Capítulo 4

Todo en él me cortaba la respiración. Podía seducirme con una simple mirada, con un solo roce. Sus manos, con sus dedos largos, fuertes y hábiles, eran absolutamente mágicas. Y sus labios… Las cosas que podía hacer con su encantadora boca eran sin duda pecaminosas.

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


La mañana siguiente a la fiesta de disfraces, Daniel estaba sentado en su comedor mientras contemplaba su desayuno intacto. La cabeza le martilleaba por una combinación de falta de sueño y exceso de coñac, aunque ambas cosas demostraron ser totalmente inútiles a la hora de desviar sus pensamientos del encuentro con Carolyn.

Exhaló un gemido, echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados con fuerza, lo que constituyó un error en cuanto a lo de olvidarse de Carolyn, porque ella enseguida se materializó en su mente: una seductora diosa enmascarada que encajaba en sus brazos como si estuviera hecha sólo para él. Nunca, en toda su vida, un vals le había resultado tan excitante. La euforia de Carolyn, su sonrisa y su asombro mientras daban vueltas por la pista de baile… Él no podría haber apartado la vista de ella aunque su vida dependiera de ello. Carolyn lo había cautivado por completo. Y sin siquiera intentarlo. ¿Qué le ocurriría si ella pusiera en ello algo de empeño?

Exhaló un largo suspiro, abrió los ojos y cogió la taza de café. ¡Maldición, él sabía con exactitud lo que le ocurriría! Perdería el control, como le había ocurrido en la terraza.

¡Maldita sea! Él sólo quería darle un beso insinuante; rozarle los labios con los suyos; ofrecerle un anticipo tentador para que deseara más. Pero en el instante en que su boca tocó la de ella, su astucia se desvaneció y se vio reemplazada por un apetito tan primario, profundo y avasallador, que le resultó imposible contener su arrebato. Él nunca perdía el control de aquella manera. Había deseado a muchas mujeres, pero ninguna había hecho añicos su autodominio hasta entonces.

La verdad era que había sido poco menos que un milagro que consiguiera detenerse y no empujarla contra la pared, levantarle las faldas y satisfacer el incontenible anhelo que le provocaba. En el fondo él sabía que si hubieran estado en algún lugar que les hubiera proporcionado un mínimo de privacidad, habría cedido a la tentación. Y dada la apasionada respuesta de Carolyn a su beso, no albergaba ninguna duda de que ella se lo habría permitido. Incluso lo habría recibido con agrado. Ella experimentó la misma necesidad desesperada, la misma acometida de deseo ardiente que él. Daniel lo notó en cada matiz de su beso; lo percibió en cada temblor y estremecimiento que recorrió su cuerpo.

Él siempre pensó que ella lo afectaría de una forma intensa, pero nunca, ni siquiera en sus múltiples fantasías acerca de ella, había anticipado el impacto que le produciría aquel único beso. Él pretendía seducirla poco a poco. Era evidente que tanto el encuentro como la ardiente respuesta de Carolyn, la habían cogido a ella tan desprevenida como a él. Él sabía que Carolyn no era del tipo de mujer a la que le gustaban las aproximaciones directas. Ni los revolcones rápidos en el jardín. No, desde luego ésa no era la manera adecuada de tentarla. Por desgracia, eso era, precisamente, lo que él había hecho, y lo único que había conseguido era asustarla. No le resultaría fácil olvidar la terrible angustia que percibió en sus ojos cuando se marchó de la terraza.

Daniel bebió un trago largo de su café, que ya estaba tibio, y se formuló la inquietante pregunta que había rondado por su mente durante toda aquella noche de vela.

¿Sabía ella con quién había estado?

¿Sabía que él era el salteador de caminos? ¿Sabía que el hombre al que había besado con tanto anhelo, a quien había respondido con tanta pasión era él?

Una satisfacción sombría y profunda lo invadió al pensar que ella lo sabía, que, durante la velada, era totalmente consciente de a quién pertenecían los brazos que la sostenían, los labios que la besaban. Sin embargo, la idea de que no lo supiera lo desgarró por dentro, víctima de un ataque de celos. Él había experimentado esa horrible emoción en raras ocasiones; sin embargo, su intensidad no dejaba lugar a dudas acerca de lo que era. La única mujer que le había inspirado esa emoción en toda su vida era… ella. La sociedad estaba plagada de hombres que eran más ricos, más guapos y que tenían más suerte en las mesas de juego y más amantes que él, todo lo cual podría inspirarle celos. Sin embargo, el único hombre del que había sentido celos de verdad era Edward. Y la causa era Carolyn.

Seguro que ella sabía que era él el que llevaba la máscara de salteador de caminos. ¿No? La idea de que besara a otro hombre como lo había besado a él… ¡Maldición! ¡Sólo con pensarlo le hervía la sangre!

Pues bien, si ella no lo sabía él se encargaría de que lo supiera. En cuanto fuera una hora más apropiada y el terrible dolor de cabeza que experimentaba remitiera, le haría una visita. Y se lo contaría. Y disiparía las inquietudes que la habían hecho huir la noche anterior. Lo admitiera o no, ya estaba preparada para vivir una aventura y él no tenía la menor intención de permitir que otro hombre reclamara lo que él quería.

Dejó la taza de café sobre la mesa y apoyó su dolorida cabeza en sus manos. Otro error, pues la imagen que lo había atormentado desde que ella lo dejó solo en la terraza volvió a aparecer en su mente: la conclusión de su ardiente encuentro. Carolyn con las faldas arremangadas y las piernas alrededor de la cintura de él. La erección de él hundida en el húmedo y apretado calor de ella. Unas penetraciones lentas y fuertes que se aceleraban y ahondaban lanzándolos a los dos más allá de los límites…

Un sonido gutural vibró en su garganta y Daniel se agitó en el asiento para aliviar la creciente molestia que le producían los pantalones. ¡Maldita sea, justo lo que necesitaba! Otro dolor pulsante.

– Aquí tiene, milor.

La voz masculina y familiar que oyó justo a su lado sobresaltó a Daniel despertándolo de su fantasía erótica. Samuel, impecable en su librea de lacayo, dejó un vaso largo frente a Daniel, encima de la mesa de caoba.

– Nada peor que la mañana siguiente después d'una noche bebiendo ginebra de mala calidad.

Daniel lanzó una mirada recelosa al brebaje de color marrón que le había traído su criado.

– Era coñac, no ginebra.

– Sea cual sea la bazofia que tomara, esto l'hará sentirse bien otra vez.

Daniel frunció el ceño mientras dirigía su mirada al fornido muchacho.

– No se puede decir que fuera una bazofia. De hecho, tenía más de cien años.

– Pos le ha dado dolor de cabeza -declaró Samuel con su habitual rotundidad, que solía irritar a Daniel. Entonces señaló el vaso con su mano enguantada-. ¡Beba! -ordenó, como si él fuera el dueño de la casa y Daniel, el criado-. Cuanto antes l'haga, antes se sentirá mejor y antes recuperará el color, pos tié un color horrible, milor. -Al ver la mueca de Daniel, Samuel añadió con prontitud-: Perdone que se lo diga.

¡Maldita sea, tenía que hacer algo urgentemente con la costumbre de Samuel de hablar sin medir sus palabras!

– Sí, haces bien pidiéndome perdón -gruñó Daniel-. Eres demasiado impertinente para tu propio bien.

– Decir la verdad no es ser impertinente -replicó Samuel con una expresión y un tono de voz totalmente serios-. Le prometí que nunca le mentiría y no l'haré. Usté siempre conseguirá de mí la cruda verdad, milor.

– Gracias, aunque creo que tenemos que trabajar para conseguir que sea un poco menos cruda. -Volvió a lanzar al vaso una mirada titubeante-. ¿Qué es eso?

– Una receta c'aprendí del camarero del Cerdo Sacrificado, un pub en Leeds. El camarero se llamaba Weevil. Yo solía llamarlo Endemoniado Weevil.

– Estupendo, pero hace ya tiempo que adopté la regla de no tomar bebidas inspiradas en personas a quienes llaman «endemoniadas».

– ¡Oh, Endemoniado Weevil sabía muy bien lo que s'hacía, milor! -afirmó Samuel con el mismo tono serio de antes-. Bébase esto y dentro de veinte minutos s'alegrará d'haberlo hecho. Los muchachos del Cerdo Sacrificado le tenían una fe ciega.

– Bueno, con una recomendación como ésta, ¿cómo podría negarme? -murmuró Daniel.

Cogió el vaso y se encogió de hombros. ¿Por qué no? Era difícil que se sintiera peor. Bebió un sorbo y casi no pudo evitar escupirlo sobre la mesa.

– ¡Cielos! -consiguió afirmar con voz ronca mientras un escalofrío le recorría la espalda. La mirada que le lanzó a Samuel debería haberlo tumbado de espaldas-. ¡Nunca había probado nada tan repugnante!

– Nunca dije que tuviera buen sabor -contestó Samuel, odiosamente inmune a la mirada asesina de Daniel-. Trágueselo de golpe, milor.

Sin estar muy convencido de que la cura no fuera a matarlo, Daniel se bebió el contenido completo del vaso y volvió a dejarlo en la mesa con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo añicos.

– ¡Mierda!

– Antes de veinte minutos, m'estará dando las gracias.

– ¡Estupendo! Sin embargo, pretendo seguir diciendo «¡mierda!» hasta entonces.

Samuel sonrió abiertamente sin mostrar el menor arrepentimiento.

– ¿Un poco más de café, milor?

– Sí, por favor. Cualquier cosa que me ayude a acabar con el «¡mierda!».

Daniel observó al muchacho mientras se dirigía al aparador y su corazón se hinchó de orgullo. Sin duda, Samuel ya no era el atracador indigente, desesperado y enfermo que conoció una noche fría y lluviosa en Bristol, un año atrás, cuando intentó robarle. Él esquivó el intento con facilidad, tanto que, al principio, creyó que su atracador, quien apenas se sostenía en pie, estaba borracho. Pero cuando el muchacho se derrumbó a sus pies, Daniel se dio cuenta de que, además de estar sucio y vestir con harapos, tenía una fiebre muy alta. Y parecía que no había tomado una comida decente desde hacía meses.

La compasión y las voces de un pasado que se negaba a aceptar empujaron a un lado el enfado que sentía por haber sido el blanco del intento de robo. En lugar de entregar al muchacho enfermo a las autoridades, Daniel se lo llevó a la posada en la que se alojaba y llamó a un médico.

El joven se debatió entre la vida y la muerte durante tres días. Y en su delirio murmuró frases acerca de los abusos que, aparentemente, había sufrido; cosas que Daniel rezó para que no hubieran ocurrido en realidad. Al cuarto día, la fiebre por fin remitió y Daniel se encontró siendo observado por los ojos entrecerrados de un paciente débil pero lúcido quien, con algo de mano izquierda por parte de Daniel, se identificó como Samuel Travers, de diecisiete años de edad. Daniel tuvo que utilizar todas sus dotes de persuasión para convencerlo de que no pensaba hacerle ningún daño, que no iba a entregarlo a las autoridades y que no albergaba ningún oscuro propósito hacia él. Y aquellos esfuerzos que tuvo que realizar para tranquilizarlo lo convencieron de que, por desgracia, las situaciones de pesadilla que el muchacho había mencionado durante sus delirios habían sucedido de verdad.

Al principio, Samuel se negaba a creer que Daniel lo había ayudado sólo porque sí y sin esperar nada a cambio, pero durante los días siguientes, poco a poco, llegó a aceptarlo. Mientras Samuel descansaba, comía y recuperaba las fuerzas, compartieron relatos de sus vidas y una confianza provisional surgió entre ellos. Samuel le contó a Daniel que su madre murió cuando él tenía cinco años, y que él se quedó solo, salvo por un tío alcohólico que, supuestamente, debía cuidar de él. También le explicó que nunca tuvo un verdadero hogar y que se vio obligado a robar para comer y a cambiar de ciudad continuamente para huir de la ley. Y que, al final, cuando tenía doce años, se escapó valiéndose por sí mismo a partir de entonces lo mejor que pudo.

Aunque la infancia de ambos hombres había sido por completo distinta, el relato de Samuel despertó en Daniel un aluvión de recuerdos que mantenía cuidadosa y firmemente enterrados. Recuerdos de la muerte de su madre, cuando él tenía ocho años, y del doloroso período posterior. Recuerdos que él nunca había compartido con nadie y que no pudo revelar a Samuel. Pero el hecho de que ambos hubieran perdido a sus madres cuando eran unos niños era un pequeño aspecto en común sobre el que construyeron su relación.

Como resultado de las conversaciones que mantuvo con Samuel, Daniel se vio empujado a echar una larga y contemplativa mirada a su vida. Y no le gustó lo que vio, sobre todo cuando se dio cuenta de que un mero accidente de nacimiento era todo lo que lo separaba a él, un adinerado aristócrata que poseía todas las comodidades imaginables, de Samuel, un joven que se había visto obligado a salir adelante gracias a su ingenio y que había tenido que robar y pedir para sobrevivir.

La introspección de Daniel culminó en que, al final, se dio cuenta de que el vago sentimiento de descontento que lo había acosado durante los últimos años se debía al hastío y la apatía. Ya nada lo motivaba. Nada captaba su interés de verdad. Claro que, ¿qué podía despertar su interés si él tenía todo lo que podía desear? ¿Y qué estaba haciendo con toda aquella abundancia?

«Nada», concluyó con no poca vergüenza. Nada salvo malgastar su tiempo y su dinero en placeres temporales y objetivos superficiales. La verdad era que no pensaba renunciar a éstos, pero, inspirado por Samuel, decidió que había llegado la hora de dedicar parte de su tiempo y dinero a un objetivo mejor. A tal fin, le ofreció a Samuel un empleo como criado, con la condición de que si volvía a intentar robarle, a él o a cualquier otra persona, Daniel lo despediría. Samuel aceptó la oportunidad y, durante todo aquel año, había demostrado ser un trabajador incansable, inteligente, digno de confianza y, como Daniel descubrió enseguida, brutalmente honesto. Y dolorosamente franco.

Samuel no había incorporado a su comportamiento la rígida formalidad que era habitual entre el dueño de la casa y un criado. De vez en cuando, Daniel lo corregía, aunque, en el fondo, consideraba que sus conversaciones eran instructivas y entretenidas. Sobre todo le gustaba que Samuel, aunque siempre respetuoso, nunca se mostrara servil con él, lo que constituía un cambio refrescante en su vida. Debido a su título y su posición en la sociedad, en general, estaba rodeado de aduladores y tenía que reconocer que Samuel nunca le había dicho algo sólo porque creyera que Daniel quería oírlo.

Cuando era absolutamente sincero consigo mismo, Daniel tenía que admitir que su desacostumbrada e informal relación con Samuel se debía a su propia falta de disposición a poner freno a la franqueza del joven. De una forma sorprendente, había llegado a considerarlo, casi, como a un hermano menor. La verdad era que se sentía más cerca de Samuel que de Stuart o George. Ninguno de sus disolutos hermanastros sentía el menor interés por él, salvo cuando necesitaban dinero o ayuda para escapar de uno u otro lío.

Desde la llegada de Samuel, Daniel ya no podía decir que su vida fuera aburrida o que le faltaran desafíos. Lo cierto era que, en su casa de la ciudad, así como en su finca campestre, en Kent, las cosas con frecuencia rayaban el caos gracias a una costumbre de Samuel con la que Daniel no había contado.

Como si el mero pensamiento de aquel hábito hubiera conjurado una prueba física de su existencia, Daniel se vio despertado de golpe de su ensueño por una bola de pelusa negra que saltó sobre su regazo. Bajó la vista y descubrió que era el objeto de la mirada de un único ojo felino.

– ¡Ah, buenos días, Guiños! -murmuró Daniel, rascando a la gata entre las orejas.

Guiños enseguida entrecerró su único ojo de color topacio y se apretujó contra la mano de Daniel. Un ronroneo grave vibró en la garganta del animal mientras clavaba intermitentemente las uñas en la servilleta de lino de Daniel.

Samuel dejó la taza llena de café de Daniel sobre la mesa y le dio una palmadita a Guiños en la cabeza. A continuación se enderezó y carraspeó.

«¡Oh, oh!» Daniel apretó los labios para contener un sonido que era medio gruñido medio risa y que amenazaba con escapar de su garganta. Sabía lo que aquel carraspeo significaba. Sabía que, «Nunca adivinaría qué, milor», eran las siguientes palabras que oiría.

– Nunca adivinaría qué, milor -declaró Samuel como si los pensamientos de Daniel le hubieran dado la entrada para decirlo.

A Daniel le había costado un poco darse cuenta de qué implicaba oír esas palabras y ser consciente de que, después de oírlas, su rutina siempre se veía desbaratada. Sin embargo, no podía negar que ahora anhelaba oírselas pronunciar a Samuel. Claro que no se atrevía a mostrar demasiado entusiasmo, si no su casa podía acabar invadida.

Daniel contempló a Guiños, cuyo interés, reflejado en su único ojo y su sensible morro, ahora estaba centrado en el plato intacto de huevos y beicon de Daniel.

– No se me ocurre -declaró Daniel con voz inexpresiva, como si después de un año no supiera con exactitud lo que significaba el «qué» de la frase de Samuel.

– Se trata d' un cachorro, milor. -Samuel pronunció la palabra «cachorro» con una veneración que, normalmente, sólo se empleaba para referirse a la familia real-. D' unos seis meses, diría yo.

– Ya veo -declaró Daniel con un sobrio asentimiento de la cabeza-. ¿Y qué daño ha sufrido el animal?

– Abandonado, milor. Lo encontré ayer por la noche. Medio muerto d'hambre. Acurrucado tras unas basuras en un callejón.

Daniel había dejado de reprender a Samuel por merodear por los oscuros callejones de Londres, pues sabía que, de todas formas, haría oídos sordos a sus advertencias. Y tampoco temía que Samuel estuviera aligerando los bolsillos de nadie. No, su criado buscaba otro tipo de víctimas.

– ¿Y cómo sugieres que llamemos a ese perro abandonado? -preguntó Daniel, sabiendo que el nombre le daría la clave del… problema que sufría el animal.

– Pelón, milor -declaró Samuel sin titubear.

Daniel reflexionó sobre las implicaciones del nombre mientras cortaba un trozo de beicon para Guiños. La gata engulló el bocado y enseguida se restregó contra la mano de Daniel y maulló para que le diera otro.

– ¿Lo has pelado? -dedujo Daniel por fin.

Samuel asintió con la cabeza.

– Tuve que hacerlo, milor. Para quitarle el pelo enmarañado y las pulgas.

– ¡Ah!

Guiños volvió a maullar y Daniel le dio al impaciente animal otro trozo de beicon con aire distraído.

– ¿Y dónde está ahora Pelón?

– En la cocina, milor. Durmiendo. Después de pelarlo y bañarlo, el cocinero le dio bien de comer. Después, la pobre bestia se acurrucó junto al fuego. Probablemente dormirá todo el día.

Seguro.

– ¿Quién, el cocinero? -bromeó Daniel con expresión seria.

– Pelón, milor. -Samuel titubeó y, después, añadió-: Entonces… ¿podemos quedárnoslo?

A Daniel le sorprendía que, después de tantos meses y tantos animales recogidos, Samuel no diera nada por descontado y siguiera pidiéndole permiso.

– Supongo que tenemos espacio para otra… pobre bestia.

Samuel relajó con evidente alivio sus anchos hombros que, sólo un año atrás, eran estrechos y huesudos.

– Eso esperaba yo, milor. Le conté a Pelón lo que usté había hecho por mí y el hombre bueno y decente que usté era.

¡Maldición! Una humillante oleada de algo que se parecía mucho a la vergüenza invadió a Daniel quien, de una forma momentánea, se encontró sin palabras. La gratitud de Samuel siempre conseguía reducirlo a aquel estado.

– Un hombre no debería ser halagado por hacer lo correcto, Samuel, simplemente por ayudar a una criatura abandonada.

– S'equivoca, milor-replicó Samuel con su habitualmente poco servicial forma de hablar-. Usté puede pensar que la amabilidad es fácil de encontrar, pero yo le digo que no es así. Y cuando uno tié la suerte d' encontrarla, tié que reconocerlo. Lo que usté hace es bueno. Sobre todo porque no tié por qué hacerlo. Y es probable que, por su bondá, sus muebles terminen todavía más mordisqueados.

– De hecho, eres tú quien es bueno, Samuel.

– Es verdá que yo encuentro a los animales perdidos y abandonaos, milor, pero es usté quien tié los medios p'ayudarlos. Los medios y el corazón. Si no fuera por usté, yo no podría hacer ná. -Su fácil sonrisa iluminó su cara-. Seguro que no, porque estaría en la tierra, alimentando petunias. Ahí es donde estaría.

– Bueno, eso no lo podemos permitir -comentó Daniel con un toque irónico en la voz-. Entonces, ¿quién sembraría el caos en mi casa con su conducta irreverente y un amplio surtido de animales sarnosos?

– Nadie, milor -contestó Samuel sin vacilación.

Así era, y en tal caso Daniel sufriría una gran pérdida.

– Nadie -corroboró Daniel con un suspiro exagerado de víctima.

Le guiñó el ojo a Guiños y la gata le respondió con una mirada fulminante de su único ojo que, con toda intencionalidad, trasladó de Daniel al beicon.

Samuel sonrió mostrando sus dientes delanteros, que estaban ligeramente torcidos.

– ¿Cómo va su dolor de cabeza, milor?

– Ha… -Daniel reflexionó durante unos segundos y, al final, soltó una carcajada de sorpresa-. Desaparecido.

– Lamento decir que ya se l'había dicho…

Daniel lanzó al joven una mirada de rabia fingida.

– No es verdad que lo lamentes. De hecho, creo que es una de las cosas que más te gusta decir.

– M'alegro que s'encuentre mejor, porque… -Samuel carraspeó-. Nunca adivinaría qué, milor.

Daniel se quedó paralizado. ¡Santo cielo, dos «Nunca adivinaría qué» en un día! Como Samuel solía soltar sus «He encontrado otra pobre bestia abandonada» con un volumen de voz acorde al tamaño del animal, Daniel supo que lo que venía a continuación era mayor que un cachorro.

– No consigo imaginármelo -murmuró Daniel, preparándose para la sorpresa mientras rascaba a Guiños detrás de las orejas-. ¿Un caballo? ¿Un burro? ¿Un camello?

Samuel pestañeó.

– ¿Un camello?

Daniel se encogió de hombros.

– Sólo era una suposición. Pero estoy seguro de que si un dromedario huérfano deambulara solo por Londres, tú lo encontrarías. Y lo traerías aquí.

– Desde luego, milor. Pero no es un camello.

– Mi alivio no conoce límites. No me lo digas. ¡Pelón viene con cinco amigos!

– No, milor. Por lo que yo sé, Pelón está solo en el mundo. Salvo, ahora, por nosotros, claro.

Samuel carraspeó y Daniel se dio cuenta de que parecía estar muy nervioso, y de que su piel había adquirido un leve tono verdoso que hacía juego con su librea, aunque no en el buen sentido.

– Se trata de que… Tiene usté visita, milor. Un tal señor Rayburn.

Daniel enarcó las cejas.

– ¿Charles Rayburn? ¿El comisario?

Samuel asintió con la cabeza.

– Sí, señor. Lo espera en el salón. Con otro hombre que dice llamarse Gideon Mayne.

– No conozco a nadie que responda a ese nombre.

– El hombre no lo dijo, pero juraría qu'es un detective.

Daniel examinó a su criado de tono verdoso y claramente nervioso.

– ¿Cuándo han llegado?

– Hará una media hora. Pasaba yo por el vestíbulo cuando Barkley los hacía entrar. Por casualidad oí quiénes eran. Barkley los condujo al salón y yo m'ofrecí a decirle a usté que estaban aquí, pos yo venía al comedor.

– ¿Y ahora me lo dices?

¡Mierda, de verdad tenía que hablar con Samuel sobre su falta de corrección en sus tareas! Tenía suerte de no haber entrado por casualidad en el salón tres horas más tarde y haber descubierto que el comisario y el detective estaban allí.

Samuel se encogió de hombros.

– Primero teníamos otros asuntos que tratar y quería que estuviera recuperado antes de soltarle la noticia de que la ley estaba aquí. Además, debo decir que no me molesta que esos tíos hayan tenido que esperarle a usté. Así es como debería ser. Usté es un hombre importante. Y es una hora muy mala pa que vengan a molestarlo. Sobre todo…

– ¿Sobre todo qué?

Samuel tragó saliva y la nuez de su garganta subió y bajó. Varios segundos transcurrieron antes de que contestara en un susurro:

– ¿Y si han venido por mí? -Y añadió antes de que Daniel pudiera contestar-: Yo no he hecho ná, milor. Lo juro. Por mi vida. Le prometí que no robaría y no l'hecho.

– Te creo, Samuel.

Esto pareció calmar un poco a Samuel, quien asintió con un movimiento brusco de la cabeza.

– Gracias.

– Estoy seguro de que, quieran lo que quieran, no tiene nada que ver contigo. Y si lo tiene, seguro que se trata de un malentendido que aclararemos.

El miedo ensombreció los ojos de Samuel, algo que Daniel no había visto desde hacía meses y que odió ver en aquel momento.

– Pero ¿y si es por algo que robé antes? ¿Antes de que usté m' ayudara? ¿Y si quieren llevarme con ellos?

– Nadie se va a llevar a nadie a ningún lado -declaró Daniel con determinación. Dejó con delicadeza a Guiños en el suelo y se puso de pie-. Voy a ver qué quieren.

– ¿Me lo contará? -preguntó Samuel con voz temblorosa-. ¿En cuanto s'hayan ido?

Daniel apoyó la mano en el hombro de Samuel.

– En cuanto se hayan ido. No te preocupes. Estoy seguro de que no es nada.

Daniel se dirigió a zancadas al salón esperando estar en lo cierto y con la certeza de que protegería a Samuel con todos los medios que fueran necesarios.

Cuando entró en el vestíbulo, Barkley enderezó su postura.

– ¿Puedo anunciarlo ya a las visitas, milord? -preguntó el mayordomo con la misma voz monótona y adusta que había empleado durante los diez años que llevaba al servicio de Daniel.

– Sí. Tengo entendido que llevan esperando un buen rato. -Lanzó al mayordomo una mirada de medio lado-. Aunque supongo que usted sabía que esto sucedería cuando permitió que Samuel me diera la noticia.

– Se merecen tener que esperar por venir a una hora tan intempestiva. -Barkley levantó la barbilla y dio un elegante respingo-. Sobre todo si han venido por Samuel.

«Si es así, se van a encontrar con una buena pelea.»

– Sólo hay una forma de averiguarlo.

Daniel siguió a Barkley a lo largo del pasillo y, después de que el mayordomo lo anunciara, entró en el salón. Charles Rayburn, el comisario, se levantó del sillón en el que estaba sentado, junto a la chimenea. Daniel dedujo que el alto y robusto hombre debía de tener cuarenta y tantos años. Se dio cuenta de que los agudos y verdes ojos de Rayburn registraron todos los detalles de su persona.

– Buenos días, milord -saludó Rayburn-. Me disculpo por esta visita tan temprana. -Señaló con la cabeza al otro hombre, quien estaba de pie junto a la chimenea-. Le presento al señor Gideon Mayne. El señor Mayne es un detective de Bow Street.

La primera impresión que Daniel recibió del señor Mayne era que era un hombre muy alto, muy musculoso y muy solemne. Su cara, que lucía una nariz que, sin lugar a dudas, le habían roto en alguna ocasión, parecía tallada en granito. Evidentemente, no se trataba de una visita de cortesía.

Tras saludarlos con una inclinación de la cabeza, Daniel señaló los sillones que había alrededor de la chimenea y preguntó:

– ¿Nos sentamos?

Por la expresión del señor Mayne, se diría que sentarse era lo último que deseaba hacer, pero no presentó ninguna objeción. Cuando se hubieron acomodado, Daniel preguntó:

– ¿Cuál es el propósito de su visita?

– Está relacionado con la fiesta de disfraces que se celebró ayer por la noche en casa de lady Walsh, milord -declaró Rayburn.

Daniel se permitió mostrar la sorpresa que experimentó, pero no el alivio. Estaba claro que la visita de aquellos hombres no estaba relacionada con Samuel.

– ¿Qué pasa con la fiesta?

– Usted iba disfrazado de salteador de caminos, ¿no es así?

– Así es.

Rayburn y Mayne intercambiaron una mirada rápida.

– Ayer por la noche lo vieron en compañía de una dama concreta, milord.

La imagen de Carolyn se materializó enseguida en la mente de Daniel.

– ¿Y qué?

– Me temo, milord, que esa dama ha sido asesinada.

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