Capítulo 10

Nadie había llorado nunca delante de Jack. Al menos justo después de hacer el amor con él. Por Dios, pero si Daisy ni siquiera había llorado la noche en que él le arrebató la virginidad.

Dejó la camiseta sobre la encimera de la cocina y miró de medio lado a Daisy, que estaba al otro lado de la habitación, con los brazos cruzados, mirándose los dedos de los pies. Jack recordó la noche que había vuelto a verla tras su regreso, con su chubasquero amarillo. Ahora llevaba un ridículo vestido con dibujos de Winnie the Pooh, el mismo que le había ayudado a ponerse hacía unos minutos.

Esa mujer iba a volverle loco. Hacía sólo unos instantes estaba disfrutando, jadeando, arañándole de placer y pidiéndole cada vez más. Y ahora lloraba como una magdalena. ¿Qué demonios había ocurrido?

Jack se había excusado y la había dejado unos segundos para ir a tirar el preservativo al lavabo de empleados, y cuando regresó Daisy se estaba peleando con el vestido, buscando sin éxito el agujero por donde meter la cabeza. Jack estaba convencido de que si hubiese podido vestirse con rapidez Daisy ya se habría ido. Y tal vez habría sido lo mejor.

Estaba tan nerviosa que tuvo que ayudarla a ponerse el vestido, a pesar de que lo que a él le habría gustado hubiese sido tirarlo a la basura. Le colocó el bolso en el hombro y, en lugar de dejar que se marchase, tal como habría actuado con cualquier otra mujer histérica que se le hubiese puesto a llorar, la llevó a su casa. No sabía decir por qué. Tal vez debido a que le había prometido que hablarían después de hacer el amor.

Sí, era por eso, pero ahora que tenía la mente despejada no le apetecía en absoluto escuchar lo que ella pudiese decirle. A menos que tuviese que ver con el hecho de haber hecho el amor.

Jack creía que el deseo que sentía por Daisy desaparecería una vez hubiesen hecho el amor. No fue así, y eso le molestó porque no quería ponerse a pensar lo que eso podía significar. No quería sentir nada por Daisy. Ni siquiera deseo.

Abrió la nevera y sacó un cartón de leche. Antes de que su mente empezase a especular con la posibilidad de llevarla a su dormitorio, se detuvo y se dijo a sí mismo que Daisy estaba alterada, hecha un mar de lágrimas y, sobre todo, que era Daisy Monroe. Tres razones de peso para quedarse en la cocina y meterse las manos en los bolsillos.

– Antes de disculparme -dijo Jack mientras cerraba la puerta de la nevera con el pie- me gustaría saber de qué tengo que disculparme.

Daisy le miró. Tenía dos borrones oscuros bajo los ojos enrojecidos y la cara hecha un desastre.

– No has hecho nada, Jack.

Él tampoco creía que hubiese hecho nada malo, pero cuando se trataba de mujeres uno nunca podía estar seguro del todo. Si no había ningún problema, lo inventaban.

– ¿Quieres beber algo? -Le ofreció Jack, pero Daisy negó con la cabeza y él, sin dejar de observarla, se llevó el envase de la leche a la boca. Dejó de beber y se enjugó los labios. Tal vez había sido demasiado rudo. Había olvidado que Daisy llevaba mucho tiempo sin hacer el amor-. ¿Te he hecho daño?

Ella se pasó la m ano por las mejillas y dijo:

– No.

Jack dejó la leche sobre la encimera y abrió un armario. Llenó un vaso con agua y hielo y cruzó la cocina para dárselo. Le rozó los dedos al pasárselo y le preguntó:

– ¿Por qué lloras, Daisy?

– No lo sé -respondió ella.

– Yo creo que sí lo sabes -aseguró Jack. Daisy tenía una pinta horrible. Parecía asustada, pero, por alguna razón, lo único que asustaba a Jack en esos momentos era lo mucho que seguía deseándola-. Dímelo, Daisy.

Daisy le dio un largo trago al vaso de agua y, después, apoyó el frío cristal en su mejilla y reconoció:

– Me da mucha vergüenza.

Y se puso roja como un tomate.

– Cuéntamelo de todos modos. -En lugar de mantener cierta distancia tal como debería de haber hecho, Jack se inclinó hacia ella.

Daisy alzó la vista, le miró por el rabillo del ojo y se fijó entonces en la caja con la imagen del Monstruo de las Galletas que había sobre la encimera.

– ¿El Monstruo de las Galletas? -preguntó Daisy.

– Las hijas de Billy me la regalaron las pasadas Navidades junto con una bolsa de galletas Oreo. Pero no cambies de tema.

Daisy mantuvo la vista clavada en la caja, respiró hondo y admitió:

– Había olvidado lo que era el sexo. -Se encogió de hombros y luego prosiguió-: Tú me lo has recordado.

– ¿Eso es todo? -Preguntó Jack, que estaba convencido de que tenía que haber algo más.

– Bueno, no ha estado mal -dijo Daisy.

– Daisy, ha estado mejor que bien. -La corrigió Jack.

Habían hecho el amor con la urgencia de dos hambrientos en un buffet libre. Las bocas, las manos enfebrecidas, dominadas por un ansia insaciable. Daisy se había mostrado mucho más excitada que cualquiera de las mujeres con las que había estado, y lo había arrastrado a él hasta un orgasmo que le atravesó el cuerpo de arriba abajo.

Era una suerte que Daisy se fuera al día siguiente, porque a pesar de que se repetía una y otra vez que no iría tras ella de nuevo, no podía asegurar que no se estuviese mintiendo.

– Decir que ha estado bien es como decir que Río Grande es sólo un río. Decir eso es no decir nada. -Jack le cogió la barbilla y la obligó a mirarle. Se le habían pegado las pestañas. La acarició con las puntas de los dedos y después apartó la mano-. ¿Por qué has pasado tanto tiempo sin practicar sexo?

A Daisy le subieron todavía más los colores y espetó:

– Eso no es asunto tuyo.

– No has hecho nada en dos años, pero te has enrollado conmigo. Creo que eso lo convierte en asunto mío.

Daisy frunció el ceño y dejó el vaso sobre la encimera. Cuando Jack creía que ya no iba a contestar, ella dijo:

– Durante el último años y medio de su vida Steven no pudo hacerlo.

Eso sorprendió a Jack, que preguntó:

– ¿Y tú no buscaste nada por ahí?

– Por supuesto que no. ¡Vaya pregunta! -dijo Daisy algo ofendida.

Tampoco había dicho algo tan extraño. Al fin y al cabo, quince años atrás Daisy se había casado con Steven a pesar de estar acostándose con Jack.

– Algunas mujeres lo habrían hecho -aseguró él.

– Yo no. Siempre le fui fiel a Steven.

– Murió hace siete meses -le recordó Jack.

– Casi ocho -precisó Daisy.

– Ocho meses es mucho tiempo sin mantener relaciones -aseguró Jack.

Daisy se quedó mirando la boca de Jack y luego pasó los ojos por su garganta, hasta detenerse en su pecho.

– Tal vez para algunas personas sí -dijo entonces Daisy.

– Para algunas no, para la mayoría.

Daisy apartó la vista y dijo:

– Ya sabes lo que dicen: «Si no lo haces te olvidas.» Es cierto.

– Pues está claro que tú no te has olvidado.

Daisy cogió el vaso y lo llevó al fregadero. Miró por la ventana, hacia el jardín, y dio un largo trago de agua. Bajó el vaso, apoyó las manos en la encimera, y dijo:

– Durante un tiempo, lo olvidé. Cuando vives con alguien que se está muriendo el sexo deja de ser una prioridad. Créeme. Tu vida se centra en visitas a médicos y búsqueda de nuevas terapias. Intentas encontrar la medicación adecuada para combatir los ataques y el dolor.

Jack observó detenidamente a Daisy. No quería conocer todos esos detalles, no quería sentir lástima por Steven, pero aún así no pudo evitar preguntar:

– ¿Sufrió mucho?

Daisy se encogió de hombros.

– Nunca he querido admitirlo, pero sí. Cuando le preguntaba se limitaba a agarrarme del brazo y decirme que no me preocupase por él. -Dejó escapar una risotada más bien amarga-. Yo fingía no preocuparme y él, que todo iba bien. A él se le daba mejor.

– Steven siempre fue mejor que nosotros fingiendo -recordó Jack. Durante años Steven había aparentado que Daisy era sólo una amiga para él. Su colega. Steven había sabido montárselo mejor que Jack.

Ella asintió.

– Fingió hasta el último momento -dijo-. Entró en coma y esa misma noche murió. Estaba en casa. -Volvió ligeramente la cabeza y sus miradas se encontraron-. Nathan y yo le vimos soltar el último suspiro. Ser testigo de algo así te cambia para siempre. Ves con mayor claridad cuáles son las cosas realmente importantes. -Tragó saliva con dificultad-. Te das cuentas de que hay cosas que deben hacerse bien.

Jack estaba inmóvil, tenía un nudo en el estómago. Las palabras de Daisy le habían afectado mucho más de lo que habría esperado. No había visto morir a sus padres, y estaba agradecido por ello. Ya tenía suficientes recuerdos desagradables.

– ¿Sabías que el interior de algunos ataúdes está recubierto de un acolchado? -preguntó Daisy.

– Sí -respondió Jack. Billy y él habían tenido que elegir dos. En aquel momento, Jack no disponía de dinero suficiente como para afrontar un gasto excesivo. Sus padres fueron enterrados en ataúdes baratos pero con unas bonitas almohadas de raso-. Lo sabía.

– Oh, claro -exclamó Daisy mientras volvía a mirar por la ventana-. Recuerdo el entierro de tus padres. Eras demasiado joven para tener que pasar por algo así. En ese momento no me di cuenta de lo duro que puede llegar a ser. Ahora lo sé.

Jack caminó unos pasos hasta colocarse a la espalda de Daisy y alzó las manos con la intención de cogerla por los brazos. Pero antes de llegar a tocarla se lo pensó mejor y volvió a bajar las manos.

Daisy sacó el sobre del bolsillo de su horrible vestido y lo dejó junto al fregadero.

– Ésta es la carta de Steven de la que te hablé -le dijo.

Jack no quería leerla y se sentía mal por ello. Sin embargo, se negaba a rememorar el agujero negro que había sido su pasado.

– Steven y yo nunca quisimos hacerte daño, Jack -dijo ella-. Éramos buenos amigos, y nuestra amistad jamás debería haber acabado de ese modo. Éramos jóvenes y estúpidos. La noche que vinimos a verte sigue siendo uno de los recuerdos más negros de mi vida. -Daisy hizo una pausa y añadió en un susurro-: Aquella noche también llevabas una camiseta blanca.

Sí. Era una noche de luna llena. Le había pedido a Daisy que no lo abandonase. Le había pegado una buena paliza a su mejor amigo, y ahora ese amigo estaba muerto. Algo en su interior también murió aquella noche. Por alguna razón, hablar de ello esa mañana lo hacía más real de lo que lo había sido durante muchos años.

– Ya basta, Daisy. -Jack la agarró de los brazos, por debajo de las mangas de la camiseta-. No digas nada más.

– Tengo que hacerlo Jack. -Daisy le miró por encima del hombro y prosiguió-: Cuando me dijiste que necesitabas que nos separásemos durante un tiempo, me asusté. No supe qué hacer. Tienes que entender lo asustada que estaba…

Él le alzó la barbilla con los dedos y la besó, silenciando de ese modo sus palabras. La atrajo hacia su pecho desnudo y le pasó las manos alrededor de la cintura. No quería oír ni una palabra más; sólo deseaba sentir. Sentir el cuerpo de Daisy contra el suyo. Desnudos. Quería que el sexo volviera a sumirlo en la inconsciencia hasta lograr echar a Daisy de sus pensamientos. Hasta quitársela de la cabeza.

En un principio, Daisy no hizo nada, pero cuando Jack suavizó la intensidad del beso, ella separó ligeramente sus labios. Era una silenciosa invitación a seguir adelante.

Sonó el teléfono pero Jack no se inmutó. Lo oía sonar mientras introducía la lengua en la boca de Daisy y disfrutaba de su calidez y su dulzura, tal como lo había hecho hacía unos instantes, encima del maletero del Custom Lancer. Daisy sabía a cosas durante largo tiempo olvidadas: su suave piel, el deseo y la lujuria, y también el amor que le había partido en dos el corazón.

Jack dejó a un lado todos esos recuerdos y abarcó uno de los pechos de Daisy con la mano. Dejó que el teléfono siguiera sonando y se colocó entre sus piernas.

– Daisy -dijo junto a su oído inspirando profundamente para percibir el perfume de su cabello-. Vamos a mi cama. Deja que te recuerde una vez más lo que es el sexo.

El teléfono dejó de sonar, pero empezó otra vez casi al instante. Daisy se libró de su abrazo y cruzó la cocina.

– Tal vez sea algo importante -dijo Daisy.

Tenía una idea de quién podía tratarse. Buddy Calhoun le había dicho que pasaría para recoger el Corvair Monza del taller y se lo llevaría a su garaje de Lubbock. Buddy era uno de los mejores mecánicos del estado, y uno de los pocos restauradores a los que Jack se atrevía a confiar sus coches. Pero en ese momento lo importunaba. En lugar de ir tras Daisy, se acercó al teléfono con paso firme.

– Mas vale que sea importante -dijo Jack tras descolgar el auricular.

– Hola -dijo una voz femenina-, soy Louella Brooks. ¿Está Daisy ahí?

Jack miró a Daisy.

– Ah, hola, señora Brooks. Sí, aquí está.

Daisy cruzó la cocina y cogió el teléfono.

– ¿Sí? -Alzó la mirada y frunció el ceño-. ¿Cómo? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien? -Enarcó las cejas-. Bien. ¿Dónde está Pippen? -Se llevó una mano a la cara-. Gracias a Dios. -Hizo una pausa y añadió-: De acuerdo. Ahora mismo voy. -Colgó el auricular y se volvió hacia Jack.

– ¿Qué sucede?

– Mi hermana ha perdido definitivamente la cabeza. Eso es lo que sucede -respondió Daisy mientras se dirigía hacia la encimera para recoger su bolso.

Jack intentó olvidarse del dolor que sentía en la entrepierna y mientras alargaba el brazo para hacerse con su camiseta y ponérsela, inquirió:

– ¿Lily está bien?

– No, está loca. ¿Qué hacían ella y mi madre antes de que yo viniese? -preguntó distraída mientras buscaba las llaves dentro del bolso-. ¿Ir por ahí haciendo cosas raras? ¿Qué van a hacer cuando me vaya? -Cruzó la cocina y el salón-. Dios mío, al parecer soy la única que tiene la cabeza sobre los hombros aquí. ¿Qué te parece?

Jack no respondió, supuso que se trataba de una pregunta retórica y no quería preocuparla más.

A través del mosquitero de la puerta, Jack la vio subir al coche de su madre y alejarse. El destello de las luces de freno del Cadillac y el chirriar de las ruedas al voltear la calle… era lo último que Jack esperaba ver o escuchar de Daisy Monroe.

Jack regresó a la cocina. Metió la leche en la nevera y posó la mirada en el sobre blanco que había dejado Daisy. La carta de Steven. La cogió y le echó un vistazo. Llevaba su nombre escrito en mayúsculas.

Abrió la puerta de un armario y dejó el sobre entre dos paquetes de café. Algún día la leería. Pero todavía no. Al menos mientras tuviese tan fresca la imagen del cuerpo desnudo de Daisy sobre el maletero del Custom Lancer, mientras tuviese en la boca el sabor de la mujer de Steven.

Desde que Daisy había aparecido por el pueblo, Jack no había dejado de preguntarse si acostarse con ella seguría siendo tan estupendo como él recordaba. Ahora ya tenía la respuesta: era todavía mejor. Mejor en un sentido que no sabía cómo definir. Lo único que podía decir era que estar con ella había sido diferente. Había sido algo más que sexo. Algo más que el placer que solía recibir en los brazos de una mujer. Algo más que un polvo encima del maletero de un coche.

No era amor. Sabía con seguridad que no estaba enamorado de Daisy Lee. Enamorarse de Daisy sería una completa estupidez, y él no era estúpido. No sabía decir por qué estar con ella había sido diferente, y tampoco quería saberlo. No era el tipo de hombre que diseccionase su vida buscando significados ocultos. Una cosa tenía clara: hacer el amor con ella había sido la mejor experiencia sexual que había tenido en mucho tiempo, de modo que se alegraba de que Daisy se marchara al día siguiente, pues de ese modo podría retomar el hilo de su vida. La que llevaba antes de que ella apareciera por el pueblo y desenterrara un montón de recuerdos que más valía olvidar.

Ahora Daisy se había ido y no había razón alguna para seguir pensando en ella.

Ni una sola.


Un coche patrulla salió de la casa de Ronnie cuando Daisy y Louella pasaron por delante camino del hospital. Les pillaba a unas pocas manzanas de Locust Grove, y querían ver la destrucción con sus propios ojos.

Ronnie vivía en una pequeña casa de estuco color beige, y alguien en la entrada había colocado la calavera de una vaca de largos cuernos encima de la puerta. El jardín de la entrada era poco más que un puñado de hierbajos y, de no ser por la presencia del Ford Taurus rojo de Lily empotrado contra el salón de la casa, podría haberse dicho que su aspecto era de lo más anodino.

– ¿Ronnie se encontraba en casa? -preguntó Daisy justo antes de acelerar. Supuso que los policías estaban demasiado ocupados con el Taurus de Lily como para preocuparse de un coche que acelerase en mitad de la calle.

– No lo creo, pero no lo sabremos hasta que lleguemos al hospital -respondió su madre.

Daisy odiaba los hospitales. Todos olían igual y daban la misma impresión, independientemente de la ciudad o el estado donde se encontraban. Eran estériles y fríos. Había pasado en ellos tiempo suficiente para saber que podían darte medicamentos o consejos, pero rara vez buenas noticias.

Daisy y su madre atravesaron la puerta de urgencias y, tras unos minutos, las llevaron junto a Lily. Pippen se había quedado en casa de una vecina de Louella; que no estuviese con ellas era lo mejor. En cuanto la enfermera descorrió la cortina verde y azul que separaba las camas, Louella se echó a llorar.

– Tranquila, mamá -dijo Daisy, sintiendo de repente que era el único miembro de la familia que estaba en sus cabales. Le dio la mano a su madre y se la apretó-. Lily se pondrá bien.

Pero Lily no parecía estar bien. Tenía hinchado el costado izquierdo de la cara y una herida en la frente. La sangre le había manchado el pelo y los extremos de los ojos, que mantenía cerrados. Un vendaje le impedía mover el brazo izquierdo, también hinchado y, a excepción del punto por el que había sangrado, casi sin color. En el brazo derecho no llevaba vendaje: le habían cortado la manga y colocado una intravenosa. El doctor, un joven con bata verde, alzó la sábana para auscultarle el corazón y los pulmones. Miró a Daisy y a su madre desde detrás de unas gafas con montura metálica.

Louella avanzó hasta la cabecera de la cama y Daisy la siguió.

– Lily Belle. Mamá está aquí. Y Daisy también.

Lily no respondió y Daisy alargó la mano para acariciarle la parte de la cara que no tenía hinchada. Estaba muy pálida, y, de no haber sido por el rítmico subir y bajar de su pecho, Daisy habría creído que estaba muerta. Eran demasiadas emociones para un solo día, y Daisy sintió que en su interior el piloto automático se activaba y todas sus sensaciones se adormecían.

– ¿Cómo está, doctor? -preguntó Louella.

– Lo que sabemos hasta ahora -respondió el joven médico- es que tiene heridas en el brazo izquierdo y la frente, y que al parecer se ha fracturado el tobillo. No sabremos nada más hasta que le hagamos un escáner.

– ¿Por qué no está despierta? -preguntó de nuevo Louella.

– Se ha dado un buen golpe en la frente. No parece que se haya fracturado el cráneo, y sus pupilas responden a los estímulos. Tendremos más detalles cuando veamos las radiografías.

– ¿Ha habido algún herido más en el accidente? -preguntó Daisy rogando porque Lily no se hubiese llevado por delante a Ronnie y a Kelly.

– Fue la única persona que nos trajeron -le respondió el agente.

Aquello no quería decir nada. A Ronnie y a Kelly podrían haberlos atendido en el lugar de los hechos o tal vez, Dios no lo quisiese, habían muerto allí mismo. Daisy no había visto a Ronnie, pero tampoco se había detenido allí el tiempo suficiente.

Estuvieron con Lily sólo unos minutos; luego vinieron a llevársela. Les dijeron que el doctor acudiría enseguida para hablar con ellas, pero Daisy sabía que ese «enseguida» podía significar unas cuantas horas.

Las llevaron a una pequeña sala de espera; era parecida a todas las que Daisy había visto antes, que eran muchas, y supuso que todos los hospitales elegían más o menos los mismos colores. Azule, verdes y un toque de granate.

Se sentaron juntas en un pequeño sofá azul. Sobre la mesita que tenían enfrente había un ejemplar del Reader’s Digest, otro de Newsweek y una Biblia. Había leído un montón de Reader’s Digest en los dos últimos años y medio, y ni siquiera estaba suscrita.

Junto a la puerta, un hombre y una mujer hablaban en susurros como si temiesen perder el control y ponerse a gritar si subían un poco el tono de voz. Daisy conocía esa sensación. Había pasado por eso unas cuantas veces: intentaba encontrar distracciones para no echarse a gritar y conseguir no desmoronarse, concentrarse en algo bonito, o incluso en la propia respiración, para fingir que su marido no se estaba muriendo. Y ahora su hermana yacía en una cama de hospital con su hermoso cabello rubio cubierto de sangre.

Cogió el Reader’s Digest y pasó las páginas hasta llegar a la sección «Humor en uniforme».

– Estaba muy pálida -dijo Louella con un ligero temblor en la voz-. Había mucha sangre.

– El cuero cabelludo sangra mucho, mamá -explicó Daisy fríamente, como si no estuviera temblando por dentro, donde solía guardárselo todo. En lo más profundo de su ser, donde nadie pudiera encontrarlo. Se había convertido en una experta en el arte de mantener ocultas sus emociones. No dejaba que las cosas se acercasen demasiado a la superficie, de lo contrario sabía que se le irían de las manos. Como le había sucedido con Jack esa misma mañana.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Louella.

– Steven -respondió Daisy, y se concentró aún más en la revista. No quería pensar en Jack. Tendría que lidiar con él, y con las repercusiones de lo que había hecho, pero no en ese momento. Colocó todo lo relacionado con Jack en el número dos de su lista de tareas. Lily y la posibilidad de que la acusasen de intento de asesinato ocupaban ahora el número uno. Se preguntó cuánto costarían las sesiones de un buen psicólogo.

– ¿Por qué no han querido decirnos nada?

– Porque de momento no saben nada -respondió Daisy.

Un policía de uniforme entró en la sala y les preguntó si eran familiares de Lily. Llevaba el pelo cortado al rape y parecía un levantador de pesas. Se identificó como agente Neal Flegel.

– Estudié en el instituto con Lily y Ronnie -añadió.

– Eres el hermano pequeño de Matt. -Daisy le dio la mano-. Fui al baile de la escuela con Matt en el penúltimo curso. ¿Sigue viviendo en Lovett? -preguntó; al fin y al cabo estaban en Tejas, y los buenos modos eran lo primero.

– Se trasladó de nuevo a San Antone. Le diré que has preguntado por él. -Sacó su libreta y se puso manos a la obre-. Te aseguro que me dolió mucho ver a Lily en ese coche. -Les dijo que el coche de Lily había penetrado metro y medio en el salón de la casa de Ronnie. Y mientras Daisy intentaba imaginar una manera sutil de preguntarle si Lily había matado a Ronnie, Neal Flegel le preguntó-: ¿Tenéis algún motivo para creer que lo haya hecho a propósito?

Eso era, de hecho, lo primero y lo único que Daisy había pensado.

– No -respondió Daisy negando con la cabeza e intentando parecer sorprendida-. Tiene que haber sido un accidente.

– Le resbalaría el pie -añadió Louella, y Daisy se preguntó si su madre se creía lo que acababa de decir-. Y ha sufrido unas terribles jaquecas últimamente -prosiguió Louella como si se le acabara de ocurrir.

– Hemos hablado con Ronnie y nos ha dicho que se pelearon hace poco -dijo Neal.

– ¿Has hablado con Ronnie hoy? -preguntó Daisy a punto de echarse a reír debido al alivio-. ¿Después del accidente?

– Le localizamos en casa de su novia -explicó Neal.

– ¿Así que no estaba en casa? -quiso saber Daisy.

– En ese momento, no -precisó Neal.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Daisy. Su hermana no sería juzgada por asesinato. Estaban en Tejas. Si uno tenía pesado asesinar a alguien, Tejas no era el mejor estado del país para hacerlo. Por otra parte, las mujeres de los jurados de Tejas solían simpatizar con la esposa de un perro traidor.

– ¿Puede tratarse tal vez de un intento de suicidio? -Preguntó Neal.

Sus palabras hicieron recapacitar a Daisy y a su madre. Lily estaba deprimida y hecha polvo, pero Daisy no creía que quisiese acabar con su vida. Con la de Ronnie ya era otra cosa.

– No -respondió Louella-. Acababa de encontrar trabajo en la charcutería de Albertsons. Las cosas empezaban a irle bien.

– Yo estuve con ella anoche, y estaba bien -le dijo Daisy al agente. Y era verdad. Lily parecía encontrarse bien. Daisy sólo había tenido que escuchar Earl Had to Die dos veces. Una cuando se dirigían al Slim Clem’s y la otra en el camino de regreso a casa.

Neal les formuló unas cuantas preguntas más y, cuando se fue, Daisy le dijo a su madre:

– ¿Crees que intentaba matar a Ronnie?

– Daisy Lee, tu hermana resbaló, eso es todo. -Y ahí acabó la discusión.

Pero eso no era todo. Al menos para Daisy. Lily estaba en el hospital y cabía la posibilidad de que la acusasen de asesinato, así que posiblemente no pudiera regresar a Seattle al día siguiente. A Nathan no iba a hacerle ninguna gracia.

Se excusó y se acercó a las cabinas de teléfono que había junto a las máquinas de refrescos y de dulces. Utilizó su tarjeta telefónica, y cuando Nathan respondió intentó mostrarse contenta. Pero ¿por qué? Se suponía que era lo que tenía que hacer.

– Hola, Nathan.

– Hola, mamá.

Aunque estaba nerviosa, fue directa al grano.

– Tengo que decirte una cosa, y no va a gustarte.

Tras una larga pausa, el muchacho preguntó:

– ¿De qué se trata?

– Tu tía Lily ha sufrido un grave accidente de coche esta mañana. Se encuentra en el hospital. Mañana no podré estar en casa.

Nathan no le preguntó por Lily. Tenía quince años y sólo le preocupaban sus propios problemas.

– No me hagas eso -le rogó a su madre.

– Nathan, tía Lily está muy mal -le explicó Daisy.

– ¡Lo siento, pero me lo prometiste! -le recordó Nathan.

– Nathan, no sabía que Lily iba a incrustar su coche en el salón de Ronnie.

– ¡Ya me he cortado el pelo! No es justo. No es justo, mamá. No voy a quedarme aquí. Anoche intentaron obligarme a que comiese albóndigas.

Con toda probabilidad no habían intentado obligarle, pero Nathan odiaba las albóndigas y prefirió ver en ello una conspiración. Una razón más para no querer quedarse en casa de la hermana de Steven. Daisy suspiró y se colocó entre la cabina y una de las máquinas de refrescos.

– No sé qué hacer, Nate. No puedo dejar a mi madre y a Lily ahora. No creas que estoy todo el día de fiesta mientras tú lo pasas fatal.

– Entonces me voy contigo -dijo Nathan.

– ¿Qué?

– Mamá, no soporto estar aquí prefiero estar contigo.

Daisy pensó en Jack.

– No puedes hacerme esto -insistió Nathan. Daisy notó que se le quebraba la voz a pesar de sus esfuerzos por evitarlo-. Por favor, mamá.

¿Qué posibilidades había de que el muchacho topase con Jack antes de hablar con él? Prácticamente ninguna. Lo más probable era que se quedase viendo la televisión en casa de su abuela. Y en caso de que se encontrasen de manera accidental, ¡qué pasaría? No se parecían físicamente. No se reconocerían el uno al otro. Nathan nunca había preguntado por Jack, y dudaba de que recordase siquiera su apellido.

– Si eso es lo que quieres de verdad, haré una llamada y te reservaré un billete -le dijo Daisy.

Nathan soltó un suspiro de alivio.

– Te quiero, mamá.

– Es curioso que sólo me lo digas cuando te sales con la tuya -dijo Daisy con una sonrisa en los labios-. Dile a tía June que quiero hablar con ella.

Después de haber hablado con la hermana de Steven, Daisy llamó para reservar el billete de avión de Nathan. Salía a las seis de la mañana del día siguiente, y tardaba tres horas y cuarenta minutos en llegar a Dallas, y no llegaría a Amarillo hasta las cinco de la tarde. Se le ocurrió ir a busca a Nathan a Dallas en coche. Era un viaje de seis horas, sólo ida. Tal vez pudiesen pasar la noche en la ciudad. Ir a Fort Worth y a Cow Town a hacer una barbacoa. Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea. Necesitaba unas vacaciones de sus vacaciones, pero cuando volvió a llamar a Nathan su hijo le dijo que prefería esperar tres horas en el aeropuerto de Dallas que comer carne a la parrilla y montar seis horas en coche al día siguiente. Era un precio demasiado alto por apartarse del caos. En cualquier caso, pensó Daisy, por muy tentador que resultase, no podía dejar solas a su madre y a su hermana en ese momento.

Así que reservó el billete de avión y, de camino hacia la sala de espera, se preguntó si su familia siempre había estado tan loca o si habían empezado a estarlo hacía poco para simplificarle un poco más la vida.

Cuando llegó a la sala de espera, el doctor estaba sentado en el sofá junto a su madre. Daisy se colocó al lado de Louella.

– ¿Ha despertado? -preguntó su madre.

– Despertó hará unos quince minutos. El escáner no revela daños en el cerebro ni en los órganos internos. Por suerte, llevaba puesto el cinturón de seguridad y el coche iba equipado con airbag. -El doctor miró a Daisy y prosiguió-: Tiene el tobillo roto y habrá que operarla para poner los huesos en su sitio. Hemos llamado a un cirujano ortopedista de Amarillo.

Cuando el doctor se fue, Louella se quedó con Lily en el hospital y Daisy fue a cuidar de Pippen. Le puso a hacer la siesta y ella se quitó el dichoso vestido de su madre con dibujos de Winnie the Pooh. Como no tenía otra cosa en la que ocupar su mente, se puso a pensar en Jack. «Incluso con ese ridículo vestido me pones a cien», le había dicho, lo que parecía absurdo.

Se puso una falda caqui y una blusa blanca y buscó en la cocina algo para comer. Se preparó un bocadillo caliente de queso y se sirvió algo de sopa de tomate y un vaso de té helado. Lo llevó todo a la mesa de los desayunos, cuyo color amarillo brillaba bajo la luz del sol.

Hacer el amor con Jack encima del maletero de un coche había sido un error. No, haber hecho el amor con él no había sido un error. El problema había sido su total falta de voluntad incluso para ponerle una tímida objeción. Sabía que se arrepentiría, pero eso no la detuvo.

Mojó el bocadillo en la sopa y le dio un bocado. Había hecho el amor con Jack. No había estado nada mal. No, sí había estado mal. El sexo había estado bien. Fabuloso, de hecho. Tanto que se había echado a llorar y le faltó poco para morirse de vergüenza. Se ruborizaba sólo de recordarlo… O al recordar el deseo que expresaban los ojos de Jack cuando la miraba mientras acariciaba cada rincón de su cuerpo. Pensar en ello la excitaba.

Sopló la sopa. Le fastidiaba admitirlo, pero si su madre no hubiese llamado por teléfono probablemente habrían acabado en la cama. Tal vez todavía estarían allí.

Bebió un sorbo de té. ¿Y ahora qué? No tenía ni idea, y, dado que todos los demás aspectos de su vida estaban en el aire, lo mejor era no pensar en Jack hasta que las cosas se hubiesen calmado un poco.

Cuando Pippen se despertó de su siesta Daisy le hizo unas cuantas fotografías en el jardín de su madre. Lo retrató cogiendo flores y caminando entre los flamencos rosas. Durante ese corto espacio de tiempo, mientras contemplaba el mundo a través del objetivo de su cámara, los problemas pasaron a un segundo plano.

Más tarde, cuando Louella llegó a casa, Daisy habría jurado que su madre era diez años mayor que esa misma mañana. Las arrugas que rodeaban sus ojos parecían más profundas, y sus mejillas estaban más pálidas. Daisy preparó algo de sopa y un par de bocadillos para su madre y Pippen, y después se fue al hospital.

Su hermana dormía cuando ella entró en la habitación. El corte de la frente estaba cerrado y vendado. La mitad de su cara seguía hinchada, y debajo de sus ojos se extendían unas sombras negras y azuladas: los restos de sangre, sin embargo, habían desaparecido.

Daisy quería preguntarle a su hermana qué había sucedido aquella mañana, pero Lily estaba totalmente sedada. Cada vez que se despertaba empezaba a llorar y a preguntar dónde estaba. Daisy ni siquiera intentó indagar sobre el accidente.

Lo hizo al día siguiente.

– ¿Has hablado ya con la policía? -le preguntó a su hermana mientras ojeaba la revista People que había traído consigo.

Lily se humedeció el labio hinchado. Su voz apenas era un áspero susurro cuando preguntó:

– ¿Acerca de qué?

Daisy se puso en pie y llenó un vaso de plástico con agua. Acercó la pajita a la boca de Lily y dijo:

– Acerca del accidente de coche.

Lily tragó y a continuación dijo:

– No. Mamá me ha dicho que he destrozado el Taurus.

– ¿No lo recuerdas? -le preguntó Daisy.

Lily negó con la cabeza e hizo una mueca.

– En cualquier caso, odiaba ese coche.

– ¿No te ha dicho mamá contra qué te estrellaste?

– No. ¿Me salté un stop? -preguntó Lily.

– Lily, estampaste el Taurus contra la casa de Ronnie -le explicó Daisy.

Lily miró a su hermana y parpadeó. No parecía tan sorprendida como Daisy habría esperado.

– ¿En serio? -le preguntó a Daisy.

– La policía le preguntó a mamá si tenías intención de suicidarte.

– No me suicidaría chocando contra Ronnie Darlington -dijo Lily con frialdad.

– ¿Intentabas matar a Ronnie? -quiso saber Daisy.

– No.

– Entonces, ¿en qué estabas pensando? ¿Ocurrió algo?

Lily se puso entonces nerviosa, apartó la mirada y respondió:

– No lo sé.

Daisy tuvo la sensación de que en realidad lo sabía y sufría una curiosa amnesia selectiva. Había ocurrido algo, pero Lily no quería hablar de ello en ese momento. Muy bien. Siempre podrían hablar al día siguiente.

Después de dejar a Lily, Daisy condujo hasta el pueblo y le compró a Pippen una silla para el coche. Su otra silla todavía estaba en le Taurus.

Cuando se detuvo ante el semáforo de la Tercera con Main, oyó un rugido y vio el Mustang de Jack. Ella iba dos coches por detrás de él y dudaba que hubiese descubierto su presencia. Pero el mero hecho de haberlo entrevisto entre el tráfico hizo que sintiera un nudo en el estómago, como si volviese a ser una estudiante de bachillerato que le esperaba junto a su taquilla. Sus sentimientos hacia él eran una confusa mezcla de viejas emociones y nuevos deseos… Algo que sería mejor dejar de lado.

A las tres y media de la tarde, Daisy montó a Pippen en el Cadillac de su madre y se encaminaron hacia Amarillo en busca de Nathan.

Pippen llevaba unos pantalones cortos vaqueros, botas tejanas y una camiseta en la que podía leerse NO TE METAS CON LOS TIRANOSAURIOS DE TEJAS. Daisy le tuvo en brazos mientras esperaban en la zona de recogida de equipajes. La media hora que estuvieron allí se le hizo eterna, pero cuando vio el familiar rostro de Nathan fue como si el sol hubiese decidido ponerse a brillar tras una semana de lluvias.

Su cresta color verde había desaparecido, y las puntas de su oscuro cabello eran ahora blancas. Parecía un alto puercoespín acarreando una enorme mochila con su monopatín enganchado en un costado. A Daisy no le importaba. Se alegró tanto de verle que se olvidó de la norma de no realizar muestras de afecto en público. Se puso de puntillas y le pasó el brazo libre por detrás del cuello. Le besó en la mejilla y le abrazó muy fuerte. Al parecer él también olvidó aquella norma no escrita, porque dejó caer la bolsa al suelo y correspondió a su abrazo.

– Por favor, mamá. No vuelvas a dejarme en esas condiciones -le rogó Nathan.

Ella se echó a reír y le apartó de sí para observar sus ojos azules.

– No te dejaré. Te lo prometo -dijo volviéndose hacia Pippen-. Éste es tu primo. ¿A que es mono?

Nathan le estudió durante unos segundos.

– Mamá, este niño lleva el pelo largo por detrás.

Daisy había supuesto que a un chico que llevaba una cresta no iba a sorprenderle que un niño llevase el pelo largo por detrás.

– No es culpa suya -dijo Daisy mirando a Pippen-. Su madre no quiere cortarle los ricitos.

Pippen miró a su tía con aquellos ojos suyos tan grandes y azules, iguales a los de Lily, y después se concentró en su primo. Daisy no supo si Nathan había captado su atención porque era un chico como él o porque le sorprendió el piercing del labio y las cadenas de perro.

– Qué tal, colega. Bonito peinado -dijo Nathan.

– No te burles -le advirtió su madre.

– No me burlo. -Nathan pasó la palma de la mano por el pelo del niño-. Corto por delante y largo por detrás. Je, je, je -rió echando la cabeza hacia atrás.

– ¡Ver dibujos! -dijo Pippen, y entonces se echó a reír, como si también hubiese hecho un chiste.

– Quiere que mires los dibujos animados con él. Sus favoritos son los Blues Clues -le explicó Daisy.

Blues Clues es una mierda. -Nathan agarró su mochila y añadió-: Tienes que ver los Sponge Bob Square Pants.

Nathan no traía maleta y, mientras se dirigían hacia el coche, a Daisy le sorprendió pensar que si las cosas se hubiesen desarrollado según lo previsto en ese momento estaría en Seattle. Viviendo su vida. Se habría librado ya del pasado. Empezaría de cero otra vez. Ella y su hijo Nathan.

Desde que había llegado a Lovett nada había salido según lo previsto, y ahora, precisamente, tendría que mantener su vida en suspenso un poco más. Su madre y su hermana la necesitaban, y tal vez incluso podría ayudarlas. Tal vez quedase y cuidar de Pippen fuese ayuda suficiente.

Su vida no se había ido al garete, se dijo. Ya había pasado una temporada en el infierno. Habían sido dos años terribles, pero todo eso era ya historia. Nathan estaba con ella y, a partir de ese momento, las cosas sólo podían ir a mejor.

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