Capítulo 5

Al día siguiente Daisy llamó a Jack pero él no cogió el teléfono. Cuanto más tardase en hablarle de Nathan más difícil le resultaría. Lo sabía muy bien: llevaba quince años postergándolo. Sin embargo, hasta que puso de nuevo los pies en Lovett no se dio cuenta de que, cuanto más tardase en contárselo, mayor número de recuerdos del pasado la asaltarían. Antes de emprender el viaje Daisy pensaba hablar con Jack, entregarle la carta de Steven y apechugar con su enfado; nunca había creído que resultaría fácil, pero sí que sería rápido. Ahora sabía que no era así. Pero tenía que hacerlo. Y sólo tenía siete días por delante.

Intentó contactar con Jack un par de veces más durante esa mañana, pero no obtuvo respuesta. Supuso que probablemente no contestaba a propósito. Acudió a la iglesia con su madre, y después comieron con Lily y Pippen. Phillip Pippen Darlington ya había cumplido los dos años, era rubio y llevaba el pelo largo por detrás porque su madre no soportaba la idea de cortarle los rizos de la nuca. Tenía unos enormes ojos azules, como Lily, y le encantaban los dibujos animados. También le encantaba llevar su gorro de piel de mapache sintética y gritar NO lo bastante alto como para que lo oyesen desde el condado de al lado. No soportaba las comidas granulosas, las arañas y sus zapatillas de lona con velero.

Daisy se quedó mirándolo mientras estaba sentado en su trona frente a la mesa de la cocina de su madre e intentó no fruncir el ceño cuando le vio verter el zumo de uva que le habían servido en su taza de Tommy Tippy encima del plato de patatas hervidas. Lily y su madre se sentaron a la mesa frente a Daisy, sin prestarle especial atención al desagradable revoltijo que estaba formando Pippen.

– ¡Es un cabrón de mierda! -le dijo Lily refiriéndose, obviamente, al que muy pronto se convertiría en su ex marido, «Ronald Darlington, el cabrón de mierda»-. Pocos meses antes de que se fugara con esa jovencita, vació todas nuestras cuentas bancarias y se llevó todo el dinero.

Louella asintió y dijo con tristeza:

– Probablemente a México. -Si de niñas se les hubiese ocurrido pronunciar la palabra «cabrón» en la mesa, su madre las habría enviado de inmediato a su cuarto.

– ¿Qué está haciendo tu abogado al respecto? -preguntó Daisy.

– La verdad es que no se puede hacer mucho. Podemos demostrar que el dinero estaba en esas cuentas, pero no sabemos dónde ha ido a parar. El juez puede obligarle a devolverme la mitad del dinero, pero eso no quiere decir que él vaya a hacerlo. Ronnie se ha pasado muchos años cobrando en negro para evitar los impuestos, así que de los setenta y cinco mil dólares que teníamos solo había declarado veinte mil. -Lily cortó un filete con aires de venganza. A pesar de ser hermanas y de haber crecido juntas, nunca habían estado demasiado unidas. Cuando eran adolescentes, cuando no se estaban peleando simplemente se ignoraban. Lily todavía estaba en secundaria cuando Daisy se fue del pueblo, y desde entonces no habían mantenido una auténtica relación. Al perder a Steven, Daisy se dio cuenta de lo importante que era la familia para ella. Tenía que rehacer la relación con su hermana.

– Ronald me dijo que si hablaba del dinero que había cobrado en negro -prosiguió Lily- lucharía por la custodia de Pippen. ¿Qué voy a hacer?

Cuando Lily y su madre fijaron la mirada en ella Daisy se dio cuenta de que no se trataba de una pregunta retórica. Daisy se fijó en las oscuras ojeras de su hermana: al parecer hacía bastante tiempo que no dormía en condiciones. Y los cortos rizos dorados que enmarcaban su hermoso rostro habían perdido suavidad. La verdad era que Lily parecía terriblemente asustada.

– ¿A mí me lo preguntas? ¿Cómo voy a saberlo?

– Darren Monroe es abogado -replicó su madre.

– El padre de Steven se jubiló y ahora vive en Arizona. Además, era abogado criminalista, y Steven diseñaba programas informáticos. Y yo no tengo ni idea de casos de divorcio. -Reconoció el terror en los ojos azules de su hermana. Era el miedo a quedarse sola con la responsabilidad de sacar adelante a un niño. Pero, a diferencia de Daisy, Lily no tenía asegurada su economía, ni tampoco una carrera laboral que retomar. La carrera de Daisy tampoco le había reportado grandes dividendos, pero era una buena fotógrafa y tenía contactos. Si tuviese que mantenerse a sí misma y a Nathan podría hacerlo. Lily había ejercido de madre y ama de casa, y, aunque era algo admirable, no servía de mucho a la hora de buscar trabajo. Estaba aterrorizada-. Ya pensaré en algo -dijo Daisy, aunque ella ya tenía bastantes problemas y sólo iba a estar allí una semana.

Lily sonrió.

– Gracias, Daisy.

– Fui a lo Darma Joe Henderson el otro día -dijo Louella, mientras removía el estofado dando momentáneamente por resueltos los problemas de Lily-. Supongo que os acordáis de Darma Joe. Trabajaba en los almacenes Trusty, frente al Wild Coyote. Su hijo Buck sufrió un accidente hará un par de años y tuvieron que amputarle una pierna por debajo de la rodilla. Pues bien, tiene una hija que canta en el coro de la iglesia. Supongo que os habréis fijado en ella esta mañana. -Se detuvo para tomar un bocado y acto seguido continuó-: Se parece un poco a Buck, la pobre, pero tiene carácter y una voz maravillosa. Está saliendo con ese chico… Oh, ¿cómo se llama? Creo que empieza por ge, George o Geoff o algo así. En cualquier caso…

Daisy miró a su hermana. Lily puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás. Algunas cosas no habían cambiado mucho desde su partida. Sabía que era inútil pedirle a su madre que fuese al grano, porque en realidad no quería decir nada en concreto.

Daisy se echó a reír. Lily bajó la mirada y la posó en su hermana. También rompió a reír. Pippen lanzó la gorra de mapache al suelo y empezó a carcajearse, como si entendiera la broma. Sólo tenía dos años, pero había pasado con su abuela tiempo suficiente como para saber de qué se reían.

Louella levantó la vista del plato.

– ¿De qué os reís?

– De que la hija de Darma Joe se parezca a su hermano Buck -mintió Lily entre risas-. La pobre.

– Es una desgracia para ella -dijo Louella frunciendo el entrecejo. Sus hijas seguían riendo y ella sacudió la cabeza y añadió-: Os dejáis llevar y Pippen os imita.

Después de comer, Daisy hizo acopio de fuerzas y llamó, por cuarta vez en un mismo día, a Jack. Aunque tampoco cogió el teléfono, pero en esta ocasión le dejó un mensaje: «Soy Daisy. No voy a marcharme hasta que pueda hablar contigo.»

Naturalmente no le devolvió la llamada, así que al día siguiente le telefoneó al trabajo. Charló con Penny Kribs durante un rato sobre los viejos tiempos y le dio las gracias por enviar las flores al funeral de Steven. Después le pidió que le pasase con Jack.

– No le digas que soy yo -pidió-, quiero darle una sorpresa.

– Quizá se trate de una sorpresa desagradable -alegó Penny-. Está de un humor de perros.

Genial. Daisy estuvo en espera durante un buen rato y, después de escuchar más de la mitad del tema The Night the Ligths Went Out in Georgia, Jack se puso al aparato.

– Jack Parrish al habla -dijo.

– Hola, Jack. -Él no respondió, pero tampoco colgó-. Sorpresa… Soy yo, Daisy.

– No me gusta que me molesten en el trabajo, Daisy Lee -respondió por fin. Le habló marcando con énfasis cada una de las sílabas: sí, sin lugar a dudas no estaba de humor.

– Pues entonces no me obligues a hacerlo. Quedemos más tarde.

– No puedo. Tengo que ir a Tallahasee esta tarde.

– ¿Cuándo volverás?

Jack no respondió y ella se vio obligada a chantajearle.

– Si no me lo dices, llamaré todos los días. Todos y cada uno de ellos. -Jack siguió sin decir palabra-. Y todas las noches.

– Eso es acoso.

– Cierto, pero formalizar una demanda es muy pesado. -Ni por un momento creyó que Jack tuviera intención de acusarla de acoso-. Dime cuándo vas a volver.

– No puedo. Es el cumpleaños de Lacy Dawn.

– ¿Lacy Dawn? ¿Qué es, bailarina de striptease o prostituta?

– Ni una cosa ni la otra.

– Suena a nombre artístico.

– Pues Daisy Brooks también se las trae.

Tenía razón.

– Quedemos después de la fiesta.

– Ni hablar. Los chiquiparques pueden conmigo.

– Jack…

– Adiós.

Se quedó con el teléfono pensando que iba a hacer ahora. ¿Chiquiparques? ¿Que qué se refería Jack?

– Hola, mamá -gritó desde la cocina; su madre estaba en el salón. Intentando vencer el sonido de las sirenas que provenía del televisor, le preguntó-: ¿Hay algún lugar en la ciudad que tenga un chiquiparque?

– ¿Chiquiparque? -Las sirenas enmudecieron. La cabeza de su madre asomó por la cocina-. El único que se me ocurre es el Showtime. Es una pizzería, pero también celebran fiestas de cumpleaños para niños. Ahí es donde Lily celebró el cumpleaños de Pippen. Pero no era lo bastante mayor para entender que aquellos enormes muñecos de plástico en forma de oso no le iban a hacer nada. Gritaba como un condenado. Juanita Sánchez estaba allí con su nieto, Hermie. Te acuerdas de Juanita, ¿verdad? La pobre vive hacia el final de la calle, en la casa de estuco rosa. Un día…

Daisy no le preguntó por qué vivir en una casa de estuco rosa merecía un «la pobre». Telefoneó a información y trazó un plan. Consiguió el número de Showtime y llamó. Tras hablar con varios adolescentes que no tenían ni idea de nada, finalmente consiguió que le pasasen con la programadora de fiestas.

– Hola -empezó Daisy-. E perdido mi invitación a la fiesta de cumpleaños de una niña llamada Lacy Dawn. No estoy segura de su apellido, pero si no vamos a la fiesta mi hija va a tener un disgusto. ¿Podría decirme a qué hora empieza?

La programadora de fiestas parecía algo mayor que los adolescentes que trabajaban allí, y le llevó unos treinta segundos darle una respuesta.

– No veo ninguna Lacy Dawn, pero sí Lacy Parrish.

– Ésa es.

– Su madre tiene mesa reservada de seis a siete y media.

– ¿El sábado?

– No. El miércoles.

– Oh, Dios mío. Menos mal que he llamado. Gracias. -De modo que Lacy Dawn era Lacy Parrish. Sin duda se trataba de la sobrina de Jack.

Telefoneó a Lily sin sentir el menor asomo de culpa por lo que iba a hacer. Le había advertido a Jack que se convertiría en su peor pesadilla. Cuando se lo dijo estaba fanfarroneando, pero ahora no. Iba a seguir adelante. No tenía pensado hablarle de Nathan durante la fiesta de cumpleaños de su sobrina, pero quería que comprendiese que no iba a dejarlo en paz hasta que pudiesen hablar.

Cuando Lily respondió a su llamada, Daisy le preguntó si Pippen y ella querrían acompañarla al Showtime el miércoles por la tarde. Su hermana quiso saber el motivo y ella le expuso la situación.

– Estará bien -dijo Lily-. Poder ir con Pippen es una tapadera perfecta, pero además yo fui al colegio con Billy y Rhonda. La hermana de Rhonda, Patty Valencia, tiene tu edad.

– ¿Es una chica de origen hispano con una larga cabellera negra?

– Sí, las dos hermanas son muy guapas. Aunque he oído decir que Rhonda y Billy han tenido varios hijos seguidos, así que es fácil que vaya un poco agobiada.

– Probablemente. -Daisy le echó un vistazo al calendario con fotografías de paisajes de su madre-. ¿Estás segura de que quieres ayudarme? Mamá me dijo que Pippen se puso a gritar como un energúmeno la última vez que lo llevaste a ese sitio.

– Ya no se asusta por eso. -Se apartó del aparato y le dijo a su hijo-: Pippen, ahora ya eres mayor. ¿A que eres el muchachito de mamá?

– ¡No!

Estupendo. Daisy colgó y se pasó el resto de la tarde ayudando a su madre a arrancar las malas hierbas del jardín. Sacó su cámara Nikon y se arrodilló entre los flamencos rosas para fijarla. Se colocó a la sombra de Louella para que la luz del sol no le diese de cara. Le hubiese gustado tener la cámara cargada con película de blanco y negro; de ese modo los vibrantes tonos rosados de los flamencos no destacarían más que su madre. También pensó que si hubiera traído su Fuji digital, después habría podido descargar las fotos en el ordenador y hacerlas aún más impactantes.

Se tumbó bocabajo y apoyó el peso de la cámara en los codos. Enfocó hacia su madre y le hizo una foto con Annie Oakley al fondo.

– Daisy Lee -dijo su madre frunciendo el ceño-, no me hagas fotos.

Daisy suspiró y se sentó. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había sentido la necesidad de tomar fotos de algo que le gustase. Tuvo que dejar de trabajar para Ryan Kent, un fotógrafo artístico de Seattle, a fin de poder cuidar Steven.

Había empezado a interesarse por el mundo de la fotografía estando en el instituto, y cuando Nathan cumplió cuatro años se matriculó en la Universidad de Washington. Al cabo de cuatro años obtuvo el título y empezó a relacionarse con los fotógrafos locales más destacados. Sus fotografías colgaban de algunos estudios y galerías de la ciudad. Y una revista de Seattle le publicó la instantánea de un hombre frente a un automóvil maltrecho debido a las consecuencias de un terremoto, tomada en el año 2001.

En un principio había planeado volver a trabajar con Ryan cuando las cosas se calmasen lo suficiente, pero últimamente incluso barajaba la posibilidad de abrir su propio estudio. Uno de los fotógrafos más exitosos con los que ella había trabajado le dijo en una ocasión que la clave del éxito era encontrar un lugar en el que fueses visible y permanecer en él durante cinco años. El talento era importante, pero dejarte ver resultaba imprescindible para empezar con buen pie.

Cuanto más pensaba en ello más convencida estaba de que eso era exactamente lo que tenía que hacer. Una vez que dejase atrás el pasado podría empezar de cero con total libertad. Quizá vendería su casa. Tras la muerte de Steven, el seguro había cubierto la hipoteca. Tal vez vendiera la casa y se mudase con Nathan a un loft, en Belltown.

Se encogió de hombros y enfocó una rosa de color anaranjado.

– Estoy pensando en vender mi casa cuando regrese a Seattle -le dijo a su madre al tiempo que tomaba la fotografía.

– No te precipites -le dijo su madre-. Collen Forbus vendió su casa poco después de que su marido, Wyatt, emprendiese el viaje al otro barrio y todavía se arrepiente.

Tal vez pudiera esperar unos cuantos meses más para asegurarse. Naturalmente, primero se lo comentaría a Nathan a fin de saber qué pensaba. Pero al cabo de un rato empezó a sentir que había demasiadas cosas que la unían a esa casa. No tenía por qué decidirlo en ese momento. Necesitaba meditarlo con calma. Tendría que darle un puesto prioritario en su lista de cosas pendientes.

Apoyó el codo en la rodilla y ajustó el diafragma de la cámara para enfocar bien los flamencos y las rosas que había tras Louella y, así, proporcionarle a la fotografía riqueza de matices y profundidad de campo. Hizo la foto y pensó en lo mucho que le gustaría que en su vida todo se aclarase con la misma facilidad con la que se enfoca una fotografía.

Загрузка...