Capítulo 3

Su seducción empezó con las más simples de las palabras: «Buenas noches, milady.» Al final de la noche, mi apetito había sido estimulado plena y totalmente. Entonces comenzó lo que acabaría siendo mi total y completa rendición…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Carolyn estaba cerca del borde de la pista de baile con el osado pirata. Reconoció a Logan Jennsen en cuanto abrió la boca, por su característico acento norteamericano, y no podía evitar reírse por sus muestras de disgusto al tener que ir disfrazado.

– ¡Completamente ridículo! -exclamó él sacudiendo la cabeza y la mano con un gesto que hacía juego con su atuendo pirata, que incluía unas botas de caña alta, un sombrero ladeado y una capa negra y larga-. ¡En Norteamérica no iría vestido así ni loco!

– Podría ser peor -contestó ella en voz baja mientras señalaba con un gesto de la cabeza, a una voluminosa rana que pasaba frente a ellos.

Jennsen tragó un sorbo generoso de su copa de champán.

– ¡Santo cielo! -Se volvió hacia Carolyn y ella sintió el peso de su mirada-. Usted, sin embargo, está sensacional, lady Wingate. Sin duda, verla a usted con un aspecto tan encantador es casi la única cosa que hace que esta velada resulte soportable.

Al oírlo pronunciar su nombre, Carolyn se sorprendió.

– Gracias, señor Jennsen.

El realizó una mueca.

– Supongo que mi acento norteamericano me ha delatado.

Carolyn sonrió.

– Me temo que sí, pero yo no hablo con acento. ¿Cómo ha adivinado usted mi identidad? Creí que resultaría irreconocible.

– ¡Oh, sin duda está usted irreconocible! Si su hermana no me hubiera contado de qué iría disfrazada, nunca habría sabido que esta criatura exquisita era usted.

– ¿Porque normalmente no soy tan exquisita? -bromeó ella.

– Al contrario, usted siempre me ha parecido deslumbrante. Sin embargo, normalmente usted va más… tapada. -Deslizó la mirada por el vestido de Carolyn, que dejaba un hombro al descubierto y se ajustaba a su cuerpo hasta las caderas, desde donde caía recto como una columna hasta el suelo. Sus ojos reflejaban, sin lugar a dudas, admiración-. Su disfraz es de lo más favorecedor.

Al escuchar su cumplido y su entusiasta valoración, el calor inundó las mejillas de Carolyn y se sintió aliviada al saber que no la habría reconocido. Se sentía desnuda e incómoda con aquel disfraz y no quería que los demás supieran que la normalmente recatada lady Wingate iba vestida con un traje tan revelador. ¡Debería haberse disfrazado de pastora! Si lo hubiera hecho, el señor Jennsen no la estaría escudriñando de aquella manera, aunque no pudo evitar sentir un estremecimiento de satisfacción femenina al ser consciente de la abierta admiración que despertaba en él.

– Gracias, señor. Y, aunque no le gusten los bailes de disfraces, está usted fantástico como pirata.

Los ojos de Jennsen brillaron tras la máscara.

– Gracias. Quizá se deba a que he pasado mucho tiempo embarcado. -Dirigió la atención a las parejas que bailaban-. Disculpe que no le pida un baile, pero todavía no he aprendido los pasos intrincados de los bailes ingleses y lo único que conseguiría sería avergonzarme y pisarle los pies.

– No tiene por qué disculparse, los piratas son más conocidos por su pata de palo que por su habilidad como bailarines.

La verdad era que se sentía aliviada de no tener que bailar. A pesar de haber decidido continuar con su vida, no había pisado una pista de baile desde la muerte de Edward y temía que, la primera vez que lo hiciera, le afectara emocionalmente. Pero estaba disfrutando de la compañía del señor Jennsen, como le ocurrió en la fiesta de la casa de Matthew, que es donde se lo presentaron. El señor Jennsen era un hombre sencillo, franco y, como ella, procedía de un entorno humilde.

Los primeros compases de un vals se elevaron sobre la multitud y Carolyn estiró el cuello perdiendo las esperanzas de llegar a localizar a su hermana, a Emily o a Julianne entre la muchedumbre.

– Ha mencionado usted que había visto a mi hermana -declaró Carolyn-. ¿Dónde la vio?

– Fuera, antes de entrar en la casa. Un carruaje con el emblema de los Langston llegó justo delante del mío. De no haber sido por eso, tampoco la habría reconocido a ella. -Jennsen sonrió-. Aunque el hecho de que Julieta llevara unas gafas encima de la máscara constituyó una pista bastante clara.

Carolyn se echó a reír.

– Supongo que sí.

Dada la elevada altura del señor Jennsen, Carolyn estaba a punto de pedirle si podía ver un disfraz de Julieta, Ofelia o de un ángel, cuando una voz grave y masculina declaró detrás de ella:

– Buenas noches, milady.

Aunque el recién llegado sólo había pronunciado tres palabras, por el vuelco que dio su corazón y el cálido cosquilleo que recorrió su espalda, Carolyn sospechó que procedían de lord Surbrooke. Ella ya se había preguntado si se encontrarían aquella noche. Y, mientras buscaba a su hermana y a sus amigas entre la multitud, también había estado escudriñando a los caballeros, preguntándose detrás de qué máscara se escondería él.

Carolyn se dio la vuelta y se dio cuenta de que, aunque no hubiera reconocido su voz, habría reconocido sus ojos. Desde el otro lado de la máscara negra que cubría la mitad superior de su cara, la miraban con el mismo ardor que dejaba sin aire sus pulmones cada vez que lord Surbrooke la miraba. Y también habría reconocido su boca. No sólo porque era perfecta, con el labio inferior algo más abultado que el superior, sino por cómo se curvaba hacia arriba una de sus comisuras, rompiendo toda aquella perfección de una forma que no debería ser atractiva, pero que lo era. Por muy molesto que le resultara a ella.

Carolyn deslizó la mirada por su disfraz negro de salteador de caminos. Vestido con aquel atuendo se lo veía alto, sombrío y peligroso. Como si estuviera dispuesto a salir corriendo con lo que se le antojara sin que le importaran en absoluto las consecuencias. Un escalofrío que Carolyn no supo identificar recorrió su cuerpo.

– En lugar de buenas noches, ¿no debería decir: «La bolsa o la vida»? -replicó ella, orgullosa de que su voz sonara calmada cuando, de repente, se sentía de todo menos calmada.

El realizó una reverencia formal.

– Desde luego. Aunque, con «La bolsa o la vida», en realidad querría decir: «¿Me concede este baile?»

Carolyn titubeó, sorprendida de las ganas que tenía de aceptar su invitación. Si se hubiera tratado de cualquier otra circunstancia distinta a un baile de disfraces, lo más probable era que no hubiera aceptado la invitación. Era muy consciente de la reputación de lord Surbrooke y no experimentaba el menor deseo de decir o hacer nada que pudiera hacerle creer que podría contemplar la posibilidad de ser su próxima conquista.

Claro que era muy posible que él no supiera quién era ella. ¿Acaso el señor Jennsen no le había dicho que él nunca la habría reconocido? Contempló los ojos de lord Surbrooke y sólo percibió deseo, pero ningún signo de que la hubiera reconocido. Sin duda, un hombre con tantas amantes en el pasado como se decía que había tenido, miraba a todas las mujeres de la misma forma. Lo más probable era que, simplemente, le hubiera atraído su disfraz o, todavía más, que ella fuera la doceava mujer a la que hubiera mirado con aquel mismo ardor y le hubiera pedido un baile aquella misma noche.

Aun así, la idea de estar en el completo anonimato encendió un extraño fuego en el interior de Carolyn. Si aceptaba la invitación de lord Surbrooke, que sería su primer baile en los brazos de un hombre distinto a Edward, se sentiría más cómoda oculta detrás de una máscara.

Antes de que pudiera responder, una mano grande y cálida la cogió por el codo.

– ¿Desea bailar con él o prefiere que se vaya? -le preguntó el señor Jennsen en voz baja y cerca de su oreja.

– Le agradezco su interés, pero lo conozco y creo que aceptaré su invitación -contestó ella, igualmente en voz baja. Entonces vio que una mujer se aproximaba y realizó una mueca-. Prepárese, señor pirata, una damisela en peligro está navegando hacia su lado de babor con gran interés en la mirada.

– ¿Ah, sí? Justo mi tipo de mujer favorita. ¿Sabe quién es?

Como la mujer llevaba puesta una máscara muy pequeña, a Carolyn le resultó muy fácil identificarla.

– Se trata de lady Crawford -le indicó al señor Jennsen-. Es viuda y muy guapa, por cierto.

– Entonces la dejo para que disfrute usted de su velada, milady.

Jennsen realizó una reverencia formal, saludó con una inclinación de la cabeza al salteador de caminos y se volvió hacia la damisela.

Carolyn miró a lord Surbrooke, quien contemplaba la espalda del señor Jennsen con el ceño fruncido, pero enseguida volvió su atención hacia ella y le ofreció el brazo.

– ¿Bailamos?

Carolyn titubeó unos instantes, asaltada por la duda ahora que había llegado el momento. Se sentía dividida entre una necesidad repentina y casi incontenible de salir corriendo, regresar a la seguridad de su tranquila existencia y seguir instalada en sus recuerdos, y el deseo, igualmente intenso, de salir de las sombras.

«Ha llegado la hora de continuar con tu vida -le susurró su voz interior-. ¡Tienes que seguir adelante!»

– Le advierto que yo no muerdo -declaró el salteador de caminos con voz divertida-. Al menos, no con frecuencia.

Carolyn fijó la mirada en su sonrisa de medio lado y, durante varios segundos, sus pulmones dejaron de funcionar. Al final, dejó de someterlo a su distraído examen y le devolvió la sonrisa.

– Sí, usted sólo roba y atraca.

– Sólo cuando la ocasión lo requiere. Esta noche la ocasión requiere bailar un vals… ¡Espero! -Cogió la mano de Carolyn y rozó con sus labios el torso de sus dedos enguantados-. Con la mujer más guapa de la sala.

Un hormigueo ardiente recorrió el brazo de Carolyn, reacción que la alarmó y, al mismo tiempo, la molestó y la intrigó. Resultaba ridículo sentirse halagada por las palabras de un granuja tan experimentado. Sin embargo, una parte diminuta y femenina de ella no pudo evitar disfrutar del cumplido. Extrayendo valor tanto de la abierta admiración de lord Surbrooke hacia ella como del anonimato, Carolyn señaló, con un gesto de la cabeza, las parejas que daban vueltas y más vueltas en la pista.

– El vals nos espera.

Nada más pisar la pista de baile, y antes de que Carolyn pudiera realizar una respiración completa, unos brazos fuertes la rodearon y la arrastraron a la corriente de bailarines que giraban sobre sí mismos y formando un círculo. Carolyn dio un ligero traspiés, aunque no estaba segura de si se debía a los pasos del baile, que hacía tanto tiempo que no practicaba, o a la desacostumbrada y perturbadora sensación de que los brazos de un hombre la sostuvieran. Sin embargo, el salteador de caminos la sujetó con firmeza y ella enseguida recuperó el equilibrio.

– No se preocupe -declaró él con dulzura mientras su cálido aliento rozaba la oreja de Carolyn y enviaba un placentero escalofrío por su espina dorsal-. No permitiré que se caiga.

Y, con esas palabras, la deslizó por la pista girando sobre sí mismos. Los otros bailarines y el resto de la habitación se disolvieron en un borrón de color que daba vueltas y más vueltas alrededor de ellos. Lo único que permaneció claro para Carolyn fue el rostro enmascarado de lord Surbrooke. Y sus ojos, que estaban clavados en los de ella. Carolyn se sintió totalmente rodeada por él. Y totalmente euforizada.

Los dedos largos y fuertes de lord Surbrooke rodeaban los de Carolyn y les transmitían su calor incluso a través de los guantes de ambos. Y su otra mano, aunque descansaba en la postura correcta y en el lugar adecuado, en la parte baja de la espalda de Carolyn, parecía marcarle la piel como si fuera un hierro candente. Una sensación de ahogo invadió a Carolyn quien, incapaz de hacer otra cosa, se dejó llevar. ¿Cómo podía haber olvidado lo mucho que le gustaba bailar?

Él la condujo con maestría, sin esfuerzo, y Carolyn, rodeada por el círculo de sus fuertes brazos, se sintió volar, como si sus pies flotaran a varios centímetros del suelo. Una sensación vertiginosa de ligereza casi mágica la recorrió, y una risa ahogada escapó de sus labios. Las conversaciones, las risas y la música sonaban a su alrededor, pero todo se desvaneció en la nada. Todo salvo él. Su mirada fija en la de ella. El movimiento de su musculoso hombro bajo la palma de su mano. El roce de su pierna con la falda de su vestido. La forma en que los dedos ligeramente separados de su mano acariciaban con lentitud su espalda mientras la apretaban contra él un poquito más en cada vuelta.

Su refrescante aroma, una agradable mezcla de lino limpio y jabón perfumado, inundó los sentidos de Carolyn embargándola con el inquietante y sobrecogedor deseo de acercarse más a él, hundir la cara en su cuello y aspirar profundamente.

Salvo por el pequeño detalle de que, en aquellos momentos, aspirar profundamente constituía un problema para ella. Unos jadeos erráticos que coincidían con los igualmente erráticos latidos de su corazón, escapaban de sus labios entreabiertos. Una sensación de pura euforia mezclada con una percepción ardiente y embriagadora de él la invadían. Se sentía más viva de lo que se había sentido en los tres últimos y largos años.

Lord Surbrooke la condujo hasta el borde de la pista y se detuvo. Carolyn, desilusionada, se dio cuenta de que la canción había terminado. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? Durante varios segundos, los dos permanecieron inmóviles, como congelados en una pose de un baile sin movimiento, con la mirada de uno fija en la del otro. El calor de las manos de lord Surbrooke la quemaba y ella no podía moverse. No podía respirar. Sólo podía mirarlo. Y sentir… Sentir cómo él la sostenía en sus brazos. Y su mano acogía la suya. Y su otra mano se apoyaba en su espalda. Y su cuerpo estaba tan próximo al de ella…

El sonido de unos aplausos de agradecimiento interrumpieron el trance en el que Carolyn había caído, y lord Surbrooke la soltó poco a poco. Ella salió bruscamente de su estupor, apartó su mirada de la de lord Surbrooke y se unió a los aplausos de cortesía hacia los músicos.

– ¿Le gustaría beber algo, encantadora diosa? -preguntó la voz grave y cautivadora de lord Surbrooke junto a la oreja de Carolyn-. ¿O quizá prefiere salir a la terraza para respirar un poco de aire fresco?

Un poco de aire fresco le pareció a Carolyn no sólo apetecible, sino esencial, aunque sospechaba que la presencia de lord Surbrooke no la ayudaría en absoluto a recuperar el aliento. El deseo de salir a la terraza con él era tan tentador que la aturdió y, al mismo tiempo, la incomodó. De todos modos, ¿por qué no habría de hacerlo? De hecho, no estarían solos. Seguro que otras parejas habían salido a tomar el aire.

– Un poco de aire fresco me sentará de maravilla -murmuró Carolyn.

Él le tendió el brazo y aunque ella apoyó, con toda corrección, la punta de los dedos en el antebrazo de él, de algún modo, nada de todo aquello parecía correcto. Lo cual resultaba del todo ridículo. No había nada malo en que hablara con lord Surbrooke. Ni tampoco en que bailara con él. Ni en que tomara un poco el aire con él. Al fin y al cabo él era… un amigo.

Aun así, una sensación de nerviosismo y excitación la invadió. Una sensación que no recordaba haber experimentado nunca antes. Sin duda, se debía a los disfraces y las máscaras que ocultaban su identidad. Ella sólo había asistido a otro baile de disfraces antes y de eso hacía muchos años, fue poco después de su matrimonio. Así que las inesperadas oleadas de acaloramiento se debían sólo a que se trataba de una experiencia nueva. Claro que también podían deberse a que en las Memorias de una amante, la autora describía un apasionado encuentro con uno de sus amantes en un baile de disfraces. Un encuentro que empezaba con un vals y en el que la autora experimentó una elevada sensación de libertad a causa del anonimato…

Carolyn apretó los labios y frunció el ceño. ¡No debería haber leído aquel libro! «No deberías haberlo leído media docena de veces», le recriminó su voz interior.

¡Muy bien, de acuerdo, media docena de veces! Como mínimo. El maldito libro le había llenado la cabeza, de preguntas que nunca podría responder. Y de imágenes sensuales que no sólo invadían sus sueños, sino que cruzaban por su mente con una frecuencia terrible. Esas imágenes la ponían nerviosa e irritable, haciendo que la ropa le resultara demasiado ajustada y que sintiera como si su piel fuera a resquebrajarse, como si se tratara de una fruta excesivamente madura.

Así es como se sentía en aquel momento.

Lanzó una rápida mirada a lord Surbrooke. Se lo veía tranquilo y sereno, lo que fue como un chorro de agua fría sobre la piel recalentada de Carolyn. Sin duda, fuera lo que fuese lo que le ocurría, sólo la afectaba a ella.

Nada más salir al exterior, la brisa helada hizo que recobrara el sentido común. Él la condujo a un rincón tranquilo y recogido de la terraza que estaba rodeado por un grupo de palmitos plantados en enormes macetas de cerámica. Varias parejas paseaban por el jardín de setos bajos y tres hombres charlaban en el otro extremo de la terraza. Salvo por esas personas, estaban solos, sin duda debido al aire frío impropio de aquella estación que, además, estaba teñido de un olor a lluvia.

– ¿Tiene frío? -preguntó lord Surbrooke.

¡Cielo santo, instalada con él en la privacidad que les proporcionaban los palmitos, se sentía como si estuviera en medio de una hoguera! Carolyn negó con una sacudida de la cabeza y su mirada buscó la de lord Surbrooke.

– ¿Sabe usted… quién soy?

Con toda lentitud, él recorrió el cuerpo de Carolyn con la mirada, deteniéndose en sus hombros desnudos y en las curvas que, según ella sabía, su vestido de color marfil resaltaba. Piel y curvas que su forma habitual y recatada de vestir nunca habría revelado. La mirada de franca admiración de lord Surbrooke, que no daba muestras de haberla reconocido, volvió a inflamar el fuego que la brisa había enfriado momentáneamente. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, él murmuró:

– Usted es Afrodita, la diosa del deseo.

Ella se relajó un poco. Evidentemente, él no sabía quién era ella, pues lord Surbrooke nunca habría utilizado el tono de voz ronco y grave con que había pronunciado la palabra «deseo» al dirigirse a lady Wingate. Sin embargo, la relajación que experimentó fue breve, pues aquel tono cargado de deseo le produjo una sensación de confusión y nerviosismo que, en parte, le advirtió de que debía abandonar la terraza de inmediato y regresar a la fiesta para seguir buscando a su hermana y sus amigas. Sin embargo, otra parte de ella, la parte que se sentía cautivada por el seductor y oscuro salteador de caminos y la protección del anonimato, se negó a moverse.

Además, el hecho de que aquella conversación anónima le ofreciera la oportunidad de conocer mejor a lord Surbrooke, la hacía más tentadora. A pesar de las numerosas conversaciones que habían mantenido en la casa de Matthew, lo único que en realidad sabía de él era que era inteligente, agudo, impecablemente correcto, invariablemente encantador y que iba siempre muy bien arreglado. Él nunca le había proporcionado la menor pista sobre cuál era la causa de las sombras que merodeaban por sus ojos; sin embargo, ella sabía que estaban allí y sentía una gran curiosidad por conocer su origen. Y, en aquel momento, si conseguía recordar cómo respirar, quizá pudiera descubrir sus secretos.

Después de carraspear para aclarar su voz, Carolyn declaró:

– En realidad, soy Galatea.

El asintió despacio mientras recorría su cuerpo con la mirada.

– Galatea… la estatua de marfil de Afrodita esculpida por Pigmalión por el deseo que sentía hacia ella. Pero ¿por qué no es usted la misma Afrodita?

– La verdad es que consideré que disfrazarme de Afrodita sería una… inmodestia por mi parte. De hecho, había planeado disfrazarme de pastora, pero mi hermana, de algún modo, consiguió convencerme de que me vistiera de Galatea. -Carolyn soltó una risita-. Creo que me aporreó la cabeza mientras dormía.

– Hiciera lo que hiciese, debería ser aplaudida por su empeño. Está usted… bellísima. Más que la misma Afrodita.

Su voz grave se extendió, cual miel tibia, por el cuerpo de Carolyn, quien, a pesar de todo, no pudo evitar bromear.

– Ha hablado un ladrón cuya visión está disminuida por la oscuridad.

– En realidad, no soy un ladrón. Y mi visión es perfecta. En cuanto a Afrodita, era una mujer digna de envidia. Ella tenía una única tarea divina: la de hacer el amor e inspirar a los demás para que lo hicieran.

Sus palabras, pronunciadas con aquel timbre de voz profundo e hipnótico, junto con la fijeza de su mirada, hicieron que el calor subiera por el interior de Carolyn de una forma vertiginosa dejándola sin habla. Además, confirmaron su idea de que él no sabía quién era ella. Nunca, durante las conversaciones que había mantenido con lord Surbrooke, él le había hablado a ella, Carolyn, de nada tan sugerente. Y Carolyn tampoco podía imaginárselo hablándole de aquella forma. Ella no era el tipo de mujer deslumbrante que despertara la pasión de los hombres, al menos no la de un hombre de su posición, quien podía tener a la mujer que quisiera y, conforme a los rumores, así era.

Animada por las palabras de lord Surbrooke y el secreto de su propia identidad, Carolyn declaró:

– A Afrodita la deseaban todos los hombres y ella podía elegir a los amantes que quisiera.

– Sí, y uno de sus favoritos era Ares.

Lord Surbrooke levantó una mano y Carolyn se dio cuenta de que se había quitado los guantes negros. Él le rozó el hombro con la yema de uno de sus dedos. A Carolyn se le cortó la respiración al sentir aquel leve contacto y dejó de respirar del todo cuando él deslizó el dedo a lo largo de su clavícula.

– Desearía haberme disfrazado del dios de la guerra en lugar de salteador de caminos.

Lord Surbrooke dejó caer la mano a un lado y Carolyn tuvo que apretar los labios para contener el inesperado gemido de protesta que creció en su garganta por la repentina ausencia de su contacto. A continuación, afianzó las piernas en el suelo, sorprendida de que sus rodillas se hubieran debilitado a causa de aquella breve y suave caricia, y tragó saliva para aclarar su voz.

– Afrodita descubrió a Ares con otra mujer.

– Ares era un loco. Cualquier hombre que tuviera la suerte de tenerla a usted, no querría a ninguna otra mujer.

– Querrá decir a Afrodita.

– Usted es Afrodita.

– En realidad, soy Galatea -le recordó Carolyn.

– ¡Ah, sí! La estatua de la que Pigmalión se enamoró tan locamente y que parecía tan viva que él la tocaba con frecuencia para comprobar si lo estaba o no. -Entonces rodeó el desnudo brazo de Carolyn con sus cálidos dedos, justo por encima de donde terminaba su largo guante de satén de color marfil-. A diferencia de Galatea, usted es muy real.

El sentido común de Carolyn volvió a la vida y le exigió que se apartara de él, pero sus pies rehusaron obedecerla. En lugar de huir, Carolyn absorbió la emocionante sensación de su roce, la paralizante sensación de intimidad que experimentó cuando él deslizó un dedo por dentro del guante… El calor se extendió por su interior enmudeciéndola.

– Él la colmaba de regalos, ¿sabe? -explicó él mientras la examinaba con ojos resplandecientes.

Carolyn consiguió asentir con la cabeza.

– Sí, conchas de brillantes colores y flores recién cogidas.

– Y también joyas. Anillos, collares y ristras de perlas.

– Yo preferiría las conchas y las flores.

– ¿A las joyas? -Sin lugar a dudas, la voz de lord Surbrooke reflejó sorpresa. Apartó la mano del brazo de Carolyn y ella apretó el puño para evitar cogerle la mano y volver a colocarla sobre su brazo-. Debe de estar bromeando. A todas las mujeres les encantan las joyas.

Parecía tan seguro de su afirmación que Carolyn no pudo evitar echarse a reír.

– Las joyas son maravillosas, es cierto, pero, para mí, constituyen un regalo impersonal y carente de imaginación. Cualquiera puede acudir a un joyero y elegir una pieza. Para mí, el valor de un regalo reside en cuánto interés ha puesto uno en elegirlo en contraposición a cuánto le ha costado.

– Comprendo -declaró él, aunque todavía parecía sorprendido-. Entonces, ¿qué le habría gustado que Pigmalión le regalara?

Carolyn reflexionó y contestó:

– Algo que le recordara a mí.

Lord Surbrooke sonrió.

– Quizá los diamantes y las perlas le recordaran a usted.

Carolyn negó con la cabeza.

– Algo más… personal. Yo preferiría unas flores que hubiera cogido de su propio jardín, un libro suyo que le hubiera gustado leer, una carta o un poema que hubiera escrito expresamente para mí…

– Debo admitir que nunca creí que llegaría a oír a una mujer decir que prefería una carta a unos diamantes. No sólo es usted bellísima, sino también…

– ¿Una candidata a una casa de locos? -bromeó ella-. ¿Sumamente rara?

Los dientes de lord Surbrooke, perfectamente alineados y blancos, brillaron acompañados de una risita grave y profunda.

– Yo iba a decir sumamente extraordinaria. Una bocanada de aire fresco.

Su mirada descendió hasta los labios de Carolyn, que temblaron y se separaron de una forma involuntaria al ser observados. Un músculo se agitó en la mandíbula de lord Surbrooke y, de repente, el aire que los rodeaba pareció crepitar debido a la tensión.

Él volvió a fijar la mirada en la de Carolyn y el hecho de que la luz fuera muy tenue no consiguió ocultar la pasión que ardía en sus ojos.

– Hablando de cartas -declaró él-, ¿ha oído hablar de esa última moda que consiste en que las damas reciban notas que sólo especifican una hora de un día determinado y un lugar?

Carolyn arqueó las cejas de golpe. Era evidente que lord Surbrooke había oído hablar de aquella práctica. Una imagen cruzó por su mente, la imagen de él y una mujer quien, ¡cielo santo!, era exactamente igual a ella en una de aquellas citas, con sus extremidades desnudas entrelazadas…

Carolyn cerró brevemente los ojos para borrar aquella inquietante imagen de su mente y declaró:

– Sí, he oído hablar de esas notas.

– ¿Ha recibido usted alguna?

– No. ¿Ha enviado usted alguna?

– No, aunque me intriga la idea. Dígame, si recibiera una, ¿acudiría a la cita?

Carolyn abrió la boca para manifestar un rotundo «desde luego que no», pero, para su sorpresa y disgusto, no consiguió pronunciar esas palabras. Sin embargo, se descubrió a sí misma diciendo:

– Yo… no estoy segura.

Y, con una claridad que le resultó sorprendente y desconcertante, se dio cuenta de que era cierto. ¿Cómo podía ser? Era como si hubiera adoptado el papel de su disfraz de diosa y se hubiera convertido en una persona diferente. Una persona que contemplaría la posibilidad de acudir a una cita secreta con un admirador desconocido. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Y por qué le sucedía con aquel hombre?, aquel encantador y experimentado aristócrata que era igual que tantos y tantos de sus contemporáneos, a los que sólo les interesaban sus propios placeres.

Sin duda, la culpa la tenían las Memorias, por llenarle la cabeza de aquellos pensamientos ridículos e imágenes perturbadoras. En cuanto regresara a su casa, echaría el libro al fuego y así se libraría de él.

Tras levantar la barbilla, preguntó:

– ¿Usted acudiría?

En lugar de responder enseguida afirmativamente, como ella esperaba, lord Surbrooke reflexionó durante varios segundos antes de responder.

– Supongo que dependería de quién me hubiera enviado la nota.

– Pero, precisamente, la cuestión es que uno no lo sabe.

Él sacudió la cabeza.

– Creo que, como mínimo, uno tendría un presentimiento sobre la identidad del remitente. Uno sospecharía quién lo deseaba tanto. -Cogió las manos de Carolyn con dulzura. Su calor atravesó los guantes de ella, quien, sorprendida, deseó que ninguna barrera separara su piel de la de él-. Un deseo tan intenso seguro que no pasaría desapercibido.

Una respuesta… Necesitaba pensar en algo, cualquier cosa que pudiera decir en aquel momento, pero en lo único que conseguía centrarse era en la palabra que él acababa de pronunciar, la cual seguía reverberando en su mente.

«Deseo.»

Antes de que Carolyn pudiera recuperar su aplomo habitual, el declaró con voz suave:

– Respondiendo a su pregunta, si usted me enviara una nota así, yo acudiría.

El silencio los envolvió. Los segundos pasaron, latidos del tiempo que cayeron sobre ella cargados de tensión y de una percepción casi dolorosa de la presencia de lord Surbrooke; de todo lo relacionado con él: su imponente altura, la anchura de sus hombros, la cautivadora intensidad de su mirada, su olor, que parecía embriagarla, el contacto de sus manos en las de ella…

Él deslizó la mirada a la garganta de Carolyn y, después, volvió a dirigirla a sus ojos. La pasión y la picardía brillaban en sus ojos.

– Veo que no lleva joyas caras. Eso representa un dilema para un salteador de caminos como yo.

Ella tragó saliva y consiguió recuperar la voz, lo que no fue una tarea fácil, con los dedos de él todavía rodeándole las manos con calidez.

– ¿Acaso me robaría?

– Me temo que debo ser fiel a mi disfraz.

– Me había dicho que no era un ladrón.

– Normalmente no, pero en este caso me temo que es inevitable. -Miró su negro atuendo y exhaló un dramático suspiro-. ¡Aquí estoy, vestido con mi máscara y mi capa y sin un diamante a la vista!

Carolyn, divertida a su pesar, contestó:

– Debo confesar que no me gustan mucho los diamantes.

– Yo debo confesar que eso es algo que no había oído decir nunca a una mujer. -Esbozó una mueca pícara-. ¿Se da cuenta de que acabamos de intercambiar unas confesiones a media noche? ¿Y sabe lo que dicen de esas confesiones?

– Me temo que no.

Él se inclinó un poco más hacia ella y el pulso de Carolyn dio un brinco.

– Dicen que son peligrosas. Pero en el mejor de los sentidos.

Carolyn se dio cuenta, de repente, de que aquel encuentro era un ejemplo perfecto de algo peligroso en el mejor de los sentidos.

– Las mujeres de la fiesta van adornadas con más joyas de las que usted podría llevarse -señaló Carolyn.

– Yo no estoy interesado en ninguna mujer aparte de usted, milady.

Susurró sus palabras junto a ella y Carolyn se sintió acalorada y excitada, lo que, a su vez, la hizo sentirse consternada y secretamente emocionada.

– Yo no llevo joyas -susurró ella.

– Usted es la joya. De modo que, a falta de diamantes y perlas, me veo obligado a improvisar, así que le robaré… -Avanzó un paso hacia ella y después otro, hasta que sólo los separó una distancia de dos dedos-… un beso.

Antes de que ella pudiera reaccionar, antes siquiera de que pudiera pestañear o realizar una respiración completa, lord Surbrooke inclinó la cabeza y rozó con lentitud sus labios con los de ella.

Exteriormente, el cuerpo de Carolyn permaneció totalmente inmóvil, pero en el interior… En el interior pareció que todo cambiaba de lugar y de velocidad. Su estómago cayó en picado, su corazón dio un vuelco y se aceleró, y su sangre pareció espesarse, aunque, de algún modo corrió a más velocidad por sus venas. Y su pulso… Carolyn lo sintió por todas partes: en las sienes, en la base del cuello, entre los muslos…

Él levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Los ojos de lord Surbrooke no mostraban el menor rastro de diversión, sino que ardían como dos tizones gemelos, encendiendo en Carolyn un deseo…, un ansia que no había experimentado desde hacía tanto tiempo que apenas la reconoció.

Él la examinó durante varios segundos y, después, tras emitir un sonido grave, la estrechó entre sus brazos y presionó su boca contra la de ella. Carolyn separó los labios por el deseo, la sorpresa o ambos y, de repente, todo se volvió insignificante. Salvo él.

El cuerpo de lord Surbrooke parecía bombear calor. ¡Resultaba tan increíble y deliciosamente cálido…! Estar rodeada de sus fuertes brazos era como estar envuelta en una manta caliente. Su olor fresco y masculino empapó los sentidos de Carolyn haciendo que le flaquearan las rodillas. Una agradable sensación de mareo la animó a subir las manos por su amplio pecho, rodearle el cuello con los brazos y sujetarse a él con fuerza.

Y gracias a Dios que lo hizo, porque el primer contacto de la lengua de él con la de ella hizo que sus huesos se volvieran de mantequilla. Un gemido surgió de la garganta de Carolyn, en parte debido a la sorpresa y, en parte, por el ardiente deseo que experimentaba. Se apretó más contra él y absorbió todos los matices de su apasionado beso.

El sabor, oscuro y delicioso, de su boca; la fuerza de su brazo, que la mantenía firmemente anclada contra él y que ella agradecía pues, de no ser por él, habría resbalado hasta el suelo; el calor de su otra mano, que subía y bajaba por su espalda, como si quisiera examinar todos los centímetros de su cuerpo; el sólido muro de su torso, que se aplastaba contra los pechos de ella; la inconfundible protuberancia de su erección presionada contra su abdomen…

El deseo, largo tiempo olvidado, estalló en el interior de Carolyn como un relámpago y encendió su piel. Abrió más la boca y juntó su lengua a la de lord Surbrooke, desesperada por conocer más acerca de su sabor, de su tacto. Deslizó los dedos entre el pelo de la nuca de él y maldijo los guantes que le impedían sentir su espesa y sedosa textura.

Y entonces, tan repentinamente como empezó, él levantó la cabeza, finalizando el beso. En esta ocasión, nada contuvo el gemido de protesta de Carolyn, quien, con gran esfuerzo, abrió los ojos.

Él la miró, con una respiración tan rápida y errática como la de ella y con los ojos vidriosos, como ella sabía que debían de estar los suyos.

Él levantó una mano y la apoyó con suavidad en la mejilla de Carolyn.

– Sabía que sería así-declaró en un susurro jadeante.

Su voz traspasó la niebla sensual que envolvía a Carolyn y la realidad de dónde estaba y quién era la abofeteó como un trapo frío y húmedo. Soltó un grito ahogado y retrocedió un paso, alejándose del contacto de la mano de lord Surbrooke. Sus dedos temblorosos volaron hasta su boca, aunque no sabía si era para borrar el beso de lord Surbrooke o para sellarlo en sus labios.

¡Santo Dios! ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué había hecho?

«Te diré lo que has hecho -la reprobó su voz interior-. Has manchado la memoria de Edward.»

Un grito de angustia creció en su garganta y Carolyn apretó los labios para contenerlo. Intentó, desesperadamente, rememorar la dulzura de los besos de Edward, pero no lo consiguió. ¿Cómo podía hacerlo cuando el sabor de otro hombre seguía en sus labios? ¿Citando todavía sentía la huella de su duro cuerpo contra el de ella? Cuando su mente y sus sentidos todavía estaban impregnados del beso apasionado y tempestuoso que acababa de compartir con…

Con un hombre que no era su marido.

Una oleada de emociones encabezadas por la confusión, la culpabilidad y la vergüenza la bombardearon seguidas por la acuciante necesidad de salir huyendo.

– Yo… tengo que irme -declaró con una voz afligida que reflejaba, exactamente, cómo se sentía.

– ¡Espere!

Lord Surbrooke alargó el brazo para cogerla, pero ella sacudió la cabeza y se apartó.

– ¡No! Yo… Por favor, déjeme ir.

Sin esperar la respuesta de lord Surbrooke, Carolyn pasó por su lado y regresó con rapidez a la fiesta, donde enseguida se la tragó la multitud. No se entretuvo buscando a su hermana ni a sus amigas, sino que se dirigió, a toda prisa, al vestíbulo, donde pidió su carruaje. Los cinco minutos de espera le parecieron una eternidad, eternidad que pasó en un rincón en penumbra, con las manos presionadas contra su agitado pecho.

Una vez instalada en el oscuro interior del carruaje, Carolyn se cubrió la cara con las manos y el sollozo que había conseguido contener hasta entonces surgió de su garganta.

¿Qué había hecho? ¿Cómo había permitido que sucediera?

Todo en su interior lloró y buscó el recuerdo de Edward que llevaba en su corazón, el recuerdo de su tierna sonrisa, de su suave contacto y del dulce amor que habían compartido. Pero sus amados recuerdos la eludían. En su lugar, lo único que Carolyn percibía era a un diabólico salteador de caminos de mirada intensa y boca cautivadora que hacía que a ella le flaquearan las piernas. A pesar de su determinación de seguir adelante con su vida, ella no había esperado algo así. No había esperado aquella oleada sobrecogedora e inesperada de pasión.

Aun así, no podía negar lo que había sucedido y, una vez más, maldijo la lectura de las Memorias, que la había colocado en aquel camino ruinoso y sensual. Pero todavía le quedaba una pregunta por contestar: ¿qué pensaba hacer con todo aquello?

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