Capítulo 11

El chirriar del torno se oía en todo el taller, llegando incluso hasta la oficina de Jack, que en ese momento estaba echándole un vistazo a la lista de piezas de un Corvette del 54; al mismo tiempo, iba observando las Polaroids que había sacado de las diferentes partes del coche. Todo lo que conformaba aquel automóvil, desde los parachoques cromados hasta los tornillos que sujetaban las luces traseras, había sido catalogado y almacenado. Habían extraído el motor Blue Flame six para desmontarlo y limpiarlo más adelante. Tendrían que cambiar todas las piezas de goma y reemplazar la tapicería de cuero. Se decía que conducir un Corvette del 54 era una auténtica lata, pero ésta no era la cuestión. El difunto Harley Earl había diseñado aquel coche deportivo de acuerdo con su estilo llamativo y algo extragrande. Estaba pensado más para que para viajar en él.

Jack apartó las fotografías y se puso en pie. Esa mañana, al quitar el parabrisas, descubrió que el óxido había causado más desperfectos de lo que habían supuesto. Tendrían que reparar los daños y cambiar las abrazaderas. Cogió la taza de café con el dibujo de un Dodge Viper que le había regalado Lacy Dawn por su cumpleaños, y salió de su oficina.

Los lunes, Penny Kribs no llegaba hasta pasadas las diez y media de la mañana, por lo que un montón de correo cubría su escritorio. Volvió a llenar la taza de café y, de camino hacia el taller, dejó de oírse el chirriar del banco de trabajo. Jack sopló el café y miró a Billy, de pie junto al banco. Se había colocado las gafas de seguridad sobre la frente y sostenía el rotor del freno en una mano. Estaba hablando con un adolescente delgaducho y ambos se volvieron cuando Billy señaló hacia su hermano.

Jack se detuvo. Aquel muchacho parecía estar en plena adolescencia y llevaba una cadena de perro alrededor del cuello y otra colgando de un costado de sus pantalones. Le dijo algo a Billy y después echó a andar hacia Jack. Éste se fijó en la atónita sonrisa de su hermano antes de volver a mirar al chico. Le dio un sorbo al café y bajó la taza.

En verano, siempre contrataba a muchachos jóvenes para limpiar o hacer recados. Pero si ese chico venía buscando un trabajo podía esperar sentado. No se trataba tanto de su aspecto, sino de haber tenido el buen tino de vestirse más adecuadamente y dejar en casa la cadena del perro a la hora de pedir trabajo.

Llevaba el pelo como un erizo; oscuro, pero con las puntas blancas. Lucía un Piercing en un extremo del labio superior, y en su camiseta negra podía leerse la palabra ANARQUÍA en letras de un rojo sangre. Llevaba un monopatín bajo el brazo y los pantalones le iban tan anchos que, si se hubiera colocado bien recto, se le habrían deslizado hasta los tobillos.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -le preguntó Jack cuando el joven se detuvo frente a él.

– Sí. Mi madre me ha dicho que conociste a mi padre.

Jack conocía a muchos padres.

– ¿Quién es tu madre? -dijo antes de beber otro sorbo de café

– Daisy Monroe -respondió el chico.

Jack casi se atraganta con el café. Daisy no se había marchado del pueblo.

– No sé si ella te habrá hablado de mí. Soy… -Al chico le tembló la voz, y tragó saliva con dificultad-. Soy Nathan.

No se había formado una idea concreta sobre el hijo de Daisy y Steven, pero si lo hubiera hecho sin duda no habría sido ésa. En primer lugar, había supuesto que debía ser mucho más joven.

– Daisy Monroe me dijo que tenía un hijo, pero creí que rondaría los cinco años -le dijo Jack.

Nathan frunció el ceño y miró a Jack con sus llamativos ojos azules. Parecía un tanto desconcertado, como si no encontrase motivo alguno para que alguien se confundiese sobre su edad.

– No. Tengo quince -le informó Nathan.

Daisy debió quedarse embarazada poco después de casarse con Steven. Pensar en Steven y Daisy juntos conjuró una antigua animosidad que llevaba enterrada muchos años, y le molestó más de lo que era esperable. Mucho más de lo que le habría molestado días atrás, antes de hacer el amor con Daisy apoyados en el maletero del coche que estaba a escasos metros de donde ahora se encontraba su hijo. Antes de saber lo bueno que iba a ser hacer de nuevo el amor con ella.

– Deduzco que tu madre sigue aquí -dijo Jack.

– Sí. -Nathan le miró como si esperara que dijese algo más. Al ver que no era así, el joven añadió-: Estaremos en casa de mi abuela hasta que la tía Lily mejore. Mi madre calcula que será cosa de una semana.

Jack se preguntó qué debía haber ocurrido para que Daisy se hubiera marchado a toda prisa de su casa el sábado anterior.

– ¿Qué le ha pasado a tu tía? -le preguntó Jack.

– Empotró el coche contra el salón de la casa de Ronnie.

Vaya, al parecer la pelea frente al Minute Mart no había saciado la sed de venganza de Lily.

– ¿Está bien? -se interesó Jack.

– Supongo.

El torno empezó a chirriar de nuevo y Jack llevó a Nathan hasta su oficina. Aunque Nathan hubiera acudido a su taller vestido de un modo más adecuado no le habría dado trabajo. Tener allí al hijo de Daisy sería poco menos que una pesadilla. Verle no dejaría de recordarle a Daisy. Y no importaba lo dulces que pudieran ser ahora esos recuerdos, lo mejor era olvidarlo todo.

– Tu padre y yo fuimos muy buenos amigos durante un tiempo. Me dolió mucho saber que había muerto -dijo Jack.

Nathan apoyó un extremo del monopatín sobre su zapatilla de deporte negra y desplazó el peso de su cuerpo sobre esa pierna. Tras un examen más detallado, se apreciaba que en la cara inferior del monopatín había dibujada una enfermera más bien escasa de ropa.

– Sí. Fue un buen padre. Lo echo mucho de menos -admitió Nathan.

Jack había perdido a sus padres siendo no mucho mayor que Nathan. Sabía a qué se refería. Explicarle a aquel muchacho alguna anécdota no le haría ningún mal.

– ¿Te habló alguna vez de los líos en que solíamos meternos? -le preguntó Jack.

Nathan asintió con la cabeza y el arete que llevaba en el labio brilló bajo la luz del fluorescente.

– Me dijo que robabais tomates y que los lanzabais a los coches -le explicó Nathan.

Steven había sido rubio como un surfista de California. Tal vez era por el peinado que llevaba, pero aquel muchacho no se parecía en nada a Steven cuando tenía su edad. Ni siquiera un poquito. Tampoco es que se pareciese mucho a su madre. Tal vez la boca sí. Bueno, excepto el piercing.

– Construimos una casa en un árbol en ese jardín. ¿Te lo contó? -le preguntó Jack.

Nathan negó con la cabeza y Jack prosiguió:

– Tardamos todo un verano. La hicimos con madera y con viejas cajas de cartón. -Jack sonrió al recordar cómo acarreaban con todo ello desde kilómetros de distancia-. Tu madre también nos ayudó. Y justo cuando acabamos, un tornado F2 la echó abajo.

Nathan rió y, señalando hacia la puerta con el mentón, preguntó:

– ¿Eso que hay ahí fuera es un Cuda 440?

– Sí. Lleva un motor Hemi 426 original -respondió Jack.

– Vaya. Cuando tenga trabajo voy a comprarme un Dodge Charger Daytona con un Hemi 426.

Ahora fue Jack el que no pudo evitar reír. Se sentó en la punta del escritorio, junto al reloj del Buick Riviera. No tenía ganas de aguarle la fiesta al muchacho, pero sabía que sólo se habían construido unos setenta Daytona con un motor Hemi 426. Si conseguía encontrar uno, tendría que invertir unos sesenta mil dólares para hacerse con él.

– Con cuatro velocidades, ¿verdad? -le preguntó Jack.

– Así es.

Bebió un sorbo de café. Cómo no. El chaval reducía todavía más sus posibilidades con ese requisito, pues Dodge sólo había sacado a la venta veinte automóviles con caja de cuatro velocidades.

– Una vez vi uno en una exposición de coches en Seattle -explicó Nathan; tuvo que tragar saliva, la voz le temblaba por la excitación-. El Daytona mantuvo el récord de velocidad en circuito durante trece años. Ni los Ford ni los Chevrolet pudieron hacerle sombra.

Dios, era como Billy; también se parecía al padre de Jack, Ray. Le cegaba la velocidad. A Jack también le gustaban los coches rápidos, pero no como a ellos. ¿Cómo se las apañaron Steven y Daisy para traer al mundo a un loco de la velocidad?

– ¿Ves el programa Monster Garage? -le preguntó Nathan a Jack.

– De vez en cuando. -Era Billy el auténtico seguidor del programa.

– ¿Viste cuando transformaron un coche de carreras en una de esas máquinas que barren las calles?

– No, ese programa me lo perdí -admitió Jack, pero Billy le había contado todos los detalles.

– ¡Fue un trallazo! -exclamó Nathan.

¿Trallazo? Jack supuso que quería decir que había estado bien.

Billy asomó la cabeza por la puerta y dijo:

– Tenemos un problema con el rotor delantero de la derecha del Plymouth.

Siempre surgían problemas, así que Jack había aprendido a no tomarse las cosas a la tremenda.

– Pasa, Billy. Deja que te presente a Nathan, el hijo de Steven y Daisy.

Billy entró en el despacho. Llevaba su camisa azul oscuro abotonada hasta arriba, con el distintivo de Clásicos Americanos Parrish en el bolsillo de la pechera. Jack los presentó y se dieron un apretón de manos.

– Lamento mucho lo de tu padre -dijo Billy-. Era un buen tipo.

Nathan bajó la vista y musitó:

– Sí.

– A Billy le encanta Monster Garage -dijo Jack, y acto seguido ambos empezaron a discutir sobre cuáles habían sido los mejores programas.

– Convertir aquel PT Cruiser en un triturador de madera fue una pasada -dijo Nathan.

– Jesse James, el presentador, no se acercó hasta que empezaron a meter animales disecados en el triturador -añadió Billy.

– Sí. Je, je, je -rió Nathan, echando la cabeza hacia atrás-. Salieron trozos disparados por todas partes.

– ¿Te fijaste en la Barbie que quedó atrapada dentro? -preguntó Billy con los ojos brillantes, y también se puso a reír.

Jack estaba anonadado. Por fin Billy había encontrado a alguien que disfrutaba tanto como él viendo aquel programa.

– ¿Viste el capítulo de la segadora? -preguntó Billy con interés.

– Sí, habría sido genial si hubiese funcionado -opinó Nathan.

Billy sacudió la cabeza y añadió:

– Quemaron la primera correa y la bomba se calentó demasiado, así que no pudieron poner en marcha los cilindros ni tampoco mover los brazos hidráulicos.

– He oído decir que el coche fúnebre estaba encantado y que por eso fallaron -dijo Nathan.

– Fallaron porque falló la hidráulica -aseguró Billy.

– ¿Viste a Jesse cuando se incendió la ambulancia? -preguntó Nathan con los ojos resplandecientes-. Fue total.

– Ése es mi capítulo favorito -se apresuró a decir Billy.

– ¿Te fijaste en cómo le gritaba su mujer?

Ambos estallaron en una sonora carcajada al unísono. La voz de Billy era más grave, pero Jack se percató de que la risa de ambos era muy similar. También los dos echaban la cabeza hacia atrás al reír. Cuanto más los miraba, el uno junto al otro recordando conjuntamente los mejores momentos de Monster Garage, más abstracción hacía del peinado y el piercing de Nathan y mayor protagonismo adquirían sus rasgos.

Entonces, de pronto, en sólo unas décimas de segundo, todo cambió para Jack. Se le erizó el vello de la nuca. El tiempo se detuvo y el mundo se le vino abajo.

Hasta hacía sólo medio segundo su vida marchaba más o menos bien, pero ahora todo había cambiado. Tras darse cuenta de que su hermano y Nathan tenían exactamente la misma risa, de pronto se dio cuenta de que el muchacho era la versión adolescente de su propio padre, Ray Parrish. Se levantó del escritorio de un brinco, y el café caliente que quedaba en su taza acabó encima de su camisa.

– ¡Mierda! -exclamó Jack.

– ¿Qué pasa? -preguntó Billy.

Jack no le quitaba los ojos de encima a Nathan. Estudió la forma de su rostro y el perfil de su nariz. Ya no había vuelta atrás. Estaba observando la viva imagen de su padre. Le parecía tan obvio que ahora no entendía cómo había tardado tanto en darse cuenta.

– No has venido a buscar trabajo, ¿Verdad? -le preguntó Jack.

La sonrisa se esfumó del rostro de Nathan, que mientras recogía su monopatín respondió:

– No.

De repente, todo adquirió pleno sentido. La insistencia de Daisy para que hablase. La cantidad de veces que le había dicho que tenía que decirle algo. Algo que no podía contarle por teléfono ni en la pizzería Showtime. Algo importante…, como un hijo. Sintió como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.

– ¿Cuándo es tu cumpleaños? -le preguntó Jack con urgencia.

– Tengo que irme.

Jack agarró a Nathan por el brazo e insistió:

– Dímelo.

Nathan abrió mucho los ojos y dejó caer el monopatín. Intentó retroceder pero Jack le retuvo. No podía soltarle.

– En diciembre -respondió por fin el muchacho.

– Y tienes quince años, ¿no es así?

Nathan casi no podía tragar saliva.

– Sí -reconoció con un hilo de voz.

Jack sabía que lo estaba asustando y que lo mejor era soltarlo. Tenía que calmarse, pero en ese momento le resultaba imposible. Un torbellino de pensamientos descontrolados se agitó en su cerebro.

– ¡Hija de puta! -exclamó Jack.

Billy cogió a Jack por el hombro y, colocándose entre él y Nathan, le gritó a su hermano:

– Pero, ¿qué demonios te ocurre? ¿Has perdido la cabeza o qué?

Sí. Había perdido la cabeza. Soltó el brazo del chico y Nathan se fue tan deprisa que nadie habría dicho que había estado allí. Salvo por el monopatín: estaba en el suelo, boca arriba, con la enfermera a la vista.

Jack se quedó mirando la puerta por donde Nathan había salido y preguntó:

– ¿No lo has captado, Billy?

– Lo único que he captado es que te has comportado como un loco -respondió Billy.

Jack sacudió la cabeza, se volvió hacia su hermano y afirmó:

– Se parece a papá.

– ¿Quién? -preguntó Billy.

– Nathan. El hijo de Daisy.

– El hijo de Daisy y Steven.

Jack señaló hacia el pasillo vacío y le preguntó:

– ¿Acaso crees que se parece a Steven?

– A decir verdad, no recuerdo bien la cara de Steven -admitió Billy.

– No era como la de nuestro padre -dijo Jack dejando la taza sobre la mesa. Tenía un hijo. No. Imposible. Siempre había utilizado preservativos. Bueno, con Daisy no siempre. Era joven y estúpido y todavía creía que a él nada podría afectarle-. Estaba embarazada cuando se fue y no me lo contó.

Billy alzó las manos y se apresuró a decirle a su hermano:

– Espera un segundo. Yo ni siquiera sabía que habíais estado liados, pero en cualquier caso, ¿cómo sabes que es hijo tuyo?

– No me estás escuchando -protestó Jack frotándose la cara con las manos-. Es como aquella fotografía, la de papá cuando se graduó en el instituto. Es idéntico a él. -Bajó los brazos-. Por eso ha venido Daisy. -Expresaba todos sus pensamientos en voz alta, como si eso tuviera que darles más sentido; pero la verdad es que no tenían ninguno-. Para contarme lo del chaval.

– Eso es una locura. Tiene quince años -dijo Billy.

Sí. Era una locura. Era de locos pensar que tenía un hijo de quince años. Un hijo del que no había sabido nada porque nadie le había dicho nada.

– Estoy convencido, Billy.

Billy se acercó a su hermano y, mirándole a los ojos, le aconsejó:

– Será mejor que te asegures de eso antes de volver a atemorizar al muchacho agarrándole por el brazo. No lo sabes a ciencia cierta y, aunque así fuera, tal vez él no esté al corriente.

Billy tenía razón.

– No pretendía asustarlo -explicó Jack.

Jack miró hacia la puerta, detrás de Billy: Penny estaba allí. Jack apartó a su hermano con la mano y, cuando ya salía por la puerta, le dijo a su secretaria:

– Voy a salir un momento.

Salió del taller por la parte de atrás y cruzó la calle para llegar a su casa. Se dirigió directamente a la que había sido la habitación de Billy y abrió un armario lleno de cajas. Fue sacándolas una tras otra y vaciándolas en el suelo. Viejos trofeos, revistas y recuerdos de infancia que su madre había guardado con mimo se esparcieron por todas partes.

– ¿Qué estás buscando? -le preguntó Billy.

Jack ni siquiera se había dado cuenta de que Billy le había seguido.

– El viejo álbum de fotos de la boda de papá y mamá. La foto de la que te he hablado antes está ahí.

Encontraron el álbum en la quinta caja que abrieron. Las tapas estaban cubiertas de flores de encaje y seda, el tipo de detalles femeninos que le encantaban a su madre. El encaje había adquirido un tono amarillento y las flores habían perdido volumen. Jack lo abrió. El pegamento que sujetaba las fotografías se había deteriorado, así que se deslizaron tras el celofán y cayeron a los pies de Jack. La fotografía que andaba buscando estaba ahí, en el suelo, y él se arrodilló para recogerla: era una instantánea en blanco y negro de su padre a los diecisiete años. En una esquina de la fotografía, su padre había escrito con tinta negra: «A mi chica favorita, Carolee. Con amor, Ray.»

Jack se puso en pie y estudió la foto. Estaba en lo cierto. Si se imaginaba a su padre con el pelo de punta y el piercing en el labio, era clavado a Nathan Monroe. Pero no se trataba de Nathan Monroe. Aquel chaval era un Parrish.

Billy se colocó a su espalda y miró por encima de su hombro. Soltó un silbido de sorpresa que resonó en la habitación vacía y le preguntó a su hermano:

– ¿Crees que Steven lo sabía?

Jack se encogió de hombros. Estaba embarazada de tres meses. Steven tenía que saberlo. Jack salió de la habitación y recorrió el pasillo hasta llegar a la cocina. Abrió uno de los armarios y sacó la carta de Steven de donde la había dejado el sábado anterior. Con la fotografía de su padre todavía en la mano, abrió el sobre y leyó.


Jack:

Por favor, te ruego que disculpes mi caligrafía y los errores de ortografía. A medida que mi enfermedad avanza me resulta más difícil concentrarme. Desearía que nunca tuvieses que llegar a leer esta carta, desearía poder superar esta enfermedad y decirte las cosas en persona. Pero, por si no es así, quiero expresar mis pensamientos ahora, antes de que sea incapaz de hacerlo.

Deja que empiece diciendo, sencillamente, lo mucho que te he echado de menos, Jack. No sé si tú me habrás echado en falta o me habrás perdonado, pero yo sí he añorado a mi amigo. En innumerables ocasiones, a lo largo de estos quince años, he deseado llamarte por teléfono y hablar contigo. Muchas veces me he reído para mis adentros recordando las cosas que hacíamos. El otro día vi a dos muchachos montados en bicicleta bajo la lluvia y recordé cundo nosotros hacíamos lo mismo. Íbamos por todo Lovett en busca de los charcos más profundos. O cuando nos sentábamos en el sofá de mi madre para ver los viejos programas de Andy Griffith y nos partíamos de risa cuando Barney se encerraba él mismo en una celda. Creo que cuando más te echo de menos es justamente cuando me río solo. Sé que es culpa mía. Pero he sentido en muchas ocasiones la soledad que entraña haberte perdido, amigo mío.

No he podido olvidar la última vez que nos vimos ni las terribles cosas que nos dijimos. Me casé con Daisy, y tú estabas enamorado de ella. Pero yo también lo estaba, Jack. Y sigo estándolo. Tras todos estos años la quiero tanto como el día que me casé. Sé que ella me ama. Sé que siempre me ha amado, pero a veces pierde la mirada, y me pregunto si estará pensando en ti. Me pregunto si ella se lamenta de haberme elegido a mí y de haberse venido conmigo a Seattle. Me pregunto si piensa que le habría gustado quedarse contigo y si todavía te quiere como te quería entonces. Por si te sirve de consuelo, te diré que he sufrido, porque sé lo mucho que te amó y lo que, tal vez, te ama todavía.

La noche en que nos fuimos de Lovett, Daisy estaba embarazada de tres meses y el hijo era tuyo. Sé que ahora ella está en disposición de decírtelo. Cuando me dijo que llevaba en su vientre a un hijo tuyo estaba muy asustada, creía que tú dejarías de amarla. Yo permití que siguiera creyéndolo, a pesar de que sabía que muy probablemente no era cierto. Ella creyó que lo mejor sería no decirte lo del niño. Daisy pensaba que no podrías soportar la presión de tener un hijo en ese momento de tu vida. También dejé que lo creyese. Le dije que tenía razón, que no podrías soportarlo, pero sabía que no era verdad. Yo sabía que podrías llevar adelante cualquier cosa que te propusieses. Así que me casé con ella y me la llevé muy lejos de tu lado. Sé que debería arrepentirme por haber hecho lo que hice, pero no me arrepiento. No me arrepiento de ninguno de los días que he pasado con ella y con Nathan. Pero sí me arrepiento de cómo hicimos las cosas y de no haberte contado antes lo del niño.

Nathan es un chico estupendo. Se parece mucho a ti. No le tiene miedo a nada, es impaciente y se lo guarda todo para sí. Sé que Daisy hará todo lo que esté en su mano para criarlo, pero creo que te necesitará. He disfrutado inmensamente cuidando de él, y lo que más lamento, y tengo muchas cosas de las que lamentarme en mi vida, es no poder ver cómo se convierte en un hombre. Me habría encantado ser testigo de ello.

Para finalizar, te pido que me perdones, Jack. Sé que posiblemente sea pedir demasiado, pero te lo pido de todos modos. Lo que deseo es que seas capaz de dejar a un lado la amargura y que puedas seguir adelante con tu vida. Egoístamente, te ruego que me perdones con la esperanza de poder morir con la conciencia tranquila. Y cuando nos veamos en el otro barrio, espero que podamos darnos un abrazo y volver a ser amigos. Si no pudieses perdonarme, lo entendería. No sé si yo podría llegar a perdonarte si estuviese en tu lugar. Me llevé una gran parte de tu vida, Jack. Pero tal vez puedas echar la vista atrás algún día y reírte de vez en cuando al recordar los buenos ratos que pasamos juntos.

STEVEN

Mientras Jack intentaba recuperar el aliento, la carta y la foto de su padre se le cayeron de las manos y acabaron sobre la encimera. Sintió que algo en su interior se rompía en mil pedazos, tal como le había ocurrido quince años atrás.

– ¿Es tu hijo? -le preguntó Billy.

Jack asintió.

– Joder -dijo Billy-. Qué cabrona.

Durante años se había sentido traicionado por su mejor amigo porque le había robado a su novia. Pero ni siquiera había sido consciente de la mitad del asunto. Jamás se le habría ocurrido imaginar que al marcharse se estaban llevando con ellos a su hijo. No podría haberse imaginado una traición de tal magnitud.

– ¿Qué vas a hacer?

Jack se desabrochó la camisa y se la sacó de los pantalones.

– Hablar con Daisy -le respondió a su hermano.

– Bueno, pero no te pongas hecho una furia con ella.

– Creía que habías dicho que era una cabrona.

– Y lo es -admitió Billy-. No voy siquiera a preguntar si deseas formar parte de la vida de Nathan, porque te conozco. Sé quién eres. Sé que te sientes herido y estás furioso, y tienes todo el derecho a estarlo. Pero ella es su madre y puede hacer la maleta y llevárselo bien lejos.

Durante años había cerrado sus recuerdos con doble llave. Había levantado una muralla alrededor de su dolor y su ira. Desde que Daisy había vuelto todo se le había ido de las manos. Pero nada igualaba lo que acababa de ocurrir esa mañana. Esa mañana la muralla había quedado reducida a cenizas.

– Jack, prométeme que no te pondrás como un energúmeno -le rogó Billy.

Jack no tenía la intención de prometer absolutamente nada.

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