A mi amante le encantaba jugar al billar, pero lo encontró todavía más atractivo cuando me levanté las faldas y me incliné, de una forma provocativa, sobre la mesa. En especial, disfrutó con este nuevo deporte porque yo me había olvidado de ponerme los calzones. La verdad es que, después de dos orgasmos increíbles, yo también experimenté una nueva atracción hacia aquel juego.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Carolyn parpadeó varias veces. De todas las cosas posibles que él podía haber preferido, como por ejemplo un beso -de hecho, el roce provocativo de sus dedos y el ardor en sus ojos parecían contener la promesa precursora de un beso- ¿lo que él quería, por encima de todo, era ver su cicatriz?
¡Maldición! ¿Cómo podía haberlo considerado encantador e inteligente cuando, evidentemente, los términos «irritante» y «papanatas» eran mucho más adecuados? Antes de que pudiera pensar en una respuesta a su petición, lord Surbrooke hincó una rodilla delante de Carolyn y sus manos se deslizaron por debajo del dobladillo de su vestido cogiendo con suavidad su tobillo izquierdo. La calidez subió a toda velocidad por la pierna de Carolyn y, aunque su mente le exigía que se alejara de las manos de lord Surbrooke, su cuerpo se negaba a obedecerla.
– ¿Está en este tobillo? -preguntó él, apoyando el tobillo izquierdo de Carolyn en su rodilla levantada.
Entonces le quitó el zapato y masajeó con suavidad el arco de su pie.
Un leve jadeo escapó de la garganta de Carolyn, quien apretó los labios para contener el gemido de placer que amenazaba con brotar a causa del delicioso masaje. El placer subió por su pierna asentándose en su vientre.
¡Cielo santo, adoraba que le tocaran los pies! ¡Y él era tan bueno haciéndolo…! ¡Y hacía tanto tiempo que no experimentaba aquella exquisita bendición…! Sus caricias le derretirían la columna vertebral. Se convertiría en una masa extasiada, temblorosa y deshuesada que resbalaría hasta el suelo.
– ¿Está en este tobillo? -repitió él.
Como no confiaba en su propia voz, Carolyn sólo negó con la cabeza.
– ¡Ah, entonces es en el tobillo derecho!
Pero en lugar de dejar su pie izquierdo, sus manos subieron con lentitud por la pantorrilla de Carolyn sin dejar de masajearla de una forma deliciosa. Ella clavó las uñas en el cojín bordado del sofá mientras luchaba por no retorcerse de placer.
Cuando él llegó a su rodilla, Carolyn contempló, muda y en estado de shock, cómo él le bajaba la liga por la pierna y, a continuación, hacía lo mismo con su media. El susurro de la seda deslizándose por su carne envió temblores ardientes por el cuerpo de Carolyn, pero éstos se volvieron insignificantes comparados con la increíble sensación de las manos de él en su piel desnuda. Tras dejar a un lado la media, lord Surbrooke le arremangó lentamente el vestido y las enaguas hasta las rodillas.
Los dedos desnudos del pie de Carolyn se clavaron en el musculoso muslo de lord Surbrooke. Verlo a él arrodillado frente a ella, con su oscura cabeza inclinada para examinar lo que acababa de destapar, hizo que un escalofrío inmoral que no había experimentado nunca antes recorriera su cuerpo.
– ¡Qué piel tan cremosa y bonita! -murmuró él mientras sus dedos subían y bajaban por la pantorrilla de Carolyn sin apenas rozarla-. ¡Qué suave! ¡Qué blanda!
Lord Surbrooke levantó la cabeza y el calor de sus ojos abrasó a Carolyn. Atrapada en aquel fuego, contempló cómo él le levantaba el pie y lo besaba en la planta.
Otro jadeo escapó de la garganta de Carolyn. En esta ocasión seguido de un gemido grave que ella no pudo contener.
– Tienes razón -susurró el cálido aliento de él junto al pie de Carolyn provocando una descarga de estremecimientos y un cosquilleo en todas sus terminaciones nerviosas.
– ¿R-Razón? -consiguió preguntar ella casi sin aliento, que es como se sentía.
– En este tobillo no hay ninguna cicatriz. De hecho, es el tobillo más perfecto que he visto nunca.
Pensar que, seguramente, él había visto un montón de tobillos, debería haberla horrorizado, pero en aquel momento Carolyn sólo pudo ser consciente de la asombrosa realidad de que él estaba viendo, y acariciando, su tobillo.
Entonces él subió beso a beso por su espinilla. Otro estremecimiento de placer recorrió el cuerpo de Carolyn. Cuando llegó a su rodilla, lord Surbrooke dejó con suavidad su pie en el suelo y un gemido de protesta subió por la garganta de Carolyn. Sin embargo, antes de que pudiera verbalizarlo, él cogió su pie derecho y le otorgó el mismo tratamiento sensual que le había otorgado al izquierdo. Los únicos sonidos que se oían en el invernadero eran el crujido de las telas mientras él le subía las faldas y le quitaba la media y las respiraciones rápidas y superficiales de Carolyn.
– ¡Ah, ya veo al culpable! -murmuró él, dejando la media encima de la otra.
Lord Surbrooke examinó con minuciosidad la cicatriz de dos centímetros de largo que había justo encima del tobillo de Carolyn.
– ¿Te dolió? -preguntó rozando la marca con las yemas de los dedos.
Cuando se hizo la herida, ella apenas se dio cuenta, pero como era incapaz de hilar juntas tantas palabras, sólo susurró una sílaba:
– No.
– Es casi necesario que tengas un defecto, aunque sea tan diminuto como éste, si no serías absoluta e inquietantemente perfecta. -Examinó la cicatriz unos segundos más y exhaló un suspiro exagerado-. Me temo que esta señal minúscula no cuenta y que, inevitablemente, eres absolutamente perfecta.
Ella se humedeció los labios.
– Le aseguro que no lo soy.
– Y yo te aseguro que te infravaloras.
Él se llevó el pie de Carolyn hasta la boca, aquella boca encantadora y sensual suya, pero en lugar de besarlo, deslizó la lengua por la imperfección del tobillo.
Un sobresaltado «¡Oh!» escapó de la boca de Carolyn. Al oírlo, los ojos de lord Surbrooke se oscurecieron y repitió el acto. Lo poco que le quedaba a Carolyn de columna vertebral, pareció desaparecer.
– ¡Precioso! -murmuró él junto al tobillo de Carolyn.
Lord Surbrooke subió las manos lentamente por la pierna de Carolyn, acariciando su piel y arremangándole, aún más, las faldas. El calor de las palmas de sus manos atravesó la fina tela de muselina de sus calzones. La boca de lord Surbrooke siguió el rastro que habían dejado sus manos, besándola y mordisqueando levemente la piel de Carolyn. A lo largo de la espinilla de su pierna, de sus rodillas… ¿Cómo era posible que ella no supiera que la piel de detrás de sus rodillas era tan sensible?
Un pulso insistente latía entre sus muslos. Carolyn sintió que sus femeninos pliegues estaban húmedos, hinchados y pesados. Cuando él le separó las piernas, ella no se resistió y él introdujo sus anchos hombros entre sus rodillas. La pequeña parte de la mente de Carolyn que no estaba perdida en la caliente neblina de excitación que la envolvía intentó protestar; intentó advertirla de que aquél no era el camino que ella deseaba recorrer, pero esa pequeña parte fue acallada de inmediato y un mundo de sensaciones la embriagó.
Mientras la boca de lord Surbrooke continuaba su pausado recorrido por la parte interior del muslo de Carolyn, una de sus manos se deslizó hacia arriba y encontró la abertura de sus calzones.
Al sentir el primer contacto de los dedos de lord Surbrooke en los pliegues de su carne, Carolyn jadeó, sonido que se convirtió en un suspiro largo y vaporoso de placer conforme él jugaba con su sensitiva piel con un perverso movimiento suave y circular. Incapaz de resistirse a semejante placer, Carolyn dejó caer la cabeza hacia atrás apoyándola en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Y, por primera vez en años, se permitió el lujo de no hacer nada salvo sentir.
El deslizó un dedo en su interior y el cuerpo de Carolyn se tensó con un agradable espasmo.
– ¡Qué apretado! -murmuró él junto al muslo de Carolyn-. ¡Qué caliente y húmedo!
Caliente, sí… ¡Carolyn se sentía tan caliente…! Como si su piel estuviera demasiado hinchada y el fuego la consumiera. Él la acarició con una lentitud enloquecedora y, con cada caricia, fundía las inhibiciones de Carolyn y disolvía su pudor. Hasta que ella se apretó contra su mano, impaciente por recibir más. Él deslizó otro dedo en su interior y bombeó levemente arrancando un gemido largo y entrecortado de la garganta de Carolyn.
Carolyn sintió la otra mano de lord Surbrooke en su cintura. Entonces notó que sus dedos salían de su interior y exhaló un suave «no» de protesta. Cuando sintió que él tiraba de sus calzones, Carolyn levantó las caderas y él se los quitó.
La ávida mirada de lord Surbrooke quedó fascinada ante la visión del sexo expuesto de Carolyn, pero ella, en lugar de experimentar timidez, como habría esperado, sintió que su cuerpo se ponía tenso en una agonía de anticipación mientras esperaba que él la tocara. Sin embargo, él, en lugar de tocarla, cogió la rosa de su regazo.
– Debo decirte que he soñado con hacerte esto -declaró él con voz suave mientras deslizaba con lentitud los pétalos aterciopelados de la flor por el interior del muslo de Carolyn.
Ella soltó un respingo mientras un temblor recorría su cuerpo.
– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?
– Ayer por la noche. -Daniel deslizó la rosa por la hendidura del sexo de Carolyn y ella se olvidó de cómo respirar-. Y la noche anterior a ayer por la noche. Y la noche anterior a la noche anterior a ayer por la noche. -Volvió a deslizar levemente la flor por los pliegues hinchados del sexo de Carolyn-. Y numerosas noches anteriores a ésa.
Levantó la mirada de las perversas maniobras que estaba realizando y clavó sus ardientes ojos en los de ella. A continuación, dejó la rosa sobre el sofá.
– ¿Alguna vez te has preguntado qué sentiría yo al tocarte de esta manera? -susurró mientras deslizaba un dedo en lo más hondo de ella.
Carolyn exhaló un suspiro y cerró los párpados. ¡Santo Dios, no esperaría que contestara a sus preguntas cuando la estaba haciendo sentirse… de aquella manera!, como si sus entrañas se hubieran convertido en un torrente de miel caliente; como si, de una forma simultánea, fuera a derretirse y a romperse en mil pedazos.
– Yo me lo he preguntado más veces de las que podría contar -declaró él, excitando la sensible protuberancia de Carolyn de tal forma que envió un torrente de fuego líquido por su interior-. Y aun así, eres más hermosa de lo que nunca imaginé.
Daniel deslizó, una vez más, los dedos por los pliegues de ella. A continuación, los introdujo en su interior excitándola y llevándola a un clímax que, partiendo de la base de su espina dorsal, crecía con rapidez. Apoyó los labios en la rodilla de Carolyn y subió con sus besos por la parte interior de su muslo mientras introducía los hombros entre sus piernas separándoselas todavía más. Entonces el tiempo pareció detenerse para Carolyn, mientras la lengua de Daniel se deslizaba por su excitado sexo.
Durante varios segundos, el cuerpo de Carolyn se puso tenso, pero entonces aquella reacción inicial, que era resultado del shock, se disolvió en un gemido grave de inevitable placer. Carolyn obligó a sus párpados a abrirse. La visión de la cabeza oscura de Daniel hundida entre sus piernas y las sensaciones que le producían sus labios, su lengua y sus dedos acariciando sus pliegues era la experiencia más erótica que había vivido nunca. El olor a almizcle de su excitación se extendió por el cálido aire del invernadero mezclándose con la fragancia de las flores. Ella se hundió más en el sofá y él, tras exhalar un gruñido de aprobación, le levantó las piernas y las colocó sobre sus hombros.
Perdida en aquel mundo de sensaciones, Carolyn volvió a cerrar los ojos y disfrutó del mágico tormento que la boca y los dedos de Daniel le provocaban mientras cada lengüetazo provocador, cada roce implacable la excitaba más y más acercándola al límite. Cuando rozó el límite, un grito agudo escapó de su garganta, su espalda se arqueó y sus dedos se clavaron en la muselina de su arrugado vestido mientras un potente clímax estallaba en su interior. Cuando los espasmos se convirtieron en meros temblores, Carolyn se desplomó en el sofá, sin aliento, fláccida y completamente satisfecha.
Carolyn sintió que Daniel le daba leves besos por la parte interior del muslo y consiguió entreabrir sus pesados párpados. Los ojos de él ardían como un par de hogueras. Sus miradas se clavaron la una en la otra y él bajó con lentitud las fláccidas piernas de ella de sus hombros. Entonces se inclinó sobre ella hasta que sus caras quedaron a escasos centímetros de distancia.
– Pronuncia mi nombre -pidió él con voz ronca y áspera.
Ella se humedeció los labios y se esforzó en encontrar su voz.
– Lord Surbrooke.
Él sacudió la cabeza y subió la palma de una de sus manos por la pierna de ella hasta colocarla debajo de su trasero desnudo. Entonces la acercó a él hasta que la dura prominencia de su erección, que hacía que sus pantalones estuvieran tirantes, se apoyó en el sexo de ella.
– Daniel.
La sensación de tenerlo presionado contra ella de una forma tan íntima, dejó a Carolyn momentáneamente sin habla. Después de tragar saliva, consiguió susurrar:
– Daniel.
Parte de la tensión que reflejaba la cara de Daniel se desvaneció y, tras exhalar un grave gemido, bajó lentamente su boca hasta la de ella. Carolyn separó los labios acogiendo la lengua de él. Daniel sabía a coñac y a ella, una combinación sumamente extraña que la embriagó. El fuego interior que él había avivado y que acababa de saciar volvió a la vida exigiendo más. Carolyn deslizó los dedos por el grueso cabello de Daniel incitándolo a acercarse. El flexionó las caderas y apretó todavía más su erección contra el cuerpo de ella. En aquel instante, lo único que quería Carolyn era que él se bajara los pantalones e introdujera con ímpetu aquella carne dura y deliciosa en su hambriento cuerpo.
Él, en cambio, separó la cabeza de la de ella. Carolyn, confusa, abrió los ojos y vio que él la miraba con una expresión apasionada.
Carolyn parpadeó varias veces y, de golpe, la realidad volvió a sus sentidos. Bajó la mirada por su cuerpo percibiendo las faldas arrugadas a la altura de su cintura, la piel pálida de su abdomen, los rizos de color castaño en el punto de unión de sus piernas extendidas. Y las caderas de Daniel, que estaban firmemente presionadas contra ella.
Seguramente, debería de sentirse horrorizada por su desvergonzado comportamiento, por las libertades que le había permitido a lord Surbrooke, libertades que su esposo nunca se había tomado con ella. Ni siquiera lo había intentado. Sin embargo, en lugar de horrorizada, se sentía más viva de lo que se había sentido en años. Como si acabara de salir de una cueva oscura y solitaria a un campo soleado que hervía de vida y color.
La dama serena y formal que había sido durante toda su vida de adulta insistía en que le dijera a lord Surbrooke que aquel episodio había constituido un error. Error que no podía repetirse, pero en lugar de «error», las únicas palabras que ella quería pronunciar eran…
«Otra vez.»
Podía mentirse a sí misma, pero la verdad irrefutable era que quería más pasión como la que acababan de compartir. Su mente la consideraba culpable e intentó enumerar todas las razones por las que no debía permitir que aquello continuara, pero ella las empujó a un lado y escuchó a su renacido cuerpo, que se negaba a ser ignorado. Se sentía atraída hacia aquel hombre. Lo quería. En un sentido puramente físico. Siempre que su corazón no se implicara y actuaran con discreción, no existía ninguna razón para que se negara aquel placer. Él le había dicho que no quería su corazón y que no tenía la menor intención de ofrecer el suyo. Compartirían sus cuerpos y nada más. Igual que la Dama Anónima había hecho y explicado en las Memorias.
– Los perros están ladrando -declaró él en voz baja mientras acariciaba la mejilla de Carolyn con los dedos-, lo que significa que Samuel ha regresado.
Un escalofrío de pánico recorrió el cuerpo de Carolyn. Intentó sentarse, pero Daniel sacudió la cabeza y se lo impidió con suavidad.
– Todavía disponemos de unos instantes. Barkley se encargará de todo y ni él ni Samuel entrarán en el invernadero.
– ¿Cómo lo sabes?
– Nadie puede entrar en esta habitación salvo yo y Walter, el jardinero. -Deslizó la yema del pulgar por el labio inferior de Carolyn y frunció el ceño, como si se sintiera intrigado-. Nunca había traído a nadie aquí antes.
Pareció sorprendido por el hecho de haber reconocido en voz alta este último hecho, y lo cierto era que Carolyn estaba sorprendida de haberlo oído.
– ¿Por qué no? ¡Es una habitación tan bonita…!
– Es un lugar privado. Mi… santuario. Te dije que no me gusta compartir. -Su mirada vagó por la cara de Carolyn y parecía… ¿intrigado?-. Salvo, por lo visto, contigo.
Su expresión se relajó y se inclinó para rozar la sensible piel de detrás de la oreja de Carolyn con sus cálidos labios.
– ¡Dios mío, eres tan hermosa…! -susurró terminando sus palabras con un gemido. Mordisqueó con suavidad el lóbulo de la oreja de Carolyn enviando un aluvión de cosquilleos por su nuca-. Mi extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa, enormemente divertida, extraordinariamente inteligente y poseedora de los labios más apetecibles que he visto nunca y de una excelente memoria, y que sabe a flores… por todas partes, lady Wingate. -Levantó la cabeza y la diversión iluminó sus ojos-. ¿Crees que ya podríamos tutearnos?
Una ola de calor recorrió el cuerpo de Carolyn.
– Supongo que sí… Daniel.
Él sonrió ampliamente.
– Gracias… Carolyn.
La forma en que pronunció su nombre, con dulzura y lentitud, como si lo saboreara en su paladar, envió un oscuro estremecimiento de placer por la espina dorsal de Carolyn.
Con evidente desgana, él sacó la mano de debajo del trasero de Carolyn y cogió sus calzones. La facilidad con que la ayudó a vestirse demostró que era tan hábil vistiendo a una mujer como desvistiéndola. Y, desde luego, había demostrado que sabía qué hacer una vez la había desvestido. Carolyn no estaba completamente segura de que sus licuadas rodillas se recuperaran algún día del todo.
Después de calzarla de nuevo, Daniel se levantó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. La mirada de Carolyn se quedó clavada, y absolutamente fascinada, en la parte delantera de los pantalones de Daniel, que estaba a la altura de sus ojos. El ajustado tejido perfilaba, de una forma patente, su gruesa erección.
Quizá fue la privacidad proporcionada por aquella acogedora habitación con fragancia a flores e iluminada sólo por los rayos plateados de la luna lo que la hizo atrevida. Tan atrevida como cuando llevaba puesta la máscara de Galatea. O quizá fue por cómo él la había hecho sentirse: sensual, femenina y sorprendentemente libre. Pero, fuera cual fuere la razón, mientras permitía que él la ayudara a levantarse, Carolyn deslizó la mano que tenía libre por el musculoso muslo de Daniel y cubrió con ella su erección. Él soltó un respingo y sus ojos se volvieron vidriosos.
– Tú me has dado placer, pero no has pedido ni has recibido nada a cambio -murmuró ella experimentando una profunda oleada de satisfacción femenina cuando él arqueó las caderas buscando más el contacto de su mano.
– Aunque no he recibido nada, el placer ha sido todo mío.
Ella arqueó una ceja y lanzó una mirada significativa hacia abajo.
– Esto… -Lo acarició con suavidad a través de los pantalones- indica lo contrario.
Él le rodeó la cintura con un brazo y la acercó a su cuerpo atrapando su mano entre ellos.
– Si estás sugiriendo que estás en deuda conmigo…
– Eso es, exactamente, lo que estoy sugiriendo.
Los ojos de Daniel parecieron despedir humo.
– Eso me hace el hombre más afortunado de Inglaterra. Considérame a tu disposición.
– Una oferta muy interesante.
– Me encanta que pienses así, sobre todo porque la primera vez que te hice esa oferta no te sentiste interesada por ella.
– Siempre me interesó, pero no quería aceptarla.
– Pero ahora sí.
– Obviamente.
Él se frotó contra su mano.
– Me siento muy feliz al oírlo.
Ella frunció los labios.
– Obviamente.
Él la sujetó por la cintura, le cogió la mano y le dio un apasionado beso en la palma.
– Por desgracia, ahora no es…
– El momento adecuado.
– Exacto. Quiero asegurarme de que todo ha ido bien con Samuel y que la cocinera y la doncella se han hecho cargo de Katie. Después os acompañaré a ti y a Gertrude a tu casa. -Miró a Carolyn directamente a los ojos-. Y, aunque me encantaría seguir con esto aquí y ahora, quiero que dispongas de tiempo para pensar. Que asientes las cosas en tu mente. No quiero que tengas dudas.
– ¿No tienes miedo de que, después de reflexionar, cambie de idea?
Él le apretó la mano.
– «Miedo» es una palabra demasiado suave para el terror que me inspira esa posibilidad. Carolyn, el deseo que hay entre nosotros es el más potente que he experimentado nunca. Sé que estar juntos sería extraordinario, pero sólo si esta decisión no está empañada por el arrepentimiento.
– Yo no me arrepiento de lo que hemos compartido esta noche.
– Estupendo. Sólo quiero asegurarme de que te sientes igual por la mañana. -Rozó los labios de Carolyn con los suyos y siguió por la curva de su mandíbula-. Y como tengo una fe ciega en que lo harás… ¿Estás libre mañana a mediodía?
Con el cuerpo de Daniel presionado contra el de ella y la distracción que le causaban sus besos y mordisqueos, a Carolyn le resultó imposible recordar si tenía algún plan al día siguiente, pero, si lo tenía, fuera lo que fuese, lo anularía.
– Sí.
– Estupendo. Planearé una sorpresa.
– ¿Y si no me gustan las sorpresas?
– Ésta te gustará. Te lo prometo.
Un escalofrío de anticipación recorrió el cuerpo de Carolyn. Después de un último y prolongado beso, Daniel se separó de ella, colocó la mano de Carolyn en el hueco de su codo y la condujo por el pasillo hasta el vestíbulo, donde encontraron a Samuel. El criado caminaba con impaciencia de un lado a otro de la habitación y, al verlos, se detuvo.
– La cocinera está preparando un caldo -informó sin más preámbulos-. Y Mary está con Katie y Gertrude.
– ¿Cómo está Katie? -preguntó Daniel.
– Está durmiendo. Gertrude dice que, aparte d' estar cansada y dolorida, s' encuentra bien. Si a lady Wingate no le importa, Gertrude s' ha ofrecido a quedarse hasta que Katie se despierte, para que no s' asuste al ver a una desconocida. -Miró a Carolyn-. Su Gertrude es muy amable, milady.
– ¿Te va bien que se quede? -preguntó Daniel a Carolyn.
– Sí, desde luego.
– Samuel la acompañará a tu casa cuando Katie se despierte. -Se volvió hacia Samuel-. Yo me voy ahora a acompañar a lady Wingate a su casa. Mañana tiene un día muy ajetreado y necesita descansar.
Al oír las palabras, aparentemente inocentes de Daniel, el rubor cubrió las mejillas de Carolyn. Enseguida se despidió de Samuel, quien le tendió su chal de cachemira y le agradeció haber ayudado a Katie.
– Ha sido un placer, Samuel -contestó ella con una sonrisa-. Y Katie tiene suerte de que la encontraras.
Carolyn y Daniel salieron de la casa. Nada más cerrarse la puerta, Daniel miró a su alrededor. Cuando estuvo seguro de que nadie merodeaba por allí, cogió la mano de Carolyn y la introdujo por debajo de su brazo. Ella se dio cuenta de que él ajustaba sus pasos a los de ella, que eran más cortos, y se sintió agradecida, pues no tenía ninguna prisa en dejar su compañía y el trayecto hasta su casa duraba menos de dos minutos.
Estaba pensando en invitarlo a entrar en su casa, pero entonces vio, a través de la ventana del vestíbulo, que había una luz encendida, lo que significaba que Nelson la esperaba levantado. No resultaría muy discreto que llevara a su amante a su casa a las tres de la madrugada.
«Su amante.»
Estas palabras reverberaron en su mente. Cualquier sentimiento de culpabilidad que pudiera haber experimentado estaba enterrado tras la avalancha de expectativas que la invadían haciéndola temblar.
– ¿Tienes frío? -preguntó él.
Carolyn levantó la vista hacia Daniel y negó con la cabeza.
– No. Más bien todo lo contrario.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Daniel, quien abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, un fuerte estallido sonó al otro lado de la calle, en Hyde Park. En aquel mismo instante, algo pasó rozando la cara de Carolyn, a escasos centímetros de su nariz, y entonces el jarrón de cerámica de su porche estalló en pedazos.
Antes siquiera de que ella pudiera realizar una respiración, Daniel la echó al suelo y la cubrió con su cuerpo.
– ¿Qué… qué ha sido eso? -preguntó ella.
– Eso -contestó Daniel con voz tensa y sombría-, ha sido un disparo.