Aprender a conducir no fue tan fácil como Nathan creía. En su segundo día de clase, tuvo que ponerse al volante de un Saturn. No era exactamente el tipo de coche que a él le gustaba, pero en la primera clase había tenido que conducir una furgoneta. Al cabo de tres semanas ya era capaz de manejar con soltura el Saturn, así que supuso que también estaba en condiciones de dar una vuelta con el nuevo coche de sus sueños: el Shelby Mustang de Jack. Jack todavía no estaba al corriente, pero Nathan quería conducir ese coche. La cosa no pintaba bien.
Tras esa semana, trabó amistad con algunos de los muchachos que iban a clase con él. No montaban a caballo, ni tampoco escuchaban esa porquería de música. Algunos de ellos, sin embargo, sí mascaban tabaco, pero eso a Nathan no le parecía mal.
Los días que tenía clase su madre lo dejaba frente a la escuela. Por lo general, al salir se pasaba por casa de Jack, que estaba a sólo unas pocas manzanas de allí. Llevaba un mes en Lovett y ya no le parecía un lugar tan espantoso como a los pocos días de llegar. Le gustaba trabajar en el taller de Jack. Le gustaba charlar con los demás mecánicos.
Jack le había mostrado asimismo el lado económico, por así decirlo, de Clásicos Americanos Parrish, y también le había gustado. Cabía la posibilidad de que volviese a trabajar allí el verano siguiente; y después de graduarse, podría dedicarse a la mecánica con Billy y Jack a tiempo completo.
Eso estaría muy bien, pero tendría que hablarlo con su madre. Ella quería que fuese a la universidad, como su padre. Ya se lo había dicho, como si su opinión no contase un pimiento. Su madre intentaba dirigir su vida como si todavía no fuese más que un niño.
Nathan agarró una piedra del suelo y la lanzó contra el tablero de la canasta, como lo había hecho el día en que conoció a Jack. La piedra cayó al suelo y entonces le dio un puntapié.
Ya no sabía qué tratamiento darle a Jack. Llamarlo Jack le hacía sentir extraño, pero no podía llamarlo «papá». Su padre era Steven Monroe, aunque estaba empezando a sentir que Jack también lo era. Lo pasaban bien juntos. A veces, después de trabajar, daban una vuelta y charlaban de coches y de cosas de chicos. Nathan había estado en casa de Billy y había conocido al resto de la familia. Las hijas de Billy no dejaban de chillar y de hacer ruido, y la mediana corría siempre con la cabeza gacha, lo cual la convertía en un peligro andante.
Por lo general, si iban a casa de Billy, Jack invitaba también a Daisy, y casi parecían una familia unida, pero no lo eran. A veces, Nathan pillaba a Jack mirando a su madre como si estuviese enamorado de ella. Pero entonces parpadeaba, miraba hacia otro lado o decía algo, y Nathan se convencía de que debían ser imaginaciones suyas. Si Jack estuviese enamorado de su madre Nathan no sabría cómo tomárselo. Tal vez fuese lo más adecuado, habida cuenta que Jack era su padre, o algo parecido.
Nathan sólo se había enfadado con Jack en una ocasión. Nathan había discutido con su madre en la fiesta del Cuatro de Julio. Él le había gritado porque ella quería saber dónde iba a ir y qué iba a hacer. Jack, al enterarse, le miró con desaprobación y le dijo: «No vuelvas a hablarle así a tu madre. Quiero que le pidas disculpas.»
Se habría disculpado de todos modos. Su madre podía tocarle las narices, pero la quería. Le dolía mucho ver cuánto le afectaba que le gritara de ese modo. Se sentía como si se le abriese un agujero en el pecho, pero nunca se daba cuenta de lo que había hecho hasta que era demasiado tarde.
Nathan atravesó el campo hasta alcanzar la puerta de la valla metálica. Era sábado y no tenía que ir a trabajar. Tal vez podría echarse un rato o jugar con la XBOX que su madre le había traído de Seattle.
Aminoró la marcha cuando vio que Brandy Jo se le acercaba. Llevaba puesto un vestido rojo con finos tirantes y unas chancletas de suela gruesa.
– Hola, Nathan. Hacía mucho tiempo que no te veía. ¿Qué haces aquí?
– Voy a clases de conducir. -Nathan se puso bien derecho y se metió las manos en los bolsillos. Brandy Jo era la chica más guapa que jamás había visto. Incluso encaramada en la gruesa suela de esas chancletas, Brandy Jo apenas le llegaba al mentón. Nathan sintió que se le abría un agujero en el pecho, aunque ahora nada tenía que ver con su madre-. Y tú, ¿qué haces aquí un sábado?
– Me olvidé el jersey en la escuela -le explicó ella.
El sol se reflejaba en su cabello oscuro, y cuando se humedeció los labios Nathan sintió un nudo en el estómago.
– ¿Necesitas ayuda? -le preguntó Nathan, y casi dejó escapar un gruñido.
«¿Por qué iba a necesitar ayuda?»
– No, pero estaré encantada de que me acompañes.
Nathan tragó saliva con dificultad e intentó no sonreír. Asintió y dijo:
– Estupendo.
– ¿Cuándo tendrás el carné de conducir? -le preguntó ella mientras paseaban por el camino que bordeaba la escuela.
– Me falta muy poco para el examen. -El brazo desnudo de Brandy Jo le rozó ligeramente el suyo, justo por debajo de la manga de su camiseta, y Nathan sintió un cosquilleo en el hombro.
– Yo me lo saqué el mes pasado -dijo ella.
– ¿Tienes coche?
Brandy Jo negó con la cabeza y el pelo le acarició los hombros.
– ¿Y tú?
– Jack va a dejarme el suyo -respondió Nathan acercando un poco más su brazo al de Brandy para ver qué pasaba: un cosquilleo le recorrió el pecho.
– ¿Quién es Jack?
– Es… como si fuese mi padre.
Brandy levantó la cabeza y le observó con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué quieres decir con «como si fuera mi padre»? ¿Es tu padrastro?
– No. Es mi verdadero padre, pero sólo le conozco desde hace un mes.
Brandy Jo se detuvo en seco.
– ¿Acabas de conocerle? -le preguntó con ese marcado acento tejano que Nathan estaba empezando a encontrar delicioso.
– Sí -respondió-. Siempre he sabido quién era, pero cuando mi padre murió… Cuando mi primer padre… mi otro padre… -Suspiró-. Es un poco complicado.
– Mi madre se ha casado tres veces -le dijo ella cuando echaron a andar de nuevo-. Mi padre murió, pero el padre de mi hermano pequeño vive en Fort Worth. Ahora tengo otro padrastro, pero no promete mucho. Todas las familias son complicadas por una cosa o por otra.
Entraron en el edificio el uno junto al otro, dejando que sus brazos se rozaran y fingiendo que se trataba de algo accidental. Brandy Jo encontró su jersey en la clase de arte y, cuando salieron, Nathan la tomó de la mano. Tenía un nudo en la garganta, y cuando ella le miró a los ojos y sonrió casi se le detuvo el corazón. Creía que se le iba a salir por la boca y que moriría allí mismo, junto a la gran roca donde se había grabado la ridícula inscripción «Sementales de Lovett»; bajo el abrasador sol te Tejas; delante de la chica más guapa que jamás había conocido. Y no le apetecía en absoluto.
Nathan no apartó los ojos del rostro de Brandy Jo mientras ésta le hablaba de su familia. Le apretó la mano y ella se le acercó hasta que sus brazos se rozaron. El pulso le iba a mil por hora: era una sensación agradable, dolorosa y sobrecogedora al mismo tiempo. Nunca había estado enamorado. Bueno, había estado enamorado de Nicole Kidman, pero eso no contaba. Esa tarde, sin embargo, bajo el infinito cielo azul que se extendía sobre sus cabezas, Nathan Monroe supo que se había enamorado por primera vez en su vida.
Daisy colocó el pulgar en la boca de la manguera del jardín y el chorro de agua se abrió sobre el Cadillac de su madre formando un abanico. Después metió una esponja dentro de un cubo que había llenado de agua con jabón y empezó a lavar el coche. Notaba el calor del sol en su piel, cómo le bronceaba los hombros, el pecho y la parte de la espalda que dejaba al descubierto su camiseta de tirantes.
Había pasado gran parte del día en casa de Lily, limpiando y haciendo la colada mientras su hermana permanecía en el sofá con el tobillo escayolado en alto. El divorcio de Lily finalmente se había resuelto. Su abogado había hecho bien su trabajo; le había enseñado al juez los extractos de la cuenta bancaria antes de que Ronnie la vaciase y el juez resolvió que Ronnie debía pagarle a Lily diez mil dólares, pasarle una pensión mensual para el niño y hacerse cargo de los gastos del seguro médico de Pippen.
Su madre se había quedado trasteando en casa de Lily. Daisy sabía que, desde que había salido del hospital, a su hermana le resultaban difíciles hasta las labores más sencillas. No le importaba ayudarla, pero la caótica vida de Lily le había puesto un poco de mal humor.
De hecho, era algo más que mal humor. Se sentía desubicada; pero, a decir verdad, su hermana no tenía la culpa de eso. El estado de ánimo de Daisy se debía a la suma de todos los problemas de su vida más que a un solo aspecto en concreto. Estaba deseando empezar su nueva vida, pero también se sentía asustada e insegura. Todavía no había vendido la casa de Washington, claro que sólo llevaba un mes a la venta. Estaba dispuesta a sacar adelante lo del estudio fotográfico, y, sin embargo, le producía cierta ansiedad pensar en que tendría que irse de Tejas. A menudo creía saber con total claridad lo que quería pero, al cabo de un instante, quedaba sumida en un mar de dudas.
Había salido en un par de ocasiones con Matt y lo había pasado bien. Más cuando la besó supo al momento que no habría una tercera vez. Estaba enamorada de otra persona, y no habría sido justo para Matt.
Daisy se inclinó todo lo posible sobre el Cadillac para limpiar una mancha que se le había pasado por alto y vio que una de las principales causas de su confusión aparcaba su Mustang frente a la casa de su madre.
Jack salió del coche, atravesó el jardín y se acercó a Daisy. Un oscuro mechón de pelo le colgaba sobre la frente, y por una vez no llevaba sombrero. La luz del sol se reflejaba en los cristales azules de sus gafas. Vestía una camisa verde abotonada hasta arriba y unos Levi’s algo gastados. Era sábado y no se había afeitado: la sombra de la barba incipiente resaltaba todavía más el sensual perfil de sus labios. Cada vez que lo veía a Daisy le daba un brinco el corazón, mientras que su cabeza le pedía agritos que echase a correr en dirección contraria.
– Hola -dijo Daisy tras erguirse y limpiar el jabón sobrante del capó-. ¿Qué te trae por aquí?
– Estoy buscando a Nathan. Creí que pasaría por casa cuando saliese de clase, pero no ha venido.
– Aquí no está -dijo ella; a pesar de que los ojos de Jack quedaban escondidos tras los cristales azules de sus gafas, Daisy notaba el peso de su mirada-. Si quieres puedes esperarle; estoy segura de que no tardará.
– Sí, esperaré un rato -contestó Jack echándole un vistazo a la calle. Había hecho lo mismo unas cuantas veces desde que regresaron de su excursión al lago hacía cosa de un mes. Desnudaba a Daisy con la mirada y luego apartaba la vista. Cabía la posibilidad de que no la mirase con especial interés. Muy posiblemente sólo fuesen imaginaciones suyas, fruto de su propio deseo. Y ese pensamiento no sólo la entristecía sino que le mostraba una Daisy patética, fantasiosa y, sobre todo, tan loca como el resto de miembros de su familia. Una imagen estremecedora.
Daisy agarró la manguera y el cubo y se fue al otro lado del coche.
– Mañana por la noche, Billy y algunos de los chicos van a jugar un partido de fútbol americano en el parque Horizon View -dijo Jack dejando caer todo le peso del cuerpo en un pie; la miró de nuevo a los ojos y añadió-: Hable de ello con Nathan hace unos días y quedamos en que me diría si podría ir o no.
– No tenemos nada planeado, así que por mí puede ir si quiere. -Daisy dejó el cubo en el suelo y subió la manguera hasta el capó del coche-. ¿Jugareis a flag o trackle football?
– El flag football es para mariquitas -dijo Jack mientras se colocaba justo frente a Daisy-. Y para chicas.
Daisy optó por no hacer caso de la provocación.
– No quiero que Nathan juegue sin casco ni protecciones.
– Nos aseguraremos de que lleve el equipamiento adecuado -la tranquilizó Jack inclinando la cabeza como si estuviese tomándole las medidas-. ¿Por qué no vienes tú también con uno de aquellos vestiditos tuyos de animadora? Podrías hacer unas cuantas volteretas, como cuando ibas al instituto. -En su rostro se dibujó una sonrisa inequívocamente carnal-. O uno de aquellos saltos. Ofrecían una buena panorámica de tus intimidades.
Daisy colocó de nuevo el pulgar en la boca de la manguera y el agua se esparció sobre el techo del coche, y acabó en el pecho, los hombros y también los cristales de las gafas de sol de Jack.
– Vaya -dijo, y quitó el pulgar.
Jack frunció el ceño y sus cejas desaparecieron detrás de las gafas.
– Lo has hecho a propósito -le espetó.
Ella bufó, escandalizada:
– No, en absoluto.
– Sí -dijo Jack muy lentamente-, lo has hecho a propósito.
– Te equivocas -aseguró Daisy negando con la cabeza; colocó entonces el pulgar en la boca de la manguera y apuntó el chorro de agua hacia el pecho de Jack. El agua le empapó la camisa-. ¿Lo ves? -añadió retirando el pulgar-. Ahora sí lo he hecho a propósito.
– No tienes ni la más remota idea de lo que voy a hacerte -dijo Jack mientras se quitaba las gafas y se las guardaba en el bolsillo de su empapada camisa.
– No vas a hacerme nada -respondió Daisy.
Sus ojos verdes hablaban de venganza a medida que iba acercándose cada vez más a Daisy.
– Te equivocas -dijo Jack en un tono burlón.
Ella dio un paso atrás.
– Quieto ahí.
– ¿Tienes miedo?
– No. -Daisy retrocedió un paso más.
– Pues deberías tenerlo, muñeca.
– ¿Qué vas a hacer?
– Deja de moverte y lo descubrirás.
Daisy se detuvo, levantó la manguera y un potente chorro de agua salió disparado hacia la cabeza de Jack. Lo esquivó, y antes de que ella pudiese echar a correr Jack se le echó encima, la empujó contra la portezuela del copiloto y le arrancó la manguera de las manos.
– ¡No, Jack! -Daisy se echó a reír-. No lo volveré a hacer. Te lo juro.
Bajó la vista y la miró fijamente a los ojos mientras el pelo que le colgaba sobre la frente iba goteando encima de su mejilla. Tenía las pestañas mojadas.
– Sé que no volverás a hacerlo -dijo Jack tirando del escote de la camiseta de Daisy y metiéndole la manguera dentro.
– ¡Está fría! -gritó Daisy agarrándolo de la mano e intentando sacarse la manguera de debajo de la camiseta.
– Ríete ahora, listilla -le dijo Jack apretando su cuerpo contra el suyo y empapándose tanto como ella.
– ¡Para! -gritó ella; el agua descendía entre sus pechos y le corría por el vientre. Los pezones se le erizaron por el frío-. Me estoy helando.
Con la cara pegada a la de Daisy, Jack dijo:
– Pídeme perdón.
Daisy se reía con tal frenesí que apenas lograba articular palabra.
– Lo siento muchísimo -logró decir mientras luchaba por zafarse de su abrazo. Pero él la tenía atrapada.
– No es suficiente. -Jack sacó la manguera y la tiró al suelo-. Demuéstramelo -añadió en tono desafiante.
Daisy dejó de reír y miró a Jack a los ojos. Detectó de inmediato el deseo que ardía en ellos. Estaba frente a ella, con las piernas ligeramente abiertas, a los lados de las suyas. Sus muslos, su cintura y el bajo vientre presionaban contra su cuerpo, y Daisy notó que unos cuantos centímetros de su cuerpo se alegraban de estar tan cerca de ella. Sintió una oleada de calor en el vientre. Su corazón le decía que permaneciese inmóvil, en tanto que su cerebro le gritaba que saliese corriendo.
– ¿Cómo? -preguntó ella.
– Ya sabes cómo. -Jack bajó la vista y la clavó en sus labios-. Y hazlo bien.
Daisy recorrió con las manos el húmedo pecho y los hombros de Jack, y después le pasó las manos por el pelo. Inclinó la cabeza y le pasó la mano por la nuca. Rozó la boca de Jack con sus labios y sintió que su corazón se expandía. Llenaba su pecho y casi no le dejaba respirar; no podía engañarse respecto a qué respondían esos síntomas. Los había sentido antes. Pero en esta ocasión la sensación era mucho más intensa, más definida, como si hubiese enfocado el objetivo de la cámara a la perfección.
Estaba enamorada de Jack Parrish. De nuevo. Su corazón había ganado la partida.
Un finísimo hilo de luz solar separaba sus bocas. Ambos mantuvieron el aliento; tenían los ojos clavados el uno en el otro. Los dos esperaban a que alguien diese el primer paso.
Entonces Daisy le besó muy suavemente.
– ¿Te parece bien así?
Jack negó con la cabeza, y al hacerlo sus labios rozaron los de Daisy.
– Inténtalo de nuevo.
– A ver qué te parece esto.
Entreabrió los labios y le tocó el paladar con a punta de la lengua.
Jack respiró hondo y dijo con voz profunda:
– ¿Es todo lo que sabes hacer?
– Ponme a prueba.
Daisy cerró los ojos y se acercó a él un poco más. Rozó con sus pechos la camisa de Jack y sus pezones e endurecieron por algo más que el frío. Un fogonazo de calor recorrió su cuerpo para instalarse entre sus muslos. Abrió los labios y los fundió con los de Jack. En un principio le besó de forma suave y ligera, para que Jack anhelase algo más. Un gruñido de frustración surgió de su garganta, inclinó la cabeza hacia un lado y aumentó unos cuantos grados más la temperatura ambiente. La obligó a abrir la boca por completo y se adentró en ella.
Con las bocas unidas, le pasó los brazos alrededor de la cintura y dio un paso atrás. Le aferró las nalgas con sus grandes manos y tiró de ellas hacia arriba hasta forzarla a ponerse de puntillas.
Retiró la cabeza y la miró a la cara.
– Qué bien sabes -susurró Jack; muy despacio, aflojó el apretón, pero acto seguido volvió a apretarla con fuerza-. Nadie me ha sabido nunca tan bien como tú. -Volvió a besarla. El agua fría que salía de la manguera le iba mojando a Daisy los dedos de los pies al tiempo que aquel beso se hacía cada vez más caliente.
Daisy oyó a alguien aclararse la garganta a su espalda. Un segundo después, la voz de Nathan se abrió paso en el laberinto de pasión y lujuria en que prácticamente se habían perdido.
– ¿Mamá?
Jack levantó la cabeza y Daisy apoyó los talones en el suelo y se volvió.
– ¡Nathan! -exclamó ella. Aún tardó unos segundos en darse cuenta de que su hijo no estaba solo. Le acompañaba una chica. Nathan miró a su madre y después a Jack y se puso colorado como un tomate.
– ¿Hace mucho rato que estáis ahí? -preguntó Jack en un tono sorprendentemente calmado teniendo en cuenta que sus manos estaban pegadas en las nalgas de una mujer.
– Os vimos desde la calle -respondió Nathan mirando de nuevo a Daisy. No dijo nada más, pero su madre sabía perfectamente lo que estaba pensando.
Daisy esbozó una sonrisa forzada y dijo:
– ¿No vas a presentarnos a tu amiga?
– Ella es Brandy Jo -presentó Nathan, y, con la mano extendida hacia Daisy-: Éstos son mi madre y Jack.
– Encantada de conocerles -dijo la muchacha.
Daisy se dispuso a acercarse a su hijo, pero Jack la tenía agarrada por los pantalones y no dejó que se apartase de delante de él. Daisy le miró por encima del hombro, él alzó una ceja, y entonces entendió lo que ocurría: Jack la estaba utilizando para cubrirse. Notó que se le subían los colores, como acababa de sucederle a Nathan. El único que no parecía sentirse incómodo era Jack.
Daisy volvió a mirar a Nathan y a Brandy Jo.
– ¿Vives cerca de aquí? -le preguntó Daisy para romper el silencio.
– Bastante. -Brandy Jo miró a Nathan-. El día que conocí a Nathan le dije que casi éramos parientes. Mi tía Jessica está casada con Bull, el primo de Ronnie Darlington.
Bueno, al menos no era familia directa de Ronnie.
– Lily y Ronnie se divorciaron hace unas semanas.
– Vaya, no lo sabía. -Brandy sonrió y dijo en voz baja-: Ronnie es un mal bicho, y a todos les costó entender qué había visto Lily en él.
Brandy Jo, sin lugar a dudas, era una chica lista.
– Había venido para hablar contigo sobre el partido de mañana por la noche -dijo Jack.
– ¡Y mientras esperabas no se te ha ocurrido nada mejor que hacer que enrollarte con mi madre en el jardín de enfrente de casa!
Daisy abrió la boca de par en par.
Jack dejó escapar una risotada.
– Me ha parecido una buena manera de matar el tiempo -dijo Jack.
Daisy se volvió y le miró a los ojos.
– ¿Qué pasa? -añadió Jack con una malévola sonrisa-. Tú también has pensado lo mismo.