Capítulo 16

Después de comer, Daisy llevó una hamaca hasta la orilla del lago y se quitó los pantalones cortos. Se puso las gafas de sol y se quedó en bañador, aquel bañador blanco de corte alto sobre las caderas. Tenía un pronunciado escote y finos tirantes. Los chicos estaban pescando otra vez, pero ella había optado por quedarse en tierra. Se tumbó en la hamaca con el último ejemplar de Fotografía de Estudio y Diseño. Leyó un artículo sobre el sistema Hasslblad e imaginó las estupendas fotografías que podría tomar con él. Tras la lectura debió de quedarse dormida, porque soñó que había ganado el primer premio del concurso Kodak de fotografía al que ni siquiera se había presentado. Soñaba que estaba en el estrado, dando un discurso sobre una fotografía que no recordaba haber tomado, y Steven estaba en la primera fila observándola.

A menudo soñaba con él, y en sus sueños siempre tenía el aspecto previo a la enfermedad. Estaba sano y feliz y ella se alegraba mucho de verle. Nunca hablaba, se limitaba a sonreír dándole a entender que todo iba bien.

El sonido del motor de una embarcación la despertó y abrió los ojos. Tenía las gafas puestas, pero la revista había caído al suelo. Se incorporó preguntándose cuánto tiempo habría estado dormida. Colocó los pies a un lado de la hamaca y se sacó las gafas. El sol estaba bajo, aunque aun faltaba un buen rato para que se pusiese. Su piel había adquirido un peligroso tono rojizo; sin duda iba a pagar caro haberse dormido bajo el sol de Tejas.

Dejó las gafas y la revista sobre la hamaca y caminó hacia la orilla mientras la embarcación de Jack iba acercándose, dividiendo las aguas con su afilada proa. Daisy se colocó una mano en la frente a modo de viera. Jack estaba de pie, al timón. Se había desabrochado la camisa, que ondeaba contra su pecho y su vientre. Nathan estaba sentado en el asiento de al lado; no dejaba de mirar a Jack.

– Apágalo y sube el motor -le ordenó Jack.

Nathan miró hacia abajo y el ruido del motor se amplificó cuando sacó las aspas del agua y finalmente cesó. Poco a poco fueron acercando la embarcación hasta topar suavemente con la orilla.

Jack se volvió un momento para decirle a Nathan que había hecho un excelente trabajo. Luego apoyó una rodilla en el suelo y ató la soga de la embarcación.

– Te has quemado mientras estábamos pescando -dijo Jack al mirar a Daisy.

Daisy se echó un vistazo. Presionó un dedo contra su pecho por encima del bañador. Dejó una marca blanca en la piel.

– Me he quedado dormida.

Jack echó el ancla en el agua a un costado del bote y luego saltó desde la proa y se plantó frente a Daisy haciéndole de pantalla contra el sol.

– Se te ha achicharrado tu marca -le dijo Jack.

De nuevo, Daisy se miró. Visible por encima del bañador, su marca de nacimiento era algo más oscura que el resto de la piel.

– ¿Qué haces mirando mi marca de nacimiento? -le preguntó Daisy.

Jack esbozó una sonrisa muy seductora.

– Esperaba hablar de algo -replicó.

Pero su marca de nacimiento no era un tema cualquiera. La última vez que le había dicho algo al respecto estaban los dos desnudos. El destello que apreció en su mirada le dejó bien claro que Jack también estaba pensando en esa ocasión.

A Daisy le costó tragar saliva. Bajó la vista hasta la boca de Jack, y siguió descendiendo por la fina línea de vello de su pecho hasta llegar a su vientre. Recordaba a la perfección el tacto de su piel.

– Mamá, ¡adivina cómo ha ido! -exclamó Nathan.

Daisy miró a Jack con una llamarada de deseo en los ojos, el mismo deseo que expresaban los suyos.

– ¿Cómo ha ido? -le preguntó a su hijo.

– He pescado uno grande. -Nathan saltó del bote y aterrizó junto a Jack.

– Un ejemplar estupendo -confirmó Jack mirándola a los labios.

Ella centró la atención en su hijo. Fuera lo que fuese lo que había entre ellos dos, lo mejor era dejarlo de lado.

– Déjame verlo -le pidió Daisy.

Nathan volvió a subir al bote y fue hacia la popa. Daisy pasó junto a Jack y se fue metiendo en el agua hasta que le llegó a la cintura. Se quedó junto a uno de los costados del bote mientras Nathan abría la cubeta y sacaba un pescado.

Jack observó a su hijo con el ejemplar en alto para que lo viese su madre. Lo meneó frente a su cara y ella dio un respingo.

– Sigues siendo una niña -dijo Nathan entre risas.

Jack se volvió y echó a andar hacia la tienda. Nathan y él habían pasado un buen rato pescando. Se sentía más cerca de su hijo de lo que estaba antes. Mientras tiraban las cañas, su hijo le había hablado de su vida, en la que Steven había tenido un considerable protagonismo.

– Antes de dejar de jugar fui el quarterback del equipo de fútbol americano de mi escuela -le dijo a Jack-. Mi padre me explicó que habíais jugado juntos cuando estabais en el instituto.

«Su padre.» Jack se cuidó mucho de no mostrar la más mínima emoción.

– Así es -le dijo con un regusto amargo en la boca-. Yo jugaba de quarterback hasta que lo dejé un curso antes de graduarme.

Nathan asintió.

– Eso fue lo que me dijo papá, que tuviste que dejarlo para trabajar con tu padre, y que por eso él pudo ser el quarterback los dos últimos años y llamar la atención de todas las chicas bonitas.

– Tu padre era muy modesto. Jamás tuvo problemas con las chicas -reconoció Jack, y cuanto más hablaba de Steven más fácil le resultaba hacerlo. Podía sobrellevar la amargura con mayor facilidad. Jack recordaba a la perfección lo que suponía perder a un padre, la confusión y la soledad que entrañaba. Durante unas cuantas horas fue capaz de dejar de lado la rabia y la sensación de saberse traicionado y pudo contarle a Nathan cómo había sido crecer junto a Steven Monroe.

Hasta el punto de que le sorprendió descubrir que cuanto más hablaba de Steven más iba conociendo a Nathan. Y cuanto más sabía de su hijo, más deseaba saber. Todavía no se sentía su padre, pero tampoco tenía muy claro qué era lo que debía sentir un padre.

Jack vertió un poco de agua en una palangana y se lavó las manos con jabón líquido. Vio que Nathan se quitaba las zapatillas de deporte y la camiseta y se lanzaba al lago cerca de donde se encontraba su madre. Ella gritó su nombre cuando le salpicó.

Para Jack estaba muy claro lo que Nathan sentía por su madre. Tal vez se quejase de que le trataba como a un niño, pero la quería con locura. Podía llevar el pelo de punta y un piercing en el labio, pero Billy tenía razón. Daisy y Steven le habían educado bien, y se notaba. Era un buen chico.

Y Jack no tenía nada que decir a eso. Agarró una toalla y se secó las manos. Intentó impedir que la amargura que le había estado ocultando a Nathan surgiese e hiciese mella en él. Logró mantenerla bajo control, justo debajo del irreprimible deseo que sentía por Daisy y que amenazaba con volverle loco.

¿Cómo era posible que siguiese deseándola? ¿Por qué quería tocarla y besarla? ¿Por qué deseaba enredar los dedos en su cabello dorado y sentir el calor de su piel bajo sus manos? ¿Por qué quería adueñarse del aroma de su cuello y sumergirse en sus ojos castaños? ¿Cómo era posible que, al mismo tiempo, sintiese el impulso de hacerle el mismo daño que ella le había hecho a él? No le encontraba el más mínimo sentido.

Jack se colgó la toalla del hombro y vio cómo Nathan buceaba hasta donde se encontraba Daisy. Ella gritó cuando Nathan tiró de ella hacia abajo. Jack no pudo evitar sonreír. Daisy siempre se las ingeniaba para hacerle reír incluso contra su voluntad, para hacerle recordar cosas que dibujaban una sonrisa en sus labios incluso sin darse cuenta. Le recordaba una y otra vez los buenos ratos que habían pasado juntos en el pasado, antes de que todo se fuese al traste.

Si cerraba los ojos, podía rememorar lo que sentía cuando la tenía entre sus brazos. El peso de su cuerpo cuando se inclinaba hacia él. La textura de su cabello cuando Jack dejaba descansar el mentón sobre su cabeza. El sonido de su voz al pronunciar su nombre, ya fuese con rabia o con deseo. Los sabores y las texturas de Daisy Lee. Lo recordaba todo con absoluta precisión, aunque había deseado olvidarlo.

Jack colocó el carbón en el hoyo para fuegos, lo prendió y sacó una cazuela. Colocó un CD de Jimmy Buffet en el aparato de música y mezcló harina, sal y pimienta para el pescado. Mientras en su canción Jimmy hablaba de aletas que corrían en círculos, Jack no podía apartar la vista de cierto bañador blanco que corría por el lago. Mojado era casi transparente, pero sólo casi.

Cuando regresaron de pescar Nathan y él, Jack se colocó en la proa y vio a Daisy caminar hacia el agua. Hacia él, con el aspecto de una modelo de ropa interior con uno de esos picardías de una pieza que muestran la pierna hasta la cadera. Estaba sexy a más no poder. Era como un sueño hecho realidad. Durante unos segundos, Jack se preguntó cómo serían las horas si lo que estaba viviendo fuese su vida cotidiana, su auténtica vida. Regresar de una jornada de pesca con su hijo para encontrar a Daisy esperándolos. Rodearla con los brazos y estrecharla con fuerza. Tocarla todo cuanto quisiese. Siempre que quisiese. Allí donde quisiese. Durante un breve instante, al pensar en semejante tipo de vida casi se le aflojaron las rodillas.

Pero ésa no era su vida. No era su auténtica vida, y no tenía ningún sentido siquiera planteárselo.

Jack rebozó el pescado con harina y empezó a hacer el arroz en la cazuela. Daisy y Nathan salieron del agua y fueron a vestirse a la tienda. Cuando Daisy surgió del interior llevaba una ligera camisa de color azul con las letras GAP en la parte de delante, a juego con unos pantalones también azules y unas zapatillas Nike de lona azul. Se había recogido el pelo en la nuca con uno de sus típicos pasadores. Puso la mesa mientras Jack freía el pescado en una parrilla encima del carbón. Cenaron juntos, como una familia. Charlaron y rieron. Y Jack tuvo que volver a recordarse que ésa no era su auténtica vida.

Después de cenar jugaron a póquer con cerillas de madera. Cuando oscureció, Jack sacó las lámparas y siguieron jugando hasta que Nathan empezó a bostezar y decidió irse a la cama.

– Todavía es temprano -señaló Jack mientras recogía las cartas.

– Estoy hecho polvo -dijo Nathan camino de la tienda.

– A veces hace eso. El otro día se fue a acostar justo después de cenar y no se despertó hasta la hora del desayuno -le informó Daisy mientras Jack iba metiendo las cartas en una cajita-. Supongo que está creciendo tan deprisa que se le cansa todo el cuerpo.

Jack se puso en pie y se acercó a su camioneta. Cogió su chaqueta tejana y regresó junto al fuego. Las estrellas brillaban en el ancho cielo de Tejas mientras él avivaba las brasas. Echó un par de troncos y se sentó en una de las sillas plegables que había colocado junto al fuego. Estiró las piernas y se quedó mirando el fuego. Empezó a pensar en cómo iban a organizarse para dormir y se preguntó si tendría que haberse traído otra de las tiendas de Billy. Dormir juntos en la misma tienda no iba a resultar sencillo. Jack nunca había dormido tan cerca de una mujer. Sería la primera vez y, gracias a Dios, Nathan dormiría entre los dos. Porque cada vez que pensaba en Daisy acababa pensando en sexo, y le inquietaba enormemente la idea de quedarse dormido y despertar con la nariz pegada a sus pechos.

– Hacía mucho tiempo que Nathan y yo no íbamos juntos a algún sitio y nos divertíamos tanto -dijo Daisy justo antes de sentarse en la silla de al lado-. Muchísimas gracias, Jack.

– No se merecen. -Jack apoyó las manos sobre el vientre y cruzó los pies a la altura de los tobillos. Intentó apartar de su mente cualquier pensamiento relacionado con los pechos de Daisy. El fuego crepitaba. Entre silencio y silencio, Daisy le habló un poco más de sus planes de vender la casa que había compartido con Steven y de montar su propio estudio fotográfico. Estaba preparada para iniciar su nueva vida, realmente se sentía ansiosa por ponerse manos a la obra.

Hablaron de Billy y de su familia, y ella le puso al corriente de las últimas novedades sobre Lily. El divorcio de su hermana se concretaría en cuestión de días. Según Daisy, Lily había ordenado por fin y definitivamente sus pensamientos. Jack tenía sus dudas, pero no dijo nada al respecto.

– Estar en Tejas otra vez me trae un montón de recuerdos -dijo Daisy-. La mayoría buenos. -Jack sintió el peso de su mirada y volvió ligeramente la cabeza hacia ella. La luz del fuego danzaba en su cabello y en su rostro-. ¿Te acuerdas de cuando Steven, tú y yo construimos aquella cápsula del tiempo con una lata de café y la enterramos de tu casa? -le preguntó.

Sí, por supuesto que se acordaba, pero negó con la cabeza y levantó la vista hacia el cielo, negro como el azabache y punteado de estrellas. Se limitó a esperar que ella se olvidase de eso y pasase a otro tema, pero ya debería conocerla mejor.

– Metimos nuestros mejores tesoros en aquella lata, y dijimos que la desenterraríamos al cabo de cincuenta años -explicó a Jack.

Daisy rió con gusto y Jack se volvió para mirarla.

– No recuerdo qué metí yo -dijo Daisy; recapacitó durante unos segundos y después chasqueó los dedos-. ¡Oh, sí! Un anillo con un diamante falso que tú ganaste para mí en una feria. También un pasador que Steven había encontrado en alguna parte y que me había regalado. Tú metiste un coche de juguete Matchbox, y Steven unos cuantos soldaditos de color verde. -Le miró fijamente y frunció el ceño-. Había algo más.

– Tu diario -dijo Jack.

– Es verdad. -Daisy se echó a reír, pero se detuvo de pronto-. ¿Cómo es posible que te acuerdes?

Jack se encogió de hombros y se puso en pie para ir a avivar el fuego.

– Supongo que tengo buena memoria -le respondió.

– ¿Desenterraste la lata? -Jack se mantuvo en silencio, y Daisy se levantó y se acercó a él-. ¿Lo hiciste? -insistió.

Él empujó uno de los troncos con la punta de la bota, y un puñado de destellos rojos se elevó en la oscuridad.

– Lo hicimos Steven y yo.

– ¿Cuándo? -preguntó ella.

– Una semana después de que la enterrásemos. Teníamos que saber qué habías escrito en tu diario. La curiosidad pudo con nosotros -confesó Jack.

Daisy se aclaró la garganta.

– Invadisteis mi intimidad. Abusasteis de mi confianza. ¡No hay derecho!

– Sí, y, por lo que recuerdo, tu diario era un auténtico tostón. Steven y yo estábamos convencidos de que leeríamos un montón de intimidades jugosas, como que estarías enamorada de alguien o que te habrías besado con algún chico. También queríamos saber qué pasaba en esas fiestas para chicas a las que solías asistir. -Jack se metió las manos en los bolsillos de sus Levi’s y se apoyó en la otra pierna-. Si mal no recuerdo, de lo único que hablabas era de tu jodido gato.

– ¿Te refieres al Señor Skittles? -Daisy abrió la boca de par en par, cogió a Jack por el brazo y lo obligó a volverse hacia ella-. ¿Leísteis mis reflexiones privadas sobre el Señor Skittles?

– Odiaba a ese gato. Cada vez que iba a tu casa me lo encontraba en la entrada y me dedicaba un bufido -reconoció Jack.

– Eso era porque sabía que no venías con buenas intenciones.

Jack se rió ante la ocurrencia y se quedó mirando a Daisy: el reflejo de las llamas danzaba por sus mejillas y su nariz. En lo que a Daisy respectaba, las intenciones de Jack nunca habían sido buenas. Jack cogió la mano de Daisy para apartarla de su chaqueta, pero finalmente no la soltó.

– No sabes de la misa la mitad -le dijo Jack.

– Sylvia me contó que te había enseñado el trasero en quinto.

Había visto unos cuantos traseros en quinto.

– No era tan bonito como el tuyo -le dijo él, y se acercó la mano de Daisy a los labios para besarle los nudillos. Después la miró a los ojos y añadió-: Tu trasero ha sido siempre el mejor.

Daisy parpadeó y entrecerró los ojos. Tenía los labios ligeramente separados. Deseaba a Jack tanto como la deseaba él. Habría sido la mar de sencillo pasar la otra mano por la nuca de Daisy y atraerla hacia sí para besarla… El deseo se enroscaba en sus entrañas y le instaba a abrazarla con fuerza. Soltó la mano de Daisy.

– Te he echado de menos, Jack -dijo ella-. No me había dado cuenta de lo mucho que te añoraba hasta que volví por aquí. -Dio un paso hacia él y se puso de puntillas. Deslizó las palmas de las manos por su chaqueta hasta llegar a su cuello-. ¿Me has echado de menos alguna vez? -Le besó con mucha suavidad-. ¿Aunque sólo fuese un poco?

Jack seguía sin inmutarse, mirándola fijamente a los ojos. Su pecho subía y bajaba al respirar.

– ¿A pesar de que no quisieses echarme de menos? -insistió Daisy.

El nudo que el deseo había provocado en su estómago le apretaba cada vez con más fuerza, así que aferró los hombros de Daisy y la apartó de sí.

– Ya está bien, Daisy.

Daisy alzó la mirada y le dijo:

– Matt Flegel me ha pedido que salgamos juntos.

«Mierda», pensó Jack.

– ¿Vas a salir con él?

– ¿Te importa?

La miró fijamente a los ojos e, intentando disimular que lo que le apetecía era darle un buen puñetazo a ese Bicho, dijo:

– No. Por mí puedes hacer lo que te plazca.

– Entonces es probable que salga con él. -Daisy giró sobre sus talones y le dio las buenas noches mientras se marchaba como si de pronto se hubieran desvanecido los deseos de besarle que había sentido hacía escasos minutos. Jack la vio desaparecer dentro de la tienda y volvió a concentrarse en el fuego.

Daisy podía hacer lo que le viniese en gana, se dijo al sentarse. Y él también. No se había acostado con nadie desde que habían hecho el amor encima del maletero del Lancer. Tal vez fuera ése el problema. Tal vez si se acostase con otra mujer podría sacarse a Daisy de la cabeza.

Esperó a que las ascuas se convirtieran en ceniza y entró en la tienda. Cuando su visión se ajustó a la oscuridad, descubrió que Nathan había elegido el saco de dormir que estaba en un extremo, así que Daisy estaba en el medio. Jack no sabía si a Daisy le incomodaba dormir tan cerca de él, pero lo cierto es que no lo parecía, pues dormía como un tronco.

Jack se quitó las botas y la chaqueta y se metió en su saco de dormir. Colocó las manos debajo de la cabeza y se quedó mirando el techo de la tienda durante un rato. Oía respirar a Daisy. Casi distinguía el suave paso del aire entre sus labios.

Volvió la cabeza y la observó en la semipenumbra. Le daba la espalda y su cabello cubría casi toda la almohada. Había hecho el amor con ella. La había dejado embarazada, pero jamás habían pasado una noche juntos. Nunca la había visto dormir.

Sus últimos pensamientos antes de que el sueño lo venciera estuvieron dedicados a Daisy: se preguntó qué haría ella si le pasase el brazo alrededor de la cintura y la atrajese hacia su pecho.

Cuando Jack despertó, el techo de la tienda dejaba pasar la tenue luz del amanecer. Calculó que habría dormido unas cinco horas; se hizo con la chaqueta vaquera, se puso las botas y salió de la tienda. Las primeras sombras de la mañana se extendían por el campamento y llegaban hasta los bancales que rodeaban el lago. Encendió un fuego y puso café en el filtro de la cafetera. El sol empezó a asomar por encima del agua justo cuando se servía la primera taza. Nathan fue el primero en reunirse con él. Su hijo tenía el pelo tieso y llevaba una camiseta azul, vaqueros y zapatillas de lona. Nathan agarró una botella de zumo y una bolsa de Chips Ahoy y acompañó a Jack hasta la orilla.

– Antes de irnos -dijo Jack tras soplar su café- iremos en busca de algún pez grande de verdad.

– Mi padre y yo una vez fuimos a pescar a alta mar -le contó Nathan mientras abría la bolsa de galletas; luego se la tendió a Jack-. ¿Has pescado alguna vez en el mar?

– Gracias. -Jack cogió una galleta y le dio un mordisco-. Me gusta ir a pescar al golfo al menos una vez al año. La próxima vez que vaya tal vez te apetezca venir.

– Genial. -Nathan dio cuenta de un par de galletas antes de proseguir-. Mi padre y yo solíamos hablar de nuestros asuntos.

Jack bebió un sorbo de café y echó un vistazo al lago. Bajo la luz de la mañana, la superficie del agua parecía un espejo. Se preguntó si Daisy le había dicho a Nathan que había quedado para salir con el Bicho. Pero ése no era el lugar para preguntárselo.

– ¿Qué clase de asuntos?

– Cosas de chicos, de esas que no puedes comentar con tu madre -quiso aclararle Nathan.

– ¿A qué te refieres? -dijo Jack antes de comerse otra galleta.

– Chicas.

Ah.

– ¿Te preocupa algo en concreto? -le preguntó Jack.

Nathan asintió y bebió un poco.

– Tal vez pueda echarte una mano. He conocido a algunas chicas -dijo Jack.

Nathan se miró las puntas de las zapatillas y se ruborizó.

– Las chicas son complicadas. Los chicos no lo somos -sentenció Nathan.

– Eso es cierto. No hay quien las entienda. Te dicen una cosa y esperan que tú entiendas otra.

Nathan se volvió para mirar a Jack.

– Ayer dijiste que papá y tú solíais mirar revistas pornográficas. Lo que yo quiero saber es si… -Parpadeó un par de veces y preguntó-: ¿Dónde se toca a las chicas? Nos enseñaron un diagrama en clase de salud, pero era un poco confuso. Los chicos no somos tan confusos. Todo lo que tenemos está ahí, expuesto.

«Vaya.»

– No estamos hablando de las emociones femeninas, ¿verdad? -quiso asegurarse Jack.

Nathan negó con la cabeza y dijo:

– Un amigo mío le robó un libro sobre sexo a su madre. Lo que daba a entender era que tenías que tocar a una chica en todas partes al mismo tiempo.

Nathan estaba muy serio. Y se lo estaba diciendo a Jack, no a Daisy.

– ¿Hay alguna chica en particular a la que quieras tocar? -le preguntó Jack.

– No. Pero me gustaría tenerlo claro antes de mi primera vez.

– ¿Quieres ser un experto antes de lanzarte al ruedo? -Jack se dijo que Nathan era demasiado jovencito para preocuparse por el sexo. Pero entonces recordó sus tiempos del CTC y se dio cuenta de que no lo era en absoluto.

– Bueno, sí. La primera vez ya asusta lo bastante como para además no saber lo que tienes que hacer -dijo Nathan.

Jack se balanceó sobre los talones y sopesó sus palabras. No quería llevar las cosas demasiado lejos. Sintió de repente una oleada de calor que le reconfortaba interiormente, a la altura del pecho, rodeándole el corazón. Por primera vez en su vida se sintió como un padre. Su hijo le hacía preguntas sobre sexo, tal como innumerables hijos habían hecho con sus padres. Tal como él había hecho con su propio padre.

– Lo primero que has de saber es que cualquier tonto puede practicar sexo, pero sólo un hombre de verdad puede hacer el amor. Si no sientes nada por una chica, entonces te resultará complicado incluso bajarte la bragueta -le explicó Jack.

– Sí.

– Tienes que tener condones a mano -le aconsejó Jack-. Siempre. Si no eres lo bastante maduro para protegerte a ti mismo y a tu chica, entonces es que no estás preparado para practicar el sexo. -Mientras hablaba, se preguntó si Nathan estaría captando la ironía que entrañaban sus palabras. Esperaba que le dijese que él era el primero que no había aplicado lo que predicaba y, para ganar tiempo y encontrar una respuesta adecuada, bebió un sorbo de café. No tenía más remedio que admitir que no siempre había sido responsable, pero…

– Estoy al corriente del sexo seguro -dijo Nathan interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

Jack se tragó el café con dificultad.

– Eso está muy bien. -Jack le sonrió, aliviado de que no hubiese preguntas difíciles acerca de su propia vida sexual.

– Lo que yo quiero saber es… -Nathan le echó un vistazo a la tienda de campaña-. ¿Dónde está exactamente el clítoris?

Jack se puso serio y abrió la boca de par en par. No consiguió articular palabra, así que volvió a cerrarla.

A Nathan, al parecer, las palabras le salían de la boca con total fluidez, de modo que prosiguió:

– ¿Y qué demonios es el punto G?

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