Una suave brisa acariciaba la superficie del lago Meredith, y el sol se reflejaba en el agua como si estuviese cubierta de pepitas de plata. Los pájaros revoloteaban por doquier, los peces saltaban en el lago… y el sonido del bajo y de la batería de los Godsmack retumbaba en el aire.
Daisy estaba sentada con las piernas cruzadas en la parte delantera del bote de Jack. En ese momento observaba a Nathan a través de las lentes de la cámara digital Fuji que se había llevado consigo tras su visita a Seattle. Bajo una camiseta roja sin mangas y unos pantalones vaqueros cortos llevaba su bañador blanco y se había cubierto la cabeza con un sombrero de ala ancha de paja para protegerse del sol.
Nathan echó la caña hacia atrás para lanzarla y su madre le hizo una foto. Llevaba puesta una gorra con la visera ligeramente curvada sobre sus gafas de sol Oakley plateadas y negras. Al lanzar la caña los pantalones cortos de color caqui que llevaba dejaron ver las rayas blancas y rojas de sus calzoncillos. Calzaba zapatillas de deporte y no se había puesto calcetines. Tenía las mejillas coloradas y se había quitado la camiseta a pesar de las advertencias de su madre.
– Me tratas como a un niño pequeño -se quejó Nathan, como un niño pequeño. Pero acabó cediendo y permitió que su madre le embadurnase con crema protectora.
Enfocó a Jack con la cámara; estaba sentado en la popa, pescando en el lado opuesto a Nathan. Llevaba un sombrero de paja vaquero y unas gafas de sol con cristales de espejo azules. Se había puesto una vieja camiseta verde con el cuello raído y cuyas mangas, ya muy gastadas, no se ajustaban a los bíceps de Jack. Pilló a Daisy con la mirada fija en el agujero que la camiseta tenía en el hombro, así que tuvo que explicarle que se trataba de su camiseta de la suerte para pescar. Unos gastados Levi’s se adherían a sus nalgas y sus muslos. La cintura estaba un tanto deshilachada, y los cinco botones de la bragueta le marcaban el paquete. Daisy se preguntó si esos pantalones también le traían suerte. Seguramente mucha. Llevaba botas vaqueras. ¿Qué si no?
Jack la miró por encima del hombro y ella le sacó una foto. Arrugó las cejas con irritación, pero no tardó en volver a centrar su atención en la pesca. Daisy no sabía si estaba irritado por la foto o porque los Godsmack acababan de decir otra palabrota. Aunque ella también le había oído decir palabras malsonantes en alguna ocasión. «Voy a follarte hasta que pierdas el sentido», recordó de repente.
Jack había pasado a buscarles de madrugada en una camioneta Dodge Ram. Para sorpresa de Daisy, no era uno de sus clásicos. Estaba bastante nueva y arrastraba un bote de seis metros de eslora. Cuando les pidió que fueran con él de pesca, Daisy imaginó que irían en un bote de aluminio con un pequeño motor. Tendría que haber recordado quién era Jack. Él no podía tener nada pequeño.
La embarcación de Jack estaba pintada de gris y rojo y tenía dos puestos de mando con asientos propios de un coche de carreras. Había un tercer asiento en la parte de atrás, junto al motor fueraborda. Bajo el reloj y el panel de mandos de madera había un reproductor de CDs. Antes de empezar a pescar, Jack y Nathan tuvieron que acordar hacer un trato; irían alternando la música. Primero la elegiría Jack y luego Nathan. El problema era que Jack llevaba consigo un estuche para unos pocos discos, en tanto que el estuche de Nathan tenía el tamaño de la guía telefónica de Nueva York. Ya podían olvidarse del silencio por unos cuantos días.
Nathan fue el primero en pescar algo. Un ejemplar de treinta y cinco centímetros. Tras esa captura, Daisy apreció en el rostro del muchacho una alegría que no veía desde hacía mucho tiempo. Jack lo atrapó con la red y le ayudó a sacar el anzuelo. Daisy se inclinó sobre el pez y sacó unas cuantas fotografías. La música estaba muy alta, y Daisy no oía lo que Nathan y Jack se decían desde donde se encontraban, pero cuando Nathan echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír Daisy sintió una agradable sensación en el pecho. El gozo que sentía en su interior, sin embargo, no se debía únicamente al disfrute de su hijo. También era por Jack. Se notaba que se estaba esforzando por Nathan. Quería establecer un vínculo con su hijo, y, por alguna razón que Daisy no alcanzaba a comprender, en ese momento se enamoró un poco más de Jack. No se trataba de un estallido de amor adolescente. No era el relámpago de fuego y de pasión que había intentado retener inútilmente en otra ocasión. Ahora todo era más sencillo. Se trataba más bien de una variación en los latidos de su corazón, de un suspiro ahogado en el pecho; y eso le asustaba más de lo que lo estuvo la primera vez que se enamoró de él. Era un amor más maduro. Daisy era una mujer más madura, y sabía exactamente lo que tenía que hacer con aquel sentimiento.
Absolutamente nada.
Matt Flegel le había llamado hacía un par de noches para invitarla a cenar. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre le había pedido salir con ella que quedó anonadada. Le respondió algo así como que ya lo llamaría cuando regresase de la acampada. En ese momento no tenía ninguna intención de ir a cenar con él. Ahora creía que tal vez no fuese mala idea. Después de todo era una oportunidad para sacarse a Jack de la cabeza.
Daisy disparó otra fotografía y, a través del objetivo, observó a Jack lanzando la caña una vez más. El sol resplandecía sobre aquella superficie plateada mientras el carrete de la caña no dejaba de girar. El movimiento de sus manos y sus brazos era suave y preciso, y tenía los pies ligeramente separados. Cesó la música del CD y Daisy escuchó con claridad el leve tic-tic-tic del carrete de Jack. Daisy tuvo la sensación de que su corazón empezaba a latir al mismo ritmo, y le hizo la foto a Jack.
La luz del sol iluminaba la mitad del cuerpo de Jack, en tanto que el sombrero le proyectaba una sombra en el rostro. Recogió el hilo y alargó el brazo para quitar un hierbajo del anzuelo. Entonces con un fluido movimiento, fijó el sedal con el pulgar, colocó la punta de la caña a un lado y volvió a lanzar el anzuelo. El anzuelo volaba por encima del agua mientras la brisa curvaba el sedal, atrapándolo como una telaraña, suspendiéndolo en el aire durante unos segundos hasta que el anzuelo entraba en el agua y tensaba el hilo.
Daisy bajó la cámara y miró hacia la lejanía. No podía esconderse de Jack o de sus propios sentimientos tras las lentes. Jack la odiaba, y jamás la perdonaría. Se lo había dejado bien claro. Cuando estaba a su lado Jack se mostraba muy discreto, y no tenía ni idea de por qué le había pedido que fuese con ellos a pescar. Actuaba como si ella fuese un mal imprescindible. Daisy se iría al finalizar el verano y muy probablemente no volvería a ver a Jack hasta el año siguiente. No había futuro para su posible relación, aunque ella deseaba con todas sus fuerzas que, llegado el momento, pudiesen volver a ser amigos.
Aunque sabía que tendría que esperar sentada.
Ella tenía que preocuparse por su futuro y el de Nathan, un futuro que estaba a miles de kilómetros de allí, en el estado de Washington. Le había comentado a Nathan la posibilidad de vender su casa, y, aunque la idea, como a ella, le entristecía un poco, le había parecido bien. La casa conllevaba para ellos un montón de recuerdos, tanto buenos como malos, pero a Nathan le agradaba la idea de trasladarse a un loft en Belltown, aunque implicase un cambio de instituto. Daisy ya se había puesto en contacto con un agente inmobiliario, amigo de Junie, y había puesto la casa a la venta. Junie tenía copia de las llaves, así que hizo otra para el agente inmobiliario.
Daisy empezaba a hacerse con las riendas de su vida de una vez por todas. Nunca había tenido que apañárselas sola. Nunca había sido la única responsable de las decisiones importantes. De ahí que estuviese asustada. Y si le daba muchas vueltas al asunto, la ansiedad acababa dominándola; a pesar de ello, sin embargo, sabía que todo iría bien.
Hacía rato que el mediodía había quedado atrás y cuando estuvieron de vuelta en el campamento todos tenían hambre. Mientras los chicos limpiaban lo que habían pescado, Daisy preparó la mesa de picnic: la cubrió con un mantel a cuadros rojos y blancos, y colocó platos de plástico y cubiertos.
Cuando había hablado con Jack la noche anterior, Daisy había insistido en que se repartieran las comidas. Él se haría cargo de la cena. Daisy se preguntó si se limitaría a sacar un paquete de salchichas y una bolsa de patatas fritas.
Ella había llevado pollo asado, ensalada y pan de centeno. Para cuando había cortado el pollo y había añadido los frutos secos y la frambuesa a la ensalada, Nathan y Jack ya volvían de la orilla. Nathan se había puesto la camiseta y llevaba la gorra en la mano. Tenía el pelo húmedo de sudor, pegado al cráneo. Daisy no pudo evitar fijarse en un detalle: cuando Nathan no intentaba parecer un chico enrollado, caminaba de un modo muy similar a Jack, más relajado. Jack se quitó las gafas de sol y se secó el sudor de la cara con el hombro de la camiseta; efectivamente, la camiseta le había traído suerte una vez más, pues había conseguido tres piezas.
– Voy a cambiarme, vuelvo enseguida -dijo Jack tras dejar las gafas y el sombrero sobre la mesa. Se metió en la tienda para cuatro personas que habían instalado junto a un álamo de Virginia-. Tened cuidado con las hormigas de fuego -les alertó arrastrando las vocales-. He visto un hormiguero junto a los lavabos. -Se quitó la camiseta al tiempo que dejaba que la tienda se cerrase.
– Mamá… -dijo Nathan.
Daisy apartó la mirada de la tienda y del retazo de espalda de Jack, de las ondulaciones de su columna, del elástico blanco justo por encima de la cintura de sus vaqueros…
– ¿Sí?
– ¿Qué son las hormigas de fuego?
Daisy rió con ganas y sacudió la cabeza.
– Son unas hormigas que, allí donde te muerden, sientes como si te quemasen con un tizón -respondió.
Nathan sonrió.
– Vaya con las hormiguitas -comentó divertido.
Daisy sirvió algo de pollo y de ensalada en un plato y se lo pasó a Nathan. Había cogido también un termo con té helado, colocó algunos cubitos de hielo en unos vasos de plástico y lo sirvió.
– ¿Lo has pasado bien? -le preguntó a su hijo.
Nathan se sentó y se encogió de hombros de un modo que bien podría haber significado «supongo que sí». Después sonrió y bramó con acento tejano:
– ¡Voy a llenar ese barco de peces cueste lo que cueste!
– Procura que no te muerdan las hormigas de fuego -replicó su madre.
Nathan echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
– ¿De qué os reís? -preguntó Jack acercándose a ellos, al tiempo que se abrochaba los botones de la camisa. Era beige, de estilo tejano, con las mangas cortadas.
– Nathan dice que va a llenar tu barco de peces cueste lo que cueste -le explicó Daisy.
Jack alzó la mirada y sus verdes ojos acariciaron el rostro de Daisy desde el otro lado de la mesa.
– Me parece muy bien. -Se hizo con un plato y puso en él varios pedazos de pollo-. ¿Qué es eso? -preguntó señalando la bandeja de ensalada.
– Ensalada.
Jack frunció el ceño y dijo:
– Parece comida para niños. Un revuelto de verduras y frutos secos.
Nathan rió y su madre le dedicó una mirada reprobatoria.
– Está muy bueno -aseguró Daisy.
– Te tomo la palabra -dijo Jack; dejó tres rebanadas de pan en su plato y después miró de nuevo a Daisy-. ¿Y la mantequilla?
– ¿Todavía sigues comiendo mantequilla? -le preguntó Daisy; hacía ya mucho tiempo que ella no usaba mantequilla para nada, y ni siquiera se le había ocurrido llevarla-. Tengo queso para untar.
Jack negó con la cabeza y se alejó de la mesa. Caminó hasta la trasera de su camioneta, abrió la portezuela y rebuscó en la nevera. Cuando volvió, traía consigo una barra de mantequilla. Abrió el envoltorio y la dejó sobre la mesa.
– Llevas demasiado tiempo en el norte, Daisy Lee. -Se sacó una navaja del bolsillo y cortó la barra en varios trozos-. ¿Quieres un poco? -le preguntó a Nathan.
Nathan asintió y Jack extrajo unas cuantas virutas con la navaja y se las pasó. Nathan las colocó sobre el pan de centeno y estuvo un instante observando la navaja antes de devolvérsela a Jack.
– ¿Y tú, Daisy, quieres?
– ¿Cuándo fue la última vez que lavaste esa navaja? -le preguntó ella.
– Hmm. -Jack se sentó y fingió recapacitar durante unos segundos-. El año pasado…, no, el otro. Fue justo después de destripar un armadillo.
Nathan se echó a reír y le dio un buen mordisco a su rebanada de pan.
Daisy estaba segura de que mentía. Bueno, casi segura.
– No, gracias -acabó respondiendo.
– Tú te lo pierdes -dijo Jack antes de dar buena cuenta de aquel pedazo de pan cubierto con amarillos trocitos de mantequilla.
Daisy optó por la ensalada.
– Cobarde. Te asustan unas pocas hojitas de rúcula y un puñadito de frambuesas -le dijo ella.
– Claro que sí -dijo Jack y en los extremos de sus ojos se formaron unas pequeñas arruguitas-. Cuando un hombre como de ésas el siguiente paso es vestirse de color rosa y colgarse un jersey de los hombros.
Nathan y Jack chocaron los cinco.
– Creía que os gustaría mi ensalada de frambuesas.
– No -dijo Nathan-. Tengo hambre.
Daisy no podía creerlo. Jack había convertido a su hijo en un traidor. Lo estaba convirtiendo en alguien como él.
– ¿Qué has traído tú para cenar? -preguntó Daisy.
Jack cogió su navaja para destripar armadillos y cortó el pollo.
– Arroz salvaje -respondió.
– ¿Eso es todo? -preguntó ella.
– No, compre un poco de auténtica lechuga y algo de queso azul para aderezarla -aclaró Jack.
– ¿Cenaremos arroz salvaje y ensalada? -quiso saber Daisy.
Jack la miró desde el otro lado de la mesa como dándole a entender que era una pesada y añadió:
– Y el pescado.
– ¿Estabas tan convencido de lo que ibas a pescar que no trajiste nada más para cenar?
– Pues claro. Llevaba mi camiseta de la suerte.
Daisy se volvió hacia Nathan; parecía muy sorprendido.
Jack bebió un largo trago de té y dejó el vaso sobre la mesa; entonces añadió:
– Lo rebozaré con harina y lo freiré.
– ¡Qué bien! -dijo Nathan.
Jack apartó la mano del vaso de plástico rojo y señaló hacia su hijo.
– Es la comida que hace que a los chicos les salga pelo en las bolsitas de té.
La confusión se adueñó del rostro de Daisy, y Nathan se apresuró a aclarar:
– Las gónadas.
Vaya por Dios, Daisy podría haberse pasado todo el fin de semana para descubrirlo.
– Ya -dijo casi en un susurro-, pero yo no soy un chico.
– Y no tienes bolsitas de té -aclaró su hijo innecesariamente.
Daisy negó con la cabeza y se llevó la mano al pecho.
– A decir verdad, nunca he querido tener bolsitas de té.
– Es lo que dicen todas antes de probarlas -dijo Jack con una sonrisa burlona. Acto seguido, Nathan y él estallaron en una sonora carcajada, como si compartiesen una broma secreta de la que ella quedase excluida.
Al observar a su hijo riendo, Daisy se sintió prescindible. Apartada del club de los chicos. Pero eso era lo que ella deseaba, ¿o no? ¿No había sido ése el motivo de volar hasta allí? ¿Acaso no deseaba que ambos se conociesen, que Nathan conociese a su auténtico padre? ¿O sea, que se impusiese el rollo de las navajas y las bolsitas de té y ese tipo de cosas?
Sí, pero no a sus expensas. No quería sentirse excluida. Quería formar parte también del club de las bolsitas de té. No era justo que la excluyesen por no disponer del material adecuado. Cuando eran jóvenes, Jack había empleado esa misma táctica para apartarla de un montón de cosas.
– Sé lo que estás intentando hacer, Jack -dijo.
Él la miró a los ojos.
– Intentas excluirme como hacíais Steven y tú cuando no queríais que estuviese cerca -aclaró Daisy.
Jack frunció el ceño y, sin dejar de sonreír, preguntó:
– ¿De qué estas hablando, florecita?
– ¿Recuerdas cuando no me dejasteis formar parte de vuestro club de la televisión? Creasteis una regla que decía que para ser miembro del grupo había que mear de pie contra un árbol -le recordó Daisy.
– Eso lo recuerdo, pero no me acuerdo de nada relacionado con la televisión -dijo Jack.
Daisy pensó durante unos segundos y dijo:
– Era el club CBS o algo por el estilo.
Jack sopesó lo que acababa de escuchar y exclamó:
– ¡Ah, te refieres al CTC! Me había olvidado de eso. -Sonrió-. ¿Creías que era un club de televisión?
– Claro -respondió ella.
Él sacudió la cabeza y se echó a reír.
– Mujer, era el Club de las Tetas y los Culos. Era donde nos reuníamos para mirar revistas pornográficas.
– ¡Genial! -exclamó Nathan.
– ¿Teníais revistas pornográficas? Ibais a sexto, por todos los santos. -Daisy estaba anonadada-. Erais unos pequeños pervertidos y yo no tenía ni idea.
La sonrisa de medio lado de Jack le dio a entender que no sabía de la misa la mitad.