Capítulo 14

Jack observó a su hijo mientras Billy le enseñaba cómo sacar el cigüeñal del motor Hemi 426. Llevaba intentando no mirarlo fijamente desde el día en que lo había recogido frente al instituto. No quería asustarlo de nuevo, pero era el tercer día que trabajaba en el taller y a Jack le resultaba cada vez más difícil no detenerse a estudiarlo. A pesar de su peinado y del piercing, los rasgos de Nathan tenían las características típicas de los Parrish; incluso más que los del propio Jack.

Éste se arremangó, aferró uno de los enganches y sacó los pocos tornillos que quedaban. Ya no trabajaba tanto en labores mecánicas como antes. Se pasaba la mayor parte del tiempo acordando trabajos y buscando piezas por todos los rincones del país. Él se encargaba del trabajo de oficina, y Billy estaba al mando de las cuestiones prácticas; en esos tres días, sin embargo, había pasado mucho más tiempo en el taller, junto al resto de mecánicos.

– Los émbolos están retrasados -dijo Billy inspeccionando el árbol de levas-. Tal como pensábamos.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Nathan.

– Significa que están torcidos -le respondió Billy.

– Y también quiere decir que las válvulas permanecen abiertas demasiado tiempo o no el suficiente y que el motor pierde fuerza -añadió Jack.

Nathan miró a Jack por encima del gran motor de ocho cilindros en V y Jack apreció cierta incredulidad en su mirada que no le agradó en absoluto. Siguió mirándole a los ojos y le dijo:

– Los recambios estarán aquí para cuando Billy y tú estéis en disposición de cambiarlos.

«Mi hijo.»

Billy le pasó la pieza a Nathan para que éste pudiese estudiarla.

– ¿Y qué vamos a hacer con la pieza vieja? -preguntó el muchacho.

– Tirarla al contenedor de metal de ahí fuera, el que te enseñé el otro día -le dijo Billy.

Jack estuvo un rato observando a Nathan, que se movía por el taller con ese mono azul abolsado por la parte del trasero, y se dijo que debería sentir algo más intenso por aquel muchacho. Algo más que un simple nudo en la garganta y una ávida curiosidad. Tendría que sentir una especie de conexión con Nathan. Una conexión como la que sentía con su propio padre. Pero no era así.

Al parecer, esa conexión se producía con Billy. Nathan no se había despegado de su lado en toda la semana. También parecía sentirse a gusto con otros mecánicos que trabajaban en el taller. Pero con Jack se mostraba más silencioso y reservado.

Esa misma tarde, en el jardín de Billy, Jack le comentó todas esas dudas a su hermano mientras se tomaban una Lone Star.

– Creo que a Nathan no le gusto mucho -dijo Jack sin quitarles ojo a Lacy y Amy Lynn, que jugaban en el pequeño parque que Billy les había construido el verano anterior. Eran cerca de las siete de la tarde y la sombra de dos robles se extendía sobre la hierba hasta donde se encontraban los dos hermanos-. Me da la impresión de que tú le gustas más que yo.

– Yo creo simplemente que cuando está cerca de ti se pone más nervioso -le tranquilizó Billy.

Se habían reclinado en un par de tumbonas Adirondack, con las piernas estiradas y las botas de vaquero apoyadas la una encima de la otra. Jack llevaba una camisa tejana con las mangas cortadas, en tanto que Billy se había puesto una sudadera. Rhonda se había llevado a la pequeña a una especie de reunión de productos de belleza y había dejado a Billy al cargo de las dos niñas mayores.

– No sé qué puedo hacer para que se sienta más cómodo -dijo Jack antes de llevarse la botella a la boca y darle un trago.

– Para empezar, cuando su madre venga a buscarlo al taller no la mires como si tuvieras intención de apuñalarla, como hiciste hoy.

No había visto a Daisy desde que mantuvieron aquella conversación en el porche de la casa de su madre. Había estado en Seattle algunos días y no supo que había vuelto hasta que la vio aparecer por el taller. La había mirado de aquel modo porque no se esperaba verla allí.

– Y no te muestres tan displicente -prosiguió Billy- cuando Nathan hable de su padre.

– Steven no era su padre -le espetó Jack a su hermano y añadió-: Y nunca he dicho nada malo de él.

– No ha hecho falta. Cuando Nathan habla de él, tu mirada se endurece y empiezas a resoplar como un compresor de aire. -Billy se incorporó y le gritó a una de sus hijas-: ¡Lacy, no pases por delante de tu hermana cuando se está columpiando! ¡Podrías golpearte la cabeza otra vez!

Jack dejó la botella sobre uno de los brazos de la tumbona y preguntó:

– ¿Nathan habla de Steven cuando yo no estoy presente?

– Sí -respondió Billy mientras se tumbaba de nuevo-. Por lo visto, antes de que Steven enfermase hacían muchas cosas juntos.

Jack, sin apenas darse cuenta, empezó a resoplar tal como había dicho Billy. Estaba celoso. Celoso de un muerto y celoso de su propio hermano. No le gustaba ni pizca sentirse así.

– Sé que estás enfadado -le dijo su hermano-, y tienes todo el derecho a estarlo, pero debes tener en cuenta que Nathan quería a Steven. Te guste o no, Steven, por lo que parece, fue un buen padre para Nathan.

– Steven no tenía ningún derecho a ser bueno, ni malo, ni indiferente. Daisy y él se lo llevaron. Se casaron y me mantuvieron alejado de mi hijo durante quince años.

– ¿Y qué te cabrea más? ¿Que Daisy no te hubiese dicho nada sobre Nathan o que eligiese a Steven y no a ti?

– Que se llevase a Nathan -admitió Jack; por supuesto, eso era lo peor, pero ambas cosas estaban tan íntimamente ligadas que le resultaba imposible separarlas.

– Ahora la miras como si la odiases, pero me fijé en el modo en que la miraste en la fiesta de cumpleaños de Lacy. Te la comías con los ojos.

¿En serio? Tal vez.

– Tuve algo muy especial con ella cuando éramos jóvenes -confesó Jack mientras observaba a Amy Lynn, que acababa de saltar del columpio y estaba aterrizando de pie.

– Leí la carta de Steven, y me dio la impresión de que los dos teníais algo muy especial con Daisy Brooks. Por lo visto, los dos estabais enamorados de ella -dijo Billy.

No tenía sentido negarlo.

– Desde octavo más o menos. Tal vez incluso desde antes. -Admitió Jack, y sin dejar de observar a Amy Lynn, se puso a pensar en todo lo ocurrido antes de la noche en que Daisy y Steven se casaron-. Estar con ella era como… correr por la autopista a doscientos por hora. Ya sabes, esa sensación de sentirse arrastrado a toda velocidad… El corazón se te sube a la garganta y la adrenalina te corre por las venas haciendo que se te erice el vello.

– Sí, sé a qué te refieres.

– Pues era igual. -Jack sacudió la cabeza y alargó el brazo para coger la botella de cerveza. Nunca le había hablado a nadie de Daisy-. Estaba loco por ella, pero discutíamos mucho. Era muy celosa, y yo me ponía hecho una furia si algún chico la miraba.

Billy volvió a inclinarse hacia delante.

– ¡Amy Lynn, no te columpies con tanta fuerza! -le gritó a su hija; luego se tumbó de nuevo y dijo-: Bueno, supongo que tuvisteis que estar unas cuantas veces juntos si la dejaste embarazada.

Jack recordaba con total claridad las veces que habían hecho el amor en el asiento trasero de su coche, o de pie en algún rincón, con las piernas de Daisy alrededor de su cintura, o en la habitación de Daisy cuando su madre trabajaba en el último turno.

– Creo que nos peleábamos para poder hacer las paces en el asiento trasero de mi Camaro.

– Típico del exceso de hormonas juvenil -dijo Billy mirándole con sus claros ojos azules como si todo fuera tan simple.

– Era algo más que hormonas juveniles. -Jack había estado con otras chicas antes de Daisy, pero con ella había habido algo más que sexo. Lo que había ocurrido el sábado anterior sobre el maletero del Custom Lancer demostraba que Daisy todavía era capaz de hacerle sentir lo mismo que entones. Incluso después de todos esos años. Por descontado, eso había sucedido antes de descubrir lo de Nathan. Ahora lo único que sentía por ella era una rabia punzante. Dio un trago de cerveza y apoyó la botella sobre su muslo derecho-. Creía que estaba hecha para mí. No dejaba de pensar en ella.

– Y si estabas enamorado de Daisy, ¿por qué acabaste con la relación? -le preguntó su hermano.

– ¿Cómo sabes que acabé con ella?

– Por la carta de Steven.

– ¿Lo explicaba en la carta? -Lo único que Jack recordaba con claridad de esa carta era lo que decía de Nathan-. Mamá y papá acababan de morir, y yo tuve que lidiar, o intentar lidiar, con todo el asunto. -Levantó un dedo de la botella y señaló a su hermano-. Fue un auténtico infierno, acuérdate.

– Sí -reconoció Billy.

– Justo por entonces Daisy se puso más posesiva y emocional que nunca. La tenía todo el día colgada del cuello, y cuanto más intentaba yo aflojar más apretaba ella. Me estaba asfixiando. No pude soportarlo, así que le dije que necesitaba algo de tiempo. Y acto seguido se casó con mi mejor amigo.

– Las mujeres embarazadas se comportan de un modo muy extraño -le explicó Billy-. Créeme, he pasado tres veces por ello.

– Yo no sabía que estaba embarazada.

– Ya, se lo dijo a Steven y a ti no, porque tú la habías rechazado.

– Yo no la rechacé.

Billy estaba empezando a ponerse borde.

– Sólo necesitaba algo de tiempo para pensar. Si lo hubiese sabido habría actuado del modo correcto.

– Estoy convencido de ello -dijo Billy.

Por fin, un poco de apoyo por parte de su familia.

– Pero el caso es que ella se sintió rechazada, fue en busca de Steven y él le ofreció la ayuda que tú le negaste -prosiguió Billy.

– Qué demonios… Eres mi hermano. ¡Se supone que deberías estar de mi parte! -exclamó Jack.

– Y lo estoy. Siempre lo estaré. Peor estás demasiado enfadado, y me da la impresión de que no ves las cosas con claridad. Entiendo lo que sientes, pero alguien tiene que decirte la verdad: que en cierto modo tú mismo empujaste a Daisy a casarse con Steven.

– Tal vez. -Jack accedió para no discutir, pero no tenía nada claro que así fuera-. Pero eso no justifica que no me dijesen nada. Nunca perdonaré a Daisy por no haberme contado lo de mi hijo.

– ¿Sabes lo que dice Tim McGraw sobre la palabra «nunca»? -le preguntó Billy.

Le importaba un comino lo que opinase Tim McGraw. Tim se había casado con Faith Hill, y ésta no le había abandonado, ni se había llevado a su hijo y lo había mantenido en secreto durante quince años.

Billy bebió un largo trago de su cerveza y, a pesar del poco interés que mostraba su hermano, dijo:

– El viejo Tim dice algo acerca de que el problema de decir nunca es que ese nunca nunca se cumple. Creo que tiene toda la razón.

Jack pensó que Billy debería reducir el consumo de Lone Star.

– He pensado en coger el bote y llevar a pescar a Nathan al lago Meredith -dijo Jack para dejar de hablar de Daisy-. Podríamos acampar y pasar ahí la noche.

– Rhonda y yo acampamos allí con las niñas este verano. Nos quedamos en el camping Standford-Yake, cerca del puerto. Los lavabos y las duchas de las chicas estaban muy bien.

– ¡No me importa cómo estén los lavabos! -exclamó Jack. Billy se preocupaba por esas cosas porque tenía que vivir con cuatro hembras.

– Lo digo porque a lo mejor tenías la intención de pedirle a Daisy que os acompañase.

Jack se puso en pie y cruzó el jardín.

– ¿Qué demonios te pasa? -le preguntó Jack. Quería conocer a su hijo sin intermediarios. Ahora que era consciente de cómo reaccionaba cuando Nathan hablaba de Steven, podría controlarse-. ¿Me llevas la contraria sólo para fastidiarme?

Billy soltó una carcajada y también se puso en pie.

– No. Sencillamente pensé que Nathan se sentiría más cómodo si ella estaba presente. Tal vez se abriría más.

A lo mejor. Pero no tenía la intención de dormir en una tienda de campaña con Daisy. Ni soñarlo. No tenía nada que ver con el sexo, sino más bien con la tentación de asfixiarla con la almohada. Caminó hasta el cubo de basura que tenían a un lado de la casa, abrió la tapa y lanzó la botella dentro.

– Estaremos muy bien solos. -Volvió a colocar la tapa-. Pescaremos un poco y lo pasaremos bien.

– Suena estupendo.

– ¡Eh, vosotras dos! -gritó Jack hacia el otro lado del jardín-. Venid aquí corriendo a darme un beso antes de que me vaya.

Lacy se deslizó por el tobogán de plástico y, segundo después, Amy Lynn saltó del columpio. Las dos echaron a correr. Lacy con la cabeza gacha como siempre. Jack posó una rodilla en tierra para evitar un posible cabezazo en la entrepierna.

Billy se levantó y fue a tirar su botella de cerveza vacía.

– En algún momento de la semana que viene, podrías traer aquí a Nathan para que conociese a sus primas.

– ¿Para que conozca a tus fierecillas? -preguntó Jack al tiempo que aferraba a Lacy y la colocaba sobre su rodilla.

– Yo no soy una fierecilla -protestó Amy Lynn, pero igualmente le pasó los brazos por el cuello y le besó en la mejilla.

– Entonces, ¿qué eres? ¿Un animal de corral? -le preguntó Jack.

– ¿Qué es eso?

– Una gallina -le explicó su tío.

– No… o -dijo Amy Lynn con incredulidad.

– Lo juro por Dios. Así era como tu abuela Parrish llamaba a las gallinas. Lo bueno es que ella creció en una granja de Tennessee y nunca tuvieron corral alguno -le explicó Jack; besó a Lacy y después volvió a dejarla en tierra. Se puso en pie con Amy Lynn colgada todavía del cuello.

– No te vayas -protestó la niña.

– Tengo que irme -le dijo Jack haciéndole cosquillas debajo del brazo; la dejó en el suelo y añadió-: Tengo que planear muy bien mi jornada de pesca.

– Lo pasareis muy bien -pronosticó Billy echándole un vistazo a Lucy y siguiendo a Jack camino de la puerta que había a un costado de la casa-. Nathan es un buen muchacho. Es obvio que ha recibido una buena educación.

Jack se volvió para mirar a su hermano.

– Ya has visto la pinta que tiene. El piercing del labio y el pelo de punta. Leva cadenas de perro y los pantalones tan caídos que casi se le ve el culo.

– Es el aspecto de muchos de los chicos de hoy en día. Eso no significa que no esté bien educado -explicó Billy.

Tenía razón, pero Jack no estaba de humor para reconocerle el mérito a Daisy, y mucho menos ahora que Billy había elegido el papel de abogado del diablo.

– Cuando tenía tres años quería un Porche 911 -le confesó Jack a Billy.

Billy se detuvo en seco y dijo:

– Es un Parrish.

Finalmente, le había convencido.


Jack llamó a la puerta de Louella Brooks con los nudillos. Estaba empezando a ponerse el sol, y una luz grisácea bañaba el porche.

Se abrió la puerta y se encontró cara a cara con Daisy. Llevaba el pelo suelto y algo revuelto, como si acabara de salir de la cama. Se había puesto un vestido rosa que se ataba en la nuca, iba descalza y estaba mas sexy que nunca. Jack sintió que en su estómago combatían la rabia y el deseo.

– Hola, Jack.

– Hola. ¿Está Nathan?

– Ha salido con mi madre, pero… -Daisy frunció el ceño y se mordió el labio inferior-. ¿Qué hora es?

Jack le echó un vistazo a su reloj.

– Poco más de las ocho.

– Oh. Bueno. Mamá y Nathan han ido a echarle una mano a Lily con la cena.

– ¿Cómo se encuentra tu hermana? -preguntó Jack.

Daisy se frotó los ojos y respondió:

– Mejor. Hace dos días que está en casa.

– ¿Te he despertado? -le preguntó Jack.

– Me he quedado dormida viendo un antiguo capítulo de Frasier. -Daisy le dedicó una sonrisa perezosa y añadió-: Nathan tiene que estar al caer.

– ¿Te importa que le espere aquí?

– ¿Vas a ser amable? -le preguntó Daisy arrastrando las palabras: Daisy Lee había recuperado su acento.

– No más de lo necesario -respondió Jack.

Ella recapacitó durante unos segundos y después se hizo a un lado y le invitó a pasar.

La siguió por el salón, que estaba a oscuras. Las luces multicolor de la televisión proyectaban manchas blancas y azules sobre su espalda y sus hombros desnudos. Le condujo hasta la cocina y encendió la luz.

Habían pasado muchos años desde la última vez que había estado en la cocina de Louella Brooks.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Té, Coca Cola, agua? -le preguntó Daisy; entonces sonrió, miró por encima del hombro y añadió-: ¿Bourbon?

– No, gracias.

Daisy se pasó la mano por el pelo mientras abría la nevera, y sacó una botella de agua de plástico azul. Se arregló el pelo con los dedos, desenroscó el tapón de la botella y cerró la puerta con un golpe de cadera.

– ¿Qué tal te ha ido por Seattle? -le preguntó Jack.

– Ha sido muy triste. -Los sedosos cabellos de Daisy volvieron a su lugar, apoyó un hombro en la nevera y miró a Jack a los ojos-. Finalmente empaqueté la mayoría de cosas de Steven. Junie se llevó todo lo que quiso. Los de la beneficencia hicieron el resto.

Jack apreció la tristeza en sus ojos castaños, pero se dijo que no le importaba lo más mínimo. Daisy se llevó la botella a los labios y le dio un trago. Cuando volvió a bajarla, Jack apreció la gota que había quedado en su labio superior.

– He traído algunas fotos para ti -le dijo Daisy; la gotita todavía siguió allí durante un buen rato; finalmente se deslizó y desapareció entre ambos labios.

– ¿Qué fotos? -preguntó Jack; si se trataba de fotografías de ella, Steven y Nathan en Seattle ya podía quedárselas.

– Hay una de Nathan en el hospital, recién nacido. Otra montado en triciclo, soplando las velas del pastel en su cumpleaños, jugando a fútbol… Cosas de ese estilo. -Daisy levantó un dedo y dijo-: Ahora vuelvo.

Jack no quería que Daisy se mostrase razonable. Traerle fotografías sobrepasaba la fingida amabilidad que habían pactado mostrar en público. No quería que fuese agradable. No quería ver cómo se deslizaban las gotas de agua por sus labios. No quería ver cómo se alejaba, ni pasear la mirada por su espalda hasta llegar a su trasero y finalmente al final de su vestido, donde la tela acariciaba sus muslos.

Cuando regresó, llevaba bajo el brazo una caja de zapatos.

– Tengo miles de fotos de Nathan; esto no es más que una pequeña muestra. Pensé que te gustaría verlas. -Daisy llevó la caja hasta la mesa del desayuno y se sentó. Jack tomó asiento frente a ella, y Daisy abrió la caja. Sacó unas cuantas instantáneas y se las pasó a Jack-. Ésa es en el hospital. Tenía una herida porque tuvieron que sacarlo con fórceps.

Jack bajó la vista y vio a un bebé diminuto con una herida en la mejilla. Sus ojillos parecían los de un animalito y tenía los labios ligeramente fruncidos, como si estuviese a punto de besar a alguien. En la siguiente fotografía Daisy aparecía tal como él la recordaba en sus tiempos en el instituto. Tal como era el día en que lo abandonó. Llevaba el pelo largo y estaba sentada en la cama del hospital con el bebé en brazos envuelto en una sábana blanca. Su hijito. Su chica. Aunque por aquel entonces ya no era suya.

– No sabía si querrías quedarte con ésta, como salgo yo… -dijo ella-. Claro que salgo en todas las fotografías del hospital. -Sacó algunas fotos más de la caja-. Las que no quieras déjalas aquí. -Al pasarle las fotos, Daisy se inclinó hacia delante-. Ésa es del primer cumpleaños de Nathan. -Señaló un bebé sobre una silla de cocina. Tenía la cara y el pelo manchados de chocolate, y reía con generosidad. Los restos de pastel estaban espachurrados encima de la mesa que tenía enfrente.

»Acababa de hacer el pastel y me puse a fregar los platos -continuó Daisy-. Cuando me volví, estaba encima de la silla y había agarrado varios puñados de pastel. Para cuando me hice con la cámara se lo había llevado a la boca y después se lo frotó por la cabeza. -Jack se echó a reír, ella alzó la vista y sonrió-. Era un caso -agregó volviendo a centrar la atención en la fotografía. Jack desplazó la mirada hacia el cuello de Daisy. Tenía los pechos apretados contra la mesa y se le veía el canalillo. Si se hubiera inclinado sólo un poco hacia delante, Jack habría captado el aroma de su cabello-. Ésta es de cuando tuvimos que empezar a encerrarlo en nuestro dormitorio -añadió.

Jack se echó hacia atrás en la silla y preguntó:

– ¿Por qué?

– Porque a los siete meses aprendió a salir de la cuna -dijo Daisy-. Por miedo a que un día se cayese, decidimos comprarle una cama muy bajita. Entonces, un día, poco después de su cumpleaños, haciendo su cama encontré tres destornilladores debajo de la almohada. -Daisy sacudió la cabeza-. La única posibilidad que se me ocurrió fue que el niño rondaba por la casa cuando Steven y yo nos dormíamos. Por eso tuvimos que encerrarlo en nuestra habitación, con nosotros.

Los tres en una sola cama. Una familia feliz. Jack tendría que haber sido uno de los protagonistas de esa historia. Tendría que haber estado con ella y con Nathan. Pero Daisy eligió a Steven.

Debió haberle elegido a él. Era él el que tendría que haber estado en aquella cama, pero la cruda realidad era que no podía culparla por su elección.

Ya no. Ella había escogido a Steven porque tenía dieciocho años y estaba asustada. Pero tener dieciocho años y estar asustada no justificaba el hecho de que se hubiese llevado a su hijo. No creía que pudiese perdonarla nunca por ese motivo.

Daisy extendió otras cuantas fotografías sobre la mesa.

– Tengo un montón de fotos de Nathan a todas las edades. Es mi tema favorito. Tengo algunas en blanco y negro, muy bonitas, que tomé hace unos años, cuando subimos por las rocas que había al pie de Snoqualmie Falls. El blanco y negro unificó todo lo que Nathan tenía a su alrededor. -En su boca se esbozó el anuncio de una sonrisa-. En color la foto habría sido excesiva y Nathan se habría perdido entre tanta variedad de colores y formas.

– Hablas como una experta en fotografía -le dijo Jack; él tenía una de esas cámaras compactas con enfoque automático, y además siempre se olvidaba de llevarla a las fiestas de sus sobrinas.

– Soy fotógrafa. Es así como me gano la vida -le explicó ella.

Jack no lo sabía. Pero lo cierto era que sabía muy pocas cosas de su vida en Seattle.

– Es lo que tengo planeado hacer en el futuro -prosiguió Daisy-. Voy a abrir mi propio estudio. Me he estado informando sobre el precio del alquiler de pequeños locales, incluso he hablado con un agente inmobiliario sobre un local en Belltown, que está en el centro de la ciudad. -Rebuscó en la caja y sacó más fotografías-. Al principio sé que será duro, con el dinero que saque de vender la casa y lo que recibí por el seguro de vida de Steven saldremos adelante.

Ella continuaba con su vida. Miraba hacia el futuro, en tanto que él seguía anclado en el pasado, incapaz de avanzar.

Louella entró en la cocina seguida de Nathan, que cargaba con más cadenas de lo habitual y llevaba una camiseta con el dibujo de un monopatín estampado en el pecho.

Daisy se levantó y fue a su encuentro.

– Nathan, Jack ha venido para hablar contigo.

Nathan miró a su padre por encima de la cabeza de Daisy. Jack dejó las fotografías sobre la mesa y se puso en pie. Centró su atención en la abuela del muchacho. Tenía ojeras muy marcadas y el pelo algo despeinado.

– Buenas tardes, señora Brooks.

– Buenas tardes, Jackson -respondió la madre de Daisy.

– ¿Qué tal se encuentra?

– He tenido días mejores -dijo-. Lily insiste en quedarse en su casa, a pesar de que aquí estaría mucho mejor. -Dejó su enorme bolso negro sobre la encimera y se acercó a Jack-. El año pasado, la hija de Tiny Barnett, Tammy, tuvo problemas femeninos y tuvieron que operarla. ¿Te lo contaron?

Jack no estaba seguro de si Louella le estaba hablando a él. Le estaba mirando, pero no conocía a nadie llamado Tiny Barnett, ni tampoco a su hija Tammy.

Sin embargo, sin esperar respuesta, Louella prosiguió:

– Murió porque salió del hospital demasiado pronto.

– Mamá -dijo Daisy con un suspiro-, Lily no va a morir.

– Eso fue lo que pensó Tammy. Y dejó solo a un niño de la edad de Pippen. Y también a un marido. Era uno de esos yanquis del este, así que cuando Tammy pasó a mejor vida hizo las maletas y se llevó al niño. Tiny no le ha visto el pelo desde entonces. Y Tiny es una buena mujer. Ha estado con Horace Barnett todos estos años. Y todo el mundo sabe que ese hombre nació cansado y que es un vago redomado. No creo que haya aguantado más de un mes seguido en alguno de sus innumerables trabajos.

Dejó de hablar y entonces Jack recordó de pronto un detalle fundamental: la razón por la cual Steven y él solían esperar a Daisy en el porche. Habían pasado quince años, pero aquella mujer no había cambiado. Louella Brooks no callaba ni debajo del agua.

– Además, Horace tiene una hija retrasada, la pobre. Suele pasar por el restaurante de vez en cuando para comer mollejas. Yo creía que…

A Jack empezó a dolerle la cabeza, miró a Daisy y a Nathan, que estaban de perfil, detrás de Louella. Nathan era unos cuantos centímetros más alto que su madre y miraba a Daisy con la cabeza ligeramente inclinada intentando comunicarle algo sin hablar. Ella se encogió de hombros como queriendo decir «No puedo hacer nada por evitarlo». Mientras Louella no dejaba de parlotear sobre mollejas y pollo frito, Daisy y Nathan mantenían una conversación sin decir palabra. Madre e hijo.

Nathan se balanceó sobre los talones y se pasó el dedo índice por el cuello. Daisy se tapó la boca con la mano y sacudió la cabeza. Eran una familia. Una familia de dos miembros. Se sentían a gusto el uno con el otro. Y Jack no formaba parte de esa unión.

Como si hubiese notado su mirada, Daisy volvió la cabeza hacia Jack y soltó una carcajada.

– Por Dios, Daisy. ¿Qué te ocurre? -le preguntó Louella volviéndose para mirar a su hija.

– Es que me he acordado de algo que me ha pasado hoy. -Daisy se pasó el pelo por detrás de las orejas y añadió-: Jack ha venido a hablar con Nathan, así que deberíamos dejarlos solos.

– De hecho, esperaba que Nathan y tú me acompañaseis al coche -dijo Jack.

– Guay -dijo Nathan.

– Claro.

Jack miró a Louella y se despidió:

– Buenas tardes, señora. Déle recuerdos a Lily de mi parte cuando la vea.

– Lo haré -dijo ella.

Los tres cruzaron el salón y salieron por la puerta principal, con Jack en cabeza.

– ¿Por qué nunca le dices que pare? -le preguntó Nathan a su madre en cuanto la puerta se cerró a su espalda.

Dejaron atrás el porche y recorrieron el camino de acceso a la casa. La puesta de sol teñía el cielo del anochecer con una paleta de impresionantes tonos rojizos y anaranjados, que a lo lejos se acercaban al rosa y al púrpura. Bajo aquella luz, el cabello de Daisy parecía oro puro.

– Una vez que empieza nadie puede detenerla -respondió Daisy.

– Cuando veníamos de casa de tía Lily no dejó de hablar de alguien llamado Cyrus -dijo Nathan.

– Cyrus era tu tío abuelo; el pobre murió a los catorce años -le explicó su madre.

– ¿Y por qué demonios tendría que importarme eso a mi? -exclamó el chico.

– ¡Nathan!

Jack se echó a reír.

– No le animes a hablar mal, Jack -le dijo Daisy justo cuando llegaban al final del sendero de entrada.

– Ni lo sueñes -contestó Jack volviéndose hacia su hijo-. ¿Qué te parecería ir de pesca?

Nathan se encogió de hombros.

– Mi padre y yo solíamos ir de pesca a menudo.

Jack se obligó a sonreír.

– Voy a ir a pescar este fin de semana y me gustaría que vinieses conmigo -le explicó Jack-. He pensado que podríamos salir el sábado por la mañana y regresar el domingo.

Nathan miró a Jack y después se volvió hacia su madre.

– No tenemos planes para este fin de semana. O sea que de acuerdo. Lo pasaréis bien -dijo Daisy.

Nathan permaneció callado, y Jack decidió hablar para romper el silencio. Abrió la boca y se oyó a sí mismo decir:

– Daisy, ¿por qué no te vienes con nosotros?

No podía creer lo que acababa de decir. El dolor de cabeza se agudizó. Acababa de proponerle a Daisy lo que tanto le había fastidiado que le sugiriese su hermano Billy.

Lo único que podía esperar ahora era que ella rechazase su oferta.

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