Capítulo 20

Durante el trayecto de vuelta a casa de la madre de Daisy ninguno de los dos abrió la boca. El único sonido que se oía en el oscuro interior del Mustang era el ronroneo del motor Shelby. Jack aparcó junto a la acera y Daisy le miró una última vez. Le estaba ofreciendo una postrera oportunidad de cambiar cosas que, al parecer, él no podía cambiar. De decir las palabras que no era capaz de decir.

¿Cómo se atrevía a pedirle que olvidara y perdonase? Como si eso fuese tan sencillo. Como si lo sucedido no hubiese abierto un agujero permanente en lo más profundo de sus entrañas. Como si no lo sintiese siempre, en todo momento, justo bajo la superficie.

Así que Jack se quedó observando a Daisy mientras se alejaba y, cuando entró en casa de su madre, él puso en marcha el coche y se fue. En esta ocasión, no había intentado retenerla. No hubo pelea alguna. Nadie pegó a nadie.

Pero el dolor era tan intenso como quince años atrás. No, se dijo en el camino de vuelta a su casa. Ahora era mucho peor. Ahora sabía cómo podrían haber sido las cosas. Ahora había entrevisto lo que podría haber sido su vida.

La silla sobre la que había hecho el amor con Daisy seguía apartada de la mesa. La misma mesa en la que ella se había tumbado mientras él saboreaba su intimidad. Al mirar la mesa y la silla sintió el ardor de aquel agujero en las entrañas. El fuego ascendía por su pecho hasta llegar a la garganta, impidiéndole respirar.

Cogió la silla, la llevó hasta la puerta trasera y la arrojó fuera. Regresó al comedor y observó la pesada mesa de madera que había pertenecido a su madre. La misma mesa en que la familia había comido tantas veces…

Allí se había comido también a Daisy.

Habría levantado la mesa y la habría mandado junto a la silla, pero no pasaba por la puerta de acceso al patio. Fue hasta el cobertizo para coger sus herramientas y, cuando regresó, volteó la mesa con una sola mano. El golpe que dio contra el suelo le resultó incluso gratificante. Se abrió una cerveza, enchufó la sierra Black & Decaer y se puso manos a la obra.

Cuando acabó el trabajo, las piezas en las que había convertido la mesa se extendían por el patio trasero junto a la silla de cocina. Había dado buena cuenta de un pack de seis cervezas y había empezado con el Johnny Walker. Jack nunca había sido lo que se dice un gran bebedor. Jamás había creído que beber solucionase nada. Pero esa noche simplemente quería ahogar su dolor.

Con el vaso en la mano, salió del comedor y pasó junto a la puerta abierta de su dormitorio. Les echó un vistazo a las sábanas revueltas de la cama y pensó que muy probablemente todavía olerían a Daisy. Llegó al salón y llenó de nuevo su vaso. Ni siquiera se molestó en encender la luz. Se sentó en el sofá de cuero negro. A oscuras. Solo.

La luz de la cocina iluminaba el pasillo y casi alcanzaba la punta de sus botas. Estaba cansado y dolorido debido al partido y a Daisy, pero sabía que no podría dormir. Le había dicho que la amaba y ella le había contestado que eso no era suficiente. Quería más.

Cerró los ojos y todo empezó a darle vueltas. Sintió que su estómago empezaba a manifestarse. Estaba jodido. La había dejado entrar en su vida. Tendría que haberlo sabido. Tendría que haber supuesto que ella volvería a acabar con él, como si tuviese una gran X marcada en el pecho. Había abierto los brazos de par en par y ella había disparado.

«Tienes todo el derecho a estar enfadado. Tienes todo el derecho a estarlo durante el resto de tu vida. -Eso era lo que ella le había dicho-. Pero creo que todo iría mucho mejor si, de algún modo, fueses capaz de librarte de ello.»

Jack era un hombre acostumbrado a arreglar cosas. A trabajar en algo hasta que alcanzaba un cierto grado de perfección. Pero conocía sus limitaciones. Reconocía los imposibles en cuanto los veía.

Y lo que Daisy le había pedido era imposible para él.


Jack no fue consciente de que se había dormido hasta que le despertó la voz de Billy.

– ¿Qué demonios…?

Jack abrió los ojos y la luz le deslumbró. Billy estaba frente a él con el mono de trabajo puesto.

– ¿Qué…? -empezó a preguntar Jack. Sentía la boca pastosa y le costó tragar saliva-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Son casi las diez. El taller está abierto desde hace una hora -le dijo Billy.

Jack estaba tumbado con los pies sobre la mesita del café, y había dormido con las botas puestas. Levantó la cabeza del respaldo del sofá y sintió como si alguien se la hubiera golpeado con un ladrillo.

– Dios.

– ¿Estuviste bebiendo?

– Sí.

– ¿Solo?

Jack se puso en pie y el estómago se le revolvió.

– En su momento me pareció buena idea. -Fue hasta la cocina y sacó la botella de zumo de naranja de la nevera. Se la llevó a la boca y bebió sin parar hasta que consiguió aliviar la sequedad de su garganta.

– ¿Por qué sólo hay cinco sillas donde estaba la mesa del comedor? -preguntó Billy.

– Estoy redecorando la casa.

Billy miró a su hermano, y después volvió a observar las sillas.

– ¿Y dónde está la mesa?

– En el patio trasero, junto a la silla que falta.

– ¿Por qué?

– Me gusta más así.

Billy caminó hasta la puerta trasera y miró hacia fuera. Lanzó un bufido y dijo:

– ¿Problemas con alguna mujer?

Jack rebuscó en uno de los armarios y sacó un bote de aspirinas. Problemas con alguna mujer sonaba a algo manejable. Como si se tratase de una pequeña discusión o algún tipo de desavenencia.

– ¿Con Daisy Lee?

– Sí. Ha vuelto a mi vida. Lo ha jodido todo bien jodido y ahora se las pira.

– ¿Estás seguro de que está jodido? -le preguntó Billy a su hermano.

– Sí. Seguro. -Jack se tomó cuatro aspirinas y le preguntó a Billy-: ¿Ha llegado Nathan?

– Sí. A su hora.

– Dame unos minutos. Deja que me duche, me afeite y ordene un poco las cosas y ahora mismo voy.

– Tal vez deberías tomarte el día libre -le sugirió Billy.

– No puedo. Nathan se irá dentro de un par de semanas y quiero pasar todo el tiempo que pueda con él.

Jack necesitó tres cuartos de hora para estar lo bastante presentable para aparecer por el taller. Le dolía todo el cuerpo y la cabeza le estallaba.

Nathan le miró y, frunciendo levemente el ceño, le preguntó:

– ¿Te encuentras bien?

– Sí. -Jack asintió moviendo la cabeza con mucho cuidado y se sentó a su escritorio.

– ¿Te golpearon muy fuerte ayer en el partido?

– Un poco. -El peor golpe se lo había llevado después del partido-. ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Voy a ir a jugar a los bolos con Brandy Jo. -Nathan apoyó todo el peso de su cuerpo en una sola pierna y se colocó el anillo que le adornaba en el interior de la boca-. Tenía pensado besarla. Creo que le gusto, pero no quiero fastidiarlo todo. -Clavó los ojos en los de Jack y le preguntó-: ¿Cómo se sabe cuándo hay que besar a una chica?

Jack sonrió y su dolor de cabeza se apaciguó un poco.

– Con mucha práctica -le dijo-. Y no te preocupes por hacer exactamente lo correcto. Si a Brandy Jo le gustas de verdad, querrá practicar contigo.

Nathan asintió con la cabeza; al parecer lo encontraba de lo más razonable.

– ¿Tú practicaste con mi madre?

Quiso darle una respuesta ingeniosa, pero lo cierto era que tenía el recuerdo del primer beso con Daisy en el porche de su casa grabado en su mente, y le corroía el cerebro como si de ácido se tratase.

– No, yo ya era todo un profesional cuando empecé a salir con tu madre -dijo Jack.

Nathan se sentó y charlaron sobre chicas y sobre lo que a las chicas les gustaba hacer, además de maquillarse e ir de tiendas. Le gustó saber que Nathan pensaba en otras cosas más allá de montárselo con Brandy Jo. Quería comprarle algo bonito y hacer lo necesario para que se encontrara a gusto con él.

Hablaron sobre coches y Jack se sorprendió al comprobar que Nathan ya no estaba obsesionado con el Dodge Daytona. Ahora quería comprarse un Mustang, como el Shelby de Jack. Nathan obtendría el carné de conducir la próxima semana. Jack no tardó ni un segundo en darse cuenta de por dónde iban los tiros. Permitiría que Nathan condujese su Shelby. No había problema…, siempre que él le acompañase en el coche.

Jack se pasó el resto del día sentado en su escritorio, intentando no escuchar el irritante ruido de las máquinas y las herramientas del taller. A eso de las dos el dolor de cabeza se había desvanecido, pero el que sentía en el interior del pecho seguía ahí, recordándole en todo momento lo que había estado apunto de conseguir, lo que había perdido.

Cuando Nathan fue a trabajar el jueves, todo fue a peor. Le dijo que Daisy se iba a Seattle el lunes siguiente. Habían vendido su casa.

Esa noche, después de conseguir poner orden en el desastre que había montado en el patio trasero de su casa, Jack no pudo evitar ponerse a pensar en Daisy y en cómo iba ella a enfocar su vida a partir de ese momento. Ella siempre iba hacia delante, y él, en cambio, seguía anclado en el pasado.

Metió todas las piezas de la mesa de su madre en el cobertizo que había junto a la casa y también dejó allí la silla. Tal vez él también tendría que mudarse. Lo había pensado un par de veces. Había pensado transformar la casa en una ampliación de las oficinas del taller. Lo cual dejaría más espacio en el propio taller.

Jack se sentó en el porche trasero y observó el jardín. No podía imaginarse lejos de allí. La casa guardaba demasiados recuerdos para él y para Billy. Allí era precisamente donde Steven y él habían desenterrado aquella caja y también donde habían leído el diario de Daisy. Justo en la esquina, bajo el arce. Y allí fue donde volvieron a enterrarla.

Se puso en pie, y sin darse tiempo a pensar en lo que iba a hacer, se dirigió al cobertizo y agarró una pala. La tierra era compacta y dura. Después de estar cavando durante más de una hora, el sudor le corría por el rostro. Hacia las siete y media de la tarde, iluminada todavía por la luz del sol, la punta de la pala topó con la vieja caja roja de metal. La exhumó del agujero en el que había permanecido veintiún años oculta. La pintura se había borrado casi por completo y estaba empezando a oxidares. La tapa de plástico había amarilleado, pero seguía intacta.

Jack se llevó la caja hasta el porche. Se sentó en los escalones y la abrió. Soldaditos de color verde, dos muñecos de La guerra de las galaxias, Han Solo y la princesa Leia, y un peine plegable fueron los primeros objetos en aparecer. Lo siguiente fue el coche Matchbox de Jack, y un silbato. El diario de Daisy, un pasador para el pelo de color rosa y un anillo barato al que le faltaban tres cuentas de cristal estaban en el fondo de la caja. Daisy le había dicho que fue él quien le dio el anillo. Jack no lo recordaba.

Sacó el anillo y se lo metió en el bolsillo de la camisa. Agarró el pequeño librito blanco con una rosa amarilla pintada en la tapa; el candado lo había roto él mismo la última vez que había tenido ese librito en las manos. Las páginas habían amarilleado y la tinta había perdido parte de su intensidad. Jack se inclinó hacia delante, reposó los antebrazos sobre sus rodillas, y leyó:


Hoy el señor Skittles ha mordido a Lily en la nariz. Yo creía que iba a darle un beso -había escrito Daisy cuando estaban en sexto-. Mi madre ha plantado un ridículo muñeco de nieve enfrente de nuestra casa. Ha sido tan embarazoso.


Jack sonrió y pasó las páginas sin prestar atención a las referencias al gato o a la decoración. Se detuvo cuando leyó su nombre.


Jack se ha metido en un buen lío por subirse al tejado de la escuela. Ha tenido que quedarse después de clase y creo que le van a azotar. Él dijo que no le importaba, pero parecía triste. Yo también me puse triste. Steven y yo nos fuimos a casa sin él. Steven me dijo que Jack estaría bien.


Jack recordaba a la perfección aquel día. No le cayó ningún azote, pero tuvo que limpiar todas las ventanas de la escuela. Ojeó algunas entradas más que hablaban del gato, de lo que comieron aquel día y del clima.


Hoy Jack me ha gritado. Me ha llamado niña estúpida y me ha dicho que me fuese a casa. He llorado y Steven me ha dicho que Jack no opina en realidad eso de mí.


Jack no recordaba esa anécdota, pero si le había gritado posiblemente se debió a que estaba un poco colado por ella y no sabía qué hacer al respecto.


Steven me ha regalado una pegatina para la bicicleta. Es un arcoiris. Me dijo que era demasiado de niña para ponérselo en su bicicleta. Jack dijo que era raro. A veces hiere mis sentimientos. Steven dice que no lo hace a propósito. No tiene hermanas.


Jack nunca había reparado en que Daisy fuese tan sensible. Bueno, sí, pensaba que era sensible, pero nunca había imaginado que decir que un adhesivo fuese raro pudiese herir sus sentimientos.


Ayer fue Halloween. Mi madre me preparó el disfraz de Annie Oakley otra vez porque dice que todavía no me va pequeño. Jack se disfrazó de Darth Vader y Steven de princesa Leia. Se colocó unas ensaimadas grandes encima de las orejas para imitar su peinado. Me reí tanto que casi me hice pipí encima.


Jack soltó una carcajada. Recordaba aquellos disfraces, pero se había olvidado del resto de cosas que comentaba Daisy en su diario. También había olvidado lo mucho que le gustaba a Steven contar chistes. Muchos de ellos los había copiado Daisy en aquellas páginas. Había olvidado que Steven era un muchacho muy divertido y que pasaban horas riéndose de la señora Cansen cuando paseaba a su viejo perro, o viendo su episodio favorito de El show de Andy Griffith.


No entiendo por qué hablan tanto de ese programa. Es estúpido. Vacaciones en el mar es muchísimo mejor.


Sí, y Jack recordaba a la perfección que él y Steven se reían con Vacaciones en el mar a escondidas de Daisy.

Cuanto más leía, más se reía de ciertos pasajes de su juventud. Cuanto más reía, más empequeñecía su rabia… Lo cual le sorprendió enormemente.

Cuanto más leía, más se daba cuenta del patrón de comportamiento de Daisy: cuando algo la contrariaba, o cuando Jack hería sin darse cuenta sus sentimientos, ella acudía a Steven. El domingo anterior le había dicho que Steven no sólo había sido su marido, sino también su mejor amigo. Dijo que podía hablar con él de cualquier cosa. Que ella y Steven habían reído y llorado juntos.

Jack no era de esos hombres que lloraban, él se lo guardaba todo dentro hasta hacerlo desaparecer. Pero ciertas cosas no desaparecían. Daisy tenía razón. No podrían estar juntos si él no era capaz de dejar atrás su rabia. Sí, tenía derecho a estar enfadado, pero mantener la rabia le obligaba a estar solo.

Jack cerró el diario y le echó un vistazo al jardín. Tenía dos posibilidades. Podía pasarse el resto de su vida concentrado en su rabia y su amargura. Solo. O podía dejar atrás el pasado. Como Daisy le había dicho. En el momento en que se lo dijo, le pareció del todo imposible. Ahora sentía el destello de una pequeña luz de esperanza en lo más hondo de su alma.

Sí, Daisy y Steven le habían mantenido en secreto lo de Nathan. Sí, eso era una putada de las gordas, pero no podía permitir que la rabia siguiese consumiéndolo durante más tiempo. Tenía que dejar atrás el pasado o muy posiblemente moriría solo y amargado. No había compartido con Nathan sus primeros quince años de vida, pero Jack calculó que le quedaban por delante los próximos cincuenta, como mínimo. Lo único que tenía que decidir era cómo quería pasarlos.

Se puso en pie y volvió a meter todas las cosas en la caja de metal. Entró en la casa y fue a buscar la carta de Steven. La volvió a leer, y en esta ocasión se dio cuenta de todo lo que se le había pasado por alto la primera vez. Steven había escrito sobre su amistad y sobre lo mucho que le había echado de menos todos esos años. Hablaba del amor que les profesaba a Daisy y a Nathan. Acababa pidiendo su perdón. Le pedía que dejase atrás la amargura y que siguiese adelante con su vida. Por primera vez en quince años, Jack tenía intención de hacerlo.

No tenía un plan concreto. Simplemente pensó en su vida, sin evitar los recueros, ya fuesen buenos o malos. No quería enterrarlos de nuevo.

Y se permitió sentir lo que conllevaban todos y cada uno de ellos.

El viernes por la tarde le pidió a Nathan que fuese con él a la oficina. Se quedaron de pie, uno frente al otro, y Jack sacó la caja de metal y le pasó a Nathan el peine plegable.

– Esto era de tu padre cuando íbamos a sexto -dijo Jack sin rabia alguna-. Pensé que a lo mejor te gustaría tenerlo.

Nathan apretó el botón que había en la empuñadura y, sorprendentemente, el peine se abrió. Se pasó el peine por el pelo.

– ¡Genial! -exclamó el chico.

Nathan cogió una de las figuras de La guerra de las galaxias, pero acabó decidiéndose por los soldaditos de color verde.

– El lunes te dan el carné, ¿verdad? -le preguntó Jack.

– Sí. Mamá dice que podré conducir su furgoneta de vez en cuando. -Nathan frunció el ceño y añadió-: Le dije que ni hablar.

– Uno no puede fardar mucho en una furgoneta -dijo Jack intentando no sonreír; sin embargo, no pudo evitarlo y añadió-: No hay modo de quemar neumático.

Nathan sacudió la cabeza.

– Pero mi madre no pilla el asunto.

Jack agarró la caja de metal y le pasó el brazo por encima de los hombros a Nathan. Salieron juntos de la oficina.

– Y no lo pillará nunca -le dijo al muchacho.

– Claro, porque es una chica.

– No, hijo. Porque no es una Parrish -aclaró Jack. Al menos, no todavía.


– ¡Mamá! ¿Sabes una cosa? -dijo Nathan en cuanto cruzó la puerta de casa-. ¡Jack me ha dejado conducir el Shelby! ¡Ha sido genial!

Daisy estaba enfrascada en la preparación del glaseado para un pastel. Iban a celebrar una fiesta para Pippen, que hacía tres días que no llevaba pañales.

– ¿Qué? ¿Quieres matarte? -dijo su madre.

– Ha sido muy prudente -la tranquilizó Jack desde la puerta-. Incluso me recordó que me abrochase el cinturón de seguridad.

Al verle allí con un par de pantalones color caqui y una camisa blanca con las mangas arremangadas, el corazón le dio un vuelco.

Sus miradas se cruzaron y algo cálido y vital destelló en los ojos de Jack. Al hablar, su voz sonó grave y sensual.

– Buenas tardes, Daisy Lee -dijo Jack, y su voz recorrió la distancia que les separaba y le acarició todo el cuerpo como si se tratase de terciopelo.

Sin duda había algo diferente en él esa tarde, pero antes de poder responder, Lily apareció en la cocina con sus muletas.

– Hola, Jack. ¿Cómo va todo? -preguntó Lily.

Se volvió hacia ella y toda la magia que había habido entre Daisy y Jack en esos pocos segundos se evaporó como lo haría un espejismo.

– Hola, Lily. Qué calor, ¿verdad? -dijo Jack.

– Y que lo digas. Hace más calor que en un hotel para recién casados. -Lily se acercó a la encimera y le echó un vistazo al cuenco donde su hermana estaba mezclando los ingredientes-. ¿Es para la fiesta de Pippen? -Lily metió el dedo en el cuenco y después se lo chupó.

– Sí, Jackson, tienes que quedarte -insistió Louella, que venía de su dormitorio-. Hemos comprado sombreritos para todo el mundo…

Nathan hizo una mueca para dar a entender sus temores y Jack le miró con total complicidad. Pero dijo:

– Acepto encantado, señora Brooks. Se lo agradezco. -Se acercó a Daisy y le rozó el brazo con la manga de la camisa cuando fue a probar el glaseado del pastel. Después la miró a los ojos-. Mmm. Está muy rico, florecita. -Se inclinó un poco y le susurró al oído-: No me importaría embadurnarte los muslos con esto.

– ¡Jack! -exclamó ella.

Él se carcajeó y agarró a Daisy por la mano.

– Si nos perdonáis un minuto, necesito hablar con Daisy.

Salió con ella de la mano por la puerta trasera. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, la atrajo hacia sí y la besó. Fue un beso dulce y suave, pero también intenso, así que tuvo que apartarlo.

– Te he echado de menos, Daisy.

– No, Jack. Esto está siendo muy difícil para mí.

Jack le colocó un dedo sobre los labios.

– Déjame acabar. -Colocó suavemente las manos en el cuello de Daisy y la miró fijamente a los ojos-. Estoy enamorado de ti. Siento que lo he estado toda mi vida. Eres mía, Daisy. Siempre lo has sido. -Le pasó el pulgar por el mentón-. Durante años me he aferrado a la amargura y la rabia. Os culpé a Steven y a ti de todo, cuando lo cierto es que yo también tuve mi parte de culpa en lo que nos pasó. Sigue sin gustarme un pelo no haber estado presente durante la infancia de Nathan, pero no tengo más remedio que aceptar que las cosas sucedieron así por algún motivo. No puedo seguir aferrándome a luchar contra eso. Tengo que dejarlo atrás. Tal como dijiste.

– ¿Crees que podrás hacerlo?

– Estoy cansado de sentir rabia hacia ti -dijo Jack con obvia sinceridad-. Estoy cansado de sentir rabia hacia Steven. Cuando éramos niños adoraba a Steven. Éramos hermanos de sangre. En la carta que me escribió me preguntaba si alguna vez le había echado de menos. -Respiró hondo, se aclaró la garganta y añadió-: He echado de menos a aquel Steven, el que creció conmigo, todos los días. Ahora ya no está, y no puedo odiar a un hombre que ha muerto. -La miró a los ojos-. ¿Recuerdas la noche que viniste a mi casa y te dije que ibas a hacer que lo pasases mal?

Daisy sonrió. Le había roto el corazón y ahora intentaba repararlo.

– Sí.

– Quiero que olvides para siempre lo que dije, porque quiero pasar el resto de mi vida intentando hacerte feliz. -Jack se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo de baratija. El dorado se había saltado y el «diamante» había perdido el brillo. Jack alargó el brazo y dejó el anillo en la palma de la mano de Daisy-. Te regalé este anillo cuando estábamos en sexto. Si me aceptas, Daisy, te compraré uno de verdad.

Daisy abrió la boca de par en par.

– Éste es el anillo que metí en la caja…

– Sí, la desenterré el otro día. También tengo tu diario. -Jack le acarició la garganta con las puntas de los dedos-. Cásate conmigo, Daisy Lee.

Ella asintió y dijo:

– Te quiero con todo mi corazón, Jack Parrish. Siempre te he querido, y creo que mi destino es quererte para siempre.

Jack dejó escapar un suspiro, como si hubiese tenido sus dudas. La abrazó con tanta fuerza que la levantó del suelo.

– Gracias -dijo él sonriendo con los labios pegados a los suyos.

La puerta trasera se abrió de golpe y apareció Nathan.

– Mamá, tienes que entrar. La abuela… -Se detuvo al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Jack dejó a Daisy en el suelo y ella se volvió hacia su hijo. Jack le pasó el brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. Nathan miró a uno y a otro hasta detenerse en Daisy.

– La abuela, ¿qué? -preguntó Daisy.

– No deja de parlotear sobre gente que no conozco de nada y que no me importa en absoluto -respondió, distraído por la excitación que percibió en los rostros de los dos. Miró a Jack-. ¿Qué está pasando aquí?

– Le he pedido a tu madre que se case conmigo.

Nathan permaneció inmóvil, intentando asimilar lo que acababa de oír.

– Estoy enamorado de tu madre desde segundo curso, cuando la vi en el patio con aquel ridículo lazo rojo. -Jack le acarició el vientre a Daisy mientras hablaba-. Dejé que se me escapase una vez. No voy a cometer el mismo error dos veces. -La abrazó con más fuerza-. Quiero que los dos os instaléis aquí, conmigo.

– ¿En Lovett? -preguntó Nathan.

– Sí. ¿Qué opinas? -dijo Jack.

Daisy no recordaba que Jack le hubiese preguntado su opinión.

Nathan los observó a los dos mientras calibraba sus opciones.

– ¿Podré conducir el Shelby?

Durante unos segundos, Daisy temió que Jack aceptase.

– No -respondió él-, pero podrías conducir la furgoneta de tu madre.

– Eso no mola nada.

– Tal vez podamos arreglarlo de algún modo -lo tranquilizó Jack.

Nathan sonrió y asintió antes de entrar de nuevo en la casa.

– Genial -dijo.

Jack se inclinó y le susurró a Daisy al oído:

– ¿Podemos librarnos de la fiesta de Pippen?

– No. -Daisy se volvió y tamben le abrazó. Percibió el aroma de su cuerpo y de su camisa-. Pero no tenemos por qué quedarnos mucho rato.

Daisy sintió que en los labios de Jack se dibujaba una sonrisa mientras le besaba la frente.

– Genial -susurró Jack.

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