Me sacó de la concurrida fiesta conduciéndome por una serie de pasillos en penumbra. No le pregunté adónde íbamos. No me importaba. Encontró una habitación vacía y, una vez dentro, cerró la puerta con llave. Me aprisionó contra la pared de roble y me levantó las faldas. Mis rodillas flaquearon cuando él realizó la primera penetración larga, fuerte y deliciosa en mi sexo húmedo y sobreexcitado.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
– ¿Me concede un instante de su tiempo, Jennsen? -preguntó Daniel, deteniéndose frente al norteamericano.
La pregunta le salió en un tono mucho más brusco de lo que pretendía, pero, ¡a la mierda!, no le había gustado nada ver a Carolyn junto a aquel hombre. No le había gustado la forma en que Jennsen la había mirado, una forma que dejaba bien claro que le gustaba lo que veía. No le había gustado la forma en que Carolyn le había sonreído a él. No, no le había gustado nada de todo aquello.
En medio del bullicio de la fiesta, Jennsen examinó a Daniel con una mirada impasible a la que, según sospechó Daniel, pocas cosas se le escapaban.
– Claro. De hecho, esperaba verlo esta noche. Tengo más información sobre el negocio acerca del que hablamos unas semanas atrás.
¿Negocio? Daniel tardó varios segundos en darse cuenta de que Jennsen debía de referirse a la inversión que lord Tolliver le ofreció realizar en su empresa naviera, lo que no tenía nada que ver con lo que él quería hablar con Jennsen. De hecho, casi se había olvidado de aquella inversión, aunque supuso que ésa era una excusa tan buena como cualquier otra.
– ¿Nos retiramos a un lugar más tranquilo y privado? -sugirió Daniel.
– Buena idea.
Daniel encabezó la marcha hacia los ventanales y el fresco exterior, dirigiéndose, luego, hacia uno de los extremos de la terraza. Una vez allí, Jennsen le preguntó sin más preámbulos:
– ¿Invirtió usted en la empresa naviera de lord Tolliver?
– No. Después de estudiar la información que usted me dio, decidí no hacerlo.
Daniel intentó reflejar algo de gratitud en su voz, pero le resultó muy difícil, pues recordaba el ardor de los ojos de Jennsen mientras miraba a Carolyn.
– Sabia decisión, sobre todo porque acabo de averiguar que la situación financiera de Tolliver es aún más inestable de lo que yo creía. Además, tuve la oportunidad de examinar los materiales que iba a utilizar para construir los barcos y son de baja calidad.
Daniel enarcó las cejas.
– ¿Y cómo consiguió acceder a esos materiales?
Jennsen se encogió de hombros.
– No veo qué importancia tiene este detalle.
Daniel apretó la mandíbula. Sin duda, a Jennsen no le importaba doblar o romper las normas para conseguir lo que quería.
– Además de mí, ¿se ha retractado algún otro inversor potencial?
– Sí-contestó Jennsen-. Parece que Tolliver lo va a perder todo.
Daniel recordó el tenso intercambio de palabras que mantuvo con el ebrio conde la noche del baile de disfraces. Enfrentarse a la ruina financiera y, posiblemente, también a la social, había conducido a más de un hombre a la bebida.
– Al no invertir, tomó usted la decisión correcta -comentó Jennsen-. Yo, desde luego, no lo habría hecho, si se hubiera tratado de mi dinero.
Daniel asintió lentamente con la cabeza. La otra vez no dudó de Jennsen cuando le aconsejó que no invirtiera en el negocio de Tolliver y tampoco dudó ahora. Por lo que había visto y oído, Jennsen era un genio financiero, y su riqueza lo demostraba. Riqueza que, según se decía, había construido a partir de cero. Una parte de Daniel quería expresar su agradecimiento y otra, darle una patada en el culo.
Daniel carraspeó.
– Gracias -declaró con frialdad.
La diversión que reflejó la mirada de Jennsen fue patente.
– Casi se muere al decirlo, ¿no? En cualquier caso, de nada. Y, ahora, ¿por qué no me cuenta de qué quiere hablar conmigo? Aunque yo podría ahorrarnos tiempo a los dos, pues ya sé de qué quiere hablarme. Las miradas asesinas que me lanza cada vez que estoy junto a ella no me han pasado desapercibidas. -Apoyó una cadera en la barandilla de piedra-. Si pretende mirar con rabia a todos los hombres que la miren a ella, tendrá el ceño fruncido durante el resto de su vida.
Daniel siguió mirándolo con fijeza.
– Hay miradas y miradas.
– Comprendo. Y yo a ella le lanzo miradas. -Jennsen se encogió de hombros-. No puede usted culparme. Lady Wingate es extraordinariamente bella.
– Y no está disponible.
Jennsen arqueó las cejas.
– ¿Ah, no? Yo no he oído el anuncio de ningún compromiso. ¿O es que está usted a punto de proponerle matrimonio?
– Eso no es de su incumbencia.
– Como tampoco le incumbe a usted mi amistad con lady Wingate o, para el caso, con cualquier otra mujer.
Daniel entrecerró los ojos.
– Por lo visto tiene usted la costumbre de echar el ojo a mujeres que…
– ¿Que están en el punto de mira de algún otro hombre?
– Es una descripción tan buena como cualquier otra. Hace unos meses, miraba usted a la hermana de lady Wingate de la misma forma en que, ahora, la mira a ella.
– Así es. Y mire cómo acabó la cosa. Sarah se casó con su amigo y ahora es la marquesa Langston. Y, como es probable que haya usted oído, antes de eso me gustaba otra mujer que se casó poco después. -Un destello brilló en sus ojos-. Quizá crea usted que soy su rival, Surbrooke, y la verdad es que ruego a Dios que así sea, pero creo que también es posible que sea un casamentero involuntario. -Jennsen esbozó una amplia sonrisa-. Quizá debería cobrar por mis servicios.
La única respuesta de Daniel fue una mirada helada, y Jennsen se encogió de hombros.
– O quizá no. El tiempo lo dirá. Ha sido un placer hablar con usted.
Jennsen inclinó la cabeza, se dirigió a los ventanales moviéndose como si fuera el hombre más feliz del mundo y desapareció en el interior de la casa.
Daniel frunció el ceño mirando el lugar por el que había desaparecido aquel enervante hombre y exhaló un largo suspiro. ¡Maldita sea! ¿Qué había significado todo aquello? No tenía ni idea, pero una cosa estaba clara: él y Jennsen querían a la misma mujer.
Y Jennsen no iba a conseguirla.
Aquella noche, intentaría concederle a ella cierto espacio. Se esforzaría en no abalanzarse sobre ella en cuanto la viera. Tanto para no asustarla como para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo. Pero había llegado la hora de ir en busca de lo que quería y de asegurarse de que lo conseguía. Carolyn se había apresurado a desaparecer en cuanto él se dirigió a donde ella y Jennsen estaban, pero Daniel no permitiría que ella volviera a escapársele.
Rebosante de determinación, Daniel estaba a punto de volver a entrar en la sala de baile cuando experimentó la intensa sensación de ser observado. Recorrió con la mirada la terraza en penumbra, los grupos de personas que conversaban, el jardín vallado y las parejas que paseaban por los senderos, pero no vio que nadie lo estuviera observando. ¡Maldición, ahora se imaginaba cosas!
Sin más demora, regresó a la fiesta. Enseguida fue abordado por lady Gatesbourne, su anfitriona. Sólo una larga vida de práctica de buenos modales evitó que se desembarazara, sin más, de aquella autoritaria mujer cuya mirada contenía el brillo inconfundible de una casamentera y quien dejaba entrever, de una forma clara y evidente, que quería bailar. ¡Mierda! Resignado a mostrarse amable, pero sólo porque era su anfitriona, Daniel bailó con ella un cotillón. Justo después del baile, se despidió de ella con una reverencia y se alejó en busca de Carolyn.
Cuando por fin la encontró, sus pulmones dejaron de funcionar de aquella forma extraña en que solían hacerlo cada vez que la veía. ¡Por Dios que estaba encantadora! Su pelo, recogido y del color de la miel, despedía destellos debido a las docenas de velas que resplandecían en los candelabros de cristal. Su vestido era del mismo color que las aguamarinas y Daniel enseguida se imaginó a sí mismo abrochando un collar de las azules y translúcidas piedras preciosas alrededor del esbelto cuello de ella. Y después, quitándole el vestido y dejándola vestida sólo con la joya que él le había puesto. Y con una sonrisa de aceptación. Sí, eso estaría muy bien.
Daniel apartó a un lado aquella imagen sensual y entonces se dio cuenta de que, justo en aquel momento, Carolyn sonreía. Pero no a él. No, otra vez estaba sonriendo al bastardo de Jennsen. Quien le devolvía la sonrisa. Con aquella mirada en los ojos. Otros dos caballeros rondaban a Carolyn, observándola como predadores que husmeaban un bocado especialmente sabroso.
Daniel percibió en las entrañas aquella tensión que estaba empezando a acostumbrarse a sentir en todo lo relacionado con Carolyn y aceleró el paso. Cuando llegó junto a ella, se sentía acalorado y enfadado y lo único que quería era hacerle morder el polvo a Jennsen y a aquellos otros dos hombres.
– Buenas noches, lady Wingate -declaró Daniel, deteniéndose frente a ella y realizando una reverencia. Deslizó la mirada a su acompañante-. Jennsen.
La calidez que reflejaban los ojos de Carolyn mientras hablaba con Jennsen se convirtió en frialdad cuando vio a Daniel. El nudo del estómago de Daniel se hizo más tenso.
– Lord Surbrooke -murmuró ella.
– Sé de buena fuente que el próximo baile es un vals. ¿Quiere hacerme el honor?
La suya fue una invitación brusca que no hizo más que aumentar su enfado. En esa ocasión hacia sí mismo, por volver a perder el refinamiento.
Carolyn titubeó y pareció que estaba a punto de rechazar su invitación, pero entonces asintió con la cabeza.
– Muy bien.
Después de disculparse con Jennsen, quien parecía estarse divirtiendo mucho – ¡a la mierda con él!-, Carolyn apoyó una mano en el brazo que le tendía Daniel. Aunque ella lo tocó con el mismo interés que uno emplearía con un insecto venenoso, Daniel sintió que un cosquilleo le recorría el antebrazo hasta el codo.
Cuando la música empezó, Daniel rodeó a Carolyn con los brazos y realizó la primera respiración fluida de toda la noche.
– Estás maravillosa -declaró mientras la devoraba con la mirada y el corazón le latía ridículamente deprisa.
– Gracias.
– Me alegro de que decidieras asistir a la fiesta.
Carolyn levantó la barbilla.
– No vi ninguna razón para no hacerlo. Julianne es una de mis mejores amigas.
Daniel casi pudo oírla añadir, con voz desafiante: «Y no pensaba permitir que usted me intimidara.» Excelente. El ya intuía que ella tenía coraje. Sólo tenía que reforzar aquel aspecto, que lo tenía reprimido. Y él esperaba que empezara a hacerlo con él.
Después de saborear la sensación de tenerla en sus brazos durante varías vueltas, Daniel no pudo evitar exponerle la pura verdad.
– No he pensado en nada salvo en ti durante todo el día.
Una delicada ceja se arqueó en la cara de Carolyn y una ráfaga de diversión atravesó sus ojos.
– Resulta evidente, dada la atención que me ha prestado esta noche.
¡Mmm! ¿Acaso se sentía molesta? Al pensar en esa posibilidad, Daniel se llenó de satisfacción.
– Has sido el centro de mi atención durante toda la noche. Te lo aseguro. -Al ver su mirada de incredulidad, Daniel extendió más los dedos en su espalda y la acercó unos centímetros más a él. Después, en un tono de voz que sólo ella podía oír, añadió-: ¿Necesitas pruebas? Muy bien. Desde que llegaste, has comido cuatro canapés y has bebido tres copas de ponche. Has hablado con once mujeres, entre ellas tu hermana, lady Emily y lady Julianne, y con cinco hombres, entre ellos tu cuñado y el señor Jennsen. Con él dos veces. Has sonreído veintisiete veces, has fruncido el ceño ocho veces, te has reído quince veces, has estornudado una y, hasta ahora, no habías bailado.
Carolyn abrió mucho los ojos.
– Se lo acaba de inventar.
– No es cierto. Pero me había olvidado de una cosa. Eres, sin lugar a dudas, la mujer más guapa de la fiesta.
El rubor tiñó las mejillas de Carolyn y Daniel tuvo que esforzarse para no apoyar los labios en aquel color tan cautivador.
– Por simple amabilidad he bailado con la anfitriona y con su hija -continuó Daniel-, pero, aun entonces, tú ocupabas mis pensamientos. Desde que llegué he estado esperando con ansia este momento, el momento de tenerte en mis brazos.
Daniel la observó preguntándose si no habría ido demasiado lejos, si su rotunda sinceridad no la asustaría. Esperaba que no, porque no podía parar. No podía ir con rodeos con ella.
Al final, Carolyn carraspeó.
– De hecho, me alegro de tener la oportunidad de hablar con usted, milord.
– Daniel… mi extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa, enormemente divertida y extraordinariamente inteligente lady Wingate -su mirada se clavó en la boca de Carolyn-, poseedora de los labios más apetecibles que be visto nunca.
Carolyn se ruborizó todavía más y miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie había oído su comentario.
– De eso, precisamente, quería hablar con usted.
– ¿De tus apetecibles labios? Excelente, pues es un tema que estoy ansioso por explorar más a fondo.
Carolyn negó con la cabeza.
– No me refería a eso. -Entonces inhaló aire, como si quisiera coger fuerzas-. He estado reflexionando sobre su… oferta.
– ¿La de que seamos amantes?
– Sí, y me temo que debo rechazarla.
El la observó más atentamente. En sus ojos había determinación, pero también algo más. Algo que parecía consternación. Carolyn irradiaba tensión, lo que dejaba claro que esperaba que él objetara su decisión. ¡Y por Dios que deseaba hacerlo! De hecho, lo que más deseaba era arrastrarla hasta un rincón oscuro y privado y besarla y acariciarla hasta que cambiara de idea.
Pero objetar su decisión y llevársela a rastras iba en contra de sus intereses. No, lo mejor sería dejarla ganar aquella batalla, que creyera que tenía el control de la situación. Porque él tenía la intención de ganar la guerra. Y hacerle perder el control. En sus brazos. Y en su cama.
Por lo tanto, como cualquier general que hubiera perdido, sólo, una batalla, se recompuso y se preparó para flanquear a Carolyn.
– Está bien. Lo comprendo -declaró asintiendo con la cabeza.
El desconcierto que reflejó Carolyn demostró que esperaba una objeción por parte de Daniel. Procurando mantener una expresión indescifrable, Daniel añadió:
– Aunque no desees que seamos amantes, espero que podamos continuar siendo lo que hemos sido hasta ahora… amigos.
– Yo… Bueno, sí. Supongo que…
– Estupendo. Le deseo una agradable velada.
Daniel realizó una inclinación formal y se alejó absorbiendo la mirada de Carolyn, que sentía clavada en su espalda. Y se obligó a sí mismo a no mirar atrás.