Los fines de semana por la noche el Slim Clem’s reunía a gente procedente de lugares tan alejados como Amarillo o Dalhart. La banda del local tocaba música country en vivo, un country ruidoso, y, de vez en cuando, algún tema clásico de rock sureño. La enorme pista de baile siempre estaba abarrotada, y los toros mecánicos, que aceptaban en su lomo a todo el que llegase con los bolsillos llenos, no descansaban ni un segundo. En las tres barras del local se servía cerveza fría sin parar, así como algún que otro licor o combinado de frutas con diminutos parasoles de papel.
Desde las estanterías que había colgadas en la parte superior de las paredes, todo tipo de mamíferos y reptiles disecados observaban a la gente con sus ojos de cristal. Si el Road Kill era el sueño de un taxidermista, el Slim Clem’s era su sueño erótico. Aunque, la verdad, es un misterio que alguien pueda enorgullecerse de tener una mofeta colgada en la pared.
En la penumbra del Slim Clem’s imperaban los pantalones vaqueros -Wranglers, Rockies y Lee-. Las mujeres los llevaban ajustados y en todos los colores imaginables y sabían combinarlos con camisas vaqueras llenas de flecos y caballos estampados en la espalda. Las camisetas con caracolas y plumas, y los bajos recortados para que pareciesen flecos eran otra de las prendas predilectas, así como las faldas con grandes volantes o vestidos de franela con cuello redondo. Los peinados iban desde los cardados típicamente tejanos, bañados en laca hasta la mismísima raíz y rígidos como un casco, hasta las cabelleras sueltas, lisas y largas hasta la cintura o incluso hasta las rodillas.
Los hombres se decantaban por los Wranglers o los Levi’s de color azul o negro, y algunos los llevaban tan ceñidos que era inevitable preguntarse cómo habían conseguido meter allí sus partes nobles. A pesar de que algunos hombres llevaban camisas vaqueras almidonadas con llamas estampadas o con la bandera estadounidense, las camisetas ganaban por goleada. La mayoría lucía anuncios de cerveza o de tractores John Deere, aunque las había que llevaban otro tipo de mensajes. El omnipresente «No te metas con Tejas» podía leerse por todas partes, en tanto que la leyenda «Sí, estoy borracho, pero tú sigues siendo feo» competía en dura pugna con la esperanzadora «Vamos a darnos el lote».
Las botas tejanas se movían al ritmo de la banda, y las hebillas de algunos cinturones eran tan grandes que podrían haber sido consideradas armas letales y destellaban bajo las luces multicolores de la pista de baile.
Daisy nunca había estado en el Slim Clem’s. Cuando vivía en Lovett era demasiado joven para que le permitiesen entrar. Pero había oído hablar mucho de él. Todo el mundo había oído hablar de él, de hecho, y se dijo que era el momento de vivir la experiencia por su cuenta.
Ese mismo viernes, por la tarde, Lily encontró trabajo en una charcutería de los grandes almacenes Albertsons, y las dos decidieron ir a celebrarlo al Slim. Daisy no había llevado consigo ropa adecuada para ir a uno de esos lugares, pero en el fondo de su antiguo armario encontró sus viejas botas vaqueras. Se las probó y, aunque le apretaban un poco, no le iban del todo mal. Durante su último año de instituto había ahorrado durante meses para comprarse unas botas rojas con corazoncitos blancos. Por suerte, las botas de vaquera nunca pasaban de moda en Tejas.
De la caja en la que guardaba los anuarios del instituto, sacó el cinturón de su padre con la hebilla plateada que había ganado en el rodeo Top’O Texas pocos meses antes de que un toro acabase con su vida.
Se puso su vestido blanco de algodón que se cerraba por delante con ocho pequeños corchetes, y se colocó el cinturón de rodeo de su padre alrededor de la cintura. En el cuero, por la parte de atrás podía leerse «Pendenciero». La hebilla era bastante grande y se le acercaba un poco hacia delante, pero era el atuendo perfecto para una tarde vaquera como el Slim Clem’s.
Se rizó el pelo y se lo sujetó detrás de las orejas con unos grandes clips. Se pintó la raya de los ojos de color negro y los labios de un rojo brillante, y cuando se miró en el espejo vio a una auténtica chica vaquera.
Lily se puso unos ajustados vaqueros y una blusa rosa que se anudó justo por debajo de los pechos para que se le viese el ombligo. Su maquillaje era más ostentoso que el de Daisy, y cuando besó a su hijo en el porche de la casa de su madre le dejó la marca rosada en la mejilla.
Camino del Slim Clem’s, Lily no paró de reír y de bromear; parecía preparada para iniciar su nueva vida. Daisy también lo estaba. Al día siguiente tenía planeado hablarle a Jack de Nathan, y en esa ocasión nada la detendría. Ni sus propios miedos, ni ninguna fiesta de cumpleaños, ni siquiera que apareciese una mujer medio desnuda en su casa. Se iba de Lovett el domingo por la tarde, así que tenía que contárselo al día siguiente. No tenía alternativa.
Entraron en el bar pasadas las nueve. Cuando pagaron los cinco dólares de la entrada la banda estaba tocando una canción de Brooks y Dunn, My Maria. Mientras la banda se enfrentaba a las notas más agudas del tema, Daisy y Lily se abrieron paso entre la multitud, llegaron a la barra más cercana y pidieron dos Lone Star. Daisy pagó la primera ronda; se alejaron de la barra y encontraron una mesa cerca de la pista de baile. Se sentaron la una junto a la otra y empezaron a criticar a todo el mundo.
– Échale un vistazo al tipo de allí, el de la camisa vaquera color beige y el sombrero -dijo Lily acercándose al oído de su hermana. Como la mitad de los hombres allí presentes encajaba con esa descripción, Lily tuvo que señalárselo con el vaso-. Esos pantalones le van tan ceñidos que seguro que ha tenido que ponérselos mojados.
El vaquero en cuestión era un tipo alto y delgado, y parecía lo bastante duro para lidiar con novillos.
– «Los culos enfundados en Wranglers nos ponen como motos» -recitó Daisy con una sonrisa llevándose la cerveza a los labios.
– Así es -coincidió Lily.
Daisy no podía recordar la última vez que había salido con sus amigas; había olvidado incluso lo mucho que lo echaba de menos. Cuánto necesitaba relajarse y reírse un rato… Y lo que más le sorprendía era pensar lo a gusto que se sentía con su hermana. Ambas rieron estudiando el desfile de culos masculinos que pasó frente a ellas en la pista de baile. Lily señaló a un tipo que llevaba unos Roper’s, y Daisy inclinó la cabeza hacia un lado mientras lo observaba. Tenía que admitirlo, era necesario tener un culo realmente de categoría para que quedase bien enfundado en unos Roper’s. Daisy le puntuó con un ocho, Lily le dio un diez; acabaron acordando un nueve.
– ¿Has visto a Ralph Fiennes desnudo en El dragón rojo? -preguntó Lily.
Daisy negó con la cabeza y respondió:
– No me gusta ver películas de miedo ahora que vivo sola.
– Bueno, sáltate las escenas de terror. Tienes que alquilar el vídeo para verle el culo a Ralph. Tiene un trasero realmente estupendo -le aconsejó Lily.
– Lo vi en Sucedió en Maniatan. La película era una mierda, pero él estaba estupendo -reconoció Daisy tras beber un trago de cerveza.
– Aprobado alto -dijo Lily señalando con el vaso a un hombre con peto vaquero y una camiseta sin mangas-. La película era una mierda por Jennifer López. Tendrían que haber elegido a otra. -Lily sonrió-. Alguien como yo.
Daisy sintió el peso de una mano en el hombro y al volverse se encontró con el rostro de Tucker Gooch, que llevaba una camiseta en la que podía leerse «Aguántame la cerveza mientras beso a tu novia». Daisy se graduó el mismo año que Tucker. Su madre, Luda Mae, había sido profesora de economía doméstica en el instituto Lovett. A Tucker a menudo le habían enviado a la clase de Daisy como castigo por alguna de sus gamberradas, como espiar en el lavabo de chicas.
Daisy se puso en pie. Por lo que podía apreciar, el oscuro cabello de Tucker empezaba a escasear en lo alto de su cabeza, peor sus ojos seguían brillando con malicia y tenía una sonrisa irresistible.
– Hola, Tucker. ¿Cómo te va? -le dijo Daisy.
Él le dio un fuerte abrazo.
– Estoy bien. -Al abrazarla la apretó un poco contra su pecho, pero sus manos no descendieron hacia el trasero de Daisy, como habrían hecho años atrás-. Ven a bailar conmigo.
Daisy miró a Lily y le preguntó:
– ¿Te importa?
Lily negó con la cabeza y Daisy siguió a Tucker hasta la pista de baile. La banda empezó a tocar Who’s Your Daddy?, de Toby Keith, y Tucker la llevó a ritmo de pasodoble. Antes de su enfermedad, Steven y ella habían ido a bailar unas cuantas veces a algunos locales de Seattle. Durante los primeros compases, Daisy temió haber olvidado cómo bailar. Pero bailar country se llevaba en la sangre, y pilló el ritmo en un abrir y cerrar de ojos. Mientras Tucker la llevaba por la pista, ella sintió que otra parte de sí misma recuperaba su lugar. La parte de sí misma que era capaz de relajarse y reír y pasarlo bien.
Al menos esa noche.
Jack, en la barra, cogió su botella de cerveza Pearl y se la llevó a los labios. Observó la pista de baile por encima de la botella y también la barra, y un destello de color blanco llamó su atención. Se había percatado de la presencia de Daisy en cuanto cruzó la puerta acompañada por Lily. No es que él estuviese al acecho, pero era difícil no pasar por alto a esas dos mujeres. No encajaban en el Slim Clem’s. Eran como dos pastelitos de chocolate en un plato de costillas asadas con patatas, y Jack no tuvo duda alguna de que más de uno en aquel bar había empezado barajar la idea de comerse el postre antes de la cena.
Bajó la botella y metió la mano libre en el bolsillo delantero de sus Levi’s. Se volvió para seguir hablando de toros mecánicos con Gina Brown. Al parecer, como iba tanto por el Slim, le habían ofrecido un trabajo como monitora durante los fines de semana.
– La mujer con la que tuve que lidiar esta tarde tenía unos sesenta y cinco años -dijo Gina-. La subí en Trueno y…
A Jack le importaba un comino Trueno. Lo que él deseaba saber era si su «peor pesadilla» sabía que él estaba allí. No tenía ganas de vérselas con ella, pero si Daisy había venido con la intención de charlar con él no tendría más remedio que desilusionarla. Por lo general, Jack prefería los bares algo menos concurridos que el Slim, peor era la última noche de Buddy Calhoun en la ciudad, y éste le había pedido que le acompañase. En ese preciso instante Buddy estaba probando suerte con uno de los toros al fondo del bar. Jack no entendía el atractivo que tenía para ciertas personas el hecho de que una máquina les zarandease hasta lanzarles al suelo. Siempre había creído que si lo que uno quería era montar en toro, tenía que intentarlo con uno de verdad.
– … Te lo juro, casi me muero. Te habrías partido el culo de risa si hubieses estado aquí -dijo Gina.
A pesar de haberse perdido el contenido de la broma, Jack sonrió y musitó:
– Seguramente.
– ¿Qué está haciendo Buddy en Lovett? -preguntó Gina.
– Ha venido por cuestiones de negocios. -Jack apoyó el peso del cuerpo en la otra pierna y volvió a fijar la atención en Daisy y Tucker Gooch. El suave deslizamiento de sus pies seguía a la perfección el ritmo marcado por la canción de Toby sobre una chica dulce y su joven novio. A Jack nunca le había caído bien Tucker. Era el tipo de hombre que, a la mínima oportunidad, te explicaba la frecuencia con que hacía el amor y con quién. Según la opinión de Jack, si un tipo estaba satisfecho no sentía la necesidad de hablar de ello.
– ¿Está trabajando para ti? -le preguntó Gina.
– Sí -asintió Jack.
Desde la posición en la que Jack se encontraba, lo único que podía ver eran retazos del brillante cabello de Daisy y fragmentos esporádicos de su vestido blanco. Claro que no necesitaba estar en primera fila para saber que vestido llevaba puesto. La imagen de Daisy cruzando la puerta del Slim con ese vestido se le había clavado en la conciencia.
Un vaquero ataviado con un enorme sombrero se colocó en su línea de visión y Jack perdió toda su visibilidad.
– Maldita sea -dijo Buddy al acercarse a Jack-. Esta última vez he durado casi dos minutos, pero he caído sobre el huevo izquierdo y no he podido levantarme durante un buen rato.
– ¿Has probado con Tornado? -quiso saber Gina-. Cuando Tornado va a toda marcha es alucinante.
– Es el que está más cerca de la puerta, ¿no? -preguntó Buddy; le dio un trago a su cerveza y añadió-: Tendrías que probarlo, Jack.
Buddy era un tipo estupendo, pero a veces Jack se preguntaba si realmente encajaban cuando iban juntos.
– Por lo general, evito cualquier cosa que pueda aplastarme el huevo izquierdo -le informó Jack.
– Ya… -Buddy sacudió la cabeza y echó un vistazo hacia la multitud.
Gina dejó escapar una risotada.
– Me voy al fondo ¿Vas a quedarte un rato? -le preguntó a Jack.
– No estoy seguro.
Ella apoyó una mano sobre la camisa tejana de Jack y se puso de puntillas.
– Bueno, no te vayas sin despedirte -le dijo Gina rozándole los labios. Y entonces le besó, dándole a entender que estaba interesada en marcharse con él-. No lo olvides.
– ¿Gina y tu os acostáis juntos? -le preguntó Buddy cuando Gina se hubo alejado lo suficiente.
– De vez en cuando -respondió Jack. No tenía claro si le apetecía irse de allí con Gina. Dos fines de semana seguidos podrían darle a aquella mujer un motivo para pensar.
– Mira quién está sentada en aquella mesa de allí. Es Lily Brooks, y está sola -observó Buddy-. Quise llamarla por teléfono ayer, pero no sé su apellido de casada.
Jack le echó un vistazo a la hermana de Daisy y preguntó:
– ¿Y por qué quisiste llamarla?
– Para saber cómo estaba después de la pelea en el Minute Mart y eso. Pensé que, como está pasando por un proceso de divorcio, tal vez querría hablar con alguien -explicó Buddy.
Jack se llevó la botella de Pearl a los labios.
– ¿Querías hablar con Lily Brooks acerca de su divorcio? -le preguntó Jack y pensó: «Sí, claro.»
Buddy sonrió y reconoció:
– Esas hermanas Brooks son muy guapas y además tienen un tipo estupendo.
Jack le dio un largo trago a la cerveza y pasó la lengua por una gota que le había quedado en el labio. En eso Jack estaba de acuerdo con Buddy. Sino hubiese visto con sus propios ojos que Daisy estaba tan atractiva como siempre, el vestido que lucía esa noche se lo hubiera dejado muy claro. Incluso desde el otro extremo del bar había podido apreciar que se le adhería tanto al cuerpo que parecía que se lo hubiese pintado.
Buddy dejó la cerveza sobre la barra.
– Voy a pedirle a Lily que baile conmigo antes de que alguien se me adelante -le dijo a Jack.
Jack le vio abrirse camino entre la multitud y pensó que probablemente la vida sería más sencilla si se pareciese mas a Buddy Calhoun. Daba la sensación de que nada le preocupaba en exceso, ni siquiera que un toro mecánico lo lanzase por los aires. Jack también había sido así, más despreocupado, pero de eso hacía ya mucho tiempo, tanto que Jack lo había olvidado por completo.
Se sacó la mano del bolsillo y miró hacia la pista de baile, en dirección al destello de color blanco. Esbozó una sonrisa y se preguntó cómo se sentirían esa noche Lily y Daisy después de la pelea frente al Minute Mart. Jack había visto a mujeres pelear entre sí, pero nunca a una mujer enfrentándose a un hombre. Y menos aún a un hombre que la superaba con mucho en peso.
Jack se volvió y apoyó los codos en la barra. La mañana de la pelea estaba en el Minute Mart apoyado en su Mustang esperando a que le llenaran el depósito con la cabeza en otra parte cuando oyó los gritos. Miró al otro lado del aparcamiento y reconoció a Lily. Renegaba como un camionero, y cuando el hombre al que le gritaba la empujó y ella cayó al suelo, Jack se encaminó hacia allí. Las puertas de la tienda se abrieron cuando estaba a medio camino, y Daisy apareció hecha una furia y se abalanzó contra Ronnie como un jugador de fútbol americano, embistiéndole con el hombro. Fue como un remolino en el que sólo se veía una camiseta negra y pelo rubio, y en el tiempo que Jack tardó en llegar hasta allí, Daisy le golpeo a Ronnie en el ojo y le propinó un rodillazo en la entrepierna.
Jack la agarró por detrás para evitar que saliese mal parada, pero lo cierto es que no esperaba que en su interior estallase aquella extraña mezcla de rabia y deseo de protección. Cuando eran dos jovencitos, Daisy era poco más que una contradicción andante, temerosa y temeraria a un tiempo. Por eso él siempre se debatía entre el deseo de zarandearla y de abrazarla con todas sus fuerzas, de gritarle y al mismo tiempo de querer acariciarle el pelo.
Pero en ese caso la había abrazado, se recordó. La había agarrado por detrás y apretado contra su pecho, notando la presión de su trasero contra la bragueta. La había tocado, y había percibido el aroma de su cabello y de su piel.
Alzó la vista hacia el vistoso anuncio luminoso de Budweiser que había encima de los surtidores de cerveza. Unos tubos de neón perfilaban el coche de carrera de Dale Earnhardt Jr. Las ruedas giraban dibujando el legendario número ocho, como si Junior fuese a trescientos kilómetros por hora en el circuito Tejas Motor.
Daisy se había marchado hacía quince años, pero había algo que no había cambiado en todo ese tiempo. Le fastidiaba tener que admitirlo, pero a pesar de odiarla seguía deseándola. Todavía. Después del tiempo transcurrido. A pesar de lo que le había hecho.
No tenía ningún sentido, pero no podía negar lo evidente. La mera visión de ese vestido ajustado le provocó una erección allí mismo, en medio del Slim Clem’s. La deseaba con la misma intensa inconsciencia que cuando tenían dieciocho años: la punzada del deseo le recordaba el sabor de su boca y lo arrastraba a probarlo de nuevo sumergiéndose en las suaves curvas de su cuerpo. Pero ya no tenía dieciocho años. Tenía un mayor control sobre sus actos, y el hecho de que se le pusiese dura no significaba que tuviese que hacer nada al respecto.
No, iba a quedarse allí mismo observando con detenimiento el cartel de Budweiser tras la barra. Eso era todo. Terminaría su cerveza y se iría a casa. Si Buddy no quería irse con él, tendría que buscar a otro que lo llevase.
Cuando la banda empezó a tocar el tema No problem de Kenny Chesney, Buddy y Lily se unieron a Jack en la barra. Justo en el instante en que iba a decirle a Buddy que se marchaba, vio que Tucker y Daisy se encaminaban también hacia allí. Cuanto más se acercaba Daisy, más deseaba Jack que se hubiese quedado en la otra punta del bar. Se había pintado la raya de los ojos de color negro, los labios de un rojo oscuro y llevaba el pelo rizado y algo resuelto. Tenía esa pinta de mujer fogosa que normalmente tanto le gustaba a Jack, pero no esa noche. No, tratándose de Daisy.
– Hola, Jack -le dijo Tucker tendiéndole la mano-. ¿Cómo te va?
Jack le dio un apretón y después se llevó la cerveza a la boca.
– No puedo quejarme -respondió Jack después de beber un trago-. ¿Qué tal tu mano? -le preguntó a Daisy.
Ella cerró los dedos lentamente y le respondió:
– Mejor que ayer.
– He oído decir que Lily y tú os peleasteis con Ronnie Darlington y Kelly Newman -dijo Tucker.
– Ronnie es una rata asquerosa y Kelly una alimaña -dijo Lily.
– ¿Quién te lo dijo? -quiso saber Daisy.
– Fuzzy Wallace pasaba por Vine y os vio -le explicó Tucker.
Daisy cerró los ojos y maldijo entre dientes.
Jack paseó la mirada por su rostro, y luego le hizo un buen repaso al vestido. Debía de tener todo el cuerpo bronceado: los tirantes y los suaves bordes de las copas que elevaban ligeramente los pechos resaltaban sobre su piel. Deslizó la mirada por los corchetes que se cerraban sobre el pecho, descendió por su plano vientre hasta llegar al cinturón y se fijó en la gran hebilla plateada suspendida justo encima de su monte de venus. El vestido le llegaba hasta la mitad de los muslos, y cuando bajó hasta sus pies casi perdió el aliento. Llevaba las botas rojas con corazoncitos blancos. Recordaba perfectamente esas botas. Las llevaba siempre. Habían hecho el amor sin que se las quitase en más de una ocasión. Cuando llevaba falda, o algún vestido como el que lucía esa noche, Jack le bajaba las bragas y ni siquiera se preocupaba de las botas.
– Si tienes algún otro problema, llámame -le dijo Tucker a Daisy mientras pasaba las manos por ante la mirada de Jack.
– De acuerdo, lo tendré en cuenta -dijo Daisy. Dio un paso atrás y cogió a Jack de la mano-. Jack me prometió que bailaría conmigo. -Lo miró con aire de súplica-. ¿Verdad?
– Si tú lo dices… -musitó Jack.
– Sí -afirmó ella.
Jack tenía dos opciones: dejar a Daisy en manos de Tucker o bailar con ella. Dejó la cerveza en la barra y le pasó el brazo por la cintura hasta alcanzar el codo.
– Me temo que me falla la memoria -dijo. La agarró del brazo y la llevó hacia la pista.
La banda atacó un tema lento de los Georgia Satellite, Keep Your Hands to Yourself. Jack se detuvo en mitad de la pista y cogió la mano de Daisy. Colocó la otra en su cintura y empezó a moverse al ritmo de la música. A través del fino vestido sintió el calor de la piel de Daisy.
– ¿Vas a irte con Gooch? -le preguntó Jack.
– Me lo ha pedido. -Ella apoyó ligeramente la mano sobre el hombro de Jack-. Pero no, no voy a irme con él.
Jack se sintió aliviado, y eso no le gustó nada.
– No sé de dónde habrá sacado la idea de que podría aceptar su proposición -se preguntó Daisy.
Pasaron junto al escenario y las luces rosas destellaron en el cabello de Daisy, acariciaron su frente y sus mejillas y se adentraron por la fina abertura que habían dejado sus labios.
– Tal vez porque llevas un vestido muy ceñido -le aclaró Jack.
– No es tan ceñido.
Jack la apartó de sí un poco y después volvió a acercarla sin perder el ritmo. Sus pechos estaban a pocos centímetros de distancia, y Jack se dijo que si quería concentrarse en sus palabras, lo mejor era no acercarse más. Acarició con los pulgares la tela del vestido y le dijo al oído:
– Es tan ceñido que he podido verte el sujetador -confesó Jack.
– ¿Y por qué tenías que mirarme el sujetador, Jack?
– Aburrimiento, supongo -explicó él.
– Ah, no. -Daisy se separó lo suficiente como para mirar a Jack a los ojos-. Estás intentando imaginarme desnuda.
Jack sonrió mientras la banda cantaba algo sobre el amor verdadero y el pecado.
– Florecita, ya sé qué aspecto tienes desnuda.
Entre las sombras de la sala de baile, Jack vio que le subían los colores. Se puso colorada desde el cuello a las mejillas.
– Es curioso, yo no recuerdo qué aspecto tenías desnudo.
Daisy le miró a los ojos durante un segundo y después apartó la vista e intentó centrar la mirada en cualquier cosa que no fuera Jack.
A Daisy nunca se le había dado bien mentir. Jack no recordaba que eso le hubiera incomodado nunca antes, pero, por alguna razón, en ese momento lo hizo.
– ¿Sabías que iba a estar aquí? -le preguntó Jack.
Ella volvió a mirarle a los ojos y respondió:
– No. -No sabía si él le creía-. ¿Estarás en tu casa mañana?
– ¿Por qué? -preguntó él.
– Porque tenía pensado pasar a verte.
Jack contempló el rostro de Daisy. La sexy línea de sus ojos, sus labios carnosos.
– No recuerdo haberte invitado -espetó Jack.
– Antes dijiste que tienes mala memoria -le recordó Daisy.
– Para ciertas cosas, tal vez. Para otras, sin embargo, tengo una memoria estupenda -puntualizó él-. Por ejemplo, me acuerdo perfectamente de tus botas.
Daisy sonrió y deslizó la mano por el hombro de Jack.
– Lo sé -dijo ella-. Es alucinante que todavía me entren. ¿Te acuerdas de cuando las llevaba con mis Wranglers de color rojo?
¿«Wranglers de color rojo»? Él le hizo dar unas cuantas vueltas rápidas con la intención de marearla un poco. Él pensaba en su sujetador y no podía borrar de su mente el recuerdo de aquellas botas rozándole las orejas, pero ella sólo pensaba en cosas que a él no le interesaban en absoluto y de las que no tenía intención de hablar.
La apretó contra sí y ella dijo:
– ¿Y te acuerdas de aquella falda de campesina color fucsia? Dios mío, la moda de entonces era como una pesadilla.
¿«Falda de campesina»? ¡Ya basta de tonterías! Sólo por lo que acababa de decir iba a darle vueltas y más vueltas hasta hacerla caer al suelo. No hacía más que hablar de bobadas para sacarle de sus casillas. Como si ella no estuviese pensando también en sexo puro y duro. Como si la atracción sexual que existía entre ellos sólo fuera cosa de Jack, cuando él sabía perfectamente que ella también la sentía.
– Ah, sí, la falda de campesina color fucsia -dijo Jack sin estar seguro de lo que era una falda de campesina. La estrechó contra su pecho todavía un poco más, hasta que sus pechos se apretaron contra él, y entonces dijo-: Recuerdo cómo te quedaba cuando te la levantabas hasta la cintura.
Daisy falló el paso y se retiró un poco para mirarle a la cara. En su boca empezó a dibujarse una sonrisa, y dijo:
– No quiero hablar de sexo.
Por lo general, a él tampoco le gustaba hablar del tema. Era un hombre más bien reservado.
– Qué lástima -empezó a decir Jack mientras deslizaba la mano hacia el final de la columna de Daisy-. Ya que tú quieres hablar conmigo, seré yo el que escoja el tema a tratar.
– En la vida hay cosas más importantes que el sexo -replicó Daisy.
Jack también lo creía, pero en ese momento no podía pensar en nada más.
– Dime una -le pidió Jack.
– La amistad -respondió ella.
– Cierto -admitió él-. Muy propio de una chica.
– No, muy propio de un adulto -lo corrigió Daisy.
Se estaba quedando con él. Hasta que volvió a aparecer por el pueblo, Jack había ido tirando con su propia vida. Ya había ingerido una elevada dosis de lo que suponía ser adulto siendo bien joven. Tras la muerte de su padre, había tenido que criar a su hermano y sacar a flote el negocio. Y ahora allí estaba Daisy, con sus botas rojas y su vestido blanco, removiendo el pasado.
– El sexo fue una parte importante de nuestro pasado, Daisy, pero por lo visto no quieres hablar de ello.
– No fue una parte tan importante, Jack.
– Ya, claro.
La canción llegó a su fin y ella se apartó de él.
– Tal vez para ti sí lo fue. Pero para mí no representó lo más importante -dijo Daisy; después volvió y se alejó de su lado.
Daisy irguió el mentón y se encaminó al lavabo de señoras. Una vez dentro, humedeció una toallita de papel y se la pasó por las mejillas. El corazón le latía en la garganta y observó su rostro en el enorme espejo que colgaba encima de los lavabos. Sus ojos brillaban tal vez en exceso. Estaba demasiado colorada. Su piel parecía extremadamente sensible; cada una de sus células había respondido a los roces de Jack. Él la había atraído hacia su cuerpo y ella se había sentido tan bien al sentir la fuerza de su pecho… Había sido un fastidio tener que prescindir de esa sensación tan pronto, pero Jack se estaba empeñando en recordarle cosas que ella prefería mantener en el olvido. Le recordaba, por ejemplo, el tiempo que hacía que no se acostaba con un hombre, o lo que era sentir aquella punzada de lujuria, caliente y vital, en los pechos y entre los muslos. Y no era sólo porque hubiese hablado de sexo, ero por él, por el contacto de sus manos, por sus pulgares rozándole la cintura, por el tono profundo de su voz junto al oído, por el aroma de su piel. De no haber acabado la canción justo cuando acabó, Daisy podría haberse consumido allí mismo, en medio de la pista de baile.
Una mujer en camiseta con flecos negros se acercó hasta donde estaba Daisy para maquillarse frente al espejo.
– Hace un calor de mil demonios ahí dentro -dijo para justificar el rubor de sus mejillas.
– Eso parece -dijo Daisy, y, tras tirar las toallitas a la papelera, abrió la puerta para salir.
Jack la esperaba apoyado en la pared de enfrente, y cuando la vio se incorporó al instante.
– ¿Cuándo vuelves a casa, Daisy? -le dijo dando un paso hacia ella.
Daisy miró por encima del hombro de Jack hacia la barra atestada de gente y respondió:
– Cuando Lily quiera.
La voz de Jack se hizo algo más grave para aclarar la pregunta.
– ¿Cuándo vuelves a Seattle?
Jack la miró con los ojos entornados. Ella retrocedió un par de pasos para no tener que inclinar la cabeza hacia arriba al mirarlo y respondió:
– El domingo.
Él dio un paso hacia delante.
– O sea, pasado mañana… -precisó Jack.
– Sí.
– Estupendo.
– Por eso tenemos que hablar mañana -añadió Daisy dando otro paso hacia atrás.
Él la siguió.
– Porque quieres que seamos amigos y charlemos sobre el pasado.
– Entre otras cosas -aclaró Daisy; sus hombros toparon entonces con la puerta, y Jack alargó la mano hacia la derecha y agarró el tirador. La puerta se abrió y la obligó a salir al exterior. La cálida brisa acarició el rostro y la nuca de Daisy y le revolvió el pelo. Jack también salió y cerró la puerta a su espalda.
La luz que había encima de la puerta pasó entre los cabellos de Jack e iluminó sus ojos verdes y también su sonrisa.
– Tú tienes tan pocas ganas de hablar como yo -dijo Jack.
– No es cierto -replicó Daisy.
Ella intentó alejarse de él pero, de algún modo, acabó atrapada contra la valla de madera que delimitaba los dominios del Slim. Se quedaron entre las profundas sombras del edificio y un enorme contenedor de basura de color azul. Gracias a Dios, en el bar no servían comidas, y el único olor preveniente del contenedor cerrado era el de la cerveza y el polvo.
Jack apoyó las manos en la pared del edificio a ambos lados de la cabeza de Daisy, que quedó atrapada entre el cuerpo de él y el contenedor.
– Nunca has sabido mentir -afirmó Jack, e inclinó la cabeza hacia ella y le dijo casi en un susurro-: No me importa que lo hayas negado toda la noche, Daisy, pero yo sé lo que quieres.
Daisy apoyó las manos en su pecho para detenerle, pero al instante supo que había cometido un error. A través de la suave tela vaquera de su camisa y de los recios músculos de su pecho pudo notar el latido de su corazón: se le calentaron las palmas de las manos y el pulso se le aceleró. Volvió la cara hacia un lado para poder respirar, pero no tuvo fuerzas para bajar las manos. Ya no.
– No lo creo -dijo Daisy.
Él le agarró el mentó suavemente con dos dedos y la obligó a mirarle.
– Quieres que te lleve a casa, o que nos echemos en el asiento trasero de mi coche, o que hagamos el amor contra esta pared, ahora mismo. -Jack le rozó los labios con los suyos, y a Daisy se le cortó la respiración-. Como en los viejos tiempos.
Uno de sus dedos se enredó con la camisa de Jack. Oh, sí. Deseaba a Jack con todas sus fuerzas, pero también le gustaba comer pastel de chocolate todos los días, y no por eso cedía a ese impulso.
– Eso no estaría bien, Jack -dijo ella.
– No, Daisy. Estaría muy bien.
Durante unos segundos recordó que había tenido ese mismo pensamiento no hacía muchas horas. Entonces volvió a rozarle con los labios y ella se estremeció. No pudo evitarlo. No estaba en su mano detener lo que parecía que iba a ocurrir. Deslizó las manos por el pecho de Jack, hacia arriba, hasta llegar a sus hombros, después descendió de nuevo hasta su vientre y la cintura de sus pantalones. Tenía tan cerca la cara de Jack que sus narices se tocaban. No podía ver con claridad sus ojos, pero sentía el peso de su mirada. Y entonces la besó. La suave presión de sus labios hizo que le flaqueasen las rodillas. Daisy abrió la boca y sus lenguas se tocaron, calientes y húmedas; y con eso bastó para que sus sentidos se colapsasen. El calor, el deseo y la gula recorrieron todo su cuerpo como una exhalación, y ella ya no podía hacer nada para detener aquel flujo. Lo único que podía hacer era seguir adelante.
Los pectorales de Jack se tensaron cuando ella deslizó las manos de nuevo hacia los hombros. Correspondió al beso apasionado de Daisy, y ella le devoró. Una lujuria sin cortapisas se abrió camino en el vientre de Daisy, empujándola a tocar el cuerpo de Jack con ansia, como si desease engullirlo primero y preocuparse por ello después. Sabía tan bien… Era un hombre sano y excitado. Aquel beso encendió todos los resortes de su naturaleza mientras le acariciaba sin descanso, enredando los dedos en su pelo y desabrochándole los botones de la camisa.
Se apartó de ella unos centímetros y la miró a la cara. Respiraba con dificultad, como si hubiese corrido diez kilómetros.
– Daisy -susurró Jack antes de enterrar el rostro en su cuello. Un profundo gemido hizo que su pecho se estremeciese y deslizó la boca hacia un costado del cuello. Bajó la mano hacia su cintura y después rodeó el cinturón. Pasó la mano por debajo del vestido hasta tocar su muslo y no tardó en alcanzar sus bragas de seda.
– Alguien podría vernos -le advirtió Daisy con un hilo de voz, en forma de tenue protesta.
Jack hizo que se pusiera de puntillas y le preguntó con voz rasposa:
– ¿Acaso te importa?
Parecía que no, pues acababa de abrirle la camisa y apoyar las manos en su vientre plano. La piel de Jack estaba caliente al tacto y también un poco húmeda debido al sudor; un destello de deseo y testosterona recorrió las puntas de los dedos de Daisy y ascendió por sus brazos directo hasta su cabeza. La cálida y húmeda boca de Jack se posó en el hueco de su garganta y Daisy cerró los ojos. Hacía mucho tiempo que no se sentía arrastrada por el deseo. Por el empuje febril y el dolor carnal. Ahora podía sentirlo, borrando por completo cualquier otra sensación o pensamiento.
Jack hizo que Daisy pasase la pierna alrededor de su cintura, por lo que ella pudo sentir la presión de su erección contra su entrepierna a través de las capas de tela del vestido y las bragas. Jack agarró el otro muslo, lo alzó y abrazó con él su cintura mientras apoyaba a Daisy en la pared. La miró a los ojos y presionó la pelvis.
– Hace mucho tiempo -gimió ella.
Con la mano libre, Jack desabrochó la pechera de su vestido. La miró fijamente y le preguntó:
– ¿Cuánto? -Suavemente, pasó el reverso de los dedos por el escote de Daisy, acarició el satén de su sujetador y percibió la turgencia de sus senos. El vestido se abrió por completo y Jack dejó caer la mirada y la dejó clavada en los pechos de Daisy. Sin alzar la vista, preguntó de nuevo-: ¿Cuánto tiempo, Daisy?
Todas las sensaciones que embargaban su cuerpo provenían de los puntos en que él posaba sus dedos. Daisy acarició su pecho desnudo y, mientras le pasaba de nuevo los dedos por el pelo, le preguntó:
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que hiciste el amor? -precisó Jack.
Daisy no tenía ninguna intención de confesarlo en voz alta, y respondió:
– Bastante.
Jack abarcó con la mano uno de sus pechos e insistió:
– ¿Cuánto es bastante?
Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
– Dos años -admitió finalmente Daisy.
Jack le pasó los dedos por la parte de los senos que el sujetador dejaba al descubierto, y susurró:
– No podemos pasar de aquí.
Ella dejó escapar un gemido y apretó los muslos. Jack dobló las rodillas y apoyó las manos contra la pared a ambos lados de la cabeza de Daisy para sostenerse. Separó los pies y ella notó de nuevo su erección.
– No llevo condones, y tampoco tengo en el coche -dijo Jack; la besó en la frente y añadió-: Ven conmigo a mi casa, Daisy.
Hacía mucho tiempo que ella no tenía que preocuparse por los condones. No los había necesitado desde que descubrieron que Steven no podía tener hijos. Llevaba muchos años sin preocuparse por quedarse embarazada. Y hacía más de quince años que no estaba con alguien que no fuera Steven. Recurrió al último resquicio de racionalidad que le quedaba, y se dijo que no podía hacerlo. No con Jack. No allí. Ni tampoco en su casa. Simplemente, no podían hacerlo.
– No puedo hacerlo -dijo Daisy para no cometer el segundo mayor error de su vida.
Jack la besó en el cuello y susurró:
– Claro que sí.
– No, Jack -insistió Daisy; bajó entonces los pies al suelo y apartó las manos de los hombros de Jack-. No voy a acostarme contigo.
Él dio un paso atrás y el foco que había sobre la puerta le iluminó el rostro. Se pasó entonces las manos por el pelo, cerró los ojos y respiró hondo.
– Maldita sea, Daisy. -En su voz se mezclaban el deseo y la rabia-. Sigues siendo tan lianta como siempre.
– No he venido aquí ni para liarte ni para acostarme contigo -aseguró Daisy. El pecho desnudo de Jack estaba demasiado cerca, y bajo la luz destellaba el sudor que cubría su piel. Daisy apoyó las manos en la pared y luchó contra el impulso de tocarle, de apoyar el rostro contra su pecho y lamerle como si fuera un caramelo. Daisy levantó los ojos y le miró a la cara-. Ya te dije por qué he venido a Lovett.
Jack la miró, y en sus ojos verdes Daisy descubrió el brillo de la frustración.
– ¿Sigues pensando que podemos hablar? -preguntó él.
– No, esta noche no.
– Yo opino lo mismo -dijo Jack al tiempo que se limpiaba el rastro de carmín de la comisura de los labios.
– Mañana.
Jack soltó una risa forzada y, mientras se abotonaba la camisa, dijo:
– Daisy, si mañana apareces por mi casa voy a darte lo que andas buscando. Te lo aseguro.
Ella frunció el ceño y, aunque no le hacía falta que nadie le explicase lo que Jack había querido decir, él añadió:
– Voy a follarte hasta que pierdas el sentido -le dijo; después dio media vuelta y se fue.
Ella lo vio alejarse. Sus anchos hombros desaparecieron al doblar la esquina del edificio. En pocos segundos, la oscuridad le engulló y lo único que Daisy pudo escuchar fue el taconeo de sus botas y el agudo murmullo de los insectos. Sabía que debía sentirse escandalizada. Enfadada. Horrorizada. Y, sobre todo, aliviada por haber recuperado la cordura antes de hacer el amor con Jack. Sí, sabía que tenía que sentir todas esas cosas, y tal vez las sentiría al día siguiente. Pero esa noche… Esa noche no sentía nada de eso. Además de frustración, mientras la lujuria todavía corría por sus venas, lo que sentía era curiosidad. ¿Era posible hacer el amor con alguien hasta perder el sentido?
Y, de ser así, ¿lo sabía Jack por propia experiencia?