Capítulo 15

Gracias a mi amante, los artículos cotidianos adquirieron significados completamente nuevos y sensuales. La mantequilla y la miel extendidas sobre la piel constituían un delicioso tentempié de medianoche. Y mis medias de seda eran cuerdas perfectas para atar a mi amante a la cama…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


En cuanto Barkley abrió la puerta y Carolyn y Daniel entraron en el vestíbulo, se vieron asediados por la familia de Daniel, cuyos miembros ladraban y maullaban en diversas octavas y con distinta intensidad. Daniel se preguntó si el aspecto, decididamente imperfecto, y la bienvenida casi ensordecedora de sus mascotas, incomodarían a Carolyn como lo habían hecho con las últimas mujeres que había invitado a su casa. Sin embargo, en lugar de retroceder ante el caos y las lesiones cicatrizadas de las mascotas, Carolyn se sumergió de lleno en el barullo.

Los galos se restregaron contra las botas de Daniel mientras los cuatro alborotadores perros le dieron la bienvenida con tal entusiasmo que parecía que hubiera estado fuera durante semanas. Resultaba evidente que Carolyn les gustaba y, tras unos cuantos olfateos preliminares, la recibieron como si fuera una gran amiga a la que habían perdido de vista hacía mucho tiempo. Con cada maullido y ladrido, parecían preguntarle a Daniel: «¿Quién es esta deliciosa criatura que nos has traído?»

Daniel contempló la resplandeciente sonrisa de Carolyn y sintió como si el pecho se le encogiera.

«Es Carolyn, y la adoraréis.»

Daniel se acuclilló y enseguida fue objeto de una avalancha de jubiloso afecto canino que estuvo a punto de tumbarlo. Al ver aquel desenfreno, Carolyn se echó a reír, se acuclilló junto a Daniel y enseguida recibió una lluvia de entusiasta afecto canino y ronroneos felinos.

– Son maravillosos -consiguió decir entre risas entrecortadas mientras acariciaba y rascaba a los animales y eludía los besos caninos.

– Están locos -la corrigió Daniel, incapaz de dejar de reír a pesar del tono exasperado con que lo dijo-. Te los presentaré -declaró levantando la voz para que ella lo oyera por encima del barullo. Le dio unas palmaditas al perro de enmarañado pelo marrón y raza indescriptible que no tenía cola y declaró-: Éste es Rabón. -Entonces señaló con la cabeza, un perro castaño y mediano al que le faltaba una de las patas traseras y que intentaba, con todas sus fuerzas, lamer la barbilla de Carolyn-. Ese tan ligón es Paticojo.

– Y supongo que éste es Pelón -declaró Carolyn, cogiendo al cachorro sin pelo y de mirada enternecedora que jadeaba de placer.

– Exacto. Y este demoniete es Gacha -contestó Daniel, cogiendo a una inquieta bola de pelo blanco y negro que sólo tenía una oreja puntiaguda y con el extremo caído.

Entonces señaló los dos gatos, que ahora estaban sentados tranquilamente a varios metros de distancia con la cola enrollada alrededor de su propio cuerpo. Los gatos observaban toda aquella actividad canina con un desdén y una altanería felinos que indicaban, claramente, que la consideraban indigna.

– La negra con un solo ojo se llama Guiños -explicó Daniel.

– Sí, la conocí ayer por la noche.

– Y la de manchas es Ladeo. Es el único miembro de este grupo salvaje que se muestra reservado y le falta un trozo de una de las patas delanteras. Las dos creen que la casa es suya. Amablemente, nos permiten, a mí y a los sirvientes, vivir aquí, pero con la condición de que las alimentemos. Estoy convencido de que se pasan todo el tiempo que no están durmiendo conspirando para echar a los perros a la calle.

Dejó a Gacha en el suelo, se incorporó y le tendió la mano a Carolyn quien, a su vez, dejó a Pelón sobre el suelo de mármol y apoyó la mano en la de Daniel. Aquel simple acto no tenía por qué haber acelerado el corazón de Daniel como lo hizo.

Cuando Carolyn estuvo de pie, Daniel miró al cuarteto de inquietos perros y ordenó:

– ¡Sentaos!

Reconociendo la voz de la autoridad, Paticojo, Rabón y Pelón lo obedecieron de inmediato. Sin embargo, Gacha continuó erguida y agitando su ágil cola.

Carolyn se rió al ver la actitud de la pequeña perra que la miraba con ojos negros y mirada de adoración.

– Parece que este perrito necesita un poco más de entrenamiento.

– Perrita -la corrigió Daniel-. Y me temo que se necesita algo más que entrenamiento con ella.

– ¿A qué te refieres?

– No habla inglés.

Carolyn parpadeó sorprendida.

– ¿Disculpa?

– Supongo que debería decir que no entiende el inglés. Samuel la encontró frente a un edificio del que provenían unos gritos en francés.

– Nunca había oído nada parecido. Quizás ha perdido oído a causa de las heridas que ha sufrido.

– ¡Ah, no, si ella oye bien! Sobre todo cuando se habla de comida.

– ¿Has intentado hablarle en francés?

– Por desgracia, mi francés es horrible y todavía tengo que encontrar a alguien que sepa dar órdenes a un perro en francés. -Lanzó a Carolyn una mirada esperanzada-. Supongo que no hablarás francés.

– Sólo un poco, y me temo que bastante mal. Aun así, podría intentarlo. -Miró a Gacha y se aclaró la garganta-. Asseyezvous!

El trasero de Gacha enseguida se aposentó en la baldosa de mármol que tenía debajo.

Daniel la contempló durante varios segundos y después se echó a reír.

– ¡Eres una genio!

Carolyn sonrió abiertamente.

– En absoluto. Además, mi acento es horroroso.

– Tonterías. Es perfecto. Y ahora, mi encantadora genio, ¿puedes decirle que deje de morder mis botas? ¿Y mis muebles? ¿Y mis bastones de paseo?

– Me temo que no sé decir ninguna de estas cosas.

– Mis botas, mis muebles y mis bastones de paseo están desolados, pero, por favor, intenta algo más.

– De acuerdo. -Carolyn frunció los labios y dijo-: Me parlez.

Gacha respondió con una serie interminable de ladridos entusiasmados.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó Daniel por encima del ruido.

– Que me hable.

– ¡Excelente!

Como Gacha seguía ladrando de una forma ensordecedora, Daniel añadió:

– Supongo que sabrás cómo decir «cállate» en francés.

Carolyn miró a la bola de pelo ladrante.

– Calmez-vous, s'il vous plait.

Gacha se calló de inmediato.

– ¡Brillante! -exclamó Daniel-. Tengo que escribir esas órdenes. Tienes mi eterna gratitud.

– Quizá puedas enseñarle inglés diciéndole las órdenes en francés y a continuación en inglés.

– ¿Lo ves? Ya te he dicho que eres un genio.

Carolyn se echó a reír. Al verla bañada por los rayos de sol que entraban por la ventana y que la rodeaban formando un halo dorado y con los ojos chispeantes de alegría, Daniel, literalmente, se quedó sin aliento. Y sin habla. Sin poder hacer otra cosa más que contemplarla.

No supo cuánto tiempo estuvo allí, simplemente mirándola, hasta que ella le preguntó con un deje de diversión en la voz:

– ¿Tu eterna gratitud podría incluir una taza de té? Todavía me falta hablar contigo acerca de Katie.

Sus palabras lo sacaron de su aturdimiento y Daniel se propinó a sí mismo una bofetada mental. ¡Demonios, con sólo mirarla se olvidaba de sí mismo!

– Sí, claro. Té. Y quizás incluso unas galletas. Al oír la palabra «galletas», Gacha soltó dos ladridos. Daniel miró a la perra, que estaba meneando la cola.

– Sí, claro, «galletas» sí que lo entiendes, ¿no?

Gacha volvió a ladrar y, en esta ocasión, Paticojo, Rabón y Pelón se unieron a ella. Carolyn se echó a reír.

– Por lo visto la palabra «galletas» forma parte del lenguaje universal.

– Eso parece -confirmó Daniel.

Entonces se volvió hacia Barkley, quien seguía en su puesto, cerca de la puerta. El mayordomo miraba a Carolyn con fijeza y con una expresión de bobo que indicaba que, también él, la encontraba encantadora. ¡Santo cielo! ¿Existía algún hombre con sangre en las venas que no cayera presa del hechizo que ella parecía ejercer? Por lo visto no, porque, por lo que Daniel sabía, Barkley era inmune a las artimañas femeninas. Al menos, mientras estaba de servicio.

– Té en el salón, por favor -le dijo Daniel al mayordomo.

Barkley parpadeó, como si saliera del mismo tipo de trance al que había sucumbido Daniel. Lo cierto era que parecía estar tan aturdido que Daniel estuvo a punto de echarse a reír.

– Sí, milord.

– ¿Cómo le ha ido a Katie durante mi ausencia? -preguntó Daniel.

– Muy bien, milord. Ya está levantada y se encuentra mucho mejor. Mary ha estado con ella en todo momento y la está instruyendo en las labores de la casa. Y Samuel la cuida como si fuera la corona real.

Sí, aquella misma mañana, Daniel se había dado cuenta de las atenciones que su criado prodigaba a Katie. Era evidente que lo que sentía por ella era más que la simple preocupación. El muchacho estaba loco por ella.

Loco por ella… La mirada de Daniel se posó en Carolyn.

«Sé, exactamente, cómo se siente.»

Daniel frunció el ceño al oír los susurros de su voz interior. ¡Menuda estupidez! Él no estaba loco por Carolyn. Estar loco por alguien implicaba que el corazón de uno estaba involucrado, y el suyo no lo estaba en absoluto. El sólo la… deseaba. De acuerdo, la deseaba mucho, pero sólo eso. Nada más que eso. Sólo un loco se enamoraría de una mujer cuyo corazón pertenecía a otro hombre.

Apartando de su mente la ridícula idea de que estaba loco por Carolyn, Daniel la condujo hasta el salón. Los perros los siguieron dando brincos, y los gatos lo hicieron a un paso mucho más relajado.

– ¿Así que ésta es toda tu familia? -preguntó Carolyn.

– Éstos son todos los peludos que viven conmigo. También hay un demonio emplumado que responde al nombre de Picaro, pero no se merece ser presentado a una dama.

– ¡Ah, sí! Me acuerdo de que Katie mencionó a un loro. Siento mucha curiosidad por saber por qué lo llamáis así. Me gustaría conocerlo.

Daniel tosió para esconder su risa horrorizada.

– Lo siento, pero me temo que no puedes conocer a Picaro.

Carolyn enarcó las cejas.

– ¿Y me lo dice un hombre que me aseguró que accedería a cualquier petición que le formulara?

– No creo que te interese conocer a Picaro. Antes vivía en un bar frecuentado por tipos desagradables que le enseñaron frases muy inadecuadas. Te aseguro que el nombre le va de perlas.

Carolyn se detuvo y puso los brazos en jarras. Daniel oyó un repiqueteo ahogado y se dio cuenta de que lo producía la punta del zapato de Carolyn sobre la alfombra.

– No he oído nunca hablar a un pájaro. Estoy segura de que es encantador.

– Es un peligro público.

– Considérame advertida.

– Te impresionará.

– No soy tan delicada como crees. Quizá pueda enseñarle algunos modales.

– Lo dudo. Es muy tozudo. -Al percibir la determinación que reflejaba la mirada de Carolyn, Daniel entrecerró los ojos-. ¿Siempre eres tan obstinada?

Carolyn levantó un poco más la barbilla.

– Ocasionalmente. Cuando quiero algo.

– ¿Quieres saber qué es lo que yo quiero?

Sin darle tiempo a responder, la apretó contra él y le dio un beso en la boca. Carolyn jadeó y separó los labios y Daniel profundizó el beso mientras su lengua exploraba la deliciosa seda caliente de su boca. Carolyn se fundió en él, le rodeó el cuello con los brazos y unió su lengua a la de él. Un gemido vibró en la garganta de Daniel. ¿Cómo había sobrevivido al último cuarto de hora sin besarla?

La apretó más contra él, perdido en su aroma y su ser, y la besó como sí estuviera muerto de hambre y ella fuera un manjar. El cuerpo de Daniel se endureció. Entonces apoyó una mano en la seductora curva de las nalgas de Carolyn y se frotó contra ella. ¡Cielo santo, sabía tan bien y se sentía tan a gusto con ella…!

Una serie de ladridos atravesó la neblina de deseo que lo envolvía y Daniel levantó la cabeza poco a poco. Y al ver la cara sonrojada de Carolyn y sus labios húmedos e hinchados por el beso, soltó un gemido. Ella abrió los ojos y Daniel se hundió en la excitada profundidad de su mirada. A continuación lanzó a sus cuatro perros, quienes lo miraban con curiosidad, una mirada iracunda. Una parte de él quería hacerlos desaparecer por interrumpir su beso, aunque tuvo que admitir que, si no lo hubieran hecho, habría empujado a Carolyn contra la pared del pasillo, le habría levantado las faldas y habría escandalizado a toda la casa.

Maldición, ¿qué le pasaba? El modo en que ella lo privaba de su autodominio era inquietante y molesto, y se estaba convirtiendo en un auténtico problema. ¿Cómo podía hacer que perdiera la noción del tiempo y el espacio de aquella forma?

– ¡Cielos! -murmuró Carolyn reclamando su atención-. Eres muy bueno en esto.

Daniel contuvo el sonido que creció en su garganta. Aunque se sentía halagado por lo que ella había dicho, en realidad se sentía como un adolescente torpe y burdo.

– Yo podría decirte lo mismo.

Carolyn pareció recordar, de repente, dónde estaban y retrocedió un paso, y Daniel, aunque no deseaba hacerlo, se obligó a soltarla. Aunque sólo fuera para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo.

– Puesto que estás decidida a conocer a Picaro, ¿vamos a verlo ahora? -preguntó Daniel.

Carolyn esbozó una sonrisa de medio lado.

– Creí que acababa de conocerlo.

– Me refiero al loro.

– ¡Ah! En ese caso, acepto.

Siguieron recorriendo el pasillo con los perros pisándoles los talones. Cuando entraron en la biblioteca, los recibió un potente garrido. Guiños y Tippy se sentaron a los pies de la gran jaula abovedada del colorido pájaro mirándolo con el celo con que un atracador observaría una bolsa llena de dinero.

– Lady Wingate, éste es Picaro. Y no digas que no te lo advertí.

– Hola, Picaro -saludó Carolyn.

Picaro recorrió, de un extremo al otro, el travesaño de la jaula y clavó sus ojos redondos y negros en Carolyn.

– Levántate las faldas, fresca.

Daniel se pellizcó el puente de la nariz y sacudió la cabeza. Sabía que estaban cometiendo un error.

– ¡Vaya, sí que eres picaro! -exclamó Carolyn.

– Bájate los calzones, meretriz -sugirió Picaro.

– Me temo que no va a ser posible -contestó Carolyn con toda tranquilidad-, pues no los llevo puestos.

Daniel casi se atragantó de la risa. Carolyn le lanzó una mirada de medio lado.

– ¿Estás seguro de que aprendió todo esto en un bar y no de ti?

Daniel se llevó las manos al corazón.

– Te lo juro. Yo le habría enseñado frases útiles.

– Mmm. Yo diría que, en tu opinión, «levántate la falda» y «bájate los calzones» son frases muy útiles.

Daniel se colocó detrás de Carolyn y le rodeó la cintura con los brazos.

– ¿Es una oferta?

– Desde luego que no. Sobre todo, porque, como acabo de explicarle a tu loro, no llevo puestos los calzones.

Daniel le mordisqueó el lóbulo de la oreja y se impregnó del ligero estremecimiento que recorrió el cuerpo de Carolyn.

– Si sigues recordándomelo, no saldremos de esta habitación hasta mañana.

Carolyn se volvió hacia él y Daniel contempló sus ojos llenos de una embriagadora mezcla de excitación y picardía.

– Recuerda que me prometiste un té. Y galletas.

La palabra «galletas» arrancó un agudo ladrido a Gacha.

– Preferiría mucho más darte otras cosas -declaró Daniel, empujando levemente las caderas de Carolyn con las suyas.

– ¿Ah, sí? ¿Diamantes? ¿Esmeraldas? ¿Perlas?

Daniel le cubrió el pecho con la mano.

– Entre otras cosas.

Al sentir su mano, Carolyn se apretujó contra ella y el pezón se le erizó debajo del vestido.

– ¿Quién está siendo picaro ahora?

– ¡Guapa! ¡Guapa! -gritó el loro.

Daniel sonrió a Carolyn mirándola a los ojos.

– Esto es lo más inteligente que ha dicho nunca. Y dice muchas cosas, créeme.

– Ya me he dado cuenta.

– ¡Dame un beso! -pidió Picaro.

– Ya has oído al loro -dijo Daniel en tono muy serio-. Dame un beso.

Carolyn se echó a reír y se puso de puntillas.

– Si insistes…

Daniel rozó sus labios con los de ella y se esforzó para no ahondar en el beso. Se obligó a que el contacto fuera ligero, aunque sólo fuera para demostrarse a sí mismo que podía controlar la situación.

– Echemos un clavo, señora.

Daniel levantó la cabeza y le lanzó a Picaro una mirada iracunda. Definitivamente, había llegado la hora de alejar a Carolyn de aquel pájaro charlatán.

– Es la hora del té -declaró cogiéndola de la mano y conduciéndola hacia la puerta.

– ¿Qué es un «clavo»? -preguntó Carolyn.

Daniel se frotó la cara con la mano que tenía libre y arrastró a Carolyn fuera de la habitación.

– Es un… término inapropiado para damas.

– ¿En relación con qué?

– Relaciones carnales.

Al instante, una avalancha de imágenes bombardeó a Daniel. De él y Carolyn, con sus cuerpos desnudos y entrelazados, teniendo relaciones carnales. Una capa de sudor cubrió la base de su espina dorsal y Daniel apretó las mandíbulas.

Cuando llegaron al salón, Daniel dejó, deliberadamente, la puerta abierta. Sólo para demostrarse a sí mismo que podía dejarla así. Que no necesitaba tocar a Carolyn. Ni besarla. Que era perfectamente capaz de no hacer nada de eso. Que podía ganar la batalla de conservar el autodominio de un caballero que ella conseguía arrebatarle con tanta facilidad.

Así que, en lugar de ceder al abrumador deseo de cerrar la puerta con llave y arrastrar a Carolyn al suelo, Daniel se dirigió a su escritorio y sacó una hoja de papel.

– ¿Cuáles eran esas frases en francés que serán mi salvación?

Cuando Carolyn terminó de dictárselas, Katie entró en la habitación con la bandeja del té. Daniel se dio cuenta de que, aunque su labio inferior todavía estaba hinchado y varios morados desfiguraban su cara, tenía mucho mejor aspecto que la noche anterior.

– ¿Cómo te encuentras, Katie? -preguntó Daniel.

– Mucho mejor, milor, gracias -respondió ella dejando la bandeja sobre la mesa que había delante del sofá.

– ¿Estás segura de que ya te encuentras bien como para trabajar? No tienes por qué darte prisa.

– Estoy bien, milor. Y nunca se me ocurriría aprovecharme de su generosidad. -Enderezó la espalda y entrelazó las manos frente a ella-. L' estoy agradecida, no sólo porque s' ha encargado de que me curen las heridas, sino por darme este puesto. -Tragó saliva-. Casi había dejado de creer que había gente decente en esta ciudad. -Trasladó la mirada a Carolyn-. Y gracias a usted también, milady. Ha sido usté muy amable. -Le tembló el labio inferior-. Y a Gertrude también. Me recuerda mucho a mi madre. Ella murió el año pasado. La echo de menos muchísimo.

– Siento tu pérdida -contestó Carolyn-. Y me alegro de que te encuentres mejor.

– Gracias.

Katie realizó una rápida reverencia y salió de la habitación dejando la puerta abierta, como la había encontrado.

– ¿Sirvo el té? -preguntó Carolyn.

– Gracias.

Daniel contempló a sus perros, que estaban sentados uno al lado del otro en la alfombra que había frente al hogar, como palomas sobre una rama, y con los ojos clavados en el plato de las galletas.

– Tienes una audiencia embelesada -declaró Daniel entre risas.

Después de servir el té y echarle una galleta a cada uno de los perros, Carolyn bebió un sorbo y contempló las tenues llamas del fuego. La mirada de Daniel se deslizó por ella, percibiendo su pelo resplandeciente, sus facciones delicadas y su encantador vestido de muselina verde pálido. ¡Maldición, estaba deslumbrante! Literalmente. Pues lo deslumbraba por completo. No sólo por su belleza, sino también por su ingenio. Y su inteligencia. Y aquel lado suyo picaro y malicioso. Y por la pasión que vibraba bajo la superficie de aquel exterior perfecto y elegante.

Estaba considerando cómo reaccionaría ella si él la sentaba sobre sus piernas cuando Carolyn se volvió hacia él.

– Tengo una proposición que hacerte -declaró Carolyn.

– Sí -contestó Daniel sin titubear.

– ¿Sí, qué?

– Mi respuesta es que sí. Sea cual sea tu proposición.

Carolyn parpadeó varias veces.

– Si ni siquiera sabes de qué se trata.

– No me imagino que no me guste algo de lo que tú me propongas. Sobre todo si se parece, aunque sólo sea de lejos, a lo que yo estoy pensando.

– ¿Y en qué estás pensando?

– En que me gustaría sentarte sobre mis piernas y deslizar una mano por debajo de tu vestido.

Carolyn levantó la vista hacia el techo, aunque una sonrisa bailaba en la comisura de sus labios.

– Otra vez estás pensando en cosas sensuales.

– En absoluto. Está claro que no has oído la palabra «vestido», lo que lo convierte, una vez más, en un tema de ropa.

– Sin duda se trata de una actividad llena de atractivo y posibilidades. Sin embargo, mi proposición, al menos la que quiero hacerte ahora, está relacionada con Katie y su situación laboral.

– ¿Te refieres a su empleo aquí, en mi casa?

– Sí. Daniel, sospecho que, en realidad, no necesitas a otra doncella. Que le ofreciste el empleo a Katie sólo por bondad y, si eso es así, bueno, a mí me gustaría contratarla.

Daniel arqueó las cejas.

– ¿Necesitas una doncella?

– No exactamente.

– Entonces, ¿por qué quieres contratarla? ¿Crees que su empleo aquí la haría infeliz?

– En absoluto -contestó Carolyn con rapidez y negando con la cabeza-. Llevo toda la mañana preguntándome si debería comentártelo, y después de ver a Katie, me he convencido de que mi idea es muy sensata. Sin duda, te está muy agradecida, y tu oferta de trabajo es muy amable y generosa, pero teniendo en cuenta sus circunstancias, me pregunto si no se sentiría más cómoda trabajando para una mujer. Además, está claro que Gertrude le ha caído muy bien. Y a Gertrude le ocurre lo mismo.

Carolyn se interrumpió, contempló su humeante taza de té y volvió a mirar a Daniel.

– Además, lo que dijiste acerca de sentirse inútil e insatisfecho y sobre cómo ayudar a los necesitados ha disminuido esos sentimientos en ti… Yo sé muy bien lo que es sentirse inútil e insatisfecha y esperaba encontrar algo que me ayudara a acabar con esos sentimientos. Creo que tu dedicación a los animales y la ayuda que le has ofrecido a Katie son admirables. Honorables. Y me gustaría formar parte de estas acciones. He pensado que ofrecerle a Katie un empleo en mi casa podría constituir un primer paso en esa dirección. -La incertidumbre brilló en su mirada-. Bueno, si no te importa recibir mi ayuda.

Durante varios segundos, Daniel simplemente la miró, paralizado por las inesperadas emociones que sus palabras habían despertado. Después de carraspear, declaró con calma:

– Hacía mucho, mucho tiempo que nadie utilizaba las palabras «admirable» y «honorable» para describir algo que he hecho, Carolyn.

– Me cuesta creerlo.

– Pues deberías hacerlo. La verdad es que estos términos no siempre me han definido. Incluso ahora, no estoy seguro de merecerlos.

Carolyn lo miró a los ojos con el ceño fruncido.

– Por tus acciones y lo que yo he observado, estoy convencida de que los mereces. Y estoy segura de que Samuel corroboraría mis palabras. Y Katie. Y, si pudieran hacerlo, también todos tus animales.

Dejó la taza de té sobre la mesa y apoyó la mano sobre la de Daniel. El calor subió por el brazo de él y, de una forma ridícula, su corazón dio un brinco ante aquel simple contacto.

– Deberías sentirte orgulloso por lo que has hecho, Daniel. Y por lo que sigues haciendo. Y yo me sentiré orgullosa y honrada de poder ayudarte. En todos los aspectos que me permitas hacerlo. Y me sentiré encantada… y aliviada… de estar haciendo algo útil.

Daniel bajó la mirada y observó la mano, pálida y delgada, que Carolyn había apoyado sobre la de él. ¡Maldición, le gustaba cómo se veía, allí, encima de la suya, pequeña y delicada! Le gustaba su tacto, cálido y suave. Le gustaba que pareciera que pertenecía allí. Como la pieza descolocada de un rompecabezas que él ni siquiera sabía que le faltaba.

En raras ocasiones se había encontrado sin palabras, pero aquella mujer tenía la habilidad de dejarle la lengua hecha un nudo. De embriagarlo con unas emociones tan inesperadas que no lograba entenderlas, y mucho menos verbalizarlas. Ella le había hablado como si lo considerara una especie de héroe. Gran error por su parte, pues él sabía con certeza que no lo era. Pero ¿cómo podía decírselo? Nunca se lo había contado a nadie…

Subió la mirada hacia la de ella y, por su rubor y su expresión cohibida, se dio cuenta de que había permanecido en silencio durante demasiado tiempo.

– Discúlpame -murmuró Carolyn, apartando la mano de la de Daniel-. No pretendía…

Él le cogió la mano y la apretó entre las suyas.

– Será para mí un honor que me ayudes, Carolyn. Tu oferta de contratar a Katie es muy generosa y tu razonamiento es sabio y sensato. Podemos proponérselo a ella y dejar que ella lo decida. En cuanto a los animales, quizá te arrepientas de haberme ofrecido tu ayuda cuando tu tranquila casa esté invadida de gatos, perros locos y uno o dos conejos. O doce. Créeme, el caos reinará en tu casa.

Carolyn esbozó una sonrisa que primero era titubeante y después amplia y esplendorosa y Daniel se sintió como si el sol hubiera salido de detrás de una nube.

– A mi casa le iría bien un poco de caos. Y a mí me gustan mucho los animales.

– Excelente. ¿Quieres empezar con cuatro perros, dos gatos y un loro muy mal hablado?

– Si creyera que ibas a deshacerte de alguno de ellos, aceptaría tu oferta, pero es evidente que los adoras.

Daniel exhaló un suspiro y contempló a los cuatro perros y los dos gatos, que estaban junto al fuego apoyados los unos en los otros.

– No sé cómo este grupo variopinto ha conseguido enternecerme -refunfuñó Daniel.

– Eso es porque, en el fondo, eres sensible.

– Di, más bien, que tengo una vena sensible en el cerebro.

Carolyn sonrió y Daniel sintió que caía en una especie de estupor.

¡Mierda, por lo visto también tenía una vena sensible donde no quería tenerla! Y donde nunca antes la había tenido. Justo en el corazón.

Pues bien, tendría que reforzar esa vena insospechadamente vulnerable de inmediato, porque su relación con Carolyn sólo era una aventura. Una aventura superficial y temporal. Considerar, aunque sólo fuera durante un instante, que era algo más sería una auténtica locura. El corazón de Carolyn pertenecía a la memoria de su marido. Ella lo había dejado muy claro. Y el de él le pertenecía a él mismo. Y haría bien conservándolo de esa forma.

Una aventura superficial y temporal.

Sí, eso era lo que se suponía que era su relación con Carolyn.

Entonces, ¿por qué de repente le parecía que era tan… poco superficial? ¿Tan… intensa? ¿Y acaso había sucedido de repente? ¿Su relación había sido siempre tan devastadora? ¡Maldición, no lo sabía! ¿Y por qué, cuando intentaba imaginarse con una mujer distinta a Carolyn, se le revolvía el estómago? ¿Por qué ninguna otra cara de mujer se materializaba en su mente?

Una vez más, no conocía la respuesta. Y, además, tenía miedo de analizar estas preguntas a fondo por temor a lo que pudiera averiguar.

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