Capítulo 1

Su mano se deslizó por debajo de mi vestido y subió poco a poco por mi pierna. Los sonidos de la fiesta llegaban hasta nosotros amortiguados por la puerta de la biblioteca y supe que corríamos el riesgo de ser descubiertos. Pero, sencillamente, no me importaba…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


– Cuando elegimos este libro, no tenía ni idea de que fuera tan… explícito-murmuró Carolyn Turner, vizcondesa de Wingate.

Sentada en el salón de su casa, apretó con sus manos el ejemplar delgado, encuadernado en piel y muy leído de Memorias de una amante y contempló a sus tres invitadas, quienes formaban, con ella, la Sociedad Literaria de Damas de Londres. Se dio cuenta de que un rubor escarlata idéntico al de ella coloreaba las mejillas de sus amigas, lo cual era comprensible, pues una de ellas hacía poco que se había casado, y las otras dos eran inocentes y virginales.

Bueno, virginales sí, pero inocentes ya no… gracias a las Memorias.

Claro que ella, a pesar de haber estado casada durante varios años, nunca soñó, y mucho menos experimentó, la mitad de las cosas descritas en el escandaloso libro que, recientemente, había cautivado a la sociedad londinense. Antes de la prematura muerte de su amado Edward, tres años atrás, Carolyn creía que había compartido con él todo el placer imaginable.

A juzgar por lo que había leído en las Memorias, no era exactamente así.

Sarah, su hermana, marquesa de Langston gracias a su reciente matrimonio, carraspeó.

– Bueno, la razón primordial de que creáramos nuestra pequeña Sociedad Literaria de Damas era dejar a un lado los clásicos a favor de lecturas consideradas prohibidas.

– Así es -confirmó lady Julianne Bradley, cuyo cutis, que normalmente era de porcelana, parecía ahora una encendida puesta de sol-, pero una cosa es lo prohibido, y otra, esto.

Sostuvo en alto su ejemplar de la obra y Carolyn se fijó en que muchas de sus páginas se veían decididamente manoseadas. Julianne se inclinó hacia delante y, aunque estaban solas en la habitación, bajó la voz.

– Si mi madre descubriera, alguna vez, que he leído cosas tan chocantes, ella… -Cerró con fuerza los párpados durante unos instantes-. ¡Uf, ni siquiera puedo imaginármelo!

– Se pondría hecha un basilisco, como hace siempre -intervino lady Emily Stapleford con su franqueza habitual-. Pediría las sales y, cuando se hubiera calmado, te apuesto algo a que te confiscaría el libro para leerlo ella. -Emily sonrió con sorna a Julianne por encima del borde de su taza de té-. En cuyo caso, tú no sólo te verías confinada a tu dormitorio por el resto de tus días, sino que nunca recuperarías tu libro, así que asegúrate de que no lo descubre.

Julianne se sonrojó todavía más y añadió, con nerviosismo, otro terrón de azúcar a su té.

– Como no tengo absolutamente nada con lo que comparar lo que he leído en las Memorias, no puedo evitar preguntarme si la mitad de las cosas que describe la autora son…

– ¿Anatómicamente posibles? -terminó Emily-. Sí, yo me he preguntado lo mismo. -Su mirada se posó, de una forma alternativa, en Carolyn y en Sarah-. ¿Y bien?

Sarah se subió las gafas por el puente de la nariz y se abanicó con la servilleta.

– Yo no puedo considerarme una experta, pues sólo llevo casada dos meses, pero por lo que yo sé…

Su voz se fue apagando y Emily se inclinó tanto hacia delante que estuvo a punto de caerse de la silla.

– ¿Sí?

– Todo lo que describe es… posible.

Emily se reclinó en el asiento y exhaló un largo suspiro.

– Nunca lo habría dicho. -Su sorprendida mirada se posó en Carolyn-. ¿Tú estás de acuerdo?

Carolyn apretó las manos contra el libro, que reposaba sobre su regazo. Diversos fragmentos del ardiente relato de las proezas sexuales de la Dama Anónima cruzaron por su mente mientras sentía como si las páginas del libro encendieran su vestido en llamas.

– Sin lugar a dudas es posible -corroboró Carolyn, aunque no estaba segura del todo.

Claro que, ¿acaso no era posible prácticamente todo?

– Pero ¿esas cosas son… placenteras? -preguntó Julianne, con sus ojos azules abiertos como platos-. Porque debo decir que algunas de ellas parecen bastante… incómodas.

Una imagen acudió a la mente de Carolyn: la del atractivo rostro de Edward sobre el de ella mientras el miembro de su marido se hundía en lo más profundo de su cuerpo. Y recordó la felicidad indescriptible que le producía aquel acto íntimo.

– Definitivamente placenteras -respondieron Carolyn y Sarah al unísono.

– ¿Y qué me decís de la que aparece en la página cuarenta y dos? -preguntó Emily casi sin aliento, mientras pasaba las páginas del libro.

Carolyn no necesitaba leer la página cuarenta y dos para saber a qué se refería Emily, pues había leído aquel pasaje sumamente sensual tantas veces que podría recitarlo de memoria. Aun así, imitó a sus amigas y abrió su ejemplar de las Memorias. Su mirada se posó sobre la vivida descripción de la Dama Anónima de una cita rápida en la que su amante la poseyó contra la pared de la biblioteca entre plato y plato de una cena.

– Es posible -murmuró Carolyn, imaginándose las piernas de la dama alrededor de las caderas de su amante mientras él la penetraba con fuerza y profundamente.

Aunque Edward nunca le había hecho el amor de una forma tan ruda y… poco caballerosa, ella suponía que era posible. Siempre que el caballero fuera fuerte y vigoroso, y la dama, ágil y resistente, y ambos estuvieran decididos a lograrlo.

– Y… sin duda alguna placentera -añadió Sarah.

Tres pares de ojos se desplazaron de inmediato hacia ella. Su hermana no podía…

Pero una mirada a la ensoñadora expresión que brillaba en los ojos de Sarah, detrás de sus gafas, le dejó claro a Carolyn que su hermana sabía de lo que hablaba, hecho que inquietó a Carolyn de tal forma que ni ella misma comprendía.

Emily carraspeó.

– Yo… esto… Bueno, ¿qué me decís del fragmento de la página cincuenta y tres? Sin duda, un hombre no haría eso… ¿no?

– ¿Y lo de la página sesenta y una? -añadió Julianne-. Sin duda, una mujer no haría eso… ¿no?

Una vez más, Carolyn supo con exactitud a qué se referían sus amigas sin tener que consultar el libro. Su cara se encendió todavía más y se agitó en el asiento debido a las mismas sensaciones desconcertantes que la invadieron durante toda la lectura de las Memorias.

«Las lecturas», la corrigió su voz interior, poniendo énfasis en el plural.

Carolyn frunció el ceño a su molesta voz interior. De acuerdo, «lecturas». Muchas, muchas lecturas, mientras estaba sola en su cama, con la mente rebosante de imágenes carnales que la dejaban totalmente acalorada.

Aunque, personalmente, tampoco conocía las sorprendentes prácticas descritas en las páginas cincuenta y tres y sesenta y una, no tenía ninguna razón para dudar de la palabra de la Dama Anónima, quien era evidente que sabía cómo desenvolverse en un tocador. Y en una biblioteca. Y en unos establos. E incluso en un comedor.

Para empezar.

Carolyn apartó a un lado aquellas sensuales imágenes y declaró:

– Según se comenta, todo lo que se describe en el libro es absolutamente cierto.

Sarah se aclaró la voz.

– Sí, sí que es cierto que los hombres hacen esas cosas. Y… las mujeres también.

Carolyn parpadeó varias veces. Sin duda Sarah no había hecho eso. Sin embargo otra rápida mirada a su hermana le dejó claro que sí que lo había hecho. Y que se sentía tremendamente feliz por ello. Una extraña mezcla de envidia y placer la invadió. Placer por el hecho de que Sarah, quien, durante mucho tiempo, había sido ignorada por los hombres porque no disponía de la clásica belleza y era una estudiosa empedernida, hubiera encontrado un amor profundo y duradero en Matthew Devenport, marqués de Langston. Y envidia porque Carolyn echaba mucho de menos la profundamente satisfactoria relación que mantuvo con Edward, una relación que, desde el fondo de su corazón y de su alma, sabía que nunca volvería a experimentar. Había tenido suerte al encontrar a su verdadero amor, pero por desgracia lo había perdido debido a una repentina e inesperada enfermedad.

Después de tres largos años de viudedad, al final había aceptado que el dolor por la pérdida de su amado marido nunca desaparecería por completo. Así que lo guardaba en un rincón especial de su corazón, donde su recuerdo ardía con viveza y siempre lo haría. Ella podría haber permanecido para siempre en el duelo, aislada de todos salvo de su familia y sus amigas más cercanas, pero varios meses atrás, Sarah la había tomado de la mano con firmeza y, prácticamente, la había arrastrado al mundo exterior animándola a dejar a un lado la soledad y los vestidos de luto para unirse de nuevo a los vivos.

Al principio, Carolyn se resistió, pero, poco a poco, había vuelto a disfrutar de participar en la sociedad, asistiendo a veladas, saliendo con sus viejas amigas y conociendo gente nueva. Carolyn se comportaba adecuadamente en todo momento, decidida a no hacer nada que pudiera mancillar la memoria de Edward. Aunque las noches, largas y silenciosas, le resultaban dolorosas y solitarias, en aquel momento tenía los días placenteramente ocupados con visitas y salidas para ir de compras con Emily y Julianne, sus dos amigas más queridas. Y, desde luego, con Sarah, la más querida de todas. Sin embargo, todavía disponía de mucho tiempo libre y deseaba encontrar algo en lo que mantenerse ocupada. Algo útil. Un proyecto de algún tipo. La mayoría de los días se sentía como si todo lo que hiciera en la vida fuera ocupar un espacio.

Como no deseaba seguir alimentando aquellos pensamientos, que eran cada vez más sombríos, ni los fragmentos más obscenos del libro, fragmentos que habían despertado en ella deseos que creía tener olvidados desde hacía mucho tiempo, Carolyn declaró:

– Hace poco he descubierto que las Memorias, además de constituir el último escándalo en la sociedad, también son responsables de una nueva moda que ha causado furor.

Emily arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí? ¿Hacer el amor en un carruaje en marcha?

– ¿O en una sala de billar…?

– No -respondió Carolyn riendo e interrumpiendo las suposiciones de Julianne-. Se trata de las notas sobre las que habla la autora.

– ¡Ah, sí, las misteriosas cartas anónimas que la Dama recibía de uno de sus amantes! -contestó Julianne con voz entrecortada-. Ella acudía a la hora y lugar indicados en la nota y tenía una cita con su amante.

– Exacto -prosiguió Carolyn-. Ayer por la noche, en la velada musical de lord y lady Lerner, oí decir a varias damas que habían recibido notas de ese tipo. Y que los resultados habían sido muy satisfactorios.

– No me extraña -intervino Sarah, asintiendo con la cabeza de tal forma que sus gafas resbalaron por el puente de su nariz-. A mí me gustaría mucho recibir una nota de esas.

– ¿De verdad? -preguntó Emily mientras sus ojos chispeaban con malicia-. ¿Y de quién?

Sarah parpadeó y se subió las gafas.

– Pues de Matthew, claro. De hecho, esta mañana, durante el desayuno, le he pedido que me envíe una.

Julianne exhaló un suspiro largo y ensoñador.

– A mí me encantaría recibir una nota de ese tipo. Es tan… ardiente… y romántico.

– Tan sólo una de esas notas arruinaría tu reputación-declaró con dulzura Carolyn a su exageradamente romántica amiga.

– Sí, pero que alguien te desee con tanto fervor… -Julianne exhaló otro suspiro-. ¡Las Memorias me han enseñado tantas cosas…! Cosas que, desde luego, mi madre nunca me contó.

– Ninguna madre le contaría nunca esas cosas a su hija -declaró Carolyn, mientras ahogaba una risa horrorizada.

La víspera de su boda, su madre sólo le dio el inquietante y enigmático consejo de que cerrara los ojos, se preparara para lo que se aproximaba y recordara que la terrible experiencia habría terminado en cuestión de pocos minutos.

Evidentemente, su madre no sabía de qué hablaba, porque la noche de su boda constituyó una experiencia tierna y hermosa que marcó el inicio del vínculo íntimo y profundamente satisfactorio que la unió a Edward.

– Mi madre nunca habló de estas cosas conmigo -intervino Emily-. La verdad es que si no hubiera dado a luz a seis hijos, yo estaría dispuesta a afirmar que no sabe cómo se conciben los niños. Creo que es una gran suerte que la Dama Anónima escribiera las Memorias sacándonos a todas de la ignorancia. Algún día no muy lejano, un hombre rico, guapo y afortunado tendrá el sentido común de enamorarse de mí y se sentirá muy feliz de que yo haya leído el libro.

Carolyn contempló el retrato de Edward, que colgaba sobre la chimenea, y una oleada de tristeza la invadió. El amor y la intimidad se habían acabado para ella. Edward era un hombre amoroso, amable, honesto y maravilloso. Aún en aquel momento, ella consideraba un milagro que el vizconde Wingate, hombre extremadamente atractivo y soltero cotizado, la hubiera elegido a ella. Sin duda, si su padre no hubiera sido un médico y el vizconde no se hubiera hecho daño en una mano en la misma librería de Londres en la que ella y su padre estaban dando un vistazo, lo más probable era que no se hubieran conocido nunca. Pero, desde aquel primer instante, ella sintió como si acabara de encontrar una pieza de sí misma que ni siquiera sabía que le faltaba.

Carolyn parpadeó apartando a un lado aquellos recuerdos, se esforzó en sonreír y declaró:

– Bueno, quizá nos enteremos de que se han enviado más notas en el baile de disfraces de esta noche, en casa de lady Walsh. Se rumorea que será una gran gala.

– Yo he oído que habrá más de trescientos invitados -informó Sarah-. Esta mañana, Matthew me ha dicho que lord Surbrooke llega hoy a Londres y que asistirá a la fiesta.

Por razones que ni comprendía ni se molestó en analizar, el pulso de Carolyn se disparó al oír nombrar al mejor amigo de su nuevo cuñado. Ella se había encontrado con lord Surbrooke en varias ocasiones a lo largo de los años, pues Edward lo conocía, pero no tuvo ocasión de hablar más a fondo con él hasta la fiesta que Matthew celebró en su finca, a comienzos del verano.

Al principio, ella consideró que el guapo y encantador conde no era más que otro aristócrata superficial echado a perder por el exceso de dinero y tiempo libre y por ser un mujeriego. Sin embargo, cuando creía que nadie lo observaba, sus oscuros ojos azules se volvían pensativos y parecían albergar tristeza. Carolyn comprendía bien esa emoción y no podía evitar preguntarse si a lord Surbrooke le había acontecido alguna tragedia en el pasado.

Pero en sus ojos había algo más… algo que perturbaba la tranquilidad de Carolyn y agitaba sus entrañas de la forma más inquietante. Algo que no estaba segura de que le gustara.

Julianne intervino con alegría librándola de tener que realizar ningún comentario.

– Mi madre me ha dicho que el señor Logan Jennsen también asistirá a la fiesta.

Emily arrugó la nariz.

– Estoy convencida de que no resultará difícil distinguirlo entre la multitud. Seguro que irá disfrazado de serpiente. O de lobo.

– No sé por qué te desagrada tanto -declaró Sarah-. Es muy divertido.

– Simplemente no entiendo que lo inviten a todas partes -contestó Emily soltando un soplido-. ¿Es que nadie, aparte de mí, se ha dado cuenta de que es un norteamericano ordinario?

– Lo invitan a todas partes porque es escandalosamente rico -intervino Julianne-. Seguro que le gustaría casarse con la hija de un lord para poder entrar en la sociedad. Y con la enorme riqueza que posee, seguro que lo consigue. -Le dio a Emily un codazo para provocarla-. Será mejor que tengas cuidado no vaya a ser que te eche el ojo a ti.

– Será mejor que no lo haga… si no quiere perderlo. Aunque es posible que lance sus redes en tu dirección.

– Perdería el tiempo, pues mi padre nunca permitiría que me casara con alguien que no fuera de la aristocracia, por muy rico que fuera. Y no hay suficientes sales en el reino para que mi madre siquiera tenga en cuenta esa posibilidad.

Carolyn no dudó ni por un momento de que la suposición de Julianne fuera cierta. Su madre, la imponente condesa Gatesbourne, era muy autoritaria en todo lo relacionado con su única hija. Hasta el punto de que, a su lado, las otras madres autoritarias parecían unos gatitos domesticados. La madre de Julianne estaba decidida a que su hija realizara un matrimonio brillante. Sólo por su deslumbrante aspecto, Julianne podía atraer a cualquier hombre, pero combinado con su carácter dulce y la extensa riqueza familiar, Julianne era una de las jóvenes más cotizadas de la sociedad. Por desgracia, estaba aprisionada bajo el asfixiante peso del pulgar de su madre. Carolyn rogaba para que el temperamento amable y romántico de su amiga no se viera pisoteado por un lord mujeriego y hastiado de la vida, aunque conocía bien a los de esa especie y sabía que los hombres como Edward eran difíciles de encontrar.

Desvió la mirada hacia Emily y la compasión la invadió. Emily había confesado, recientemente, que su familia estaba sufriendo graves dificultades financieras debido, en parte, a la afición de su padre al juego. Emily temía que su padre estuviera planeando concertar un matrimonio para ella con algún viejo y decrépito lord que no tuviera nada a su favor salvo un montón de aquel dinero que tanto necesitaban. Carolyn deseaba con todas sus fuerzas que semejante destino no cayera sobre su vivaracha y alegre amiga.

A fin de romper el silencio que había caído sobre ellas, Carolyn preguntó:

– ¿Qué disfraz os vais a poner?

– Se supone que no debemos contarlo -declaró Emily mientras sacudía un dedo.

– Pero ¿entonces, cómo nos encontraremos entre la multitud? -preguntó Julianne-. Yo necesito saber a quién buscar en caso de que consiga deshacerme de mi madre.

– Matthew y yo iremos disfrazados de Romeo y Julieta -declaró Sarah-, aunque, en nuestra versión de la historia, evidentemente, ninguno de nosotros muere, pues nosotros somos más viejos que aquellos amantes adolescentes. Además, no soporto los finales tristes.

Emily suspiró.

– Yo seré la trágica Ofelia. Quería ir disfrazada de Cleopatra, pero mi madre me ha dicho que sería un escándalo. -Sonrió ampliamente-. Quizá debería ir disfrazada de la Dama Anónima.

– Sí-contestó Carolyn-. Y como disfraz podrías llevar la falda doblada hasta la cintura y un ejemplar de las Memorias.

Todas se echaron a reír.

– Yo iré vestida de ángel -declaró Julianne.

– Muy apropiado -contestó Carolyn.

– Y aburrido -añadió Julianne con un suspiro-. Pero mi madre ha insistido.

– ¡Espera a ver el disfraz de Carolyn! -declaró Sarah con entusiasmo-. Yo la he ayudado a elegirlo.

Carolyn simuló fruncir el ceño en dirección a su hermana.

– Di mejor que lo encargaste, hiciste que me lo trajeran a casa y me ordenaste que me lo pusiera en la fiesta. -Miró a sus otras dos amigas-. Desde que se casó, se ha vuelto muy mandona y dominante.

– A mi marido le gusta que sea así-respondió Sarah en tono cortante-. Si no te hubiera ayudado, te habrías disfrazado de pastora.

– Es muy probable -accedió Carolyn-. Lo que es seguro es que no habría elegido el disfraz de Galatea.

Los ojos de Julianne se iluminaron.

– ¡Oh, la hermosa estatua de mármol que cobró vida! ¡Estarás preciosa, Carolyn!

– Y me sentiré como si estuviera a medio vestir.

– Alégrate de llevar algo puesto -intervino Emily con una sonrisa maliciosa-. Galatea estaba desnuda, ya lo sabes.

Carolyn lanzó a Sarah una mirada ceñuda.

– ¡Creo que tú deberías ir disfrazada de Galatea, y yo, de pastora!

– ¡Cielos, no! -contestó Sarah-. Romeo no querría tener nada que ver con una estatua griega. Como dice Julianne, estarás preciosa. No hay nada inadecuado en tu disfraz.

– ¡Claro que no! -corroboró Julianne-. De hecho, a juzgar por algunos de los disfraces que la gente se puso el año pasado en la fiesta de lady Walsh, irás excesivamente vestida. -Bajó la voz y añadió-: Un número sorprendente de mujeres se vistieron de miembros de un harén.

– Y casi el mismo número de hombres iban vestidos con togas. Hombres cuyas abultadas figuras sin duda no estaban hechas para vestirse con una sábana.

Emily se estremeció visiblemente.

– Casi lamento habérmela perdido -declaró Carolyn con una sonrisa.

– Con unos pequeños arreglos, podríamos transformarte de Galatea a Afrodita -le comentó Sarah a Carolyn con aire reflexivo-. Desde el primer momento quise que fueras disfrazada de la diosa del deseo.

– Rotundamente no -declaró Carolyn con firmeza-. ¿Qué pensaría la gente?

Sarah le cogió la mano con dulzura y reposó sus ojos marrones en los de su hermana.

– Pensaría que eres una mujer joven y llena de vida que merece pasárselo bien.

– Soy una viuda de treinta y dos años que es demasiado sensata y demasiado mayor para desfilar por ahí de una forma indecorosa.

Carolyn pronunció estas palabras con suavidad para eliminar de ellas cualquier rastro hiriente. Sabía que Sarah quería lo mejor para ella y le agradecía de corazón sus esfuerzos. Sin embargo, desde que decidió continuar con su vida y volver a participar en la sociedad, a veces sentía que todo iba demasiado deprisa; como si estuviera perdiendo una parte de sí misma, de la persona que había sido durante los últimos diez años, la esposa de Edward. De vez en cuando, le costaba recordar imágenes de él que, antes, conservaba con claridad en su mente; no recordaba con exactitud el sonido de su risa, la calidez de su tacto… Y la progresiva pérdida de aquellos recuerdos la confundía y la entristecía. Y también la asustaba, pues, si sus recuerdos de Edward se desvanecían, no le quedaría nada.

– No hay nada indecoroso en ti -declaró Sarah con dulzura mientras le apretaba la mano y le sonreía-. Y todos nos lo pasaremos muy, muy bien esta noche.

Carolyn le devolvió la sonrisa, aunque no se sentía tan optimista como ella. La idea de un baile de disfraces le pareció excitante cuando recibió la invitación, pero ahora que había llegado el día, se sentía mucho menos entusiasmada. Había permitido que Sarah la convenciera para ir disfrazada de Galatea porque, como señaló su hermana, a Galatea le dieron el don de la vida, de la misma forma que ella quería volver a la vida. Lo que Carolyn no le recordó a Sarah fue que si la estatua de Galatea cobró vida fue porque Pigmalión, el escultor, se enamoró apasionadamente de su obra de arte. El amor trajo a Galatea a la vida. En determinado momento, el amor había hecho lo mismo por ella, pero Carolyn sabía, en el fondo de su corazón, que eso no volvería, no podía volver a suceder.

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