que los huesos se me derritieran? Créeme, no tienes por qué disculparte.

Carolyn se rozó los labios con la yema de los dedos y él se maldijo a sí mismo interiormente.

– ¿Te he hecho daño?

– No. Yo… simplemente no tenía ni idea de que pudiera inspirar una pasión tan desenfrenada.

Al oírla, la curiosidad se apoderó de Daniel. ¿Quería decir que no sabía que podía inspirar semejante pasión en él o en cualquier otro hombre?

Seguro que se refería sólo a él, pues Edward sin duda aprovechó cualquier oportunidad para demostrarle la pasión que podía inspirar con una simple mirada.

¿O no?

Daniel frunció el ceño, pero antes de que pudiera indagar más en este asunto, Carolyn se levantó y se arregló con rapidez el pelo y el vestido.

– Aunque no me apetecía nada detenerte, he oído que sonaba la campanilla de la verja, lo que significa que Nelson ha regresado.

Daniel se puso de pie de inmediato, sacó un puñal de su bota y se dirigió a la puerta. Con todos sus músculos en estado de alerta, examinó con cautela el pasillo y, cuando vio que Nelson entraba en el vestíbulo de la casa, se relajó. Cerró de nuevo la puerta del salón, volvió a introducir el puñal en su bota y regresó junto a Carolyn mientras se alisaba el pelo con la mano. ¡Maldición, no había oído la campanilla! No había sido consciente de nada salvo de ella. Tolliver podía haber entrado en la habitación y él no se habría enterado hasta que aquel bastardo le hubiera disparado.

– ¿Se me ve… desarreglada? -preguntó Carolyn, alisándose el vestido con las manos.

– Te ves… perfecta.

Y así era. Como una dama recatada cuyo sonrosado rubor y labios levemente hinchados le dieran el aspecto de un melocotón maduro que pidiera ser arrancado. En aras de la discreción, Daniel esperaba que la tenue luz del vestíbulo ocultara el color que sonrojaba las mejillas de Carolyn.

La siguió hasta el pasillo. Nelson los esperaba en el vestíbulo, con Charles Rayburn y, para sorpresa de Daniel, Gideon Mayne, el detective de Bow Street.

– ¿Dónde está Samuel? -preguntó Daniel.

– Regresó a su casa, milord, para asegurarse de que las señoras estaban a salvo -informó Nelson-. Le aseguramos que lady Wingate y usted estaban en buenas manos.

Daniel asintió con la cabeza y dirigió una mirada inquisitiva a Mayne.

– Todavía estaba con Rayburn en la residencia de los Gatesbourne cuando llegó su hombre -explicó Mayne en respuesta a la mirada de Daniel.

Daniel se dio cuenta de que los escrutadores ojos de Mayne tomaban nota de todos los detalles del aspecto de Carolyn y sus músculos se pusieron en tensión. Algo en aquel hombre y sus bruscos modales le desagradaba.

– He venido con Rayburn -prosiguió Mayne- para de terminar si el disparo de esta noche está relacionado, de alguna forma, con el asunto de lady Crawford.

Daniel arqueó las cejas.

– ¿Por qué cree eso?

La mirada impenetrable de Mayne no dejó entrever nada.

– Sólo es una corazonada.

– ¿Han descubierto quién la mató?

– Todavía no -contestó Mayne dirigiendo a Daniel una mirada escrutadora-, pero tengo plena confianza en que el caso se resolverá pronto.

– Yo no creo que el asesinato de lady Crawford y el disparo de esta noche estén relacionados -declaró Daniel.

– ¿Por qué? -preguntó Rayburn.

– Vayamos al salón, caballeros -intervino Carolyn.

Mayne pareció querer negarse a la propuesta, pero, al final, asintió brevemente. Nelson acompañó al grupo hasta el salón y desapareció. En cuanto la puerta se cerró tras él, Mayne le dijo a Daniel:

– Usted y lady Wingate dejaron la fiesta de los Gatesbourne por separado. ¿Cómo es que la acompañó usted a su casa?

Daniel no hizo caso de las insinuaciones que se reflejaban en la voz del detective.

– Una de mis empleadas se puso enferma y envié a mi criado para preguntarle a lady Wingate si su doncella podía ayudarnos. Lady Wingate fue tan amable de venir ella también.

– ¿Y dónde estaba la doncella cuando ustedes regresaban a la casa de lady Wingate? -preguntó Mayne, sin apartar la mirada de Daniel.

– Ella se ofreció a quedarse con mi empleada y yo acepté agradecido.

– Cuéntenos lo del disparo -lo apremió Rayburn.

Daniel repitió la historia del disparo que, por poco, había hecho blanco en Carolyn y después les explicó lo que había ocurrido entre él y Tolliver.

Cuando terminó, Mayne declaró:

– Si Tolliver es el responsable, podría querer matar a otros inversores además de a usted, y también al señor Jennsen. Como jennsen le aconsejó que no invirtiera, podría haber aconsejado lo mismo a otras personas. ¿Quién más estaba involucrado en el negocio?

– Sé que Tolliver esperaba que lord Warwick y lord Heaton participaran en su empresa, pero no sé cómo terminaron las negociaciones.

– Nos encargaremos de hacer las averiguaciones oportunas -declaró Rayburn-. Le aconsejo que, hasta que aclaremos este asunto, vaya con mucho cuidado, lord Surbrooke. Me alegro de que ninguno de ustedes resultara herido.

Como el detective y el comisario habían terminado lo que tenían que hacer, Carolyn los acompañó hasta el vestíbulo.

– Lo acompañaremos a su casa para que llegue sano y salvo, milord -declaró Rayburn-. Después, Mayne y yo iremos al parque para ver si encontramos alguna pista.

Lo último que quería Daniel era irse, pero objetar a la propuesta de Rayburn no haría más que levantar sospechas acerca de que Carolyn y él estaban… liados. Y, aunque personalmente no le importaba quién lo supiera, le había prometido a ella que sería discreto.

Aun así, le dolió no poder darle un beso de despedida. Lo único que podía ofrecerle era un aburrido «Buenas noches». No podía decirle las palabras que, de una forma inesperada, ardían en su lengua: «Te echaré de menos.»

¡Maldición! Nunca, ni siquiera una vez, había sentido el deseo de decirle algo así a una mujer. Quizá fuera mejor que no estuvieran solos, si no, tendría la tentación de soltarle todo tipo de tonterías. Aunque, por muy tonterías que fueran, no podía negarlas. Ni siquiera había salido de su casa y ya la echaba de menos. Echaba de menos hablar con ella. Tocarla. Besarla. Y ahora nueve largas horas se extendían delante de él sin que pudiera verla.

Realizó una inclinación formal, volvió a darle las gracias a Carolyn por su ayuda, reiteró que se sentía muy contento de que no hubiera resultado herida y le deseó buenas noches.

Daniel tuvo que obligar a sus piernas a alejarse de Carolyn. Y también tuvo que obligarse a no darse la vuelta con la esperanza de volver a verla durante el corto trayecto que realizó hasta su casa en compañía de Rayburn y Mayne.

Samuel lo recibió y, en cuanto la puerta de roble se cerró tras Daniel, su evidentemente nervioso criado le preguntó por qué el comisario y el detective lo habían acompañado a casa. Daniel le explicó la situación y terminó diciendo:

– Espero que Rayburn y Mayne encuentren al bastardo de Tolliver. -Daniel apretó los puños-. Si no, tendré que encontrarlo yo mismo.

– Puede contar conmigo para esto, milor -declaró Samuel, mientras sus ojos oscuros brillaban de rabia-. Quien quiera hacerle daño a usté tendrá que pasar sobre mí primero.

Como siempre, la lealtad de Samuel despertó un sentimiento de humildad en Daniel.

– Gracias, pero espero que no sea necesario. Rayburn y Mayne parecen muy competentes. Y decididos.

Sí, decididos a que él fuera sospechoso del asesinato de Blythe.

– Dime, ¿cómo está Katie?

– Todavía duerme. Gertrude está con ella.

– Entonces está en buenas manos. Deberías irte a dormir, Samuel. Tienes que descansar.

– Me iré a dormir, milor, pero dudo que consiga descansar. No puedo dejar de pensar en Katie.

Como Daniel tampoco conseguía dejar de pensar en Carolyn, también dudaba que él pudiera descansar. Después de desear buenas noches a Samuel, Daniel subió las escaleras que conducían a su dormitorio, pero en lugar de dirigirse a la cama se sirvió un coñac y se quedó frente a la chimenea mientras contemplaba las brasas que todavía ardían en el hogar.

Y lo único que vio fue a Carolyn. Su sonrisa. Su bonita cara. Sus preciosos y expresivos ojos. ¿Cuántas horas tendría que mirarla antes de que se cansara de hacerlo? ¿Cientos? ¿Miles? Un sonido grave escapó de su garganta. De algún modo, no podía imaginarse cansándose de mirarla. De oír su risa. De escuchar su voz.

¡Santo cielo, se estaba volviendo loco! ¿Cuándo la simple visión de una mujer, el sonido de su voz o su risa habían bastado para producirle semejante sensación de profunda satisfacción?

«Nunca», contestó de inmediato su voz interior.

La intensa atracción que sentía hacia ella parecía crecer momento a momento. Daniel cerró los ojos y recordó a Carolyn en el invernadero. Con el vestido arremangado, las piernas abiertas y el sexo brillando de necesidad. Su miembro se hinchó y Daniel soltó un gemido. ¡Maldita sea, todavía notaba su sabor en la lengua! ¡Y por Dios que ansiaba tenerla debajo de él, encima de él, abrazada a él!

Pero también experimentaba el fuerte e inusual deseo de, simplemente, hablar con ella. Pasar tiempo con ella. Bailar con ella. Cogerla de la mano. Estar en la misma habitación que ella. Decirle cosas que nunca le había dicho a nadie. Daniel nunca había experimentado algo así antes y no estaba seguro de que le gustara. El sexo, el deseo y la lujuria eran cosas puramente físicas y nada complicadas, pero aquellos… sentimientos sin precedentes que Carolyn le inspiraba le resultaban sumamente complicados. Y peligrosos. Como si estuviera navegando por mares bravíos sin la ayuda de una embarcación.

Exhaló un suspiro y miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.

Sólo quedaban ocho horas y veintisiete minutos para que volviera a verla.

Soltó un gruñido y realizó un rápido cálculo mental. Entonces, por segunda vez aquella noche, se encontró rezando. En esta ocasión para que los siguientes quinientos siete minutos pasaran muy, muy deprisa.

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