El club de campo de Lovett estaba ubicado en un extremo del campo de golf de dieciocho hoyos. Dos hileras de olmos flanqueaban el camino que conducía hasta el edificio principal. Los visitantes tenían que cruzar un puente para llegar a la puerta de entrada. Un pequeño riachuelo corría por debajo del puente para acabar desembocando en un lago cubierto de nenúfares, cuyos tallos rojos y blancos se mecían en la lenta corriente.
A las ocho y media, Daisy dejó el coche en el aparcamiento, junto a un Mercedes. Era la primera vez que salía desde que Steven había fallecido y se sentía algo extraña… Como si se hubiese olvidado algo en casa. Era parecido a la sensación que solía asaltarla cuando estaba en la cola del aeropuerto dispuesta a embarcar: por un momento temía haberse olvidado el billete encima de la mesa del comedor, a pesar de saber que lo llevaba encima. Se preguntó cuánto tardaría en desaparecer de su vida esa sensación. Probablemente hasta que se acostumbrase a salir sola.
Y a tener citas. En ese caso esa sensación iba a acompañarla para siempre, porque nunca iba a estar preparada para eso.
Daisy cruzó las puertas de cristal y, después de atravesar el restaurante, al pasar por el largo corredor que conducía al salón de banquetes, observó el reflejo borroso de su imagen en la barandilla de metal. Llevaba un vestido de cóctel rojo, sin mangas, que le había prestado Lily. Daisy era unos cuantos centímetros más alta que su hermana, que medía poco menos de metro sesenta, y tenía algo más de pecho. El rojo no era el color más adecuado para un banquete de boda, pero los demás vestidos de Lily o le iban demasiado cortos o le marcaban demasiado el busto.
Una hilera de botones forrados de seda recorría uno de los costados del vestido, desde el dobladillo hasta la axila, y del hombro llevaba colgado un pequeño bolso rojo de su madre con una larga cadena dorada.
Daisy dejó el regalo que había comprado esa misma tarde sobre la mesa que había junto a la puerta y se adentró en el salón. Parecía una fiesta de bodas bastante tradicional. Un fotógrafo iba de un lado para otro sacando instantáneas de los presentes con una cámara digital.
Unas doscientas personas brindaron por la feliz pareja alzando sus copas de champán. Los adornos dorados estaban por todas partes, y en las meas, redondas y cubiertas con manteles blancos, había encendidas velas de colores. A la izquierda de Daisy había varias hileras de fuentes con pollo rustido, rosbif, verduras y cebolletas. La mayoría de los presentes estaban sentados, pero había unos cuantos que andaban de un lado para otro.
El fotógrafo de la boda no utilizaba una video light para captar el brillo de la sala, lo cual, pensó Daisy, era un error. Si la hubiesen contratado a ella, habría llevado consigo varias cámaras y un buen surtido de lentes. En esa sala habría empleado película en color 1600, el flash de la propia cámara y una video light para destacar la luz ambiental de fondo. Claro que cada fotógrafo tenía su propio modo de trabajar. Seguramente, ése lo haría todo muy bien.
– … Por Jimmy y Shay Calhoun -exclamó alguien.
Daisy cogió una copa de champán y dejó de prestarle atención al fotógrafo. Tras hacer un repaso visual de los invitados se llevó la copa a los labios, procurando no difuminar el carmín. Daisy sonrió al ver a su antigua amiga del instituto: con ese vestido se diría que Sylvia acababa de salir de un harén. Tenía un aspecto rotundo. No es que estuviese gorda; estaba embarazada. Muy embarazada. Parecía algo cansada, pero Daisy la vio tan mona como siempre, a pesar de que era más baja de lo que la recordaba. Seguía llevando el pelo largo y el flequillo fijado.
Shay estaba muy hermosa con aquellos rizos estilo Tejas que le acariciaban los hombros y el velo que flotaba a su alrededor, suave como una nube. Jimmy Calhoun tenía mucho mejor aspecto que en el pasado. Claro que quizá sólo se debía a que se había aseado antes de enfundarse en el esmoquin. No habría puesto la mano en el fuego, pero el rojo de su cabello era uno o dos tonos más oscuro que antes, y no había ni rastro de canas.
– Disculpe -le dijo alguien a su espalda.
Daisy reconoció la voz al instante. Se apartó ligeramente de la puerta, volvió la cabeza y posó la mirada primero en la definida línea que formaban los labios de Jack Parrish y a continuación en sus hermosos ojos.
Él se quedó mirándola a los suyos y, al pasar junto a ella, la manga de su americana gris marengo le acarició la piel del brazo. Jack se había quedado tan sorprendido que se detuvo por un instante, una fracción de segundo, y, en el fondo de sus ojos, a Daisy le pareció distinguir un destello de calor. Pero se desvaneció enseguida y Daisy empezó a pensar que no había sido mas que el reflejo de los candelabros que pendían sobre sus cabezas o de alguna de las velas que había allí encendidas. Pasó de largo, y ella se quedó mirando sus anchos hombros y su nuca mientras Jack se abría paso entre la multitud en busca de la novia y el novio. El cabello oscuro le rozaba el cuello de la camisa y parecía como si lo hubiese peinado con los dedos, como si se hubiese quitado el sombrero hacía solo un instante, lo hubiese dejado en el asiento del coche y se hubiese pasado las manos por el cabello. Con traje, se diría que acababa de salir de una revista de moda. Y, como siempre, avanzaba con paso lento y tranquilo, dando a entender que no tenía prisa por llegar a ninguna parte. Una leve comezón, que tenía poco que ver con el aspecto de Jack, pero todo con lo que representaba para ella y para su hijo, se instaló en su estómago.
– ¡Daisy Lee Brooks! -exclamó Sylvia; Daisy se volvió al instante-. Has venido. -La potencia de la voz de Sylvia no se correspondía con su aspecto delicado, pero gracias a eso se había convertido en una estupenda animadora.
Daisy rió y avanzó hacia Sylvia. Intentó no colocarse detrás de Jack, que en ese momento estaba hablando con el novio. Abrazó a su amiga y al señor y la señora Brewton. Sylvia le presentó a su marido, Chris, y dijo:
– Supongo que te acuerdas de Jimmy Calhoun.
– Hola, Daisy. -Jimmy sonrió; ya no llevaba aparato dental-. Estás estupenda.
– Gracias. -Le dedicó una mirada de soslayo a Jack, que actuaba con toda naturalidad como si ella no existiera. Bajó la vista hasta sus hombros y al retazo de camisa azul que se apreciaba entre las solapas de la americana del traje. No llevaba corbata. Volvió a centrarse en el novio-. Tú también tienes muy buen aspecto. No puedo creer que te hayas casado con la pequeña Shay Brewton. Todavía recuerdo cuando Sylvia y yo intentamos enseñarte a montar en bicicleta y te estrellaste contra un árbol.
Shay se echó a reír, y Jimmy dijo:
– Apuesto a que suponías que a estas alturas ya debía de estar en la cárcel.
En séptimo, Jimmy y sus hermanos se metieron en el Monte Carlo de su padre, se bajaron los pantalones y enseñaron sus traseros desnudos a todos los alumnos de la escuela secundaria. En décimo, Jimmy llamó a la escuela para avisar de una amenaza de bomba porque quería salir un par de horas antes. Le pillaron porque utilizó la cabina pública que había junto al despacho del director.
– Jamás se me habría pasado por la cabeza.
Sylvia estalló en una carcajada, porque sabía perfectamente lo que su amiga pensaba. Daisy se sintió algo más relajada. La comezón que sentía en el estómago se suavizó. No era ni el momento ni el lugar para hablarle Jack de Nathan. Lo mejor era olvidarse de la idea, y relajarse. Divertirse con los viejos amigos… Hacía mucho tiempo que no se divertía.
– Jack, ¿te acuerdas de cuando nos detuvieron a Steven, a ti y a mí por hacer carreras en la vieja autopista? -preguntó Jimmy.
– Cómo no. -Se subió un poco la manga de la americana y miró la hora en su reloj.
– ¿Estuviste allí aquella noche, Daisy?
– No. -Le echó otra mirada al hombre que tenía al lado-. No me gustaba que Steven y Jack hiciesen carreras con los coches. Me daba miedo que tuviesen un accidente.
– Yo siempre controlaba. -Jack colocó la mano a un costado y sus dedos rozaron el vestido de Daisy. Bajó la vista y la miró; no había expresión alguna en sus ojos-. Nunca me pasó nada.
Sin embargo, estando con él siempre acababa ocurriendo algo.
– Lamenté mucho lo de Steven -dijo Jimmy; Daisy le miró de nuevo-. Era un buen tipo.
Daisy nunca sabía qué responder ante esa clase de comentarios, así que se llevó la copa a los labios.
– Shay me dijo que fue por un tumor cerebral.
– Sí. -Tenía un nombre técnico, glioblastoma, y sus consecuencias siempre eran fatales.
– Hacía tempo que quería ir a ver a tu madre para saber cómo estabas -le dijo Sylvia.
– Estoy bien. -Lo cual era cierto. Estaba bien-. Dios bendito, ¿cuándo va a salir la criatura que llevas ahí dentro? -le preguntó a Sylvia para cambiar de tema.
– El mes que viene. -Se frotó el abultado vientre-. Ya estoy más que preparada. ¿Tienes hijos?
– Sí. -Era muy consciente de la presencia de Jack, de la manga de su americana casi rozando su brazo; un leve movimiento y notaría la textura de la tela contra su piel-. Tengo un hijo, Nathan -añadió sin revelar su edad-. Se ha quedado en Seattle con Junie, la hermana de Steven, y su marido, Oliver. -Miró a Jack y descubrió que la sorpresa se había instalado en sus ojos y tenía una ceja levantada-. Te acuerdas de Junie, ¿verdad?
– Por supuesto -respondió Jack apartando al instante la mirada.
– La recuerdo -prosiguió Sylvia-. Era bastante mayor que nosotros. Recuerdo que los padres de Steven también eran muy mayores.
Steven, de hecho, había sido toda una sorpresa para sus padres, que ya iban hacia los cincuenta cuando él nació. Ambos tenían sesenta y tres años cuando él salió del instituto. Su madre había muerto, y su padre vivía en una residencia para jubilados en Arizona.
– Shay y yo vamos a ponernos manos a la obra esta noche en lo de fabricar un hijo -dijo Jimmy tras soltar una risotada-. No queremos esperar demasiado para tener descendencia.
Jack rebuscó en los bolsillos de su americana, pero acabó encontrando el puro en el bolsillo superior de su camisa.
– Enhorabuena -dijo tendiéndoselo a Jimmy.
Jimmy sostuvo el puro entre los dedos.
– Uno de mis favoritos. Gracias.
– ¿Y a mí no me felicitas? -protestó Shay con una sonrisa.
– No sabía que fumases puros -dijo Jack alargando la mano hacia ella. Tomó la mano de la novia y se la llevó a la boca-. Enhorabuena, Shay. Jimmy es un hombre muy afortunado. -Le besó los nudillos y añadió casi en un susurro-: Si no te trata bien, házmelo saber.
Shay sonrió y se tocó graciosamente los rizos con la mano que tenía libre.
– ¿Te tomarás una de esas bebidas energéticas en mi honor?
– Por ti voy a tomarme dos. -Jack le soltó la mano a Shay y se despidió.
Daisy se fijó en sus anchos hombros mientras se encaminaba hacia la barra que había en la esquina.
– No hay mujer que se le resista -suspiró Sylvia-. Y es así desde quinto.
Daisy volvió a mirar a Sylvia al tiempo que los demás se ponían a hablar de fútbol americano. Mientras debatían sobre si los Cowboys de Dallas necesitaban un refuerzo en defensa o en ataque, Daisy inclinó ligeramente la cabeza hacia su amiga.
– ¿Qué pasó entre Jack y tú en quinto? -le preguntó.
Una soñadora sonrisa se instaló en los labios de Sylvia y ambas se volvieron hacia Jack, que estaba pidiendo una cerveza en la barra.
– Vamos, dímelo -inquirió Daisy.
– Me pidió que le enseñase el culo.
«¿En quinto?» En quinto Jack, Steven y ella no jugaban a médicos, jugaban con coches de la NASCAR.
– ¿Cómo?
– Me dijo que él me enseñaría el suyo si yo le enseñaba el mío.
– ¿Eso fue todo?
– No tengo hermanos y él no tiene hermanas. Sentíamos curiosidad. No pasó nada malo. Fue muy amable.
Nunca había sospechado que cuando se aburría de las estadísticas de los pilotos de carreras, Jack se iba por ahí a verle el culo a otras chicas. Se preguntó qué otras cosas desconocería de él.
– No me digas que has sido amiga de Jack Parrish durante todos estos años y nunca le has enseñado el culo…
– En quinto, no.
– Cariño, tarde o temprano, todo el mundo le enseña el culo a Jack. -Se pasó la mano por su abultado vientre-. Es sólo cuestión de tiempo.
Cuando Daisy tenía diecisiete años prácticamente tuvo que suplicarle que le echase un vistazo a su trasero. Si mal no recordaba, las palabras exactas de Jack fueron: «Para, Daisy. No suelo liarme con vírgenes.» Pero lo hizo, y empezaron a mantener una salvaje relación sexual a escondidas de todo el mundo. Incluso de Steven. Especialmente de Steven. Fue algo alocado, emocionante e intenso. Un viaje por el amor, los celos y el sexo… que acabó como el rosario de la aurora.
De repente, recuerdos que llevaban mucho tiempo enterrados revoloteaban por la cabeza de Daisy. Recuerdos inconexos. Una extraña mezcla de imágenes y caóticas emociones, como si alguien los hubiera encerrado todos juntos en una caja y hubiesen estado esperando todos eso años a que se abriese la tapa par poder salir en estampida.
Recordó su propia boda. Steven y ella en el ayuntamiento. Su madre y los pares de Steven junto a ellos. Steven apretándole la mano con fuerza para que dejase de temblar. Había estado enamorada de Steven Monroe desde mucho antes de casarse. Tal vez no se trataba de un amor arrollador. Tal vez no lo necesitaba como se necesita una droga, pero se trataba de un amor eterno, de los que nunca mueren. El amor que siempre había sentido por Steven era cálido y reconfortante, parecido a lo que uno siente al acurrucarse ante la chimenea de su salón después de llegar a casa muerto de fío y de cansancio. Era un amor de los que no se agotan, y así fue hasta el día en que Steven falleció.
Recordaba el viaje en coche que hizo con Steven para comunicarle a Jack que se habían casado. El embarazo le produjo nauseas, y al pensar en lo que iban a hacer se le formó un nudo en la garganta. Empezó a llorar incluso antes de enfilar la calle de Jack. De nuevo, Steven le apretó la mano.
Steven y ella habían pasado por muchas cosas juntos y todos esos avatares los habían unido aún más. Los primeros años de su matrimonio, mientras Steven seguía estudiando, fueron tiempos económicamente muy duros. Pero cuando Nathan cumplió cuatro años, Steven encontró un buen trabajo y decidieron tener otro hijo. Steven, sin embargo, tenía una baja producción de esperma. Lo intentaron todo, pero nada funcionó. Tras cinco años de pruebas, decidieron seguir adelante con sus vidas y disfrutar con lo que tenían.
El salón se oscureció de repente y Daisy se sentía atrapada por el pasado. Un foco iluminó el centro de la pista de baile y ella intentó con todas sus fuerzas apartar aquellos pensamientos de su mente. Jed y los Rippers empezaron a tocar y Jimmy y Shay bailaron su primer baile como marido y mujer.
Cuando Daisy había decidido volver a Lovett para contarle lo de Nathan a Jack no había tenido en cuenta los recuerdos. Ni siquiera era consciente de que esos recuerdos estaban ahí, enterrados en su memoria, dispuestos a salir a la luz a la mínima oportunidad.
Daisy se alejó de la pista de baile y dejó la copa vacía sobre una mesa. Se encaminó hacia el servicio que había junto a la barra y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Ya no era una chica asustada con el corazón roto. Era mucho más fuerte que en su época de adolescente. No estaba allí para rememorar su pasado, pero tampoco iba a evitar los recuerdos. Estaba allí para contarle a Jack todo lo referente a Nathan. Quería pedirle disculpas y esperaba que él entendiese sus motivos. Sin embargo ahora tenía bastante claro que Jack no sólo no iba a entenderlo sino que no tenía intención alguna de ponérselo fácil. Aun así, debía hacer lo correcto. No quería seguir manteniéndolo en secreto.
Se retocó el carmín de los labios y metió el pintalabios en el bolso. No le importaba que Jack se pusiese hecho una furia. Incluso puede que ella se lo mereciera, pero sobreviviría a sus embestidas. Había tenido que lidiar con lo peor que podía reservarle la vida y nada de lo que hiciese Jack sería tan duro como eso.
Daisy se detuvo en la barra del bar y pidió una copa de vino; después se dirigió de nuevo hacia la mesa nupcial.
Jack estaba de pie en el salón principal, apoyándose con el hombro en la pared. Sujetaba el teléfono móvil con una mano; la otra la tenía metida en el bolsillo. Alzó la mirada y vio que Daisy se acercaba a él.
– Muy bien -dijo por el teléfono-. Te veré el lunes por la mañana, a primera hora.
El primer impulso de Daisy fue pasar de largo a toda prisa, pero en lugar de eso se detuvo.
– Hola, Jack.
Él cortó la comunicación y se metió el teléfono móvil en el bolsillo.
– ¿Qué quieres, Daisy?
– Nada. Sólo me muestro cordial.
– Yo no quiero ser «cordial» contigo. -Jack se apartó de la pared y sacó la mano del bolsillo-. Pensé que lo había dejado suficientemente claro anoche.
– Oh, sí. -Daisy bebió un sorbo de vino y le preguntó-: ¿Cómo está Billy? -Prácticamente todo lo que recordaba del hermano de Jack eran sus brillantes ojos azules y su cabello rubio.
Jack miró hacia el salón por encima de la cabeza de Daisy.
– Billy está bien.
Ella esperó a que completase la breve explicación, pero no lo hizo.
– ¿Está casado? ¿Tiene hijos?
– Sí.
– ¿Dónde está Gina? -Miró a Jack directamente a los ojos; en ese momento parecían más grises que verdes, tal vez debido al reflejo del traje.
– En el Slim Clem’s, supongo.
– ¿No ha venido a la boda?
– No la veo por aquí.
Bebió otro sorbo de vino. Iba a ser amable con él aunque le costase la vida. O aunque tuviese que matarle.
– ¿No la has traído contigo?
– ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
– ¿No es tu novia?
– ¿Qué te ha hecho pensar eso?
Ambos sabían lo que le había llevado a pensarlo.
– No sé, tal vez que anoche llevaba puesta una de tus camisas… y nada más.
– En eso te equivocas. También llevaba un tanga de encaje. -En su boca se dibujó una leve sonrisa de medio lado; el muy imbécil estaba intentando provocarla-. Y en el rostro una sonrisa de satisfacción. Te acuerdas de esa sonrisa, ¿verdad, Daisy?
No iba a perder la calma, era justo lo que él quería.
– No seas engreído, Jack Parrish. No eres tan memorable.
– ¡¿De qué hablas?! Yo me refería a la sonrisa de Gina. -Sonrió entonces abiertamente y junto al rabillo de los ojos se le formaron pequeñas arrugas de expresión-. ¿A qué te referías tú, florecita?
Ambos sabían que no se había referido a la sonrisa de Gina.
– No has cambiado nada desde el instituto. -Daisy le dedicó una mirada fulminante y decidió alejarse antes de perder la calma y decirle algo de lo que tal vez se arrepintiera después. Algo como que ya era hora de que creciera.
Jack la miró mientras se alejaba. Su sonrisa se esfumó y fijó la mirada en el cabello rubio, liso y suave de Daisy, luego en la parte trasera del vestido rojo y finalmente en sus nalgas y sus muslos. ¿Quién demonios se creía que era para juzgarle? Adquiría la costumbre de acostarse con él, le juraba amor eterno y luego se casaba con su mejor amigo la misma semana en que habían fallecido sus padres. Tal como él lo veía, algo así sólo podía hacerlo una zorra sin corazón.
Daisy desapareció en el salón y Jack esperó unos segundos antes de seguirla. Ahora, con treinta y tres años, Daisy estaba mucho más guapa que a los dieciocho. Había podido comprobarlo la noche anterior, en la cocina de su casa, y también en ese mismo instante. Seguía teniendo el pelo de un rubio radiante, pero ya no lo llevaba largo rizado e inmovilizado por la laca. Ahora lo llevaba liso y le daba un aspecto muchísimo más sexy. Había crecido un par de centímetros, debía de medir un metro setenta, pero seguía moviéndose como si todavía fuese la reina del Festival de la Rosa de Lovett. Sus grandes ojos tenían aún aquel tono caoba, pero habían perdido el punto de inocencia y pasión que en otros tiempos tanto le había fascinado.
Jack recorrió el pasillo y entró al salón. Marvin le detuvo para comentarle algo relativo al Ford Fairlane del 67 que acababa de comprarse.
– Conserva el 427 original -le dijo mientras Jed y los Rippers tocaban una canción de Jim McGraw que hablaba de una chica en minifalda.
Como si de un imán se tratase, la mirada de Jack acabó encontrando a Daisy. Estaba en un costado del salón charlando con J.P. Clark y su esposa, Loretta. Aunque no era muy ceñido, el vestido rojo de Daisy destacaba las marcadas curvas de su anatomía. Apenas había ganado peso. No tenía los muslos fofos ni el trasero flácido, y eso, paradójicamente, suponía un gran problema para Jack.
Durante años había logrado olvidarse de ella y de Steven. Los había enterrado en su recuerdo y había seguido adelante con su vida. Pero ahora ella estaba allí, desenterrándolo todo con su mera presencia.
Cal Turner se acercó a ella y Daisy lo siguió hasta el centro de la pista de baile. Todos sabían que Cal era un depravado y que probablemente interpretaría la presencia de todos esos botones en el vestido de Daisy como una invitación a desabrocharlos. Tal vez era eso lo que ella deseaba; ligar con Cal. A Jack no le importaba. No era cosa suya.
– Hay que cambiar la capota de vinilo -dijo Marvin, y a continuación se puso a hablar del interior del coche.
Cal cogió a Daisy por la cintura y ella le sonrió. Los destellos de la bola de cristal le acariciaron las mejillas y también el pelo. Sus labios rojos se abrieron al reír. Daisy Lee Brooks, la fantasía de cualquier mente calenturienta del instituto Lovett, había vuelto a la ciudad, atrayendo todas las miradas y creando falsas esperanzas con una simple sonrisa.
Hay cosas que no cambian nunca.
Pero ahora ella ya no era Daisy Lee Brooks, sino Daisy Monroe, y tenía un hijo. Un hijo de Steven. Jack no sabía decir por qué, pero eso le había sorprendido. No debería haber sido así. Por supuesto que tenían un hijo. Si se paraba a pensar en ello, lo verdaderamente asombroso era que sólo hubiesen tenido uno.
De forma inesperada e indeseada, le vino a la memoria el recuerdo del vientre plano de Daisy. Recordó cuando besaba su piel desnuda, justo por encima del ombligo, con los ojos clavados en su rostro, el destello de pasión que se encendía en sus ojos mientras él, poco a poco, iba descendiendo, fijando la mirada en sus labios húmedos y ansiosos.
– Perdona -le dijo a Marvin cuando empezó a hablar apasionadamente de los dos carburadores del Ford.
Jack caminó hacia la puerta y salió del salón. Recorrió el pasillo y salió fuera del club de campo. El suave aire de aquella noche de junio le acarició el rostro. El zumbido de los insectos rompía el silencio. Había una especie de laguito a la derecha de Jack y las luciérnagas destellaban, como luces navideñas, sobre el campo de golf. Le atrapó el recuerdo de Steven, Daisy y él mismo cazando luciérnagas. Fue antes de que los insecticidas redujesen de forma drástica el número de insectos, cuando todavía era relativamente sencillo meterlas en tarros de cristal. Steven, Daisy y él se colocaban las luciérnagas en los brazos, y el rastro fluorescente que dejaban no desaparecía hasta al cabo de diez minutos.
Jack sacó un puro del bolsillo superior y caminó hasta un murete de piedra que estaba más allá de las luces del club. Se sentó y retiró la vitola del puro. Se lo llevó a la boca y empezó a palparse los bolsillos en busca de las cerillas que había comprado en el estanco. No solía fumar, pero de vez en cuando se daba el lujo de comprar un buen puro.
No encontró la caja de cerillas, por lo que tuvo que devolver el puro al bolsillo de donde lo había sacado. La luz que provenía de las ventanas del restaurante se reflejaba en el agua del lago. Se pasó la mano por el pelo y apoyó la cabeza en la pared para observar la noche. Su vida no estaba nada mal. Tenía más trabajo del que podía abarcar y ganaba mucho más dinero del que necesitaba. Se había hecho cargo de Clásicos Americanos Parrish y había ampliado y mejorado el negocio mucho más de lo que su padre se habría atrevido nunca a soñar. Tenía una empresa y una casa. Conducía un Mustang que valía unos setenta mil dólares y una camioneta Dodge Ram con la que transportaba su yate de seis metros y medio de eslora.
Era una persona satisfecha. Entonces, ¿por qué tenía que aparecer ahora Daisy y despertar en él los recuerdos que hacía tanto que había conseguido enterrar? Recuerdos de ella y él. De Steven y él. Recuerdos de los tres.
Prácticamente desde el primer día de colegio, tanto él como Steven estuvieron un poco enamorados de Daisy Brooks. La cosa empezó como un juego inocente. Dos niños en el patio mirando a una muchachita de pelo rubio y ojos castaños. Una niña que podía jugar a béisbol, nadar y correr con ellos. La atracción que sentían por ella era algo natural y cándido.
En tercero, cuando Daisy empezó a preocuparse por saber con cuál de los dos se casaría cuando fuese mayor, decidieron conjuntamente que tendría que casarse con los dos. Vivirían en una casa que construirían en lo alto de un árbol, y Jack se haría rico y famoso como piloto de la NASCAR. Steven sería abogado como su padre y Daisy sería modelo. No habían oído hablar nunca de poligamia, y tampoco habían pensado sexualmente en Daisy. Y no porque Steven y él no hablasen de sexo. Simplemente no relacionaban el sexo con Daisy.
Pero todo eso cambió el verano entre séptimo y octavo. Daisy se fue a trabajar al rancho de su tía en El Paso, y, cuando regresó, traía consigo un par de pechos perfectos. Ya no se parecía a la niña que, delgada y lisa como una tabla, habían conocido: parecía otra. Sus piernas eran más largas. Tenía los pechos más grandes que las manos, los labios muy carnosos. Incluso su cabello parecía más brillante.
En aquella época, a Jack no le hacían falta estímulos para tener una erección. Les ocurría a todos los chicos en esa edad, así, sin más, y resultaba de lo más embarazoso; a veces en lugares tan excitantes como la clase de geometría o cuando estaba cortando el césped.
Pero aquel verano, cuando le puso la vista encima a Daisy, su cuerpo reaccionó de forma muy clara ante aquellas dos poderosas razones que se destacaban bajo su camiseta. Todos sus pensamientos se centraron en su entrepierna; fue tanta la sangre que bajó a aquella zona de su cuerpo que su cerebro casi se quedó sin riego. Daisy había ido a visitarle para hablarle del rancho de su tía, y mientras la tenía sentada a su lado, contándole que había montado a caballo y todo lo demás, él se esforzaba de lo lindo para no mirarle las tetas. ¡Menudos melones!
Aquel verano, tanto Steven como él supieron, sin necesidad de mediar palabra, que la atracción que sentían por Daisy había dejado de ser inocente. Podían notarlo. Por primera vez su amistad se enfrentaba a un serio problema. Un problema que no podría solucionarse con una disculpa o regalando una babosa.
Tiempo después hablaron de ello, de lo que sentían por Daisy. Decidieron que ninguno de los dos la tendría. Prometieron no intentar nada con ella por el bien de su amistad. Daisy quedaba fuera de su jurisdicción. Jack rompió la promesa, pero Steven fue el que acabó quedándosela.
La puerta principal del club se abrió. Como si sus pensamientos la hubiesen conjurado, Daisy salió al aire libre. Se colocó bien la cadena del bolso en el hombro y miró a su alrededor como si no recordase exactamente dónde había dejado el coche. Sus miradas se encontraron, y ella dejó los ojos clavados en él, en la distancia. La luz proveniente del club iluminaba parte de su rostro; el resto quedaba en la penumbra.
– Shay va a lanzar su ramo de novia dentro de un minuto -dijo como si se lo hubiese preguntado-. Y no tengo la más mínima intención de competir por él.
– ¿No quieres volver a casarte?
Al negar con la cabeza, el pelo le acarició los hombros.
Jack no le preguntó por qué. Le daba lo mismo. Centró la mirada en la curva de sus pechos, que presionaban la tela roja de su vestido, y lentamente la dejó caer por los botones que se sucedían a un lado.
– Esta mañana recordé mi primer día en la escuela primaria -dijo dando un paso hacia él-. ¿Te acuerdas?
Él se incorporó y la miró directamente a los ojos.
– No.
Los labios de Daisy se curvaron ligeramente hacia arriba.
– Me dijiste que el lazo que llevaba en el pelo era ridículo.
Y entonces rompió a llorar.
– Mi madre me obligó a llevarlo.
Jack pasó la mirada por su rostro, por su piel suave y perfecta, su nariz recta y sus carnosos labios rojos. Seguía siendo tan guapa como antes, tal vez incluso más, pero consiguió ahogar todo tipo de sentimiento. Ni rabia. Ni deseo. Nada.
– ¿Qué estas haciendo aquí?
Ella se acercó un poco más. Si Jack hubiera alargado el brazo habría podido tocarla. Daisy se lo quedó mirando fijamente con sus grandes ojos castaños y contestó:
– Shay me invitó a la fiesta esta mañana cuando me la encontré en Albertsons.
No era eso a lo que Jack se refería.
– ¿Por qué has venido a Lovett? ¿A desenterrar el pasado?
Ella dejó caer la mirada hasta su pecho, pero no respondió.
– ¿Qué es lo que quieres, Daisy?
– Quiero que seamos amigos.
– No.
– ¿Por qué, Jack? -Volvió a alzar la vista-. Hubo un tiempo en que fuimos amigos.
Él dejó escapar una risotada.
– ¿En serio?
Ella asintió.
– Sí.
– Yo creo que fuimos algo más.
– Lo sé, pero me refiero a antes de todo eso.
– ¿Antes del sexo?
A Jack le dio la impresión de que Daisy se sonrojaba.
– Sí.
– ¿Y también antes de que te acostases con mi mejor amigo? -Cruzó los brazos. Tal vez sí sentía algo. Tal vez todo aquello le desagradaba más de lo que había creído, pues añadió-: ¿Has vuelto para empezar otra vez desde el principio? ¿Para seguir donde lo dejamos?
Ella apartó la vista.
– No.
– Sé que no debería darme coba, pero ¿estás segura de que no quieres darte un revolcón en el asiento trasero de mi coche? -Vio que ella negaba con la cabeza, pero él no se detuvo-. ¿Ni por los viejos tiempos?
Daisy le miró a los ojos.
– Jack… -Levantó la mano y colocó los dedos sobre los labios de él-. No digas nada más.
El roce de los dedos de Daisy le pilló con la guardia baja. Captó el aroma de su perfume, pero también el de su piel. Daisy podía ponerse todo el perfume que quisiese y estar ausente durante quince años, pero su aroma no cambiaba. Incluso a los diecisiete años, cuando trabajaba en el restaurante The Wild Coyote, bajo el olor a patatas fritas y aceite, emanaba su aroma a brisa cálida de verano.
Mientras Daisy le tapaba la boca con los dedos él la miró sin moverse durante unos segundos. A veces había tenido que esforzarse para captar su aroma tras el olor a aceite, pero siempre había acabado encontrándolo. Por lo general, en la base de su cuello. Jack la agarró de la muñeca y dio un paso atrás.
– ¿Qué quieres de mí?
– Ya te lo he dicho. Quiero que seamos amigos.
Tenía que haber algo más.
– Eso nunca será posible.
– ¿Por qué?
Él le soltó el brazo.
– Te casaste con mi mejor amigo.
– Tú habías roto conmigo.
No, le había dicho que necesitaba tiempo para pensar.
– Y, para vengarte, te casaste con Steven. -No fue una pregunta, sino una constatación de los hechos.
Ella negó con la cabeza.
– No lo entiendes. No fue así.
Fue exactamente así.
– Nosotros éramos amantes. Lo hacíamos a todas horas. Pero entonces te casaste con mi mejor amigo la misma semana en que tuve que enterrar a mis padres. ¿Qué se supone que es lo que no entiendo?
Entre sombras, vio que Daisy fruncía el ceño.
– Fue una época horrible.
Jack rió con amargura.
– Sí.
– Lo siento, Jack. -Parecía realmente arrepentida.
A él le daba lo mismo que lo sintiera o no.
– No lo sientas. Fue la mejor solución.
– He vuelto porque tengo que hablar contigo.
Jack no estaba interesado en oír absolutamente nada de lo que ella pudiese decirle.
– Ahórrate el esfuerzo, Daisy -dijo mientras pasaba junto a ella camino del puente que separaba la entrada del aparcamiento.
– Ésa es la razón de que esté aquí -dijo mientras Jack se alejaba.
– Entonces has perdido el tiempo.
– No me obligues a ir detrás de ti.
Al oír esas palabras Jack se detuvo y se volvió para mirarla. Daisy tenía las manos apoyadas en las caderas y, a pesar de que no podía ver con claridad sus rasgos, distinguió su mirada. Era como mirar a la antigua Daisy.
– Estoy intentando hacerlo lo más fácil posible, pero tu no me estás dando ninguna opción. Vas a escucharme. Y si te pones desagradable, tal como tú mismo me dijiste anoche, me convertiré en la peor de tus pesadillas.
Ahí estaba la antigua Daisy. Era una mujer de carácter, peleona, con el aspecto de una chica dulce. Jack tuvo que esforzarse para no sonreír.
– Demasiado tarde, florecita -dijo mientras se daba la vuelta-. Te convertiste en la peor de mis pesadillas hace años.