Capítulo 7

Él se acercó a la bañera vestido, sólo, con una picara sonrisa. «No hay nada tan cautivador como una mujer bonita tomando un baño», murmuró él. Yo supuse que no se había mirado al espejo, porque nunca había visto nada tan cautivador como él. Inmoralmente guapo, alto, masculino, fuerte, musculoso y muy, muy excitado…

Memorias de una amante,

por una Dama Anónima


Carolyn estaba en el salón de la elegante mansión de lord y lady Gatesbourne, en Grosvenor Square, con una copa de ponche con sabor a limón en la mano y asintiendo a lo que le decía Sarah. Su hermana llevaba hablando varios minutos y, aunque Carolyn estaba segura de que la historia que le estaba contando, fuera cual fuese, era fascinante, ella estaba distraída. Con lo único en lo que no quería pensar.

Lord Surbrooke.

¡Maldición! ¿Por qué no conseguía eliminarlo de sus pensamientos? El hecho de que pareciera estar grabado en su mente le resultaba confuso y extremadamente irritante. Era como si su cerebro hubiera desarrollado una extraña resistencia a hacer lo que ella quería que hiciera, que consistía en olvidar todo lo que estuviera relacionado con lord Surbrooke: su sonrisa de medio lado, sus ojos azul oscuro, su hermosa cara…

Su apasionado beso.

Y el efecto devastador que le había causado.

Incluso en aquel momento, horas después de que lord Surbrooke se hubiera ido de su casa, el calor recorría su espina dorsal con sólo pensar en cómo la había abrazado. Cómo la había tocado. Y besado. Con la inconfundible prueba de su excitación presionada contra ella y provocando una tormenta de deseos y necesidades en su interior. Deseos y necesidades que, a pesar de que habían transcurrido casi doce horas, no habían disminuido en nada. Sentía la piel ardiente y tensa, como si hubiera estado sumergida en almidón caliente.

Después de declinar la amable invitación de lady Walsh, lady Balsam y la señora Amunsbury a ir de tiendas, se dio un baño esperando calmar su inquietud y su mente. Los baños en su gran bañera siempre la relajaban, pero en aquella ocasión no había sido así. No, aquella mañana su mente hervía de imágenes de lord Surbrooke desnudo, acercándose a la bañera. Con su cuerpo perfectamente esculpido y perfectamente excitado, algo de lo que hacía un perfecto uso. Con ella. En la bañera.

Estas vividas imágenes la habían dejado en tal estado que Carolyn salió corriendo de la bañera y se pasó dos horas dando vueltas por la casa llegando a la conclusión de que no podía asistir a la fiesta de aquella noche en la casa de los padres de Julianne. Tenía planeado ir y esperaba con ansia pasar la velada con Sarah, Julianne y Emily, pero él estaría allí.

«Lo supe en cuanto la vi.» Las palabras de lord Surbrooke la llenaron de la más desconcertante combinación de culpabilidad y excitación. No fue capaz de admitir, delante de él, que nada más verlo supo quién era. Admitirlo la habría obligado a reconocer en voz alta que su encuentro no había sido casual y anónimo. Su única protección frente a él y las cosas que le hacía sentir era fingir ignorancia. En caso contrario, el encuentro anónimo se habría convertido en una elección deliberada a compartir cierto grado de intimidad con un hombre que no era su esposo. Que no era Edward, el hombre que había amado y que todavía amaba.

«Pero Edward ya no está», susurró su voz interior.

Sí. Y ella estaba viva. Algo que lord Surbrooke había dejado bien claro. Pero ¿cómo podía elegir, de una forma deliberada, estar con otro hombre? ¿Un hombre que quería que fueran amantes?

Por eso al final había decidido acudir a la fiesta, porque no hacerlo habría sido como admitir que quería ser su amante pero que temía confesarlo. Lo que no era verdad. Ella no temía decirle lo que tenía que decirle: que no sería, no podía ser su amante. Y hasta que encontrara el momento adecuado para comunicarle su decisión, adoptaría un aire de fría indiferencia.

Aunque no conseguía encontrar en sí misma ese aire de fría indiferencia.

El hecho de que, incluso en aquel salón ruidoso y concurrido, no consiguiera pensar más que en las sensuales imágenes de ella y lord Surbrooke, desnudos, en una bañera… Bueno, la verdad era que la cosa no pintaba nada bien.

Una oleada de calor invadió su cuerpo y Carolyn inhaló hondo. Mientras recorría con la mirada la habitación, asintió, de una forma distraída a Sarah. ¿Dónde estaba él? ¿Había decidido no acudir a la fiesta? Ella debería alegrarse. Se alegraba. De hecho, estaba encantada. Ella había acudido y se había mantenido firme en sus convicciones, por lo que había triunfado. La indeseada atracción que sentía hacia él se desvanecería pronto y ella recuperaría la habitual sensatez que él había conseguido robarle subrepticiamente. Entonces volverían a disfrutar de la amistad informal que habían establecido antes del baile de disfraces. Sin lugar a dudas, él estaba buscando a alguien nuevo con quien compartir su cama y, desde luego, ella no sería esa persona. Sencillamente, no se convertiría en su amante. Ella no era del tipo de mujer que se involucra en una aventura, por muy increíble que fuera su forma de besar. Y de hacerla suspirar.

Ahora, todo lo que tenía que hacer era decírselo.

Y lo menos que podía haber hecho él era aparecer aquella noche para que ella pudiera hacerlo. En cuanto dejara atrás aquel episodio, podría seguir adelante y su vida volvería a la normalidad. Su vida era plena y en ella no había lugar para ningún hombre y, menos aún, para alguien como lord Surbrooke, que era tan… experto. Tanto que la había hecho olvidarse de sí misma temporalmente. Pero no permitiría que volviera a suceder.

«Ya ha hecho que te olvides de ti misma dos veces», le recordó su incómoda voz interior.

Carolyn, sintiéndose molesta, apartó a un lado aquella voz. Como era lógico, después de que él oyera su negativa, utilizaría su considerable encanto y empeño para convencerla, aunque sólo fuera para salvar su orgullo. Carolyn suponía que pocas mujeres lo habrían rechazado, si es que alguna lo había hecho, pero ella estaba segura. Decidida. Nada la apartaría de su decisión. No importaba lo persuasivos que fueran sus besos. No importaba que la hicieran… derretirse. No importaba lo amable que había sido regalándole la miel.

Nada de eso importaba.

Tenía que recuperar el tipo de vida calmado y tranquilo que había construido para sí misma. Y éste, sin duda, no incluía una tórrida aventura amorosa con un hombre que, aunque indudablemente era muy atractivo, en realidad no era más que un seductor de mujeres superficial y malcriado. Carolyn estaba segura de que, después de escuchar su decisión, él enseguida dirigiría su atención a alguna otra mujer. Otra mujer que caería gustosa en sus brazos.

Esta idea la llenó de una incómoda sensación que le hizo sentir como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un tenso nudo. Apretó su copa de ponche con tanta fuerza que el intrincado diseño de ésta se clavó en sus dedos. ¡Maldita sea! Casi podía verlo, estrechando a otra mujer, sin cara y sin nombre, entre sus brazos. «Haciéndole sentir todas las cosas increíblemente agradables que me hizo sentir ayer por la noche y esta mañana.»

– ¿Estás de acuerdo conmigo, Carolyn?

La pregunta de Sarah la sacó de golpe de sus agitados pensamientos y Carolyn trasladó la mirada hacia su hermana, quien la observaba por encima de la montura de sus gafas.

– ¿Disculpa? -preguntó Carolyn.

Sarah frunció los labios.

– No puedo creer que no hayas escuchado nada de lo que te he contado.

Carolyn se sonrojó.

– Lo siento. Me temo que estoy… absorta.

La preocupación se reflejó en los ojos marrones de Sarah.

– ¿Te encuentras bien?

«No, tengo muchísimo calor y me siento frustrada y confusa. Y todo por culpa de ese hombre exasperante.»

– Sí, cariño, estoy bien.

– ¿Estás segura? Pareces… acalorada.

El hecho de que su perturbación interior se percibiera, de una forma tan clara y dolorosa, en el exterior sólo sirvió para sonrojarla más.

– Es sólo que aquí hace calor. ¿Qué me estabas diciendo?

– Varias cosas. La primera es que el asesinato de lady Crawford está en boca de todo el mundo. Se dice que algunos hombres no permiten que sus esposas vayan a ningún lado sin compañía. Cuando llegamos, Julianne me contó que su padre la había amenazado con no dejarla salir de casa. Matthew me ha hecho prometerle media docena de veces que no me arriesgaré a ir a ningún lado sola.

– Me alegro de que lo haya hecho -declaró Carolyn-. Todas las personas con las que he hablado están preocupadas. -Se inclinó hacia su hermana y añadió en voz baja-: Veo que el señor Rayburn y el señor Mayne están aquí. Esto la hace sentirse a una más segura.

– Sí -corroboró Sarah-, aunque supongo que están aquí más como investigadores que como protectores.

Un escalofrío recorrió la espalda de Carolyn.

– Seguro que el autor de la muerte de lady Crawford fue un ladrón y no un invitado a la fiesta.

– Eso espero.

– ¿Qué más habías dicho? -preguntó Carolyn.

– Que todavía no me ha enviado la nota.

– ¿Quién? ¿Qué nota?

Sarah se subió las gafas por el puente de la nariz y, por primera vez, Carolyn se dio cuenta de que su normalmente imperturbable hermana parecía muy… perturbada. Realmente parecía estar muy inquieta.

Sarah se acercó a su hermana y declaró en voz baja pero agitada:

– Matthew. Y me refiero al tipo de nota que se comenta en las Memorias. No entiendo por qué no me la ha enviado. ¡Cielos, a Matthew no le cuesta nada cubrirme de diamantes, pero le pido que me envíe una nota de una sola línea, y no hay manera de que lo haga!

La diversión que experimentó Carolyn se vio limitada por el evidente nerviosismo de Sarah.

– ¡Así que te regala diamantes en lugar de enviarte una nota! ¡Menudo monstruo! Se merece una buena paliza.

Sarah parpadeó varias veces y, al final, una expresión de vergüenza cubrió su cara.

– ¡Tocada! Es sólo que, bueno, estoy ansiosa porque lo haga para poder experimentar la excitación que la Dama Anónima describe en su libro.

El nudo del estómago de Carolyn se apretó todavía más. La maldita excitación que la Dama Anónima describía en su obra era el catalizador que había hecho que perdiera el control sobre todas sus acciones y pensamientos.

– Seguramente sólo intenta encontrar el momento y el lugar perfectos, cariño. No seas tan impaciente.

– Supongo que tienes razón, pero me resulta difícil cuando sé que me espera algo tan agradable.

Carolyn enseguida pensó en lord Surbrooke: desnudo, excitado, entrando en su bañera. Y la imagen era tan vivida que se le cortó la respiración. Cerró los párpados unos instantes para borrar aquella imagen de su mente.

– Estoy convencida de que Matthew te enviará una nota pronto. -Y, decidida a cambiar de tema, preguntó-: ¿Has visto a Emily y a Julianne?

Carolyn estiró el cuello para buscar a sus amigas. Y, desde luego, esperando no verlo a él. Vio que la señora Amunsbury, lady Balsam y lady Walsh estaban, muy juntitas, cerca de la chimenea. Las tres la estaban mirando y Carolyn se preguntó si estarían hablando de ella. Inclinó la cabeza y las tres mujeres le devolvieron el saludo. Carolyn siguió buscando a sus amigas.

– Hay tanta gente que resulta impos…

Sus palabras se interrumpieron cuando su mirada percibió a lord Surbrooke, quien estaba en el otro extremo de la amplia y atiborrada sala, de cara a ella, inclinado para oír las palabras de una mujer rubia y menuda que estaba de espaldas a Carolyn. Mientras ella los observaba, lord Surbrooke se rió por algo que la mujer le había dicho. Entonces, como si notara el peso de la mirada de Carolyn, levantó la vista y sus ojos se encontraron.

Carolyn sintió el impacto de su mirada hasta los dedos de los pies, que enseguida se curvaron en el interior de sus zapatos de satén. Durante varios y exasperantes segundos, le pareció que la mirada de lord Surbrooke la atravesaba. Él la saludó con una breve inclinación de la cabeza y volvió a centrar su atención en la mujer rubia.

Un ardor intenso invadió el cuerpo de Carolyn, quien tuvo que esforzarse para no arrancarle el abanico a su hermana y agitarlo con furia frente a su acalorada cara. Una miríada de emociones la asaltaron. Decepción, confusión y vergüenza entrechocaron en su interior. Él la había saludado, pero de una forma totalmente impersonal, como saludaría a una desconocida. Desde luego no como si la hubiera besado apasionadamente. Dos veces. Y no como si estuviera contento de verla. No, se lo veía muy feliz hablando con aquella rubia de quien no se perdía ni una palabra.

Una oleada de algo que se parecía mucho a los celos casi la ahogó, aunque seguro que sólo se trataba de enojo. ¡Aquel hombre era increíble! Primero la besaba como si no pudiera vivir sin ella ni un sólo segundo y, después, apenas le concedía una mirada superficial. Estaba claro que a lord Surbrooke le gustaba la rubia.

Carolyn levantó la barbilla y volvió su atención a Sarah. Y descubrió que su hermana la observaba con una expresión de intriga en el rostro.

– ¿Estás segura de que te encuentras bien, Carolyn? No pareces tú misma. ¿Quieres que nos vayamos? Matthew y yo podemos acompañarte a casa.

Carolyn negó con la cabeza y mantuvo la atención fija en su hermana.

– Estoy bien. De verdad. Sólo un poco cansada.

Sí, cansada de pensar en cosas que sería mejor olvidar. Cansada de buscar por la habitación a un hombre al que ni siquiera quería ver, a no ser para decirle que no quería verlo nunca más.

– Veo que ya has encontrado a Julianne. ¿A que está preciosa?

– ¿A Julianne? No, no la he visto. ¿Dónde está?

Sarah le lanzó una mirada extrañada.

– La estabas mirando directamente a ella. Está hablando con lord Surbrooke.

Carolyn parpadeó varias veces y, después, su mirada volvió a cruzar la habitación. Entonces se dio cuenta de que la rubia menuda que hablaba con lord Surbrooke era Julianne. Y lord Surbrooke seguía pendiente de todas y cada una de sus palabras.

– Lord Surbrooke parece estar pendiente de todas sus palabras -comentó Sarah en voz baja expresando, de una forma extraña, los pensamientos de Carolyn-. Hacen muy buena pareja, ¿no crees?

Carolyn sintió como si una prensa le estuviera presionando el pecho y apenas consiguió declarar:

– ¡Ya lo creo!

Y era cierto. ¿Cómo podía ser de otro modo? El aspecto moreno, masculino y atractivo de él se complementaba perfectamente con la belleza dorada y delicada de Julianne.

– Lady Gatesbourne los está observando desde el rincón donde está el palmito -susurró Sarah con la boca de medio lado mientras señalaba la planta con un ligero gesto de la cabeza-. Está examinando a lord Surbrooke con el mismo interés que debe de utilizar el empleado de una funeraria cuando calcula el tamaño del féretro para alguien.

Carolyn soltó una risa crispada.

– Si lady Gatesbourne espera atrapar a lord Surbrooke, sufrirá una decepción, pues él no tiene la menor intención de casarse a corto plazo.

– Eso mismo me ha contado Matthew. -Carolyn sintió el peso de la mirada de Sarah-. Pero no recuerdo habértelo mencionado.

Carolyn apartó la vista de la atractiva pareja.

– Me lo contó el mismo lord Surbrooke.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

Carolyn se encogió de hombros esperando que su gesto no se viera tan forzado como ella lo sintió.

– Durante una de nuestras conversaciones -respondió vagamente.

Su conciencia la reprendió por su poco comunicativa respuesta, pero ella sabía que, si mencionaba que lord Surbrooke había ido a verla a su casa, su curiosa hermana le formularía interminables preguntas. Preguntas que ella no deseaba contestar.

Sarah asintió con la cabeza.

– ¡Ah, en la fiesta de Matthew! Es una pena que esté tan en contra del matrimonio. Es un hombre maravilloso.

Carolyn enarcó las cejas. Ella siempre había considerado que Sarah era muy buena juzgando el carácter de los demás. Y lord Surbrooke, aunque era encantador, no era más que un vividor superficial. Sólo una bonita fachada sobre un fondo que sólo buscaba el propio placer.

– ¿Eso crees?

Sarah asintió con vigor y sus gafas resbalaron por su nariz.

– ¡Huy, sí! Hace años que es el mejor amigo de Matthew y, por lo que Matthew me ha contado, lord Surbrooke es leal, honesto y muy amable. -Miró a Carolyn mientras subía y bajaba las cejas repetidas veces-. ¡Y no se puede decir que resulte desagradable a la vista!

– No, desde luego que no -reconoció Carolyn, pues afirmar lo contrario habría despertado la viva curiosidad de Sarah.

Carolyn se mordió la lengua para contener, sin miramientos, el aluvión de preguntas que deseaba formularle a su hermana acerca de lord Surbrooke. Ella sabía todo lo que necesitaba saber, que él quería acostarse con ella. Y no pensaba acceder a su tentador, esto… inaceptable plan.

– Por la forma en que lord Surbrooke ríe, sin duda él y Julianne no están hablando de lo que está en boca de todo el mundo.

Boca… Sí, su boca… Esos labios perfectos. Que la habían besado de una forma tan… perfecta. Sus labios… sus labios… ¡Maldita sea, otra vez había perdido el hilo de la conversación!

– ¿Perdona?

Sarah le lanzó una mirada extrañada.

– Que no parece que estén hablando del asesinato.

– ¡Ah, no!

¿De qué estarían hablando? Carolyn volvió a mirar al otro extremo de la habitación. ¡Mmm! ¡Seguro que una charla acerca del tiempo no provocaría que los ojos de lord Surbrooke brillaran de aquel modo! ¿Y qué pasaba ahora? Él se inclinaba hacia Julianne, como si le fuera a susurrar algo al oído.

En aquel preciso instante, la señora Amunsbury, lady Walsh y lady Balsam se acercaron tapándole la vista a Carolyn.

– ¡Cielos, qué serias estáis! -declaró lady Walsh mientras su curiosa mirada pasaba, de una forma alternativa, de Carolyn a Sarah. Entonces bajó la voz y preguntó-: ¿Estáis hablando del asesinato? Ha provocado una auténtica oleada de indignación pública. Todo el mundo está escandalizado y teme por su seguridad.

Antes de que Carolyn o Sarah pudieran contestar, la señora Amunsbury, sosteniendo los anteojos delante de su cara, declaró:

– No estaban hablando del asesinato. Está claro que hablaban del muy atractivo lord Surbrooke.

– Sí-corroboró lady Balsam-, quien ahora conduce a lady Julianne a la pista de baile.

La mirada de Carolyn cruzó la habitación. Lord Surbrooke y Julianne, ambos sonrientes, se dirigían a la pista de baile, donde él la sostendría a ella en sus fuertes brazos. Y la miraría con sus bonitos ojos azules. Y Julianne experimentaría el vertiginoso placer de dar vueltas por la habitación con él; de ser el centro de su atención; de sentir su mano cogida por la de él, y la otra mano de él apoyada en la parte baja de su espalda.

Una desagradable sensación se apoderó de su estómago y volvió a dirigir la mirada hacia sus acompañantes.

– Hoy él ha estado muy ocupado -murmuró lady Balsam.

– Desde luego -corroboró lady Walsh con una media sonrisa flotando en la comisura de sus labios. Entonces se volvió hacia Carolyn-. Primero te visita a ti, ahora baila con una de tus mejores amigas. Me pregunto quién será la próxima.

La señora Amunsbury arqueó una ceja perfectamente delineada y una sonrisa de complicidad curvó sus labios.

– Sin duda, el muy sinvergüenza ha visto a inedia docena más de mujeres entre la visita que te hizo esta mañana y ahora.

– ¿Lord Surbrooke te ha visitado? -preguntó Sarah con las cejas arqueadas al máximo.

Carolyn maldijo el rubor que sintió en su cara.

– Se trató de una visita muy breve. Para asegurarse de que estaba bien. Después de enterarse del asesinato.

– Muy caballeroso por su parte -comentó lady Balsam con su felina mirada clavada en Carolyn.

Otro rubor cubrió el rostro de Carolyn. Era indudable la insinuación que contenían las palabras de lady Balsam y las conjeturas que reflejaban sus ojos. Carolyn levantó la barbilla y contestó con serenidad:

– Sí, fue un gesto muy amable por su parte. Somos vecinos, ¿sabéis?

– Sí, querida, lo sabemos -respondió lady Walsh con un tono de voz socarrón. Desvió la mirada y añadió-: Hemos estado buscando a lord Heaton por todas partes y acabo de verlo. ¿Nos disculpáis?

Se alejó y lady Balsam y la señora Amunsbury la siguieron. Carolyn las observó mientras desaparecían entre la multitud e intentó calmar su inquietud. Parecía claro que sospechaban que la visita de lord Surbrooke había sido de todo menos inocente.

De una forma involuntaria, Carolyn levantó la mano y deslizó los dedos por sus labios mientras una imagen mental de lord Surbrooke besándola cruzó por su mente.

De acuerdo, no había sido inocente. ¡Pero tampoco se podía decir que estuvieran viviendo una aventura!

– ¡Ah, aquí estáis! -exclamó la voz de Emily-. Os he estado buscando por todas partes. ¿Alguna vez habíais visto tanta gente junta? Todos dicen que están preocupados por el asesino, pero en lugar de quedarse en la seguridad de sus casas, están aquí, hablando fervorosamente sobre el crimen. -Se volvió hacia Sarah-. Quizá quieras rescatar a tu esposo. Mi tía Agatha lo ha acorralado cerca de los palmitos del rincón y él es demasiado educado para deshacerse de ella.

Sarah estiró el cuello hacia el rincón de los palmitos.

– Yo no me preocuparía. Es un experto en este tipo de situaciones. Además, si sufre un poco, se lo tiene merecido por no enviarme el tipo de nota que se menciona en las Memorias.

La mirada de Carolyn se trasladó, de una forma involuntaria, a la pista de baile. Lord Surbrooke sonreía a Julianne mientras bailaban un vals en perfecta armonía. Julianne, con su bonito rostro teñido de un delicado color rosa, le devolvía la sonrisa. Un nudo pareció bloquear la garganta de Carolyn, quien se reprendió mentalmente y se obligó a dirigir su dispersa atención al lugar en el que debía estar.

– Se dice que la muerte de lady Crawford no se debió a un robo fallido -explicó Emily-, y que quizá lo cometió un amante actual o pasado.

– ¿Quien te ha dicho eso? -preguntó Carolyn.

– He hablado con tantas personas… Quizá lord Tolliver. Se rumorea que lord Warwick fue su último amante y que un comisario y un detective lo han interrogado.

– Están interrogando a todos los asistentes a la fiesta de disfraces -declaró Sarah.

– Sí -corroboró Emily-, pero están prestando especial atención a ciertas personas; lord Warwick entre ellas, aunque he oído decir que tiene una coartada. -Bajó la voz y les confió-: Si queréis saber mi opinión, deberían interrogar al señor Jennsen.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Carolyn.

Emily arqueó las cejas.

– ¿Soy la única que se ha dado cuenta de la cantidad de sucesos extraños que han ocurrido desde que llegó a Inglaterra?

– No seas ridícula -la regañó Sarah-. Sólo porque él no te caiga bien…

– No me cae bien -reconoció Emily-, pero… -Fuera lo que fuese lo que iba a decir quedó interrumpido cuando, de repente, Emily se puso tensa y frunció los labios-. ¡Vaya, ahí viene! Disculpadme, pero prefiero hablar con la pared que con ese hombre.

Y, sin más, Emily se alejó fundiéndose rápidamente con la multitud.

Carolyn parpadeó repetidas veces. ¿De qué iba todo aquello? Normalmente, Emily era muy cordial y simpática. ¿Acaso el señor Jennsen era una de las muchas personas a las que el padre de Emily debía una importante suma de dinero? ¿Era posible que fuera ésa la causa de su inusual animosidad hacia él?

– ¡Buenas noches, señoras! -saludó el señor Jennsen, deteniéndose delante de Carolyn y Sarah. Su mirada se desvió hacia el lugar por el que Emily acababa de desaparecer y, a continuación, sonrió y realizó una reverencia a las dos hermanas-. Sin duda soy el hombre más afortunado de la fiesta por estar acompañado no por una, sino por dos mujeres sumamente encantadoras.

– No te dejes engañar -murmuró Carolyn a Sarah en voz alta y con sorna-, seguro que se lo ha dicho a todos los grupos de mujeres con los que ha estado esta noche.

– De ningún modo -replicó el señor Jennsen mientras sus oscuros ojos despedían un pícaro destello.

– Lo que significa que acaba de llegar -susurró, también con sorna, Sarah a Carolyn.

Los tres se echaron a reír y, después de intercambiar unas palabras de cortesía, Sarah se abanicó y declaró:

– ¡Hay tanta gente y hace tanto calor…! Si me disculpáis, necesito un poco de aire fresco.

Carolyn examinó a su hermana y se dio cuenta de que sus mejillas estaban pálidas cuando, debido al calor de la habitación, deberían estar sonrosadas.

– Te acompaño -declaró.

– Y yo las acompañaré encantado -añadió el señor Jennsen.

– Gracias, pero prefiero que os quedéis charlando -contestó Sarah mientras sacudía la mano-. Matthew está junto a la puerta que conduce a la terraza. Lo rescataré de la conversación que está manteniendo. Además, quiero volver a comentarle lo de la nota de las Memorias.

Aunque pronunció las últimas palabras entre dientes, Carolyn se preguntó si no se había dado cuenta de que había hablado en voz alta.

– ¿La nota de las Memorias? -preguntó el señor Jennsen mientras Sarah se alejaba.

– ¡Oh, no es nada! -exclamó Carolyn restando importancia al comentario.

Sin embargo, la expresión entre divertida y cómplice del señor Jennsen le hizo preguntarse si él conocía aquella última moda.

El señor Jennsen deslizó la mirada por el vestido de color aguamarina de Carolyn con una expresión de indudable aprecio.

– Estaba usted encantadora como Galatea, pero todavía lo está más como usted misma.

– Gracias -respondió ella con una sonrisa.

Carolyn se preguntó por qué se sentía tan relajada en su compañía. Aunque no podía considerarse guapo, el señor Jennsen era, sin duda, atractivo, masculino y fuerte, y tenía un misterioso aire sensual. Entonces, ¿por qué no se le cortaba la respiración cuando estaba con él? ¿Por qué no se lo imaginaba desnudo con ella en el baño? Si las Memorias fueran la causa de su excitación, entonces cualquier hombre atractivo le produciría esos efectos.

– Supongo que ha oído hablar de la muerte de lady Crawford -declaró el señor Jennsen.

– Sí. Y la noticia me ha entristecido y me ha dejado atónita.

– Yo la conocí justo en la fiesta de disfraces.

Carolyn hizo memoria.

– Sí, ella iba disfrazada de muchacha en apuros y miraba con admiración su disfraz de pirata. Usted estuvo hablando con ella después de hacerlo conmigo.

El asintió con la cabeza.

– Sí. ¡Reía tanto…! ¡Estaba tan llena de vida…! Me cuesta creer que muriera apenas unas horas más tarde. Espero que sea usted prudente y no vaya sola a ningún lado.

La música terminó y se produjo una oleada de aplausos de agradecimiento. La mirada errante de Carolyn se dirigió, una vez más, a la pista de baile y se clavó en lord Surbrooke, quien acompañaba a Julianne a reunirse con su madre. Él también dirigió la mirada hacia Carolyn, pero en lugar de fijarla en ella, la clavó en el señor Jennsen. Carolyn vio que estampaba un beso en los dedos de Julianne, gesto que le produjo una desagradable sensación en toda la columna, y que se encaminaba hacia ella. O quizás hacia el señor Jennsen, pues su atención parecía estar centrada en él.

Como Carolyn no deseaba hablar con lord Surbrooke delante del señor Jennsen, quien era muy observador, declaró con urgencia:

– Si me disculpa, he visto a una amiga a la que estaba buscando.

El señor Jennsen realizó una reverencia.

– Disfrute de la velada, milady.

Carolyn se sumergió con rapidez en la multitud y, a continuación, se dispuso a ir en busca de Julianne. ¿Que disfrutara de la velada? Ya le gustaría, aunque, de momento, no lo había hecho en absoluto.

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