Daisy sopló el café para enfriarlo un poco y se llevó la taza a los labios. El sol estaba a punto de salir y su madre aún dormía en la habitación del fondo del pasillo. Aparte de algunos pequeños electrodomésticos nuevos, pocas cosas habían cambiado en la cocina de su madre. El suelo y las encimeras seguían teniendo el mismo tono azulado de siempre, y las campanillas azules tan típicas de Tejas que antaño se habían pintado en los muebles blancos todavía se distinguían.
Intentando hacer el menor ruido posible, Daisy se puso el chubasquero que colgaba de la puerta desde la noche anterior. Muy lentamente, metió primero un brazo y luego el otro; una vez puesto, le cubría por completo el corto pantalón del pijama que llevaba debajo. Se colocó los zuecos que su madre utilizaba para trabajar en el jardín y se sumergió en las profundas sombras de la madrugada. El aire frío le acarició el rostro y las piernas desnudas, y la ligera brisa liberó de su cola de caballo algunos mechones de pelo. El aire de Tejas llenó sus pulmones y le arrancó una sonrisa. No sabía por qué, ni tampoco cómo explicarlo, pero en esta parte del mundo el aire era diferente. Era como si lo tuviera en el interior de su pecho y desde allí irradiase hacia el exterior. Sentía cómo susurraba por toda su piel dando respuesta a un anhelo que, sin ni siquiera saberlo, guardaba oculto en lo más profundo de su alma.
Estaba en casa. Aunque fuese por poco tiempo.
Vivía en Seattle, en el estado de Washington, desde hacía quince años. Había acabado por gustarle. Le encantaban el verde paisaje, las montañas, la bahía. Le gustaba esquiar, tanto en la nieve como en el agua, y los Mariners. Y muchas cosas más.
Pero Daisy Lee era de Tejas. Lo llevaba grabado en el corazón y en la sangre. Formaba parte de su ADN, como el hecho de ser rubia. Era como la marca de nacimiento parecida a un chupetón que tenía en la parte superior de su pecho izquierdo. Y, al igual que esa marca, Lovett tampoco había cambiado en esos quince años. La población había aumentado en unos cuantos cientos de personas; había algunas tiendas nuevas y una nueva escuela primaria. Recientemente se había añadido al paisaje del pueblo un campo de golf de dieciocho hoyos y un club de campo, pero, al contrario de lo que sucedía en el resto del país, o en las grandes ciudades de Tejas, Lovett seguía fiel a su ritmo pausado.
Daisy contempló las sombras que se formaban en el jardín de su madre. La silueta de un molino de viento de metro y medio de altura, una estatua de Annie Oakley y una docena de flamencos se destacaban en la oscuridad. Durante la adolescencia, tanto a ella como a Lily, su hermana pequeña, el peculiar gusto de su madre por la decoración exterior les había hecho subir los colores en más de una ocasión. Ahora, al contemplar el desfile de flamencos, no pudo evitar sonreír.
Le dio un sorbo al café y se sentó en el escalón de cemento, junto a un armadillo de piedra con varios cachorrillos pegados a la espalda. Daisy no había dormido bien la noche anterior. Tenía los ojos hinchados y la cabeza le funcionaba más despacio. Sintió un escalofrío y dejó reposar la taza sobre la rodilla. Antes de ver a Jack sabía muy bien lo que iba a hacer. Había vuelto a Lovett, por un lado, para visitar a su madre y a su hermana y pasar con ellas unos días, y, por otro, para hablar con Jack y contarle lo de Nathan. En un principio, había pensado quedarse doce días, y hasta que habló con Jack la noche anterior le había parecido tiempo de sobra.
Siempre había sabido que no sería tarea fácil, pero tenía muy claro todo lo que debía decirle. Con Steven, había hablado de ello largo y tendido antes de su muerte. En el bolsillo seguía llevando la carta que Steven había escrito antes de perder definitivamente la capacidad de leer y escribir. Cuando aceptó que iba a morir, que su enfermedad no tenía cura, que no quedaban más medicamentos experimentales ni operaciones por probar, quiso aclarar algunas cuestiones con las personas a las que había hecho daño a lo largo de su vida. Una de esas personas era Jack. En un principio pensó en mandar la carta por correo, pero, después de hablarlo con Daisy, decidieron que lo mejor sería entregársela en persona. Y que lo hiciese Daisy. Porque, al fin y al cabo, era ella la que tenía que aclarar las cosas con Jack Parrish, era ella la que más daño le había hecho.
Nunca habían pretendido ocultarle a Jack lo de Nathan. Su madre lo sabía. Y su hermana. Nathan también estaba al corriente. Siempre había sabido que su padre biológico se llamaba Jackson y que vivía en Tejas. Se lo dijeron en cuanto consideraron que era capaz de entenderlo, pero nunca expresó el menor interés por conocerlo. A todos los efectos, Steven había sido un padre para él.
Ya empezaba a ser hora de que se conocieran. Tal vez después de contarle a Jack que tenía un hijo. Daisy dejó escapar un leve gemido y se llevó la taza de café a los labios. Un hijo de quince años con una cresta teñida de verde, un piercing en el labio y un montón de cadenas en su vestuario, tantas que parecía haber asaltado la perrera municipal.
Nathan no lo había pasado nada bien los últimos dos años y medio. Cuando le diagnosticaron la enfermedad a Steven, aseguraron que le quedaban tan sólo cinco meses de vida. No murió hasta al cabo de dos años, pero no fueron dos años fáciles. A Daisy le resultó muy duro ser testigo de la lucha de Steven por seguir vivo, pero para Nathan fue un auténtico calvario. Además, aunque no le gustaba admitirlo, tenía que reconocer que en ciertos momentos no se había mostrado muy considerada con su hijo. Hubo incluso noches en las que no se dio cuenta de que el muchacho no estaba en casa hasta que regresó. En cuento le vio entrar por la puerta, le echó una soberana bronca por no haberle dicho adónde había ido. Él la miró con esos ojos azul claro y le dijo: «Te pregunté si podía ir a casa de Pete y me dijiste que sí.» Y ella no tuvo más remedio que admitir que posiblemente habían hablado del asunto y, como estaba totalmente centrada en el cuidado de Steven, lo había olvidado: puede que estuviese pendiente de sus medicinas, o de la siguiente operación, o quizá se trataba del día en que Steven había perdido la capacidad de usar la calculadora, de conducir o de atarse los zapatos. Observar los esfuerzos de su marido por mantener su dignidad al tiempo que intentaba recordar cómo hacer cosas que llevaba haciendo desde los cuatro o cinco años resultaba descorazonador. En muchas ocasiones, Daisy se olvidada por completo de conversaciones que había mantenido con Nathan.
El día en que Nathan se presentó en casa con aquella cresta, Daisy se dijo que las cosas se le estaban escapando de las manos. De repente comprendió que su hijo ya no era un niño dispuesto a jugar a fútbol y ver el canal de dibujos animados tumbado en el sofá agarrado a su manta preferida. Aunque no fue el color de su pelo lo que más le llamó la atención, sino la mirada perdida que encerraban sus ojos. El vacío de esa mirada la obligó a salir del estado de depresión y dolor en el que había estado sumida durante los siete meses posteriores a la muerte de Steven.
Steven murió. Nathan y ella lamentarían siempre su pérdida, la sentirían como si les hubiesen cortado un pedazo de sus almas. Steven había sido el mejor amigo de Daisy y un buen hombre. Había sido un refugio para ella, un apoyo, alguien que había hecho que su vida fuese mejor. Más fácil. Había sido un marido y un padre estupendo.
Nathan y ella jamás le olvidarían, pero Daisy no podía seguir viviendo en el pasado. Tenía que vivir en el presente y empezar a mirar hacia el futuro. Por Nathan y por ella misma. Sin embargo, era consciente de que para seguir adelante con su propia vida tenía que revisar algunas cosas de su pasado. Tenía que desvelar el secreto.
Los rayos del sol comenzaron a esparcirse por el césped y las gotas de rocío que cubrían el jardín empezaron a brillar. El sol de esa hora temprana se proyectaba sobre alargadas franjas de hierba húmeda, trepaba por el molino de viento, arrancaba destellos del rifle plateado de Annie Oakley. Daisy echó de menos su cámara Nikon con gran angular. La tenía en su habitación, pero sabía muy bien que si iba en su busca, aunque fuera a todo correr, se perdería definitivamente aquel espectáculo de luz. En pocos segundos el sol llegó hasta sus pies, se paseó por sus piernas y le iluminó el rostro; Daisy cerró los ojos y dejó que la bañara con su calor.
Después de vivir tantos años en el norte Daisy había perdido el acento, pero seguía teniendo debilidad por los espacios abiertos y la visión del amplísimo cielo azul sobre el horizonte. Abrió los ojos y lamentó que Steven no estuviese allí para verlo. Él había amado aquella tierra tanto como ella. Bajó la vista y observó los zuecos que cubrían sus pies. Deseó que las cosas hubieran sido de otra manera. Le habría gustado, por ejemplo, disponer de algo más de tiempo antes de tener que enfrentarse a Jack. No le apetecía en absoluto volver a ver el desdén en su rostro. Siempre había sabido que no iba a recibirla con los brazos abiertos, pero aun así le sorprendió que después de todos esos años siguiese odiándola tanto como la última vez que se habían visto.
«¿Te parezco desagradable? -le había dicho-. Esto no es nada, florecita. Si te quedas un rato más vas a ver lo desagradable que puedo llegar a ser.»
Se preguntó si Jack habría sido consciente de que le había llamado «florecita». Así era como la llamaba en los viejos tiempos. Así fue como la llamó la primera vez que la vio en la escuela primaria de Lovett.
Todavía recordaba lo nerviosa que estaba y el miedo que tenía aquel día, ahora tan lejano. Temía que nadie la quisiese, y tenía la sensación de que con ese lazo rojo en lo alto de su cabeza parecía una niña tonta. Su madre lo había sacado de una cesta de regalo que contenía un montón de cupones, un libro de recetas y todos los ingredientes para preparar un buen chile tejano. Daisy no quería llevar aquel lazo, pero su madre insistió: le quedaba muy bien y además hacía juego con el vestido.
Nadie habló con ella en toda la mañana. A la hora del almuerzo estaba ya tan preocupada que le resultó imposible comerse su bocadillo de queso. Finalmente, durante el recreo, Steven y Jack se acercaron a la valla metálica en la que Daisy estaba apoyada.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Jack.
Daisy le miró a los ojos, esos ojos verdes enmarcados en largas pestañas negras, y sonrió. Por fin alguien le hablaba, y su corazón dio un respingo de alegría.
– Daisy Lee Brooks.
Jack se apoyó en los talones de sus botas mientras la miraba de arriba abajo.
– Bueno, florecita, creo que llevas el lazo más ridículo que he visto en mi vida -espetó, y Steven y él se echaron a reír.
Cuando Daisy le oyó decir que su lazo era ridículo, todos sus temores quedaron confirmados y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Sí, pero vosotros dos sois todavía más ridículos -respondió, orgullosa de poderse defender sola. Aunque acto seguido arruinó su actuación echándose a llorar.
Al recordar ese día sus labios dibujaron una triste sonrisa. Se había prometido a sí misma que odiaría a esos dos muchachos durante el resto de sus días. Pero el enfado le duró hasta el momento en que Jack le preguntó si querría jugar en su equipo de béisbol infantil al cabo de tres semanas. Fue Steven quien le enseñó a jugar en la segunda base sin que la pelota le golpease en la cara.
En un principio, Jack la había llamado «florecita» para tomarle el pelo, pero años después susurraba aquel nombre mientras la besaba dulcemente en el cuello. Su voz había ido adquiriendo más gravedad a medida que descubría nuevas maneras de tomarle el pelo. Hubo un tiempo en el que el mero hecho de recordar sus besos encendía una llamarada de pasión en su pecho, pero hacía ya muchos años que no sentía nada por él.
Recordó entonces el aspecto de Jack la noche anterior, medio desnudo y fuera de sí. El modo en que entornaba los ojos, sus atractivos ojos verdes y su sonrisa sardónica. Era incluso más guapo que antaño, pero Daisy también era más mayor y más inteligente, y ya no se dejaba tentar por los tipos guapos con malos modos.
Nathan no se parecía mucho a Jack. Excepto tal vez en ciertos rasgos de su carácter. Aunque decidieron que Nathan se instalaría en casa de la hermana de Steven, en Seattle, mientras Daisy estuviera en Lovett, el chico sabía cuál era el verdadero motivo del viaje de su madre. Daisy había acabado aprendiendo la lección sobre las mentiras, por bien intencionadas que éstas fuesen, y jamás le mentía a su hijo. De todos modos, había decidido hacer el viaje la última semana del curso para que Nathan no pudiera acompañarla. Daisy no tenía ni idea de cuál sería la reacción de Jack cuando le contase lo de Nathan. No creía que pudiese mostrarse cruel con el muchacho, pero no estaba absolutamente segura de ello. No deseaba que Nathan estuviese presente si Jack se ponía furioso. Nathan ya había conocido de sobras lo que era el dolor.
Oyó los movimientos de su madre dentro de la casa. Se puso en pie y volvió dentro.
– Buenos días -dijo mientras se quitaba el chubasquero. Percibió al instante el cálido aroma de la cocina de su madre. El olor a pan recién horneado y a comida casera la envolvió como una manta-. He contemplado la salida del sol. Ha sido precioso. -Se sacó los zuecos y miró a su madre, que en ese instante le estaba echando un poco de leche a su café. Louella Brooks llevaba puesto un camisón de nylon, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogida en lo alto de la cabeza con una redecilla.
– ¿Qué tal la fiesta de anoche? -preguntó Daisy. El segundo viernes de cada mes, el club de solteros de Lovett organizaba un baile y Louella Brooks no se había perdido ni uno desde que se inscribió en el club, en 1992. Pagaba cincuenta dólares al año y estaba decidida a sacarle rendimiento a ese dinero.
– Vino Verna Pearse, y te aseguro que parecía diez años mayor de lo que es en realidad. -Louella dejó la cucharilla en el fregadero y se llevó la taza a los labios. Miró a Daisy por encima de la taza-. Estaba floja, encorvada…, para el arrastre.
Daisy sonrió y se llenó de nuevo la taza de café. Verna había trabajado con Louella en el restaurante Wild Coyote. Durante un tiempo fueron amigas. En los dos últimos años de instituto, Daisy también trabajó allí, pero no conseguía recordar por qué se había roto su amistad.
– ¿Qué pasó entre Verna y tú? -le preguntó a su madre.
Louella dejó la taza sobre la encimera y cogió una barra de pan de la despensa.
– Verna Pearse tienes menos sesera que un mosquito -respondió-. Durante un año no dejó de repetirme que ganaba diez centavos más la hora que yo porque era mejor camarera. No dejó de pavonearse ante mis narices, pero acabé descubriendo que ese dinero lo ganaba de otra forma.
– ¿Cómo?
– Con Big Bob Jenkins.
Daisy recordaba al dueño del restaurante, pero no sabía que nadie le llamase Big Bob.
– ¿Se acostaba con Big Bob?
Louella negó con la cabeza y entreabrió la boca.
– Gratificación oral en el almacén.
– ¿En serio? Eso es poco menos que un delito.
– Sí. Es una forma de prostitución.
– Yo me refería más bien a algo parecido a la esclavitud. Verna se la chupaba a Big Bob por algo así como… ¿unos ochenta centavos al día? Eso no es justo.
– Daisy -exclamó su madre mientras sacaba la tostadora del armario-. No digas palabras soeces.
– ¡Tú eres la que ha sacado el tema! -Nunca entendería a su madre. «Gratificación oral» le parecía bien, pero «chuparla» era para ella una palabra soez.
– Has pasado demasiado tiempo en el norte.
Tal vez tenía razón, porque no lograba ver cuál era la diferencia. Aunque lo cierto es que hubo una época en la que nunca se le habría ocurrido utilizar esa palabra en semejante contexto.
Louella cortó una rebanada de pan.
– ¿Quieres una tostada?
– No como nada por las mañanas. -Daisy bebió un trago de café y se colocó junto a la mesa rinconera. La brillante luz de la mañana se colaba por entre los visillos de la ventana e iluminaba la mesa amarilla.
– ¿Saliste anoche? -le preguntó su madre mientras tostaba una rebanada de pan.
Lo que quería decir si había tenido arrestos para ir a ver a Jack.
– Sí. Pasé por su casa.
– ¿Se lo contaste?
Daisy se sentó en uno de los bancos y fijó la mirada en sus manos: se le había desprendido un poco de esmalte rojo de una de las uñas.
– No. Tenía compañía. Su novia estaba con él, así que no era el momento adecuado.
– Tal vez sea una señal de que debes dejarle en paz.
A su madre siempre le había gustado más Steven que Jack, aunque éste también le gustaba. Cuando los tres se metían en problemas, Jack solía ser el que se llevaba la bronca. Y mientras él solía aceptar la reprimenda, Daisy y Steven intentaban librarse por todos los medios.
– No puedo hacerlo -dijo Daisy-. Tengo que contárselo.
– Sigo sin entender por qué. -La tostada saltó y Louella la colocó en un pequeño plato.
– Ya sabes por qué. -Daisy no tenía intención de volver a discutir con su madre los motivos que la habían llevado hasta allí. Abrió el frasco de esmalte de uñas que había dejado sobre la mesa el día anterior y reparó la rasgadura.
– Bien, si lo tienes tan claro no tenías por qué ir anoche. -Louella sacó la mantequilla de la nevera y extendió un poco sobre su tostada-. La gente enseguida chismorrea sobre las viudas. Dirán que estás desesperada.
El padre de Daisy había muerto cuando ella tenía siete años, pero nunca había oído decir a nadie que su madre estuviese desesperada.
– No me importa. -Cubrió la uña del índice con esmalte rojo y después volvió a cerrar el frasco.
– Pues debería importarte. -Louella cogió el plato con la tostada y la taza de café y se sentó en la mesa, frente a su hija-. No creo que te guste la idea de que la gente piense que andas buscando plan.
Daisy se sopló la uña para evitar echarse a reír. Hacía dos años que no mantenía relación alguna con nadie, y ya ni siquiera estaba segura de saber cómo se hacía. Tras el diagnóstico de Steven y la primera operación, intentaron mantener una vida marital normal, pero al cabo de unos pocos meses todo se complicó demasiado. Al principio echó de menos hacer el amor con su marido. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo se fueron pasando las ganas. Y lo cierto es que ahora prácticamente no pensaba en ello.
– ¿Cómo se te ha ocurrido poner esos flamencos en el jardín? -preguntó Daisy para cambiar de tema.
– Me parecieron bonitos -respondió su madre. En el pasado, a Louella le había gustado todo lo relacionado con Walt Disney. Blancanieves y los Siete Enanitos y unos cuantos personajes de Alicia en el país de las maravillas habían ocupado durante un tiempo su jardín-. El flamenco grande con el libro de bolsillo en el pico es de la tienda de Kitty Fae Young. Su nieta los hace por encargo. Te acuerdas de Amanda, ¿verdad?
Daisy sintió que la invadía la oleada de aburrimiento de la que tantas veces había sido víctima de pequeña. Su madre siempre había tenido la costumbre de divagar sin descanso sobre gente a la que Daisy no conocía, que nunca había conocido, y que no le importaba lo más mínimo. En el pasado, ella y Lily habían sido víctimas involuntarias de esa tendencia, obligadas a escuchar cotilleos picantes relacionados con el restaurante, que habitualmente acababan por no ser tan picantes. De poco servía que tanto ella como su hermana declarasen de vez en cuando lo poco que les importaba quién se había comprado un Buick, quién tenía artritis o quién preparaba unas galletas malísimas; Louella era como un disco rayado y no podía parar de hablar hasta que consideraba que había llegado al final.
Daisy negó con la cabeza y respondió en voz baja:
– No.
– Seguro que sí -dijo su madre-. Tenia los dientes muy grandes. Parecía un castor.
– Ah, sí -rectificó Daisy; seguía sin tener ni idea de quién era, pero al oeste de Tejas había unas cuantas muchachas con los dientes grandes.
Daisy se fue deslizando por el banco y se puso en pie. Mientras su madre le hablaba de Amanda y sus ideas sobre decoración de jardines, Daisy se acercó al fregadero y enjuagó su taza. Levantó los ojos hacia los cristales emplomados verdes y rojos que formaban destellos de colores sobre el alféizar. Se fijó en una foto enmarcada y la cogió. En ella aparecían Steven y Nathan en su cuarto cumpleaños. Daisy había utilizado un gran angular para distorsionar el enfoque corto. Ambos llevaban sombreros de fiesta y reían como lunáticos escapados de un manicomio, con los ojos muy abiertos. Daisy hizo aquella foto cuando empezó el curso de fotografía; todavía estaba experimentando. Todos eran muy felices por aquel entonces.
Empezó a fruncir el ceño y acabó apartando la vista. No quería pensar en el pasado. No quería verse atrapada por una marea de emociones. Dejó la taza en el lavaplatos y posó la mirada en la lista de la compra que colgaba de una pinza del recetario.
– … Pero entonces tu ya no vivías aquí -prosiguió su madre-. Fue el año en que un tornado se llevó el tráiler de Red Cooley.
– ¿Vas a ir a comprar? -preguntó Daisy interrumpiendo a su madre.
– Necesito algunas cosas -respondió mientras se levantaba de la mesa y guardaba el pan-. Lily Belle y Pippen vendrán a comer mañana después de misa. Pensé que necesitamos algo de jamón.
Lily era tres años menor que Daisy, y Pippen era su hijo de dos años. El marido de Lily se había fugado con una vaquera, por lo que estaban sumidos en un desagradable proceso de divorcio. Estaba pasando una mala época, de ahí que Lily tuviese a los hombres, a todos los hombres, en el punto de mira.
– Ya iré yo a comprar a Albertsons -se ofreció Daisy. De ese modo, podría escoger algo más que jamón. Nunca le había apasionado el cerdo y, después del funeral de Steven, un montón de gente bienintencionada le había obsequiado con jamón cocido. Todavía le quedaba un poco en la nevera, en Seattle.
Se dio una ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta azul. Se secó el pelo y se maquilló un poco. Con la lista de la compra en el bolsillo trasero del pantalón, montó en el Cadillac de su madre. El coche tenía varios rasguños a ambos lados, todos debidos a lo mismo: la miopía de su madre. Un ambientador con forma de flamenco colgaba del retrovisor, y al coche le chirriaban las ruedas cuando tomaba las curvas.
En el hilo musical del supermercado Albertsons sonaba la canción Mandy, de Barry Manilow, una aberración en cualquier estado del país, pero especialmente en Tejas. Daisy metió una caja de bolsitas de té y una lata de café en el carrito, y se dirigió a la sección de las carnes. Le apetecía algo para asar, así que cogió un paquete de costillas.
– Eh, Daisy. Había oído que estabas en el pueblo.
Daisy apartó la mirada de las costillas. La mujer que tenía enfrente le resultaba familiar, pero no recordaba de quién se trataba. Tenía el pelo recogido con unos enormes rulos de color rosa y llevaba una lata de Super Hold Aqua Net en una mano y un paquete de horquillas en la otra.
A Daisy le costó unos cuantos segundos asociar aquel rostro a un nombre.
– Eres Shay Brewton, la hermana pequeña de Sylvia, ¿verdad? -Ella y Sylvia habían sido compañeras en el equipo de animadoras del instituto Lovett. Fueron buenas amigas, pero perdieron el contacto cuando Daisy y Steven se fueron del pueblo-. ¿Cómo está Sylvia?
– Bien. Vive en Houston con su marido y sus hijos.
– ¿En Houston? -Daisy dejó la carne en su sitio y colocó un pie en la barra trasera del carrito-. Vaya. Lamento que se mudase. Esperaba verla antes de marcharme.
– Pasará aquí el fin de semana; ha venido a mi boda.
Daisy sonrió.
– ¿Te casas? ¿Cuándo? ¿Con quién?
– Jimmy Calhoun, en la iglesia baptista. Esta tarde, a las seis.
– ¿Jimmy Calhoun? -Había ido a la escuela con Jimmy. Era pelirrojo y llevaba aparatos en los dientes. Los Calhoun eran seis hermanos, todos ellos problemáticos. Si hubiese tenido que apostar, habría asegurado a que todos ellos estaban viviendo ahora en Huntsville con el cuerpo cubierto de tatuajes carcelarios.
Shay soltó una risotada.
– No me mires como si hubiese perdido la chaveta.
Daisy no se había dado cuenta de que tenía la boca abierta, y la cerró de golpe.
– Enhorabuena. Estoy segura de que serás muy feliz -dijo.
– Pásate después por la fiesta. Es en el club de campo. Empezará a las ocho.
– ¿Justo después de la boda?
– Será una fiesta por todo lo alto. Habrá mucha comida y bebida, y hemos contratado a Jed y los Rippers para que toquen para nosotros. Estará Sylvia, y sé que le encantará verte. También estarán mamá y papá.
La señora Brewton había sido una de las entrenadoras del equipo de animadoras. El señor Brewton tenía su propia destilería en el cobertizo de su casa. Daisy sabía por propia experiencia que aquel licor podía agujerearte el esófago.
– Tal vez me pase un rato.
Shay asintió.
– Bien. Le diré a Sylvia que te he visto y que pasarás por la fiesta. Le encantará.
Daisy no se había traído ropa adecuada para asistir a una boda. El único vestido que tenía allí era blanco, muy poco apropiado para semejante evento. Tal vez podría enviarle un regalo.
– ¿Tienes lista de boda en algún sitio?
– Oh, no te preocupes por eso. -Sonrió-. Pero sí, tengo lista en Donna’s Gift, en la Quinta.
Por supuesto. Todo el mundo tenía su lista de boda en Donna’s.
– Bueno, pues nos vemos esta noche -dijo Shay mientras se alejaba.
Daisy la vio desaparecer tras una esquina y volvió a sonreír. La pequeña Shay Brewton iba a casarse con Jimmy Calhoun. En su época en el instituto, pocos muchachos estaban tan chiflados como Jimmy y sus hermanos.
Bueno, Jack sin duda se contaba entre ellos.
A Jack siempre le había acompañado un halo de locura. No tenía bastante con ir a todo trapo con la moto, necesitaba soltar las manos del manillar o ponerse de pie sobre el asiento. No le bastaba con perseguir los remolinos de polvo, tenía que salir a jugar cuando el servicio meteorológico había pronosticado tornados de fuerza uno. Creía que era invencible, una especie de superhombre.
Steven era más atrevido que Daisy, pero no llegaba a hacer ni la mitad de cosas que Jack. Nunca se había roto una pierna tras saltar desde el tejado de su casa sobre un lecho de hojas. Ni tampoco le había colocado un motor de motocicleta a un kart de fabricación casera y se había paseado por el pueblo como si estuviese en un circuito de carreras.
Jack sí había hecho todas esas cosas. Las había hecho a pesar de saber que su viejo se pondría furioso. Ray Parrish siempre era severo con Jack, pero éste estaba convencido de que valía la pena pasar por eso.
Steven Monroe siempre tomaba precauciones, era más serio y cumplidor; Jack, en cambio, vivía a toda velocidad, como si tuviese prisa por llegar a alguna parte.
Tener por amigo al chico más alocado de la escuela fue divertido. Mantener una relación sentimental con él fue un tremendo error.
Un error por el cual Daisy, Steven y Jack habían tenido que pagar un alto precio.