Capítulo 9

Esa noche, Daisy soñó que volaba sobre Lovett, por encima de los árboles y los postes de alta tensión, vestida únicamente con el pantalón corto del pijama. Cuando sobrevolaba la llanura sur del estado de tejas, el monte Rainier empezó a crecer de repente. Aunque cada vez volaba a más altura, rozó las cumbres nevadas con los dedos de los pies. Perdió el control y, como si se tratase de un globo de helio, ascendía cada vez más mientras el terror se iba adueñando de ella. Sabía que sólo había una salida posible para aquella situación: tarde o temprano caería. Era inevitable e iba a dolerle mucho.

Y entonces, justo cuando estaba a punto de abandonar la atmósfera terrestre, la fuerza de la gravedad tiró de ella por los pies. En su descenso dejó atrás el monte Rainier y las copas de los árboles… Sabía que iba a morir.

Antes del impacto, Daisy abrió los ojos y se dio cuenta de dos cosas. Una, que no iba a aplastarse contra el suelo, y la otra, que estaba aguantando la respiración. La luz de la mañana empezaba a lamer su cama, y Daisy soltó un suspiro de alivio. La sensación de alivio, sin embargo, duró poco: desapareció en cuanto recordó lo que había sucedido la noche anterior.

La humillación que no había sentido la noche anterior la despertó esa mañana como un jarro de agua fría. A la luz del día rememoró todos los escabrosos detalles. La cálida boca de Jack, el tacto de su pecho desnudo…

Gruñó y se tapó la cara con la almohada. La imagen de sí misma rodeándole la cintura con las piernas le resultó especialmente dolorosa. No se había comportado así desde… desde… desde que metió a Jack en un armario durante el último año de instituto. Por aquel entonces era una inocente jovencita. Ahora no era ninguna de esas dos cosas.

Ahora era una idiota.

La noche anterior había querido enrollarse con Jack. Hoy tenía que contarle lo de Nathan. ¿Cómo iba a poder mirarle a los ojos después de haberle besado y acariciado de aquel modo? «Oh, Dios», dijo entre dientes al recordar que le había confesado que hacía dos años que no mantenía relaciones con nadie. ¿Cómo podría enfrentarse a él después de eso?

Pues haciéndolo: no tenía otra alternativa.

Echó la almohada a un lado y salió de la cama. Bajó las escaleras vestida con los mismos pantalones de pijama que llevaba en el sueño. Después de que Jack la dejara apoyada en la pared de la parte trasera del Slim Clem’s, Daisy regresó dentro, adujo que le había sentado mal la cena y consiguió que Lily la llevase a casa. No volvió a ver a Jack, lo cual, al menos, fue de agradecer.

Su madre estaba sentada frente a la mesa de la cocina; llevaba puesto un camisón de nailon color rosa y tenía un lado de su vaporoso pelo ligeramente chafado.

La noche anterior, cuando llegaron a casa, Pippen estaba profundamente dormido, así que Lily lo dejó en casa de su abuela. Ahora estaba en la trona cerca de Louella, comiendo cereales y bebiendo zumo en su taza preferida. Llevaba su gorro de piel de mapache, su pijama con la imagen de los Blues Clues y una calcomanía en la mejilla.

– Buenos días, mamá -dijo Daisy mientras se servía una taza de café-. ¿Qué tal Pip?

– Dibujos -respondió Pippen.

– Podrás ver los dibujos cuando acabes de desayunar -le dijo su abuela; después miró a Daisy y dijo en un tono que expresaba profunda decepción-: Me han contado lo que pasó. Thelma Morgan me ha telefoneado esta mañana y me ha dado todos los detalles.

Daisy sintió que le ardían las mejillas y preguntó:

– ¿Thelma Morgan me vio?

¿Dónde se había escondido? ¿Detrás del contenedor? Sólo eran las ocho de la mañana y todo indicaba que ese día sería una auténtica pesadilla.

– Paró en el Minute Mart para tomar una taza de café y una pasta y lo vio todo -le explicó su madre.

¿Cómo era posible?

– Oh. -Daisy dejó escapar un sonoro suspiro de alivio y se echó a reír-. Eso.

– Sí, eso. ¿Qué demonios pretendíais Lily y tú? ¿Montar un espectáculo en público? -Louella le dio un bocado a su tostada y añadió-: Es para echarse a llorar.

– Paramos en el Minute Mart para tomar una Dr. Pepper -explicó Daisy, dejando de lado con toda intención la parte del acoso de Lily a su ex. Cruzó la cocina y se sentó junto a su madre-. Kelly y Ya-sabes-quién -añadió deteniéndose para mirar a Pippen- dejaron el coche en el aparcamiento, y una cosa llevó a la otra. Entonces, Ya-sabes-quién empujó a Lily.

Louella se mordió el labio inferior y dejó la tostada en el plato.

– Tendrías que haber llamado a la policía -le dijo Louella.

Probablemente.

– Ni siquiera pensé en ello -admitió Daisy-. Vi que la empujaba y perdí los estribos. No me paré a pensar, le golpeé en el ojo y le di un rodillazo en la entrepierna.

Todavía no podía creer que se hubiese comportado de ese modo.

Su madre esbozó una sonrisa y preguntó:

– ¿Le hiciste daño?

Daisy negó con la cabeza y sopló el café de su taza.

– No lo creo -respondió.

– ¡Qué vergüenza! -exclamó su madre mientras apartaba el plato de su lado-. ¿Viste a Jack?

Sí, por supuesto que lo había visto. Su pecho desnudo y su vientre sudoroso. Sus ojos entrecerrados y sus húmedos labios besándola. Pero no era eso lo que su madre quería saber.

– Todavía no le he hablado de Nathan -le respondió Daisy, y bebió un trago de café-. Voy a ir esta mañana a hablar con él.

Louella alzó una ceja y dijo:

– Lo has dejado hasta el último momento.

– Lo sé -reconoció Daisy con la mirada baja-. Antes estaba totalmente segura de haber hecho lo correcto. Creía que no haberle dicho a Jack lo de Nathan e irme a vivir a Washington había sido lo más adecuado para todos.

– Y lo fue -aseguro Louella.

– Ahora no estoy tan segura -admitió Daisy; se colocó el pelo por detrás de las orejas y tomó aliento-. Antes de venir a Lovett estaba segura. Estaba convencida de que irme con Nathan había sido la mejor elección, también para Jack. -Volvió a alzar la vista y añadió-: Siempre quisimos decírselo, mamá. Queríamos darle a Jack unos cuantos años para que recompusiese su vida y después teníamos pensado decírselo.

Pippen tiró la taza vacía al suelo y Louella la recogió.

– Lo sé -aseguró Louella, y dejó la taza sobre la mesa.

– Pero cuanto más lo retrasábamos más difícil nos resultaba hacerlo. Pasaban los meses y los años y siempre encontrábamos una excusa para no decírselo. Estaba intentando quedar embarazada otra vez, o bien Nathan parecía muy feliz y no queríamos alterarlo… Siempre encontrábamos algo. Siempre teníamos una excusa, porque ¿cómo se le dice a un hombre que tiene un hijo del que no sabe nada? -Daisy se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa-. Ahora ya no estoy segura de haber hecho lo correcto todos estos años. Empiezo a creer que no debería haberme ido sin contárselo.

– Lo que yo creo es que ahora tienes dudas y te lo cuestionas todo -la tranquilizó su madre.

– Tal vez.

– Daisy, eras joven y estabas asustada. En su momento, fue la decisión correcta.

Ella siempre lo había creído así. Ahora ya no podía decir lo mismo. Lo único que tenía claro era que se había equivocado al esperar tanto tiempo. ¿Cómo podría corregir semejante error?

– Jack no estaba preparado para ser padre -insistió su madre-. Steven, sí.

– Siempre te gustó más Steven.

Su madre reflexionó durante unos segundos y después contestó:

– Eso no es exactamente así. Siempre pensé que Steven era el más estable de los dos. Jack era más salvaje. No puedes culpar a nadie por ser como es, pero tampoco puedes ponerte en sus manos. Tu padre también era así, y mira lo que ocurrió. Lo que nos ocurrió a todos.

– Papá no murió aposta…

– Desde luego que no, pero murió. Me dejó sola con dos niñas, un Winnebego escacharrado y trescientos dólares. -Louella sacudió la cabeza y prosiguió-: Steven estaba más preparado para cuidar de ti y del bebé.

– Porque su familia tenía dinero -dijo Daisy.

– El dinero es importante -replicó Louella y alzó la mano para evitar que su hija discutiese con ella-. Sé que el amor también lo es. Yo amaba a tu padre. Él me quería, y a vosotras también, pero el amor no pone la comida en la mesa. Con amor no puedes comprar un abrigo para el invierno o unos zapatos para ir al colegio. -Extendió el brazo y le cogió la mano a su hija-. Pero aun suponiendo que hubieses tomado la decisión equivocada, ahora no hay modo de echarse atrás. Nathan ha disfrutado de una buena vida. Steven fue un padre maravilloso. Hiciste lo mejor para tu hijo.

Las palabras de su madre hacía que todo pareciese de lo más lógico. Pero Daisy ya no estaba tan convencida de que una decisión así tuviese que basarse en la lógica. Que fuese joven y estuviese asustada justificaba que no le hubiese dicho nada a Jack en aquel momento. Pero no justificaba que callase durante quince años.

– Fíjate en Lily -dijo su madre casi en un susurro-. Su vida era un caos desde mucho antes de que Ya-sabes-quién se largase. La engañaba constantemente. Siempre estaba haciendo el loco. Nunca tendría que haberse casado con él, y ahora Pippen está pagando los platos rotos. No habla bien para la edad que tiene, y todavía tiene que llevar pañales. Ha sufrido un retroceso.

Daisy opinaba que Lily podría haberse esforzado un poco más a la hora de proteger y cuidar de Pippen, pero no había querido comentarlo con ella. Daisy no había sido precisamente una madre perfecta y no se creía con el derecho de juzgar la labor de las demás madres.

– Voy a llamar a Nathan para recordarle la hora a la que voy a llegar mañana. -Se levantó y añadió-: Y luego iré a ver a Jack. -Si hubiese tenido alguna otra opción se habría inclinado por ella. Jack le había dicho que no pasase por su casa, y luego le había hecho esa advertencia acerca de que iba a perder el sentido. Ahora, cuando fuese a verle, ¿creería Jack que iba en busca de rollo?

Probablemente.

Se llevó el café a su habitación y telefoneó a Nathan.

– Estoy deseando que llegues -dijo Nathan nada más responder a la llamada-. Estoy deseando perder de vista a Michael Ann.

– Venga, hombre. No es tan mala -dijo Daisy.

– Mamá, todavía juega con la Barbie. Anoche me pidió que yo hiciese de Ken.

– ¿Te parece mayor para jugar con la Barbie? -preguntó Daisy.

– Sí, y Ollie intentó convencerme de que jugase a muñecas con ella -dijo con una voz teñida de indignación pubescente-. No soporto estar aquí.

– Bueno, sólo te queda una noche. -Dejó la taza sobre la mesita de noche y sacó la carta de Steven del cajón-. Mañana te llevarán a casa y yo llegaré hacia las tres o las tres y media.

– Gracias a Dios. ¿Mamá?

– Sí, cariño -le respondió Daisy.

– Prométeme que nunca más me obligarás a quedarme aquí.

Daisy se echó a reír y dijo:

– Te lo prometo si tú me prometes cortarte el pelo.

Se produjo un largo silencio y entonces el muchacho dijo:

– Trato hecho.

Tras colgar el teléfono, Daisy se dio una ducha y pensó en lo sucedido la noche anterior. Jack debía de estar furioso con ella. Con toda probabilidad se habría buscado a una mujer con la que pasar la noche. Mientras ella soñaba que volaba por encima de Lovett, Jack seguramente había estado haciendo el amor como un salvaje, con lo cual se habría olvidado de que Daisy había detenido todo el asunto antes de llegar demasiado lejos. Además una vez pasada la fiebre de la noche anterior, probablemente ni siquiera se acordaba de su amenaza.

Era curioso, pero pensar que Jack había pasado la noche con otra mujer le molestó más de lo que estaba dispuesta a admitir. Al imaginárselo acariciando a otra mujer se le hizo un nudo en el estómago, cosa que no le ocurrió esa primera noche al verlo con Gina en la cocina de su casa.

Daisy se puso unas bragas y un sujetador negros e intentó analizar el cambio que habían experimentado sus sentimientos en tan breve espacio de tiempo. Se enfundó en una sencilla camiseta negra y se dijo que, cuanto más tiempo estaba cerca de Jack, más detalles del pasado salían a la palestra. Era inevitable. Había pensado en Jack como amigo durante muchos años, y después se enamoró de él. Se enamoró de él hasta el tuétano, pero, a pesar de lo que le había asegurado la noche anterior, el sexo había sido una parte importante de su pasado en común. Estar cerca de Jack despertaba sentimientos que llevaban muchos años dormidos: la vieja lujuria, la obsesión y los celos.

Había creído que podría volver al pueblo tranquilamente, contarle a Jack lo de Nathan y evitar tratar todo lo demás. Creía que todo estaba muerto y enterrado desde hacía mucho tiempo. Pero estaba equivocada. No había desaparecido en absoluto. No, todas esas cosas estaban ahí, esperándola en el punto exacto en que las había dejado cuando se fue de Lovett.

Sacó unos pantalones cortos de un cajón. Lo único que aliviaba su estado de confusión era pensar que cuando estuviese de vuelta a casa, en Seattle, todo habría acabado. No más secretos. No más confusión. No más besos con Jack Parrish.

«Daisy, si mañana apareces por mi casa voy a darte lo que andas buscando -le había advertido Jack-. Voy a follarte hasta que pierdas el sentido.»

La noche anterior, esa advertencia le había intrigado. Esa mañana le hizo recapacitar. No tenía ninguna intención de aparecer por casa de Jack para que le hiciese perder el sentido. No, eso era lo último que deseaba de Jack.

Volvió a meter los pantalones cortos en el cajón y fue a la habitación de su madre. Rebuscó en su armario hasta que encontró un vestido sin mangas de recia tela vaquera. Era tan ancho que no necesitaba ni botones ni cremalleras. Tenía bordados dibujos de Tigger y Winnie the Pooh en el pecho y alrededor del dobladillo. Con él Daisy parecía tan sexy como una profesora de guardería: no había modo de confundirlo con un vestido pensado para inspirar a que la dejasen sin sentido.

Se recogió el pelo en una cola de caballo y se puso sus chancletas negras. No podía salir de casa sin maquillarse un poco, así que se puso un poco de rimel y de colorete, y se pintó los labios en un tono rosa. Se echó un último vistazo en el espejo y llegó a la conclusión de que su aspecto no resultaba nada inspirador para un hombre. Especialmente para un hombre como Jack.

Se metió la carta de Steven en uno de los bolsillos del vestido y se hizo con las llaves del coche de su madre. Daisy estuvo todo el camino luchando contra el impulso de dar media vuelta. Ahora ya no tenía que hacer conjeturas acerca de cómo iba a sentirse Jack cuando le hablase de Nathan: le había visto jugar con sus sobrinas.

Enfiló la calle de Jack. Agarraba con tanta fuerza el volante que sus dedos habían perdido el color. Probablemente su madre tenía razón: había hecho lo que creyó más adecuado en su momento. Todo el mundo habría hecho lo mismo. Todo el mundo excepto Jack. Éste sin duda tendría una visión diferente del asunto; cuando Daisy llegó hasta Clásicos Americanos Parrish tenía un fuerte nudo en el estómago y se sentía físicamente mal.

El Mustang de Jack estaba aparcado frente a la casa y Daisy dejó el coche de su madre justo al lado. Las chancletas le iban golpeando en los talones a medida que recorría el camino hasta la puerta de entrada. La casa seguía pintada del mismo color blanco que recordaba de su infancia. Las contraventanas conservaban su color verde. También había rosas amarillas, aunque no estaban tan bien cuidadas como antaño. Ahora crecían a su aire, a excepción de los rosales que había frente al porche, que habían sufrido algunos recortes.

Daisy llamó a la puerta con mosquitero tal como había hecho hacía una semana. Esperaba que en esta ocasión Jack estuviese solo; si estaba con una mujer, se iría de inmediato.

No hubo respuesta. Metió la cabeza y llamó. Lo único que oyó fue el ligero zumbido del aire acondicionado en el oscuro interior. Volvió la cabeza hacia el Mustang de Jack y se dio cuenta de que había una luz encendida dentro del taller. Los viejos olmos que flanqueaban la calle proyectaban perezosas sombras sobre el asfalto, y una ligera brisa mecía la cola de caballo de Daisy en su camino hacia el taller mecánico. Con todo el sigilo de que fue capaz, Daisy abrió la puerta y se coló dentro. La luz que entraba por las altas ventanas dibujaba manchas rectangulares sobre los cinco coches clásicos que estaban siendo restaurados allí. A algunos les habían sacado el motor, que colgaba de unas guías, otros daban la impresión de que les hubiesen arrancado el chasis. Junto a las paredes, ocultas por las sombras del garaje, había enormes piezas de equipamiento, bancos de trabajo y herramientas. Pasó entre un Corvette abierto en canal y otro brillante y largísimo de color rojo y blanco. Las cuatro luces traseras de aquel clásico parecían otras tantas barras de carmín.

Esperaba encontrar recipientes con aceite y grasa y piezas metálicas por el suelo. No fue así. El taller estaba muy limpio (mucho más limpio que en los tiempos del padre de Jack) y olía a pino.

A pesar de su carácter, Jack había logrado hacer algo por sí mismo. Había mejorado lo que le habían dejado. Mucho más de lo que nadie esperaba de él, y a pesar del miedo que le daba hablar con él esa mañana se sintió orgullosa de Jack.

Miró hacia la puerta que conducía al despacho y se detuvo junto a la parte trasera de un coche blanco y rojo. Jack estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados, observándola.

– Sorpresa -dijo Daisy con voz algo temblorosa; Jack había estado a punto de provocarle un ataque al corazón.

A la luz de los fluorescentes que iluminaban el despacho, la camiseta de Jack parecía increíblemente blanca. Frunció el ceño y un mechón de pelo le cayó sobre la frente.

– No mucha, la verdad. Esas chancletas tuyas hacen mucho ruido -dijo Jack.

Daisy miró hacia el suelo y después volvió a mirar a Jack.

– ¿Te estabas escondiendo de mi? -le preguntó ella.

Jack negó muy despacio con la cabeza y respondió:

– A decir verdad, no.

Parecía muy tranquilo, pero la tensión que había entre ellos era evidente. Jack la miraba intensamente; paseó los ojos por su vestido y esbozó una sonrisa burlona.

– El taller ha cambiado mucho -dijo ella rompiendo el silencio-. Debes de sentirte orgulloso, Jack.

Volvió a mirarle a la cara y al dejar caer los brazos a los lados, le dijo:

– No has venido aquí para decirme eso.

– No -admitió Daisy.

Jack se apartó de la puerta y se acercó a ella. El eco de sus botas tenía un tono amenazador. Daisy se agarró a uno de los alerones rojos del coche para obligarse a no salir corriendo.

– Te advertí lo que sucedería si venías aquí hoy -recordó Jack.

No tuvo que preguntarle a qué se refería. Lo sabía perfectamente. Daisy sentía el corazón en su garganta.

– He venido a hablar.

– Entonces no tendrías que haberte vestido así -le insistió Jack.

Daisy observó el vestido de su madre y preguntó:

– ¿Te refieres a esto? -A pesar del nudo que le oprimía la garganta, Daisy se rió-. Es horrible.

– Por eso. Está pidiendo a gritos que te lo quite y lo eche al fuego. -Jack estaba tan cerca de ella que Tigger y Winnie the Pooh casi le rozaban la camiseta.

Por encima del hombro de Jack, Daisy vio el póster de una mujer semi desnuda acostada sobre el capó de un Nova.

– Tenemos que hablar ahora mismo -insistió Daisy.

Jack le pasó la punta de los dedos por el mentón para obligarla a mirarlo y le dijo:

– Ahora no. -Repasó la línea de la mandíbula de Daisy con el dedo e inclinó la cabeza hasta que sus narices se tocaron-. Incluso con ese ridículo vestido me pones a cien. -A Daisy le dio un vuelco el corazón; apenas podía respirar-. Eres incluso más guapa ahora que antes. Y ya entonces eras tan guapa que me dolía mirarte. -Le acarició los labios con los suyos y le besó un extremo de la boca-. Me he pasado la mañana deseando y temiendo que cruzases esa puerta. -Le rozó la mejilla con los labios-. No tendrías que haber vuelto, Daisy Lee. Tendrías que haberte quedado donde estabas, pero no lo has hecho. Ahora estás aquí y no puedo pensar en otra cosa que en poseerte. Adentrarme en tu húmedo y cálido interior, donde sé que deseas que esté. -Le tocó el lóbulo de la oreja con la punta de la lengua y a Daisy se le cayó el bolso al suelo-. La primera noche que te vi me dije que esto no ocurriría. Pero me equivoqué, Daisy.

La calidez de su aliento se extendió por su cuello y le recorrió la piel de todo el cuerpo. El deseo le endureció los pezones y le humedeció la entrepierna. Tenía que detener aquello de inmediato o se dejaría ir.

– Jack, escucha… -le rogó Daisy.

– Esto era inevitable desde que pusiste el pie en el pueblo. Estoy cansado de oponerme -dijo Jack interrumpiéndola al tiempo que le colocaba la palma de la mano en su mejilla y le acariciaba la sien con el pulgar tratando de calmarla-. Dime que tú también lo sientes. Dime que tú lo deseas tanto como yo.

– Sí, pero…

– Podemos hablar después… Después de hacer el amor -insistió él.

Daisy apoyó las manos en el pecho de Jack, sobre su camiseta. Sus músculos se tensaron y todo en su cuerpo pareció paralizarse; excepto su corazón, que latía tan rápido como el de Daisy. Si hacían el amor, resultaría todavía más difícil hablarle de Nathan. No tomó la decisión de manera consciente; simplemente se dejó llevar. El deseo que sentía era demasiado potente para rehuirlo por más tiempo. Hacía más de dos años que no estaba con un hombre que la desease, y no disponía ahora de fuerza de voluntad suficiente para resistirse a Jack. Tenía razón, era inevitable.

– ¿Me prometes que después hablaremos? -le rogó Daisy.

– Dios, sí -respondió Jack con ímpetu agarrándola por el vestido-. Lo que tú quieras, Daisy.

Durante días, el cuerpo de Daisy había respondido a la presencia de Jack como si reviviese la pasión que él le había hecho sentir. Y ahí estaban ahora. Uno enfrente del otro. Daisy se apartó ligeramente, le miró a la cara y le preguntó:

– Anoche, cuando te fuiste, ¿acabaste con otra mujer?

– Casi, pero te deseaba a ti.

Le sacó el vestido por encima de la cabeza y lo lanzó sobre el Corvette. Ella no intentó detenerlo y la camiseta que llevaba debajo fue a reunirse con el vestido. Daisy estaba en bragas, sujetador y chancletas, iluminada por la luz del sol que entraba por las ventanas. Sin darle tiempo a pensar, Jack la apretó contra su pecho y Daisy casi perdió el contacto con el suelo. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello, y cuando sus senos se aplastaron contra el pecho de Jack él inclinó la cabeza y la besó con pasión.

Incapaz de contenerse, Daisy se vio inmersa en un torbellino de lujuria y deseo. Y le gustó. Tal vez incluso demasiado. El roce carnal de la lengua de Jack provocó una respuesta por su parte igualmente carnal. Al sentir el algodón de la camiseta de Jack y el roce de sus Levi’s contra la piel desnuda, un escalofrío recorrió su espalda. Ella enredó los dos dedos en su pelo mientras él la besaba sin descanso. Se apretó contra él, intentando sentirle todavía más. Le deseaba con tal intensidad que su piel parecía en carne viva.

Hacía tanto tiempo. Demasiado tiempo para ir despacio. Un gemido de frustración se ahogó en su garganta al volver a apoyar los pies en el suelo. Daisy sintió la dura erección de Jack contra su vientre mientras le lamía la piel del cuello.

– Sabes bien. Quiero comerte de arriba abajo -le susurró Daisy.

– Oh, sí, Daisy -gruñó Jack mientras sus manos recorrían la espalda desnuda de Daisy…

Tiró de la goma que le sujetaba la cola y dejó que el pelo le cayese sobre los hombros. Tiró de un par de mechones para que echase la cabeza hacia atrás y la besó de nuevo. Con la mano libre se encargó de desabrochar el sujetador. Tiró de él y acabó lanzándolo sobre el maletero del coche blanco y rojo. Siguió besándola mientras le abarcaba los pechos con las manos. Sus pezones se apretaron contra las palmas de sus manos, y Daisy deslizó las suyas por debajo de la camiseta de Jack para acariciarle el pecho, el vientre y la espalda.

Él llevó las manos hacia el trasero de Daisy y aferró sus nalgas. La alzó y la apoyó en el maletero del coche, y Daisy colocó los pies descalzos sobre el parachoques cromado. Al notar el frío del metal, abandonó por un momento la nube en la que se encontraba, y se dio cuenta de que estaba sentada bajo un rayo de son, sin otra cosa encima más que sus bragas. Se cubrió los pechos con las manos.

– ¿Qué coche es éste? -preguntó Daisy para disimular su repentina incomodidad.

– Lo que tienes debajo es un Custom Lancer -respondió Jack quitándose la camiseta y lanzándola hacia donde yacía el vestido-. Me parece de lo más apropiado para hacerte lo que tengo pensado.

Ella se mordió el labio y preguntó:

– ¿Qué es lo que tienes pensado?

– Vamos a probar los niveles de suspensión. -Jack le separó las rodillas y se colocó entre sus muslos-. Baja las manos, florecita.

Cuando dio a luz a Nathan sus pechos habían crecido bastante y ya no habían vuelto a perder volumen.

– Son más grandes que antes -le dijo Daisy.

– Ya me he dado cuenta. -Jack la agarró por las muñecas y añadió-: Quiero comprobar si sigues teniendo aquella pequeña marca en forma de chupetón.

– Sí.

No la obligó a bajar las manos, simplemente se limitó a decir:

– Enséñamela.

– Tengo estrías -le advirtió Daisy. Las finas líneas blancas apenas resultaban visibles, pero estaban ahí.

– Quiero verte entera, Daisy.

– Me he hecho mayor, Jack -se lamentó ella.

– Yo también.

Daisy se inclinó hacia delante y le besó en el hombro desnudo.

– No, estás mejor que antes -dijo Daisy. Le besó en el hueco de la garganta y él apartó las manos de los senos de Daisy y las colocó en la cintura de su pantalón.

– Desabróchamelo -dijo Jack apasionadamente. Introdujo la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y extrajo un condón que dejó encima del maletero del Custom.

Daisy se peleó con el botón metálico hasta que lo abrió. No llevaba ropa interior; abrió poco a poco la cremallera y dejó al descubierto la línea de vello que iba desde el ombligo hasta la ingle. Daisy levantó la mirada y la clavó en su rostro mientras introducía la mano dentro del pantalón. Presionó su duro pene con la palma de la mano y Jack la miró fijamente: sus ojos ardían de pasión.

– Sácala -dijo Jack con voz algo ronca.

Tiró del pantalón y se lo bajó hasta los muslos. Su erección saltó hacia ella, apuntándola como una figura de mármol grande y suave. Ella aferró su miembro con la mano. Notó su calor mientras recorría su alargada forma. Daisy se deslizó hasta sentarse en el parachoques y lo besó en la punta. No había planeado hacerlo, pero hacía mucho tiempo que ella no pasaba por algo así y el ansia la dominaba. Quedaba un resto de humedad en la hendidura y ella lo lamió. Olía bien. Y sabía aún mejor, y era más grande de lo que ella recordaba. Aunque tal vez simplemente lo había olvidado.

Él gruñó de placer, un placer que ardía en lo más profundo de su pecho, y le apartó a Daisy el pelo de la cara. Ella alzó la mirada y le miró a los ojos al tiempo que se llenaba aún más la boca. Respiró hondo por la nariz.

– Ah, Daisy -susurró Jack echando la cabeza hacia atrás. Había sido él, muchos años atrás, el que le enseñó a darle placer de ese modo. No había olvidado sus consejos. Con una mano le acarició el muslo y después le apretó la nalga. Con la otra mano abarcó los testículos. Con la lengua notó el pulso de Jack justo encima del glande.

A Daisy le dio la impresión de que apenas había empezado cuando Jack la obligó a retirarse.

– No quiero acabar así -dijo Jack, y volvió a sentarla sobre el maletero del coche. Hizo que se tumbase y le sacó las bragas. Después se colocó entre sus piernas. Con la mirada recorrió su rostro, su cuello y sus pechos. Se inclinó hacia delante y se acopló entre sus muslos-. Haces que vuelva a sentirme como un adolescente -le dijo apoyando todo su peso en los antebrazos, cerca de los hombros de Daisy-. Como si fuese a correrme antes de que empiece lo bueno.

Ella arqueó la espalda y dijo en un gemido:

– Entonces empecemos con lo bueno.

– Daisy.

– ¿Mmm?

Jack besó la marca de nacimiento de Daisy y rozó con los labios sus pezones.

– Tus pechos son tan hermosos como siempre.

Ella se habría reído o habría hecho algún comentario, pero Jack abrió la boca y le abrazó con los labios el pezón. Así que Daisy no habló, se limitó a mesarle el pelo con los dedos. Daisy cerró los ojos y dejó que las oleadas de sensaciones recorriesen su cuerpo hasta que empezó a temer ser ella la que se corriese antes de que empezase lo bueno.

– Daisy, abre los ojos y mírame.

Así lo hizo. Y Jack, a su vez, le dedicó una mirada intensa y enfebrecida. Agarró el condón y abrió el envoltorio.

– Quiero ver tu cara cuando esté dentro de ti -le dijo Jack, y se colocó el preservativo haciéndolo rodar por su falo hasta tocar el vello púbico. Pasó las manos por debajo de las nalgas de Daisy y tiró de ella hasta colocarla en el borde del maletero-. Y quiero que me veas.

Daisy se sumergió en los profundos ojos verdes de Jack, tan familiares para ella.

– Te estoy viendo -le dijo cuando Jack la agarró por los muslos.

La penetró con un movimiento suave pero directo que le llegó al cérvix. Jack apretó los muslos con más fuerza y ella arqueó la espalda. Daisy gritó de placer y dolor, no estaba segura de cuál de las dos sensaciones era más aguda.

– Mierda -dijo Jack entre dientes, y después enmarcó con sus manos la cara de Daisy-. Lo siento. -La besó en la mejilla y en la nariz y susurró junto a su boca-: Lo siento, Daisy. Lo siento. Ahora no te haré daño. Te lo prometo. -Se retiró y volvió a entrar con más cuidad.

Daisy pensó en lo bien que cumplía Jack sus promesas. Muy despacio, le proporcionó un increíble placer mediante cuidadosas embestidas.

La miró a los ojos sin dejar de moverse y le preguntó:

– ¿Mejor ahora?

– Mmm, sí.

– Dímelo -le pidió él.

– Magnifico, Jack. -Se adueñó de ella una sensación de ingravidez y se agarró a los hombros de Jack-. No pares. Hagas lo que hagas, no pares.

– No tengo intención -le aseguró él mientras iba inclinando la pelvis hacia arriba sin dejar de entrar y salir.

Una oleada de calor que nacía en el punto en el que ambos cuerpos se unían recorrió la piel de Daisy, y apretó los dedos con fuerza. Ese ritmo pausado la estaba poniendo a cien.

– Más. Dame más, Jack.

La besó en la frente y su aliento le acarició la sien. Empezó a embestir más rápido, con más fuerza. Adentro, afuera… Llevándola hacia el clímax.

– Daisy Lee.

El nombre de Daisy en los labios de Jack sonó a pregunta, como si desease que ella se acercara todavía más. Daisy no atendía más que a su creciente placer, hasta que abrió la boca y soltó un grito. El sonido se ahogó en su garganta mientras las oleadas de satisfacción se sucedían en su interior. Sus músculos se contrajeron, atrapando a Jack con fuerza.

No se detuvo, sino que siguió bombeando. El cálido aliento continuó acariciando su sien hasta que, finalmente, Jack la embistió con tal fuerza que Daisy fue a parar a la parte de arriba del maletero. Gritó su nombre y el de Dios en una sola e indescifrable sentencia. La apretó contra su pecho, como si desease absorberla y la penetró una última vez. Un profundo sonido resonó en su garganta, un sonido a medio camino entre un gruñido y una exclamación.

Daisy vio manchitas al cerrar los párpados y empezaron a zumbarle los oídos. Iba a perder el sentido. Encima del Custom Lancer. Iba a pasarle. Tal como Jack le había dicho, y no le importaba lo más mínimo.

Sin embargo no se desmayó. En realidad, no. Pero estaba tan mareada que temía moverse. Hacía tanto tiempo que no practicaba el sexo que había olvidado lo bueno que podía llegar a ser. Y, por descontado, en esta ocasión lo había sido. Aunque, en el punto donde seguían unidos, todavía sentía un hormigueo. Eso lo había olvidado. O tal vez nunca le había ocurrido antes.

Jack permaneció dentro de su cuerpo, con el pecho apretado contra sus senos y la frente recostada en el coche, junto a su oreja derecha. Podía sentir el latido de su corazón.

Daisy abrió los ojos y observó el lucernario sobre sus cabezas. Jack Parrish la había llevado a un lugar en el que jamás había estado. Le había proporcionado un orgasmo devastador que le había hecho contraer los dedos de los pies y casi le había hecho perder la conciencia. No sabía qué pensar. De hecho, apenas podía pensar. Estaba completamente anonadada.

Jack se alzó apoyándose en los antebrazos y la miró a la cara. Una lenta sonrisa de satisfacción fue dibujándose lentamente en su rostro.

– Vaya. Eres incluso mejor que a los dieciocho -dijo Jack asombrado.

Daisy observó aquellos ojos verdes tan seductores y volvió a sentirse viva. Pues había estado muerta interiormente durante mucho tiempo y ni siquiera lo había sabido hasta ese momento. Fue como ver la luz del sol después de haber estado atrapada en la oscuridad. Una emoción incontrolable la invadió, e hizo lo peor que podía hacer.

Se echó a llorar.

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