En una fiesta, después de un vals durante el que él me desnudó y me hizo el amor con la mirada descaradamente, yo lo arrastré hasta una habitación cercana y cerré la puerta con llave. Y dejé que terminara lo que había empezado en la pista de baile.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Daniel bebió su coñac de un solo trago y realizó una mueca interior al sentir el calor abrasador que descendía por su garganta hasta su estómago. Lo último que necesitaba era otra cosa que lo hiciera sentirse más acalorado. La simple visión de Carolyn, allí, en el salón de su casa, bebiendo su jerez, era más que suficiente para hacerle sentir como si estuviera en medio de un fuego abrasador.
Contempló cómo ella bebía con delicadeza su jerez. ¿Cómo conseguía estar tan guapa incluso haciendo algo tan mundano como beber? Su hambrienta mirada descendió por el cuerpo de Carolyn, atraída por la ondulación de sus generosos pechos, que su vestido realzaba. Y siguió bajando por el favorecedor vestido que combinaba a la perfección con su piel color crema y sus ojos azules.
No se le ocurría ninguna otra mujer que hubiera respondido de inmediato y personalmente a su petición de ayuda sin siquiera detenerse a cambiarse de vestido. Y que estuviera dispuesta a hacer de enfermera con una desconocida. Y que, además, tuviera los conocimientos para hacerlo. Todos estos aspectos dignos de admiración se sumaban a su belleza. Entonces, lord Surbrooke se dio cuenta de que no necesitaba ningún otro aspecto para admirarla, que, de hecho, ya la admiraba más que suficiente.
Sintió el peso de la mirada de Carolyn y levantó la vista. Y descubrió que ella contemplaba la abertura de su camisa con una expresión que indicaba que le gustaba lo que veía. Lord Surbrooke enderezó los hombros y cogió con más fuerza la copa vacía para evitar coger a Carolyn entre sus brazos y besarla hasta que admitiera que lo quería tanto como él la quería a ella.
Carolyn levantó la vista y sus miradas se encontraron. El color escarlata que coloreó las mejillas de ella dejó claro que era consciente de que él la había pillado contemplándolo. Carolyn dio un sorbo rápido a su jerez y dejó la copa sobre la mesa de caoba.
Él hizo lo mismo y salieron de la habitación dirigiéndose, por el pasillo en penumbra, hacia el invernadero. Daniel vio, por el rabillo del ojo, que ella se retorcía los dedos de las manos, señal de que sentía la misma y cargada tensión por la presencia de él que él sentía por la de ella. Daniel lo consideró un hecho prometedor.
– Es usted muy buena limpiando y vendando heridas -indicó él esquivando el silencio.
– De niña, Sarah era un poco hombruna -explicó Carolyn sonriendo afectuosamente por el recuerdo-. Pasé muchas horas curando sus numerosos cortes y arañazos. Y unos cuantos de los míos.
– Entonces, ¿no es usted una persona impresionable?
– No. Si hubiera sido un chico, habría seguido los pasos de mi padre y habría sido médico.
Lord Surbrooke levantó las cejas sorprendido. Nunca había oído a una aristócrata decir algo así, que aspirara a tener una profesión. Claro que Carolyn no había nacido noble.
– Dice que Sarah era un poco hombruna, pero ¿cómo se hizo usted sus cortes y arañazos?
Una sonrisa bailó en los labios de Carolyn.
– Tengo que hacerle una confesión.
El interés se despertó en el interior de Daniel.
– ¿Ah, sí? Por favor, no me mantenga en suspenso. Aunque creo justo recordarle que las confesiones a medianoche pueden ser peligrosas.
– Entonces tengo suerte de que haga rato que haya pasado la medianoche. -La picardía brilló en los ojos de Carolyn. Se inclinó hacia él y le confesó con aire conspirador-: Solía… subirme a los árboles.
El no sabía si se sentía más sorprendido, intrigado o divertido.
– No lo habría dicho nunca.
– Pues me temo que es cierto. Y también solía caminar haciendo equilibrios sobre los troncos de los árboles caídos. Y saltar sobre las rocas que sobresalían en el estanque que había cerca de nuestra casa. Me caí al agua más de una vez.
Un recuerdo intentó surgir de las profundidades del alma de lord Surbrooke, quien enseguida cerró la puerta de la mazmorra donde lo guardaba para evitar que viera la luz del día.
– Seguro que me está contando un cuento. No creo que sea usted capaz de comportarse de una forma tan inusual.
– Le aseguro que es verdad. Mi madre siempre me presionaba para que mi comportamiento fuera impecable, cosa que no hacía con Sarah.
– ¿Por qué?
Carolyn titubeó, reflexionando sobre si contárselo o no. Al final, declaró:
– Para mi consternación, siempre fui la favorita de mi madre. Ella consideraba que Sarah era poco dotada y sin remedio, así que le prestaba poca atención y puso todas sus esperanzas de realizar un buen matrimonio en mí, aunque más que esperanzas lo daba por hecho. Su favoritismo hirió profundamente a Sarah. Y a mí también, pues yo adoré a Sarah desde el mismo día en que nació. Siempre que podía, yo escapaba de las rígidas garras de mi madre y, cuando lo conseguía, me iba con Sarah a escalar árboles, saltar sobre las rocas o cualquier otra gran aventura en la que ella estuviera metida. De haberlo sabido, mi madre se habría puesto hecha un basilisco, así que, para cubrirnos, aprendí a curarme las heridas que me causaba cuando me caía. Y también las de Sarah. -Una sonrisa iluminó su cara-. Como mi padre era médico, no me resultó difícil aprenderlo. Ni conseguir vendas.
Habían llegado a las cristaleras que comunicaban con el invernadero y él se detuvo.
– Debo admitir que este aspecto inesperado suyo me ha cogido desprevenido.
– Le aseguro que es cierto. De hecho, conservo una cicatriz en el tobillo, recuerdo de una de mis más desafortunadas aventuras como escaladora de árboles. La considero una condecoración.
Daniel cogió el pomo de latón y abrió la puerta. El aire que los rodeaba enseguida se vio inundado de una fragancia floral con toques de tierra recién excavada. Un rayo plateado de luna caía sobre el suelo de piedra desde él elevado techo de vidrio. Daniel levantó la vista y vio una luna nacarada sobre un cielo negro y aterciopelado encastado con estrellas que parecían diamantes.
– ¡Qué bonito! -murmuró Carolyn entrando en la cálida habitación.
– Pensé que le gustaría.
– Me gusta. Y mucho. -Inhaló hondo y sonrió-. A la luz del día debe de ser espléndido.
– Sí, pero yo prefiero venir de noche. Lo encuentro muy…
– ¿Tranquilo?
Él asintió con la cabeza.
– Sí. El lugar perfecto para la contemplación.
Carolyn se sorprendió de una forma patente.
– Nunca creí que fuera usted un hombre dado a la reflexión introspectiva.
– Está claro que no me conoce usted tanto como cree.
Ella lo miró intrigada.
– En realidad, yo diría que no le conozco en absoluto. -Antes de que él lé asegurara que estaría encantado de explicarle todo lo que quisiera saber, ella continuó-: A Sarah siempre le han encantado las plantas y las flores. ¿A usted le gustan desde hace tiempo?
El la condujo lentamente por uno de los pasillos de verdor exuberante.
– De hecho, era una de las grandes pasiones de mi madre. Este invernadero era su habitación favorita. Quedó abandonado después de que ella muriera, pero cuando yo heredé la casa, hace tres años, a la muerte de mi padre, hice que lo reconstruyeran. Lo mantengo en memoria de mi madre.
– Siento su pérdida -susurró ella-. No me imagino lo doloroso que debe de resultar perder a ambos padres. ¿Cuántos años tenía usted cuando su madre murió?
– Ocho. -Decidido a cambiar de tema, él señaló la zona de flores por la que estaban pasando-. Rosas -indicó. Arrancó una, le quitó las espinas y se la entregó a Carolyn-. Para usted.
– Gracias. -Ella se llevó el regalo a la nariz e inhaló hondo. Después sostuvo la flor en alto para examinarla a la luz de un indeciso rayo de luna-. Se ve blanca, pero no parece que sea de un blanco puro -declaró mientras la hacía girar poco a poco entre sus dedos.
– Es de un rosa pálido. A este color mi jardinero lo llama «rubor». -Alargó el brazo y deslizó la yema de uno de sus dedos por el borde de uno de los pétalos de la rosa-. Esta flor me recuerda a usted.
– ¿Por qué?
– Porque es delicada, aromática y muy, muy encantadora. -Deslizó la yema del dedo con la que acababa de tocar la flor por la suave mejilla de Carolyn-. Y porque usted se ruboriza de una forma maravillosa.
Como si lo hubieran conjurado, el rubor cubrió las mejillas de Carolyn y Daniel sonrió.
– Así.
Su cumplido la puso nerviosa de una forma patente y Carolyn bajó la vista mientras seguían avanzando con lentitud por el pasillo. Después de varios y largos segundos de silencio, ella comentó:
– ¿Se marchó usted pronto de la fiesta?
– Cuando usted se fue ya no sentí deseos de seguir allí.
Carolyn lo miró y se le cortó la respiración al sentir su intensa mirada clavada en ella. Él la miraba como si fuera un dulce y él tuviera un antojo de azúcar. «¡Oh… Dios!» Y no sólo era lo que había dicho, sino la forma en que lo había dicho, con aquella voz grave y áspera. La tensión que la atenazaba desde que se quedó a solas con él se multiplicó por dos y todo su cuerpo pareció arder en llamas. ¡Y él ni siquiera la había tocado!, salvo por aquella ligera caricia que le había hecho en la mejilla unos instantes antes, la que había dejado una estela de fuego tras ella.
Carolyn se dio cuenta de que, aun en contra de su voluntad, deseaba que él la tocara. Lo deseaba mucho.
¿Qué haría él si ella se lo dijera? Si ella le dijera: «Quiero que me toques. Bésame.»
«Te obedecería», susurró su voz interior.
Sí y, una vez más, ella experimentaría toda la magia que había sentido en las otras dos ocasiones en las que él la había tocado. Y besado.
Carolyn se agarró con fuerza al tallo de la rosa para no abanicar con la mano su acalorada cara. Desesperada por encontrar algo, cualquier cosa, que decir que no incluyera la palabra «bésame», declaró:
– Katie me ha hablado de la interesante variedad de mascotas que ha rescatado usted.
– ¡Ah, sí! Forman un grupo bastante vistoso, aunque quizá sería mejor llamarlos «manada».
– Salvar animales abandonados es una labor inusual y sorprendente para un conde.
– Créame, nadie se sorprendió más que yo. En realidad, la iniciativa es de Samuel, pero cuando trajo a casa su primer hallazgo, una gata negra, hambrienta y enferma que había perdido un ojo, no pude negarme. Guiños se recuperó totalmente y ahora es un miembro honorífico de la casa.
Carolyn sonrió al oír el nombre de la gata.
– Vi a Guiños en el vestíbulo cuando llegué.
– Si la vio es porque ronda por la casa de noche. De día lo único que hace es dormir frente a la chimenea.
El afecto que reflejaba su voz contradijo sus palabras de protesta.
– Sea como sea, no muchos caballeros ayudarían a sus criados de esta forma. Ni les permitirían llevar a la casa un animal callejero tras otro.
– Me temo que en eso tengo poca elección, pues la necesidad de ayudar a los menos afortunados está muy arraigada en la naturaleza de Samuel.
– Es evidente. Sin duda se trata de una cualidad admirable. Resultado, seguramente, de la amabilidad que mostró usted hacia él.
Lord Surbrooke se detuvo al final del pasillo y se volvió hacia Carolyn.
– Está claro que Samuel le contó a Katie…
– Y ella me lo contó a mí, sí.
El se encogió de hombros.
– No hice nada que cualquier otra persona no habría hecho.
Carolyn enarcó las cejas. Seguro que él no creía de verdad lo que acababa de decir.
– Al contrario, creo que la mayoría de las personas habrían dejado a quien había intentado robarles justo donde se desmayó. O habrían llamado a las autoridades. Usted le salvó la vida.
– Sólo le ofrecí una alternativa y él fue listo y eligió con sabiduría.
– Una alternativa muy generosa después de que, altruísticamente, le salvara la vida.
Él volvió a encogerse de hombros.
– Casualmente necesitaba un criado.
¿Por qué insistía en restarle importancia a lo que había hecho? Carolyn consideró la posibilidad de preguntárselo, pero, al final, decidió no hacerlo. De momento. Aunque no podía negar que se sentía sorprendida e intrigada al mismo tiempo por aquella imprevista modestia suya, y también por todos los aspectos inesperados que había averiguado acerca de él aquella noche. Aquel hombre estaba lleno de sorpresas.
Él señaló un rincón con un gesto de la cabeza.
– ¿Quiere sentarse?
Carolyn alargó el cuello y en el rincón vio un sofá forrado de seda bordada que estaba rodeado de palmitos altos y frondosos plantados en macetas de porcelana. Un haz de luz lunar envolvía la zona con un destello plateado que le daba un aire casi mágico. Incapaz de resistirse a aquel rincón encantador, Carolyn asintió y murmuró:
– Gracias.
Cuando se sentaron, ella echó la cabeza hacia atrás y exhaló un suspiro de admiración al ver las estrellas que titilaban en lo alto.
– Parece un trocito de cielo interior.
– Estoy totalmente de acuerdo.
Ella enderezó la cabeza y vio que él la estaba mirando. Sentado en un extremo del sofá, con los hombros bajos, los dedos ligeramente entrelazados sobre su plano estómago y sus largas piernas estiradas y cruzadas, en actitud informal, por los tobillos, parecía la relajación personificada. Algo que a Carolyn le resultó bastante irritante, pues ella se sentía muy… poco relajada.
Esperando sonar tan despreocupada como él parecía estarlo, Carolyn le preguntó:
– ¿Pretende quedarse con todos los animales que Samuel rescate?
– Hasta ahora lo he hecho, pero dada la rapidez con la que aumenta su número, supongo que tendré que pensar en la posibilidad de que otras personas los adopten. Siempre que me aseguren que cuidarán bien de ellos.
– ¿Nunca le ha pedido a Samuel que pare?
– No. Y tampoco tengo la intención do hacerlo. Samuel tiene una mano con los animales que no había visto nunca antes en ninguna otra persona. Sería un veterinario excelente. He pensado ofrecerle la posibilidad de que vaya a la escuela.
Carolyn ni siquiera intentó ocultar su sorpresa.
– ¿Enviaría a su criado a la escuela?
– Si él quiere ir… Tiene auténtico talento. Y una gran dedicación.
– Eso sería muy generoso por su parte.
– No tanto como usted cree. Tengo un motivo oculto.
– ¿Y cuál es?
Un toque de malicia brilló en sus ojos.
– Siempre he querido tener un protegido. Está muy de moda, ¿sabe? Claro que ahora que Samuel se dedica a recoger a algo más que animales tendré que ampliar nuestra empresa y crear algún tipo de agencia de empleo.
Carolyn lo examinó y sacudió la cabeza interiormente. Ella siempre se había considerado muy aguda juzgando el carácter de los demás; sin embargo, en este caso no parecía haber acertado demasiado. En realidad, él siempre le había caído bien. Lo encontró agradable y encantador desde el momento en que lo conoció. Pero nunca había considerado que fuera más de lo que aparentaba ser: un granuja muy atractivo.
Evidentemente se había equivocado mucho. Y eso le resultaba muy inquietante. Ya le había costado resistirse a él cuando creía que no era nada más que un hombre atractivo, pero ahora… Ahora había cosas en él dignas de ser admiradas… aparte de su encanto y su aspecto agradable. Cosas nobles. Y eso constituía una atracción que ella sabía que le resultaría mucho más difícil de resistir, y que la llevaba a otra pregunta.
¿Realmente quería resistirse?
Su voz interior contestó que no con tanta rapidez, tanto énfasis y tanta potencia que casi tuvo la impresión de que lo había dicho en voz alta.
– ¿No, qué? -preguntó lord Surbrooke con una mirada intrigada.
¡Santo ciclo, lo había dicho en voz alta!
– Nada -contestó ella, y enseguida añadió-: recuerdo que usted me comentó que no le gustaba compartir. Sin embargo, sus acciones contradicen sus palabras, lord Surbrooke.
– Daniel… mi extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa, enormemente divertida, extraordinariamente inteligente, poseedora de los labios más apetecibles que he visto nunca y de una excelente memoria, lady Wingate. -Lord Surbrooke exhaló un soplido exagerado-. Esto se está volviendo larguísimo, ¿sabe? ¿Podría librarme de este sufrimiento?
Ella simuló no haberle oído decir «labios apetecibles».
– ¿Y perderme lo que se inventará a continuación? No, gracias.
– Vaya, mi mala suerte de costumbre… En cuanto a mi afirmación de que no me gusta compartir, supongo que debería aclararla. Depende de lo que vaya a compartir. -Su brillante mirada pareció atravesar el vestido de Carolyn y abrasarle la piel-. Y con quién.
Estas breves palabras vertieron sobre Carolyn una avalancha de imágenes. Imágenes de él y de ella compartiendo. Besos acalorados. Caricias sensuales. Sus cuerpos…
Una miríada de deseos, necesidades y emociones la invadió confundiéndola y dejándola nerviosa y completamente muda. Se humedeció los labios, pues, de repente, se le habían secado y entonces se quedó paralizada al ver que él contemplaba su gesto con interés.
Tuvo que tragar dos veces para que le saliera la voz.
– Samuel tiene suerte de haberlo encontrado.
– De hecho, el afortunado soy yo. -Daniel titubeó, como si dudara sobre si continuar o no y, al final, declaró-: Antes de que empezara a trabajar para mí, mi vida era… insatisfactoria. Los empeños caritativos de Samuel me han proporcionado algo valioso y productivo que hacer. Ayudarlo hace que me sienta útil. Y me ha hecho ser consciente de la fría y cruda realidad acerca de la impresionante cantidad de animales y de personas que necesitan ayuda desesperadamente.
Carolyn asintió con lentitud absorbiendo aquellas palabras que nunca habría atribuido a lord Surbrooke. Un estremecimiento de vergüenza la recorrió cuando se dio cuenta de cuánto se había equivocado con él.
– ¿Qué quiere decir con que su vida se había vuelto insatisfactoria?
– Experimentaba un creciente y frustrante sentimiento de descontento. De aburrimiento. De vacío. Y, sobre todo, de inutilidad.
– ¿Y qué hay de su condado? ¿Y de sus propiedades?
– Éstas no me toman tanto tiempo como se podría pensar. Tengo un administrador excelente que lo mantiene todo en marcha con tanta destreza que apenas soy necesario. Mis casas funcionan a la perfección. Podría desaparecer durante meses y no se produciría ni una onda en las tranquilas aguas de mi condado.
Carolyn se dio cuenta de que las sombras poblaban sus ojos y deseó conocer la causa.
Entonces él esbozó una rápida sonrisa.
– A la larga, no ser necesitado produce una gran insatisfacción. Gracias a Samuel y sus animales me siento mucho más satisfecho.
– Es usted muy afortunado, milord. Yo también he experimentado sentimientos similares a los que usted describe. Sin embargo, a diferencia de usted, todavía no he encontrado una actividad o causa que alivie mi vacío. -Carolyn no solía hablar de estas cosas con nadie salvo con Sarah; aun así, antes de que pudiera detenerse, se encontró diciendo-: He descubierto que resulta muy difícil pasar de ser necesitado a diario a no serlo en absoluto.
Él enderezó su relajada postura y sacudió la cabeza.
– Está usted equivocada. Su hermana y sus amigas la necesitan y se preocupan mucho por usted. Lo veo cada vez que estamos todos juntos.
– Lo sé, claro. Sin embargo, Emily y Julianne tienen sus propias familias y ahora Sarah está casada.
– Y usted se pregunta dónde encaja exactamente.
La mirada de Carolyn buscó la de él.
– Habla usted como si supiera lo que se siente.
– Probablemente porque lo sé. Con precisión. Y, aunque soy consciente de que ha tenido que realizar ajustes difíciles que no deseo a nadie, sigo envidiando el hecho de que, al menos durante un período de tiempo, usted se sintió necesitada todos los días.
Sus palabras y la tristeza que rondaba por sus ojos dejaron a Carolyn sin habla. Antes siquiera de que pudiera pensar en una respuesta, él parpadeó varias veces, como si estuviera saliendo de un trance. Una sonrisa atribulada curvó sus labios.
– ¡Vaya! Discúlpeme por permitir que la conversación se volviera tan… sensiblera.
Como ella no sabía cómo decirle que, en realidad, su sinceridad le resultaba fascinante, se esforzó en dar a su voz un tono desenfadado y preguntó:
– ¿Habría preferido hablar del tiempo, quizá?
– La verdad es que no. Hablar del tiempo no es lo que habría preferido en absoluto.
– ¿Ah, no? ¿Y qué habría preferido?
Al percibir el apasionamiento que flotaba en los ojos de lord Surbrooke, Carolyn contuvo el aliento. La mirada de él se deslizó con lentitud por el cuerpo de ella, deteniéndose durante varios segundos en sus tobillos antes de volver a subir. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, los ojos de él brillaban con una combinación de calor y malicia que la dejaron sin poder inhalar la menor bocanada de aire.
Lord Surbrooke alargó el brazo y deslizó con suavidad los dedos por el dorso de la mano de Carolyn.
– Lo que más me habría gustado es ver su cicatriz.