Jack llegaba tarde. Había esperado hasta esa misma mañana para llamar a Rhonda y preguntarle qué podía regalarle a Lacy. Rhonda le dijo que la niña quería algo llamado Gatita mágica. Le rogó que se asegurase de que se trataba de Gatita mágica y no de Amigos peludos. Según Rhonda, esta última no cuidaba de sus bebés. Finalmente le deseó suerte: no iba a ser fácil encontrar ese regalo.
Llamó a unas cuantas jugueterías de Lovett, pero al final tuvo que ir hasta Amarillo. Se pasó la tarde buscando el maldito juguete y finalmente lo encontró en la última tienda en la que entró.
Jack leyó con atención lo que ponía en el reverso de la caja, para asegurarse de que se trataba de la gata adecuada. La tal Mamá gatita era muy peluda y traía dos gatitos de peluche consigo. Los tres tenían todo tipo de juguetitos y lacitos a juego para sus cabezas y también unas horrorosas gafitas en forma de corazón.
Siguió leyendo y exclamó: «¡Por amor de Dios!» Según lo que decía la caja, la madre de los gatitos ronroneaba, decía «Te quiero» y hacía sonidos maternales cuando uno de sus cachorritos estaba a su lado.
Se preguntó qué demonios serían los sonidos maternales.
Le envolvieron el regalo en un brillante papel de color rosa con dibujos de hadas. Coronaron el paquete con un lazo rosa del tamaño de su cabeza. El lazo era excesivo, pero a las hijas de Billy les gustaban esas cosas.
Era el tipo de cosas propias de niñas de las que él y su hermano no habían tenido noticia cuando eran pequeños. Ellos jugaban con coches y pistolas y soldadito dispuestos a entrar en combate. Les encantaban ese tipo de juguetes, pero en cuanto nació la primera de sus hijas Billy no tardó en sentirse como pez en el agua entre muñecas, complementos de Barbie y tutúes de color rosa. Daba la impresión de que para él todo eso era fácil y natural. Por su parte, Jack observaba a su hermano a cierta distancia preguntándose de dónde habría surgido su instinto paternal. Jack no lo tenía en absoluto. O al menos eso creía. A pesar de estar aprendiendo a toda prisa, no sabía mucho sobre niñas pequeñas. Tal vez porque hasta que apareció Amy Lynn no había tratado con ninguna, a excepción de Daisy, y si ella había jugado alguna vez con muñecas o se había disfrazado de princesa como las hijas de Billy, lo había hecho con alguna de sus amigas. Nunca con él o Steven.
Abrió la puerta de Showtime y entró. No había visto a Daisy desde hacía cuatro días. Con un poco de suerte habría desistido de su plan de hacerle revivir el pasado, y con un poco más se habría marchado del pueblo.
El interior de Showtime era una mezcla de colores brillantes y de ruidos de las máquinas de videojuegos y de los tubos de plástico por los que los niños se lanzaban, de campanas y sirenas y de chillidos de niños. Jack ya había estado allí antes, en el cumpleaños de Amy Lynn, y se preguntó cómo podía alguien trabajar en es lugar y no perder la chaveta.
Llegó hasta la zona de comidas y vio que estaba relativamente tranquila… por el momento. Sabía que todo cambiaría en cuanto comenzase el espectáculo. Su hermano, Rhonda y las niñas estaban sentados en una mesa redonda cerca del escenario.
Y también Daisy.
Se detuvo a unos tres metros de la mesa. Daisy Monroe se las había ingeniado para invitarse a la fiesta de su sobrina.
Le había seguido la pista. Cuando le dijo que iba a convertirse en su peor pesadilla no bromeaba. Jack sintió que la rabia empezaba a apoderarse de él pero consiguió controlarla. Intentó mantener el control. Ella no tenía por qué estar allí. Se trataba de su familia.
Miró a la mujer que estaba sentada junto a Daisy; era Lily, y supuso que el niño que llevaba el pelo largo por detrás debía de ser el hijo de alguna de las dos. El niño tenía toda la cara manchada de pastel, como si se lo hubiesen estado dando con un tirachinas. Pensó que quizá fuera el hijo de Daisy y Steven.
– ¡Tío Jack! -gritó Amy Lynn, la niña de cinco años. Saltó de su silla y corrió hacia él. La anfitriona de la fiesta, la niña que cumplía tres años, Lacy, también echó a correr hacia su tío. Lacy se miraba los pies mientras corría, y Jack la agarró con su mano libre antes de que chocase contra sus rodillas.
– Qué tal -dijo Jack-. Me han dicho que hoy alguien cumple tres años.
– Yo -dijo la niña alzando tres dedos.
– Yo tengo cinco -añadió Amy Lynn abrazándose a su pierna. Mientras se acercaba a la mesa con Amy Lynn aferrada a una pierna y Lacy en brazos, Billy, con su hija pequeña en las rodillas, alzó la mirada y dijo con una sonrisa:
– Eh, Jack, mira quién está aquí.
Daisy le miró con sus brillantes ojos pardos. Se había recogido el pelo en una cola de caballo y se había pintado los labios de rosa. Llevaba una ceñida camiseta negra de tirantes de Ralph Lauren.
– No le habías dicho a Billy que estaba en el pueblo -espetó al tiempo que se dibujaba una sonrisa en sus labios.
Jack dejó a Lacy en su silla. Su hermano no sabía nada de su historia con Daisy. Billy era demasiado joven por aquel entonces, y Jack nunca había tenido necesidad de hablar de ello. Ni siquiera con su hermano. Billy, sin embargo, se acordaba de ella. Daisy había pasado mucho tiempo en su casa, y Billy debía de creer que todavía seguían siendo amigos. Probablemente pensaba que iba a alegrarse mucho de verla.
– Supongo que se me fue de la cabeza -dijo al tiempo que Amy Lynn le soltaba la pierna y se sentaba.
Daisy se echó a reír, y la irritación de Jack creció un poco más.
– ¿Te acuerdas de mi hermana Lily? -le preguntó.
– Por supuesto. ¿Qué tal estás?
Lily se acercó a él y lo abrazó después de que Jack dejase el regalo sobre la mesa.
– He tenido épocas mejores.
Aunque tenía los ojos azules, se parecía a Daisy cuando era más joven; en ese momento, sin embargo, parecía bastante hecha polvo.
– ¿Y tú qué tal estás, Jack?
Miró a Daisy por encima del hombro de su hermana.
– He tenido épocas mejores.
– Este es el hijo de Lily, Pippen.
Así que era el hijo de Lily. Por alguna razón, Jack se sintió aliviado de que no fuese el hijo de Daisy y Steven. Aunque no sabía muy bien por qué.
Lily volvió a su sitio y meneó la cabeza.
– Tienes tan buen aspecto como siempre.
– Gracias, Lily. Tú también -dijo Jack-. Hola, Rhonda. -Su cuñada tenía unas ojeras tremendas: estaba claro que no dormía en condiciones desde hacía por lo menos cinco días-. ¿Te encuentras bien? Billy me ha dicho que has pasado una mala noche.
– Ha sido por Tanya. Tenía dolor de oído, pero hoy le hemos dado su medicina y está mejor.
Retiró la silla que había entre Lacy y Rhonda y se sentó frente a Daisy y Lily.
– ¿Le echaste un vistazo al embrague?
– Tenías razón -respondió Billy-. Hay que cambiarlo.
– Encontré uno en Reno -dijo Jack.
– ¿Y qué tal por Tallahasee? -le preguntó Daisy.
– ¿Cuándo has estado en Tallahasee? -quiso saber Billy.
– El año pasado -respondió Jack.
Daisy entornó los ojos y abrió la boca en cierta actitud de asombro.
– Me mentiste.
Jack sonrió al tiempo que se inclinaba hacia delante para servirse un poco de Dr. Pepper. Ella le miró como cuando eran dos muchachos, como lo había hecho la otra noche, y después se volvió hacia su hermano.
– ¿Te importa que coja a Tanya?
– En absoluto. -Billy le pasó a la niña y Daisy la apoyó en su regazo. Jack esperaba que la niña, de seis meses de edad, se pusiese a gritar, pero en lugar de eso sonrió cuando Daisy le acarició la mejilla.
– Mira, Pippen -le dijo Daisy a su sobrino, que estaba sentado en una trona a su lado-. ¿A que Tanya es dulce como un caramelito?
– ¡No!
– ¿Puedo abrir el regalo de tío Jack? -preguntó la pequeña Lacy.
– Si a tío Jack le parece bien… -respondió Rhonda.
– Adelante -dijo él; pero la verdad era que habría preferido que Daisy no estuviera ahí sentada cuando la niña abriese la caja de esa ridícula gatita. Aunque tampoco acertaba a saber por qué tenía eso que importarle lo más mínimo.
Lacy arrancó el lazo del paquete y se lo metió bajo el brazo. Rasgó el papel de regalo y fue rompiéndolo y dejando que los pedazos cayesen al suelo.
– ¡La Gatita mágica! ¡Mi regalo favorito!
– Lo mismo dijiste esta mañana cuando abriste el coche de Barbie -le recordó Billy.
Lily se inclinó hacia delante sobre la mesa y charló con Rhonda sobre lo que habían hecho desde que salieron del instituto. Mientras Lacy y Amy Lynn iban sacando los gatitos de la caja, las dos mujeres hablaron de sus hijos y sus respetivas vidas; cuando Lily se refirió a un hombre como «Ronnie, el cabrón de mierda», Jack supuso que estaba hablando de su proceso de divorcio. Eso explicaba por qué parecía tan hecha polvo.
Jack bebió un buen trago de su Dr. Pepper y se metió un cubito de hielo en la boca. Miró a Daisy, a Tanya y a Pippen. Tanya seguía en su regazo haciendo pedorretas. El niño se echó a reír y Daisy también rió. Jack se fijó en sus manos, concretamente en sus uñas pintadas de rojo sangre. Una fina pulsera de plata rodeaba su muñeca y un diminuto corazón se apoyaba sobre la piel. La pulsera destellaba con la luz; como si hubiera sentido el peso de la mirada de Jack, Daisy alzó la vista. Su sonrisa se desvaneció y frunció ligeramente el ceño. Daisy clavó en él esos ojos color castaño, que a Jack le hacían pensar en el chocolate caliente. Pero eso era cuando tenía diez años y creía que el chocolate era lo mejor del mundo. Después creció y descubrió que había cosas mejores. Había algo más oscuro y matizado en el fondo de aquellos ojos. Jack notó que se le formaba un nudo en el estómago. No podía decir que se tratase de deseo, pero tampoco era precisamente una muestra de desinterés.
Billy agarró la gata madre, le colocó las pilas y la dejó sobre la mesa. Lacy se puso en pie sobre la silla y Jack centró la atención en su sobrina. La niña colocó a los cachorritos junto a su madre y ésta empezó a hacer extraños ruiditos.
– Es una… gatita muy maternal. -Daisy apartó la vista del juguete-. Jack, ¿no te parece adorable?
– ¿Eso que tiene ahí son pezones? -quiso saber Billy.
– Parecen más bien corazones -dijo Jack.
– ¿Y eso por qué? -quiso saber Amy Lynn. En casa tenía una gata de verdad y sabía que lo que tenían ahí no eran corazoncitos.
Ni a Billy ni a Jack se les ocurrió una respuesta. Daisy miró a Amy Lynn y dijo:
– Porque los corazones quedan mejor que los pezones.
En caso de haber estado solos, Jack podría haberle explicado con toda precisión por qué su explicación no era correcta. En lugar de eso, apretó con fuerza los dientes para partir el cubito de hielo que tenía en la boca.
– Y tienen gafas de sol, Lacy -señaló Amy Lynn.
El telón del escenario se abrió y aparecieron tres osos mecánicos bailando y fingiendo tocar sus instrumentos. Una canción acerca de tres ranas felices se adueñó del local, y Lacy empezó a dar palmas.
El hijo de Lily gritó con todas sus fuerzas. Daisy le pasó su hija a Billy y cogió en brazos al niño. Le dijo algo a Lily y se alejó de allí con el pequeño, que seguía gritando a todo volumen. Jack no pudo evitar echarle un vistazo a su espalda y a su trasero enfundado en aquellos cortos pantalones vaqueros.
– ¿Viste Monster garage la otra noche? -preguntó Billy esforzándose por vencer el volumen de la música.
Jack veía el programa de vez en cuando, pero Billy era todo un fanático.
– No, me perdí el último programa.
– ¿Te puedes creer que transformaron un autobús escolar en una barca? -dijo, pero el ruido de los osos mecánicos no le permitió seguir con la conversación.
Jack esperó cinco minutos antes de salir tras los pasos de Daisy y su sobrino. Los encontró en una zona de juegos. Le había limpiado la cara a Pippen y el niño estaba ahora jugando en una piscina de bolas de colores. Ella estaba fuera, observándole mientras se deslizaba entre las bolas como si estuviese nadando contra corriente.
– ¿Cómo te las has ingeniado para invitarte a la fiesta de cumpleaños de Lacy? -le preguntó cuando llegó a su lado.
Ella le miró a los ojos.
– Lily, Pippen y yo ya estábamos aquí cuando llegaron.
– Así que te has llevado una buena sorpresa.
Ella negó con la cabeza y la cola de caballo se balanceó rozándole los hombros.
– No. Sabía que ibas a venir aquí, aunque no esperaba que Billy y Rhonda fuesen a pedirnos que nos uniésemos a ellos.
– ¿Qué tengo que hacer para que me dejes en paz?
Daisy volvió a fijarse en su sobrino. El niño agarró una bola de plástico y la lanzó. No le do a una niña de milagro.
– Ya sabes lo que quiero.
– Hablar.
– Sí. Tengo que decirte algo muy importante.
– ¿Qué?
Estallaron las sirenas de uno de los juegos y el ruido lo inundó todo.
– Es algo demasiado importante para hablarlo aquí.
– Entonces, ¿por qué has venido? ¿Te gusta acosarnos a mí y a mi familia?
– No te estoy acosando. Sólo quería que recordases que sigo aquí y que no me voy a ir hasta que hable contigo. -Se miró los pies-. Tengo una carta que Steven escribió para ti. Pero no la llevo encima.
– ¿Y qué dice esa carta?
Daisy volvió a negar con la cabeza, después le miró a los ojos.
– No lo sé. No la he leído.
– Envíamela al taller.
– No puedo hacer eso. Steven me pidió que te la entregase en persona.
– Si es tan jodidamente importante, ¿por qué no me la dio él mismo? ¿Por qué te envió a ti de mensajera?
– ¡Pippen, no hagas eso! -le dijo a su sobrino antes de volverse hacia Jack. Las luces rojas y azules de un videojuego se reflejaron en su hombro desnudo, en el cuello y en la comisura de su boca-. En un principio, tenía la intención de hacerlo. Durante el primer año de su enfermedad, estaba convencido de que superaría el cáncer. Sabíamos que nadie había sobrevivido a un glioblastoma, pero era joven y sano y al parecer los primeros tratamientos estaban dando buen resultado. Luchó con todas sus fuerzas, Jack. -Se volvió hacia Pippen y se agarró a la malla metálica-. Cuando aceptó que iba a morir ya era demasiado tarde para hablar contigo en persona. -El pequeño corazoncito de su pulsera se balanceó en su muñeca. Jack lo miró, intentando mantener a raya cualquier sentimiento respecto a Steven o a Daisy. No quería ceder ni un centímetro.
Pero tenía que hacerle una pregunta.
– Unos ocho o nueve meses.
Eso suponía. Steven siempre buscaba a alguien que «rompiera el hielo» por él, ya fuese para decirle a Daisy que llevaba un lazo horroroso, para saltar de un tejado o para lanzar tomates podridos a los coches. Cuando era un muchacho a Jack no le importaba, pero habían pasado muchos años.
– Por tanto, tuvo tiempo de hablar conmigo antes de morir. No tenía por qué haberte enviado a ti.
Ella rió con un deje de amargura.
– Obviamente, no has tenido que estar cerca de nadie que está siguiendo a un tratamiento radical contra el cáncer. De lo contrario, no dirías algo así. -Dejó caer una de sus manos hacia el costado y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas mientras le miraba-. No lo habrías reconocido, Jack. -Una de las lágrimas le recorrió la mejilla. Apretó las manos para no llevárselas a la cara-. En la última etapa -prosiguió- había olvidado incluso cómo atarse los zapatos, pero insistía en vestirse todos los días. Así que le ataba los zapatos… todos los días. Como si eso tuviese alguna importancia. Supongo que lo hacía porque le aportaba algo de dignidad. Le hacía sentir que seguía siendo un adulto. Un hombre.
A Jack empezó a encogérsele el corazón y le costaba respirar.
– Ya basta, Daisy.
– Jack…
– No. -Sabía que no se detendría hasta llegarle a lo más hondo. Igual que en el pasado. No podía dejar que ocurriese. Por nada del mundo-. No quiero oír nada más. -Lo sentía por Steven. Lo sentía más de lo que había creído tan sólo hacía dos minutos, pero no quería que ella siguiese por ese camino.
– No tenía intención de hablar de esto ahora. -Se enjugó una lágrima de la mejilla-. Quedemos después para que pueda decirte lo que tengo que decirte.
– La única palabra que quiero oír de tus labios, Daisy Monroe, es adiós -dijo él justo antes de volverse y echar a andar. Regresó al comedor y le dijo a su hermano y a Rhonda que se marchaba. Les dio algo de dinero para las fichas de los juegos de sus sobrinas y se fue. No vio a Daisy al salir, y tampoco hizo el más mínimo gesto de buscarla.
Respiró hondo y siguió caminando. Pensó que no conseguiría volver a respirar con normalidad hasta que llegase a casa. Cerró la puerta. Se atrincheró para dejar fuera los recuerdos de Daisy y Steven. Pero los recuerdos se colaron en la casa, Jack se dejó caer en la banqueta del piano de su madre y colocó las manos sobre sus rodillas.
Había odiado a Steven durante casi tantos años como lo había querido. Pero nunca había deseado su muerte, ni en los momentos en que su rabia había sido más intensa. Al menos no de veras. Tal vez hubo un tiempo, cuando todo ocurrió, en que la idea de que Steven desapareciese de la faz de la Tierra le resultaba una idea ciertamente atractiva, pero jamás había querido que muriese del modo en que Daisy había descrito. Así no. Ni siquiera cuando, en el pasado, había ardido de rabia y dolor.
Bien pensado, nunca había deseado su muerte. Porque, en el fondo entendía a Steven. Era consciente de que él había traicionado a Steven en la misma medida en que Steven le había traicionado a él.
Fue Steven quien le contó que habían dejado plantada a Daisy justo antes del dichoso baile del instituto de su último año. Los dos pensaron que lo mejor era que Jack fuera al baile con Daisy, puesto que Steven ya tenía cita. En aquel momento le pareció algo muy sencillo. Llevar a Daisy al baile para que no pasase la noche llorando sola en su habitación. Era fácil, pero aquella noche acabó cambiando el discurrir de sus vidas.
Jack casi no se acordaba del baile, salvo de que había intentado tocarla lo menos posible. Sin embargo, recordaba muy bien el momento del porche. Aquel hiriente deseo que le empujaba hacia Daisy, mientras su cabeza insistía una y otra vez en que tenía que largarse, que lo mejor era que subiera al coche y saliera volando de allí.
Entonces se besaron.
Comparado con los besos que le habían dado otras chicas, no fue gran cosa, se limitó a apretar los labios contra los suyos. Sin embargo, algo se activó en el interior de su pecho. Se quedó perplejo y se enfadó; entonces la apartó de su lado. Pero Daisy le acarició el cuello y le miró, y a Jack le pareció ver en sus ojos tanto deseo como el que él sentía por ella. Tanto como el que siempre había sentido por ella.
– Por favor, Jack -musitó. Y cuando ya inclinaba la cabeza para volver a besarla, se dijo que estaba cometiendo un grave error. Incluso mientras la besaba, mientras degustaba el sabor de su boca, se dijo que tenía que dejarlo inmediatamente. Y también cuando la atrajo hacia sí, y sintió el empuje de sus pechos. Y a pesar de repetirse una y otra vez que no tenía que volver a ocurrir, sabía que no podría evitarlo. La había deseado durante años, y esa pequeña muestra no resultaría satisfacción suficiente.
Ni de lejos.
Se dijo que tenía que alejarse de ella, pero por mucho que fuese capaz de ejercer un amplio control sobre su lujuria adolescente, Daisy no iba a permitir que se distanciase. La noche siguiente al baile, en la fiesta de Jimmy Calhoun, ella lo arrastró hasta el interior de un oscuro armario y condujo la mano de Jack hasta su pecho.
– Tócame, Jack -le susurró en la boca, y él estuvo a punto de correrse en los calzoncillos.
Pocos días después, Jack le dijo a Steven que no podía salir con él porque no tenía ni un centavo. Se montó en el Camaro, fue a recoger a Daisy a su casa y la condujo hasta una carretera desierta. Aparcó y le habló de Steven, de que ambos se sentían atraídos por ella, y le dijo a Daisy que tenían que acabar con lo que había empezado en el baile.
Ella dijo que lo entendía. Estaba de acuerdo, pero entonces le besó el lóbulo de la oreja y le dijo que Steven no tenía por qué saberlo.
– Quiero a Steven. Es mi amigo -dijo Daisy-. Pero no pienso en él del mismo modo que pienso en ti. Estoy enamorada de ti, Jack. Quiero algo más de ti. Quiero que me enseñes a hacer el amor.
Aquella noche, Jack le quitó la camisa y le desabrochó el sujetador. Era de topitos azules. Sus pechos eran la cosa más hermosa que jamás había visto, firmes y pálidos, y sus pezones rosados parecían a la medida de su boca.
Esa noche no le hizo el amor. No, Jack quiso mostrarse caballeroso. Le dijo que no se enrollaba con vírgenes. Se convenció de que mientras no pusiese las manos en sus bragas todo iría bien. Se dijo que iría paso a paso, pero sus propósitos duraron muy poco, tanto como un caramelo en las manos de un niño. Entonces decidió que no pasaría nada mientras dejase intacto su himen.
Después de dos semanas de caricias y besos, la recogió en su coche y se la llevó a un hotel en las afueras de Amarillo. Pasaron la noche juntos, y Jack aprendió la diferencia entre practicar el sexo y hacer el amor. Aprendió la diferencia entre el sexo que sólo implica los genitales y el sexo que tiene que ver con el alma. Aprendió que estar dentro de Daisy Lee encendía una especie de hoguera en lo más profundo de su pecho. Ni por un momento dudó de que lo que hacían estaba mal. Sabía que Steven quería a Daisy tanto como él, pero acabó convenciéndose de que Daisy tenía razón: todo iría bien siempre que Steven no lo supiese.
En público, Daisy y Jack se comportaban como lo habían hecho siempre, como amigos, aunque no les resultó fácil. A Jack ver a Daisy y no poder tocarla le hacía subirse por las paredes. Verla paseando por los pasillos del instituto o dando saltitos con su minifalda de animadora despertaba en él unos celos enfermizos.
Aunque no era el único a quien desquiciaba la situación. Daisy siempre había querido a Jack tanto como él a ella, peor cuando él no podía quedar, lo cual sucedía muy de vez en cuando, ella le acusaba de no quererla lo suficiente. Le acusaba de ir con otras chicas. Le decía entonces que ya no estaba enamorada de él, pero a la mínima oportunidad se arrancaban la ropa el uno al otro y satisfacían sus deseos con total entrega.
Ninguno de los dos pretendía herir a Steven, así que decidieron esperar a que acabase el curso para mostrarse como pareja de forma más obvia. La Universidad de Washington había aceptado la solicitud de Steven, que, tras su graduación, tenía pensado irse a vivir con su hermana y su cuñado hasta que encontrase un apartamento. Tanto Jack como Daisy habían planeado seguir sus estudios en la West Tejas A &M, que estaba a unos cien kilómetros al sur de Lovett. Acordaron explicarle lo suyo a Steven cuando volviese a casa para las vacaciones de Navidad.
Jack se levantó de la banqueta frente al piano y se adentró en la oscuridad de la cocina. Encendió la luz y abrió la nevera. Apartó un cartón de leche y alargó la mano para sacar una cerveza Lone Star.
Estar con Daisy había sido como experimentar un largo orgasmo subido a una montaña rusa. Terriblemente excitante, pero en absoluto relajado.
Abrió la botella de cerveza y la dejó sobre la encimera. Dos semanas después de la graduación en el instituto, sus padres murieron en un accidente de coche. Iban montados en su Bonneville del 59 cuando un conductor ebrio los embistió. Aquel viejo Pontiac tenía el aspecto de un tanque, pero carecía de cualquier medida de seguridad. Su padre murió en el acto. Su madre, camino del hospital. De la noche a la mañana, a los dieciocho años, Jack se convirtió en el responsable no solo de su propia vida sino también de la de su hermano Billy.
Jack se llevó la botella a la boca y dio un trago. Siempre que pensaba en ese episodio del pasado lo asaltaban los recuerdos de todos los dolorosos detalles. Se había sentido sacudido, confuso y atemorizado. Y no era más que un crío. Su vida cambió en apenas un instante, y cuanto más tiempo necesitaba para reflexionar menos se lo permitía Daisy. Cuanto más intentaba apartarla de sí para poder respirar, más fuertemente se aferraba ella. Recordaba la noche en que le dijo que tenía que estar solo durante un tiempo, que necesitaba distanciarse para poder pensar con claridad. Que tenían que dejar de verse durante una temporada. Se puso histérica. Cuando se volvieron a ver se había convertido en la esposa de Steven.
Recordaba con total nitidez la ropa que Daisy llevaba aquella noche. Un vestido azul con un estampado de florecitas. Ella y Steven se presentaron en el jardín de su casa y le pidieron que saliera. Recordaba la imagen de Daisy a medida que él se iba acercando, el maravilloso aspecto que tenía, y el intenso deseo de abrazarla que había sentido, de estrecharla entre sus brazos con todas sus fuerzas y decirle que no se apartase de su lado durante el resto de sus días.
Pero entonces Steven le dijo que se habían casado esa misma tarde. Al principio no le creyó. Daisy no estaba enamorada de Steven. Estaba enamorada de él. Pero al ver la culpa reflejada en el rostro de Daisy supo que era cierto. La cogió por los brazos y le dijo que ella le pertenecía. Intentó besarla, acariciarla y obligarle a admitir que era de él de quien estaba enamorada. Steven se colocó entre los dos y Jack le dio un puñetazo en la cara. Entonces empezaron a pelear, pero Steven Monroe nunca había destacado en ese terreno y fue quien se llevó la peor parte.
Perdió a su mejor amigo. El muchacho con el que había compartido todas sus aventuras. Tal vez Steven era de los que enviaban siempre a uno a romper el hielo, pero Jack siempre había sabido que lo tenía justo detrás, respaldándole. Aquella noche se fueron los dos y le dejaron solo.
La noche en que lo perdió todo aprendió una gran lección. Aprendió que nadie puede quitarte lo que no quieres que te quiten. Nadie puede cortarte en pedacitos si no le das un cuchillo. No consideraba que todo eso le hubiese agriado el carácter; más bien lo había convertido en un hombre capaz de aprender de sus errores. Ni tampoco que hubiera hecho de él un «alérgico al compromiso», algo de lo que siempre le acusaba Rhonda.
Si las cosas hubiesen sido de otro modo se habría casado. Jamás había desechado la idea del matrimonio, aunque tampoco era uno de sus objetivos vitales. Si tenía que llegar, llegaría. Ya tenía una familia. Billy, Rhonda y las niñas eran suficiente para él, pero también había en su vida espacio para alguien más. Sólo tenía treinta y tres años. Tenía todo el tiempo del mundo por delante.
Daisy era otra cosa. Jamás volvería a haber espacio en su vida para Daisy. No sólo le había cortado en pedazos, además los había pisoteado. Jamás permitiría que Daisy volviese a entrar en su vida.
No, con una vez ya había tenido suficiente.