Capítulo 2

La nota sólo decía: «A medianoche en los establos.» Enseguida supe quién me la había enviado. Cuando llegué al lugar y la hora indicados, el corazón, expectante, me latía con fuerza. Él salió de las sombras y, sin pronunciar una palabra, me estrechó entre sus brazos…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


De pie en un rincón oscuro del concurrido salón de baile, Daniel Sutton, el conde Surbrooke, estaba a punto de dar un sorbo a su copa de champán cuando la vio. Su mano se quedó paralizada a medio camino de sus labios y se olvidó de la bebida mientras contemplaba a la diosa griega que, ataviada de puro marfil, estaba al otro lado de la habitación. Las luces parpadeantes de las docenas de velas que lucían en los candelabros de cristal que colgaban del techo la envolvían con su suave y dorado resplandor. Su disfraz dejaba al desnudo sus dos estilizados brazos y uno de sus hombros. La ávida mirada del conde se deslizó por aquella piel expuesta de color crema y su imaginación enseguida hizo que sus dedos se deslizaran por aquella sedosa suavidad mientras sus labios dejaban un rastro a lo largo de la delicada curva de su clavícula. Su nombre atravesó, en un susurro, la mente del conde, quien tuvo que apretar las mandíbulas para evitar pronunciarlo en voz alta.

«Carolyn…»

Un deseo, ardiente y apasionado, se apoderó de él. Incluso con el pelo de color miel atiborrado de polvos blancos y con una máscara que le cubría la mayor parte del rostro, él habría reconocido, en cualquier lugar, sus labios perfectos y llenos, su estilizado cuello, la curva de su mejilla y su pose majestuosa.

Carolyn estaba sola, escudriñando la multitud. Él habría dado cualquier cosa por ser la persona que ella buscaba, pero sabía que Carolyn buscaba a su hermana Sarah o a una de sus amigas íntimas, a lady Julianne o a lady Emily.

«Algún día no muy lejano me buscará a mí», le prometió su voz interior. Sí, su mirada lo buscaría como la de él la buscaba a ella a la menor oportunidad. Él mismo se encargaría de que así fuera, porque la deseó con una profunda intensidad desde el primer instante en que la vio.

Incluso en aquel momento recordaba aquel primer instante con una claridad tan vivida que podría haber sucedido diez minutos, en lugar de diez años, atrás.

Él la vio -como si se tratara de una visión enfundada en un vestido azul- en un extremo de la sala de baile durante una fiesta que celebró Edward Turner, el vizconde Wingate, uno de sus amigos de Eton. Durante unos segundos, le pareció que el tiempo se había detenido. Como su respiración. Y su corazón. Lo que constituyó una reacción ridícula, visceral, inexplicable y sin precedentes.

Aunque, sin duda, era atractiva, él estaba acostumbrado a salir con mujeres de una gran belleza. Como es lógico, convenció a su amigo para que se la presentara. Y Edward así lo hizo, presentándole a la señorita Carolyn Moorehouse. Intercambiaron las formalidades de rigor y, segundo a segundo, la atracción que Daniel experimentaba hacia su resplandeciente belleza aumentaba. Hecho que no comprendía, pues las mujeres inocentes no eran en absoluto su tipo. Pero algo en ella lo había agarrado por la garganta y no lo soltaba. Daniel la quería; en su cama, desnuda y temblando de deseo, y por Dios que estaba decidido a conseguirla.

Quizás el hecho de que no fuera una aristócrata era lo que la hacía parecer tan refrescante y cautivadora a sus ojos, pero, fuera cual fuese la razón, él nunca se había sentido tan profunda e instantáneamente atraído por una mujer. Estaba a punto de empezar a seducirla pidiéndole un baile, cuando Edward reclamó la atención de todos los presentes y anunció que la señorita Moorehouse había accedido a ser su esposa.

Ahora, una década después, Daniel todavía recordaba su estupefacta reacción. Fue como si todos los colores hubieran desaparecido de la habitación dejándolo todo pintado en unos lúgubres y apagados tonos grises. Después de sacudirse de encima el estupor en el que aquella noticia lo había sumido, Daniel se dio cuenta de lo que no había percibido antes debido a la impresión que experimentó al conocerla, o sea, que Edward adoraba a Carolyn y que, evidentemente, ella sentía lo mismo por él.

Dos meses más tarde, asistió a su boda, acontecimiento que lo dejó absolutamente vacío. El matrimonio era, sin duda, por amor, y Edward era amigo suyo. Y, aunque sus propias acciones no siempre lo llenaban de orgullo, él mismo había trazado la frontera en poner los cuernos a sus amigos. Por lo tanto, se obligó a apartar a Carolyn de sus pensamientos y se mantuvo alejado de la feliz pareja tanto como le fue posible mientras se repetía a sí mismo que no sentía ningún interés especial por Carolyn, salvo el de acostarse con ella, y que había muchas mujeres hermosas disponibles que podían calmar sus pasiones.

Pero lo cierto era que, cada vez que se encontraba en la misma habitación que Carolyn, tenía problemas para concentrarse en algo que no fuera ella. Las fantasías sensuales que le inspiraba lo confundían por lo difícil que le resultaba apartarlas de su mente. Por suerte, ella y Edward no asistían a muchas veladas, así que apenas los veía. El siguió con su vida y, al final, se convenció de que su inapropiado deseo había constituido una aberración.

Tras la repentina muerte de Edward, tres años atrás, Carolyn se recluyó apartándose por completo de la sociedad. Así que Daniel se quedó pasmado cuando se enteró, hacía ya varios meses, de que ella estaba invitada a la fiesta que tendría lugar en la casa solariega de Matthew Devenport, su mejor amigo. Daniel enseguida se sintió impaciente por asistir a dicha fiesta. Antes de llegar a la finca de Matthew, se recordó a sí mismo que la extraña y apasionada atracción que había experimentado por Carolyn, hacía ya muchos años, constituía una anomalía. Que, sin lugar a dudas, tras darle una ojeada, se pondría a bostezar. Sin embargo, como no quería tener ningún estorbo ni distracciones, antes de emprender el viaje a la finca de su amigo terminó, amigablemente, su breve pero apasionada aventura con Kimberly Sizemore, condesa de Walsh, sabiendo que la guapa viuda enseguida iniciaría una nueva relación con su próximo amante.

Sin embargo, cuando empezó el baile, sólo tuvo que mirar una vez a Carolyn para que el ardiente deseo que ella le inspiró en el pasado surgiera otra vez con intensidad. Su mera presencia lo dejaba aturdido, desconcertado y cohibido, lo que podría haber considerado divertido a no ser porque le resultaba absolutamente irritante, inusual y perturbador. En todo lo relacionado con las mujeres, él contaba con experiencia y confianza; sin embargo, de alguna forma, aquella mujer tranquila y menuda lo hacía sentirse como un chico torpe con pantalones cortos y requería de todo su ingenio para no quedarse embobado y tartamudeando en su presencia.

Gracias a las conversaciones que habían mantenido, durante las que él consiguió no quedarse embobado ni tartamudear demasiado, Daniel supo que ella se había consagrado a la memoria de su marido y que no experimentaba el menor deseo de volver a casarse. Eso la hacía todavía más perfecta para él, pues lo último que Daniel quería era una esposa. No, él sólo quería acostarse con ella y, en aquel mismo instante, decidió hacer lo que no pudo hacer cuando la conoció: seducirla. Eso constituía un reto, pues ella seguía adorando a su difunto marido, pero él era un hombre paciente y nunca había deseado tanto a una mujer. Todas sus terminaciones nerviosas ardían de anticipación ante el incipiente juego de atraerla hasta su cama, donde el fuego que ella había encendido diez años atrás por fin se apagaría. Disfrutarían de una aventura rápida y agradable para ambos, libre de engorrosas emociones, y después cada uno de ellos seguiría su camino por separado. Él había establecido con ella una buena comunicación en la finca campestre de Matthew y ahora que los dos habían regresado a Londres, estaba preparado para iniciar en serio su seducción.

En aquel mismo instante.

Le tendió a un criado que pasaba por su lado la intacta copa de champán pero, antes de que pudiera moverse, un hombre disfrazado de pirata se acercó a su presa. Cuando, después de unos segundos, Carolyn le ofreció la mano al bucanero enmascarado y sonrió, Daniel entrecerró los ojos. No sabía quién era el maldito bastardo, pero, al darse cuenta de que había permanecido demasiado tiempo en las sombras, se dirigió, con paso decidido, hacia Carolyn. Tenía la intención de agujerear al maldito cerdo, con su misma espada, si era necesario. Sin embargo, antes de que hubiera dado media docena de pasos, una mano femenina se apoyó en su brazo.

– Eres un salteador de caminos muy apuesto, querido -declaró una voz ronca que Daniel reconoció enseguida.

Se dio la vuelta y se vio sometido a un minucioso examen a través de la máscara de lady Walsh. Él le dio una rápida ojeada. Vestida con un disfraz muy revelador, Kimberly estaba endemoniadamente deseable e impactantemente atractiva. Y él lo único que quería era escaparse.

Sin embargo, Kimberly era su anfitriona y su antigua amante, y el protocolo exigía que se mostrara amable. Desde luego, no era culpa de ella que él tuviera prisa en cruzar la habitación.

– ¿Cleopatra? -intentó adivinar Daniel, cogiéndole la mano y rozando con sus labios los dedos de Kimberly.

– Así es -contestó ella con un susurro sensual-. Esperaba que tú fueras disfrazado de Marco Antonio, su amante. ¿No recibiste mi nota sugiriéndote que lo hicieras?

Daniel había recibido su misiva, pero la ignoró. Se habían separado amigablemente antes de que él partiera para la fiesta en la casa solariega de Matthew y tenía la intención de que las cosas siguieran de aquella manera: amigables y separadas.

– He llegado a Londres esta misma tarde y no he podido leer la montaña de cartas que me esperaba en casa -contestó, mientras tranquilizaba su conciencia al recordarse a sí mismo que ésa era la verdad.

– ¿Te lo estás pasando bien?

– Muy bien. Tus fiestas siempre son entretenidas.

Desvió la mirada más allá del hombro de Kimberly y se puso en tensión. Carolyn seguía sonriendo al pirata, quien le tendía una copa de champán. ¡Maldición, quizá pincharlo con la punta de la espada era demasiado suave! Sería mejor colgarlo del palo mayor.

– Me alegro.

Kimberly se acercó un poco más a él y Daniel recibió una oleada de su exótico aroma. La mano de ella le rozó discretamente el muslo y Daniel volvió a centrar su atención en Kimberly. Sus ojos de color esmeralda despidieron, a través de la máscara, un brillo seductor.

– Se me ocurre algo más que podría resultarte entretenido.

Daniel esbozó una sonrisa forzada y contuvo su impaciencia. Quizás, en otro momento y en otro lugar, habría aceptado la oferta, pero en aquel instante, simplemente, no estaba interesado. Sin embargo, no quería ofenderla, pues se enorgullecía de ser amigo de sus antiguas amantes.

Daniel realizó una reverencia y esbozó una rápida sonrisa.

– Estoy seguro de que podrían ocurrírsete un montón de cosas entretenidas, pero de ningún modo querría privar a tus invitados de tu presencia. Dale recuerdos a su excelencia -añadió, refiriéndose al duque de Heaton, el hombre que, según se rumoreaba, era su último amante y que, además, tenía la reputación de ser extremadamente generoso con sus queridas.

Sin duda, Kimberly cosecharía un buen número de caros adornos en aquella relación.

Alguien más reclamó la atención de Kimberly y Daniel aprovechó la oportunidad para perderse en la multitud. Se dirigió directamente hacia Carolyn y el pirata, quien estaba a punto de sufrir una derrota aplastante. Mientras se abría paso entre la multitud, los compases de la música se elevaron por encima de la cacofonía de las voces y las risas. Durante unos segundos, Daniel perdió de vista a la pareja y se detuvo. La multitud que lo rodeaba se movió y Daniel apretó los puños. El maldito pirata se había inclinado hacia Carolyn y le susurraba unas palabras al oído. ¡Y ella rió su gracia abiertamente!

Daniel tuvo que hacer acopio de todo su autodominio para no abrirse paso a empellones, dirigirse hacia ellos con furia y, como sugería su disfraz de bandolero, raptar a Carolyn.

– Parece como si acabaras de morder un limón -declaró una voz familiar y divertida detrás de él.

Daniel se dio la vuelta y vio que alguien disfrazado de Romeo lo estaba escudriñando.

– Se supone que esto es una jodida fiesta de disfraces -murmuró Daniel con una voz que reflejaba toda la rabia que lo invadía-. ¿Cómo es que todo el mundo me reconoce con facilidad?

– Yo no te habría reconocido a no ser por dos detalles -declaró Matthew en su papel de Romeo.

– ¿Y cuáles son esos detalles?

– El primero es que me contaste que pensabas ir disfrazado de salteador de caminos, lo que constituye todo un indicio.

– Sí, supongo que sí-balbuceó Daniel sin apartar su atención de la pareja que reía al borde de la pista de baile.

– Y en segundo lugar, la dura mirada que estás lanzando a Logan Jennsen me ha acabado de aclarar cualquier duda. Y, aunque te agradezco tu animadversión hacia él por mi causa, debo decir que ya no es necesaria. Ahora que Sarah y yo estamos casados, no se atreverá a mirar a mi mujer con ojos lascivos. De hecho, estoy considerando la posibilidad de embarcarme en un negocio con él.

Daniel volvió la cabeza poco a poco para mirar a su amigo.

– ¿Ese pirata es Logan Jennsen? -preguntó con lentitud y en voz tan grave que incluso a él mismo le sonó como un gruñido.

No le importaba que Jennsen le hubiera ahorrado un montón de dinero desaconsejándole que participara en una inversión que, al final, resultó ser un desastre. A pesar de la buena visión financiera de Jennsen, a él nunca le había caído bien aquel norteamericano engreído y adinerado que parecía estar en todos los eventos sociales. Además, en aquel momento en concreto, aquel hombre le desagradaba especialmente.

Matthew Romeo arqueó las cejas.

– ¿Me estás diciendo que no sabías que se trataba de Jennsen? -Miró hacia el pirata y se quedó paralizado. Poco a poco se volvió de nuevo hacia Daniel-. No.

– ¿No qué?

Matthew apretó los labios y señaló un rincón de la sala con un gesto de la cabeza. Daniel murmuró un juramento y siguió a su amigo hasta aquella zona, que estaba menos concurrida.

– ¿No qué? -repitió Daniel bajando la voz para que nadie los oyera.

– Si no sabías que era Jennsen, eso sólo puede significar que estabas mirando con rabia a quienquiera que estuviera hablando con Carolyn.

Daniel no se molestó en hacer ver que no conocía la identidad de la mujer disfrazada de Galatea y miró a Matthew directamente a los ojos.

– ¿Y qué?

– ¡Maldita sea! Ya sospeché que ocurría algo de este tipo en la fiesta de mi casa, pero estaba tan ocupado en mis asuntos que no presté mucha atención. -Matthew soltó un largo suspiro-. No es la mujer adecuada para ti, Daniel.

Una vez más, Daniel no simuló que no lo entendía.

– Quizá yo esté buscando a la mujer inadecuada.

– Ella no es del tipo de mujer con el que tú normalmente… tratas.

– ¿Y qué tipo es ése?

– El tipo hastiado. El tipo que va de una relación a otra. -Bajó la voz todavía más-. Ella es una mujer decente.

Una mezcla de indignación y dolor recorrió el cuerpo de Daniel.

– ¿Insinúas que no soy un hombre decente?

– Claro que no. De hecho, eres mucho mejor persona de lo que tú crees, pero en lo relacionado con las mujeres, te gustan…

– ¿Las relaciones superficiales y breves que se fundan sólo en el placer físico? -sugirió Daniel con amabilidad cuando vio que Matthew no encontraba las palabras adecuadas.

– Exacto. Y siempre que este tipo de relación te haga feliz a ti y a tu compañera, es del todo aceptable. Pero éste no es el tipo de compromiso que haría feliz a Carolyn.

– Quizá deberíamos dejar que ella misma lo decidiera.

Matthew lo estudió durante unos segundos y añadió en voz baja:

– Carolyn es la hermana de Sarah y no quiero que sufra.

– ¿Qué te hace creer que la haré sufrir? La única forma de que alguien sufra es si su corazón está implicado, y ella ha dejado muy claro que el suyo pertenece a su difunto marido.

– Entonces, ¿por qué te interesa?

Daniel sacudió la cabeza.

– Es evidente que tu matrimonio ha hecho que lo veas todo de color de rosa. La situación de Carolyn me ofrece la mejor de las oportunidades: una aventura en la que no tengo que preocuparme de que ella se enganche a mí como una lapa molesta y, al mismo tiempo, ningún hombre vivo querrá retarme a un duelo al amanecer. -Vio que Carolyn y Jennsen entrechocaban el borde de sus copas de champán y una desagradable sensación que se parecía en todo a los celos ardió en su interior-. Seremos discretos y nadie sufrirá.

Salvo, quizás, el pirata bastardo de Jennsen. Sí, quizá se viera lanzado, de repente, en medio de un zarzal. Con la cabeza por delante. O caminando por la plancha. Hacia unas aguas infestadas de tiburones.

– ¿Ella está de acuerdo con este tipo de relación? -preguntó Matthew con evidente sorpresa.

– No, todavía no.

– Ya me parecía a mí. Siento ser yo quien te dé la noticia, pero creo que vas a sufrir un desengaño. De hecho, estoy seguro. Por lo que Sarah me ha contado, unido a lo que yo he observado, Carolyn no es del tipo de mujer que se involucra en una aventura tórrida y ocasional. Pero hay docenas de otras mujeres que estarían encantadas de ser el blanco de tus atenciones.

– A riesgo de parecer un pedante, debo reconocer que así es. Como bien sabes o, al menos, lo sabías antes de meter el cuello en la soga del matrimonio, ser perseguido por las mujeres va con el hecho de poseer un título, ser rico y no tener un aspecto desagradable. Aunque, en realidad, poseer un título es el único requisito real. Los otros dos son, simplemente, nata sobre un pastel que ya está glaseado.

– Siempre espero con ansia esas joyas cínicas de sabiduría que me regalas.

– Cualquier cinismo por mi parte está fundado en la verdad pura y dura que extraigo de la aguda observación de la naturaleza humana. Y es evidente que alguien tiene que bajarte a la tierra. -Lanzó a su amigo una mirada escrutadora-. ¡Santo cielo, si prácticamente… brillas!

– A esto se le llama felicidad.

– No entiendo que encadenarse a la misma mujer para toda la vida pueda producir otra sensación que no sea náuseas y dispepsia.

– Lo dices porque no has conocido a la mujer adecuada.

– Claro que la he conocido, muchas veces.

– Con adecuada me refiero a una mujer con la que puedas compartir tu vida, no sólo tu cama.

– ¡Ah! Evidentemente, nuestras definiciones de «adecuada» difieren muchísimo.

– Hasta hace pocos meses habría estado de acuerdo contigo, pero ya no. Pensarás de distinta manera cuando te enamores.

– ¿Estás borracho?

– En absoluto.

Daniel sacudió la cabeza.

– Mi querido ofuscado, engatusado y enamorado amigo, sólo porque tú te hayas sumergido en el pegajoso lodazal del amor no significa que yo también vaya a caer en él.

– ¡Ah! Pero en algún momento encontrarás la horma de tu zapato pues, como he descubierto yo mismo, enamorarse hasta las cejas no es algo que planees o no planees. Simplemente, sucede.

– Quizás a ti sí, pero yo soy un experto esquivando cualquier tipo de situación desagradable.

– Incluidas las emociones complicadas y pegajosas…

– Exacto. Si no hubieras perdido la cabeza, todavía serías un buen partido en la sociedad.

– Sí, y estaría desaprovechando la oportunidad de compartir mis días y mis noches con la mujer más maravillosa que he conocido nunca.

– ¿Y dónde está tu maravillosa mujer? ¿Por qué no te mantiene ocupado evitando que me atormentes de esta manera?

– Está charlando con lady Emily y lady Julianne. Sin duda, tramando alguna estratagema.

– Mis condolencias.

– Al contrario, encuentro que las estratagemas de Sarah son de lo más entretenidas. Sobre todo una que me comentó esta mañana.

– ¿Y en qué consiste? -preguntó Daniel sin mucho interés.

– Consiste en que desea recibir una nota mía, una que sólo indique una hora y un lugar.

– ¡Santo cielo, las mujeres piden cosas de lo más ridículas! ¿Por qué extraña razón desea que le envíes semejante nota?

– Para que podamos encontrarnos el día y en el lugar acordados, donde yo… le recordaré lo contenta que está de ser mi mujer.

Esto llamó la atención de Daniel, quien se volvió hacia su amigo.

– Interesante. ¿Y de dónde sacó ella esa idea?

– De un libro que ha leído recientemente y que, por lo visto, es muy popular entre las damas. En el libro se mencionaba una nota de este tipo y ahora es el último grito en la sociedad.

Daniel volvió a mirar a Carolyn y añadió con voz indiferente:

– Quizá tu esposa te ha sugerido este jueguecito porque se siente aburrida.

– Lo dudo. La mantengo bastante entretenida. Tú, por tu parte…

Matthew chasqueó la lengua.

– ¿Qué?

– ¿Sabes siquiera cómo seducir a una mujer?

Daniel volvió a dirigir su atención a su amigo, se inclinó hacia él y lo olisqueó.

– ¿Cómo es que no hueles a coñac?

– Ya te lo he dicho, no estoy borracho. Al contrario, estoy perfectamente sobrio y hablo muy en serio. Es evidente que tienes mucha experiencia en la cama, pero ¿alguna vez has tenido que esforzarte para acostarte con una mujer? Por lo que yo sé, nunca has tenido que hacer otra cosa más que hacerle señas con un dedo a una mujer para que haga lo que a ti se te antoje. Sólo con una mirada a tu excepcionalmente hermosa cara y tu devastadora sonrisa y caen a tus pies como moscas.

Daniel parpadeó desconcertado. ¡Maldición! Claro que había tenido que encandilar y convencer a las mujeres para que fueran sus amantes. ¡Desde luego! Claro que había tenido que incitarlas. ¡En múltiples ocasiones! En aquel momento no podía acordarse de cuándo había sucedido, pero eso no significaba que no hubiera ocurrido.

Lanzó una mirada airada a su amigo y declaró:

– Para mí es un misterio que esté conversando contigo, pues ya tengo dos molestos hermanos pequeños.

En lugar de enojarse, Matthew sonrió ampliamente.

– Ninguno de ellos posee mi encanto. Además, por lo visto has olvidado que yo soy mayor que tú.

– Sólo por dos semanas.

– Admito que se trata de un margen escaso, pero, aun así, soy mayor que tú, lo cual te deja a ti en el papel de molesto hermano pequeño. Eres afortunado de que siempre te haya considerado un hermano.

– Sí, así es, exactamente, como me siento ahora mismo, afortunado. En cuanto a tu pregunta, desde luego que sé cómo seducir a una mujer. Y, en cuanto consiga librarme de ti, tengo la intención de ponerme a ello.

– No creo haberte visto nunca tan alterado. -Matthew se echó a reír y apoyó una mano en el hombro de su amigo-. ¿Sabes una cosa? Algún día me dará un enorme placer poder decirte «Ya te lo había dicho», mientras te veo hundirte en el pegajoso lodazal.

– Te aseguro, con absoluta certeza, que eso no ocurrirá jamás.

– ¡Mmm! ¿No existe un dicho acerca del orgullo que precede a la caída?

– Sí, pero no es de aplicación a este caso.

Matthew esbozó una sonrisita de suficiencia.

– No estoy de acuerdo. ¿Quieres que lo hagamos más interesante?

Daniel entrecerró los ojos.

– ¿Cómo de interesante?

– Veinte libras a que estarás prometido antes de fin de año.

Daniel lo contempló sorprendido durante unos instantes. Entonces echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

– ¡Desde luego! Pero, por favor, que sean cincuenta libras.

– Muy bien. Cincuenta libras.

Daniel sonrió ampliamente, extendió el brazo y se dieron la mano.

– Será como quitarle un caramelo a un niño.

Los ojos de Matthew brillaron con diversión.

– Resulta evidente que nunca has intentado quitarle un caramelo a un niño. Te deseo suerte.

– Esas cincuenta libras es como si ya fueran mías.

– Ya lo veremos. Ahora, si me disculpas, voy a pedirle un baile a mi mujer.

Matthew se alejó riéndose. Daniel se volvió hacia Carolyn y Jennsen, pero antes de que pudiera dar ni siquiera un paso, alguien disfrazado de Julio César se interpuso en su camino.

– Había oído decir que se disfrazaría de salteador de caminos, Surbrooke -declaró una voz masculina, grave, pastosa y con un deje de amargura que le resultaba familiar-. ¡Qué apropiado, teniendo en cuenta que me robó!

Daniel contuvo el impulso de apartarse de las oleadas de olor a coñac que lord Tolliver le lanzaba con cada palabra que pronunciaba. Había oído rumores de que el conde se había dado a la bebida desde que fracasó su empresa naviera y, evidentemente, esos rumores eran ciertos.

– No tengo ni idea de lo que está usted hablando, Tolliver.

– Claro que sí. Me dijeron que se había reunido con el bastardo de Jennsen justo antes de retractarse de nuestro trato. Apostaría algo a que fue él quien le dijo que no invirtiera en mi proyecto.

– La decisión la tomé yo solo. Y, por lo visto, fue acertada.

Tolliver entrecerró los ojos tras la máscara.

– Lo conozco, Surbrooke. Lo sé todo sobre usted. Se arrepentirá.

Daniel le lanzó una mirada helada.

– El chantaje y las amenazas no son dignos de usted, aunque está tan borracho que lo más probable es que mañana ya no se acuerde de esta desafortunada conversación. Yo, desde luego, tengo la intención de olvidarla.

Sin más palabras, Daniel se alejó de Tolliver. Sintió la mirada del conde clavada en su espalda, pero Tolliver no realizó ningún ademán de seguirlo. Daniel volvió a centrar su atención en Carolyn y Jennsen, quienes estaban a menos de cinco metros de distancia de él. Decidido a que nadie volviera a interponerse en su camino, se dirigió a la mujer que poblaba sus fantasías desde hacía demasiado tiempo.

Empezaba la seducción.

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